El chico, de apenas 14 años, vagaba en un mar de pensamientos mientras su mirada se perdía en el horizonte. Día tras día, su mente seguía un bucle infinito: siempre las mismas preguntas, siempre las mismas respuestas. Irónicamente, esas respuestas lo llevaban de vuelta a las preguntas iniciales, atrapándolo en un ciclo sin fin.
Estaba sentado en un banco, en medio de un parque tranquilo, con la cabeza gacha y los hombros encorvados. A su alrededor, el mundo seguía su curso: los pájaros cantaban, el viento agitaba las hojas de los árboles, y los niños jugaban a lo lejos. Sin embargo, para él, todo aquello era un fondo borroso, sin importancia. Su mundo estaba dentro de su cabeza, un espacio donde buscaba, desesperadamente, algún tipo de aprobación. Pero la verdad era más compleja: deseaba la aprobación de todos, pero también de nadie.
Se encontraba en esa etapa de la vida en la que empezaba a preguntarse quién era y cuál era su propósito. Pero cada vez que parecía estar cerca de una respuesta, surgía un nuevo problema. Su mente, ya cansada, no podía procesar más. La frustración lo invadía, y ese cansancio mental lo dejaba inmóvil, incapaz de avanzar. Sus ojos seguían fijos en el suelo, mientras su mente divagaba, construyendo escenarios, imaginando respuestas que siempre se desvanecían antes de poder aferrarse a ellas.
Entonces, de repente, el silencio fue interrumpido por el sonido de unos pasos. Al principio, eran lejanos, pero se hicieron más claros y constantes, acercándose directamente hacia él. El chico no reaccionó. Podría haber sido indiferencia, o tal vez, un reflejo de su desconexión del mundo exterior. O quizás era algo más profundo: un desinterés por cualquier cosa que no fuera su propio sufrimiento.
Los pasos se detuvieron a su lado, y sintió un ligero tacto en el hombro. Era la mano de un hombre. Al levantar la cabeza, lo analizó con desconfianza. El hombre era corpulento, de aspecto robusto, pero su mirada era cálida y apacible. Había algo en sus ojos que inspiraba confianza, aunque para el chico, la confianza era un lujo que no podía permitirse. La vida le había enseñado que nadie era completamente digno de fiar.
El hombre, con una voz suave y comprensiva, le habló:
-Hola, ¿puedo sentarme contigo? Veo que tienes la mirada perdida. He conocido a muchos chicos como tú. Si quieres, podemos hablar. Dime lo que tengas en mente. Estoy aquí para escucharte.
El chico lo observó con incredulidad. Quería hablar, quería gritar y pedir ayuda. Pero el miedo lo paralizaba. La vida le había mostrado un lado cruel, lleno de decepciones. Estaba atrapado en un dilema: sabía que necesitaba ayuda, pero temía confiar en alguien más. Su mente corría, evaluando cada posibilidad, buscando señales de peligro en aquel extraño amable. ¿Y si sólo era otra trampa? ¿Y si abrirse a este hombre lo hacía vulnerable?
El hombre, al notar la mirada asustadiza del chico, decidió no presionarlo.
-Está bien si no quieres hablar ahora -dijo con un tono calmado-. No pasa nada. Me quedaré aquí. Cuando te sientas listo, estaré escuchando.
Aquellas palabras resonaron en la mente del chico. No había presión, no había exigencias. Sólo una presencia dispuesta a acompañarlo en su silencio. Pero incluso entonces, no pudo superar el muro que había construido a su alrededor. Asintió con la cabeza, se levantó del banco y se fue, alejándose sin decir una palabra. Su corazón estaba dividido: parte de él lamentaba no haber aprovechado la oportunidad, mientras otra parte lo felicitaba por mantenerse a salvo.
Mientras caminaba por el sendero del parque, su mente seguía trabajando. Recordaba las palabras del hombre, su tono amable, su disposición a escuchar sin juzgar. Por primera vez en mucho tiempo, una pequeña chispa de esperanza se encendió en su interior, aunque tenue. Reflexionó sobre lo que había ocurrido. Entendió que el miedo a confiar lo había protegido en el pasado, pero también lo estaba aislando.
Esa noche, mientras yacía en su cama, su mente no dejaba de volver al encuentro en el parque. No pudo evitar sentir un leve arrepentimiento. Tal vez, sólo tal vez, habría sido seguro abrirse un poco. Quizás pedir ayuda no era tan malo después de todo. Con esa idea en mente, se prometió algo: si alguna vez volvía a encontrarse en una situación similar, no dejaría que el miedo lo detuviera. Aprendería a aceptar la ayuda cuando se la ofrecieran, a arriesgarse, aunque eso implicara salir de su zona de confort.
Con esa resolución, el chico empezó a ver la vida desde un ángulo diferente. No sería fácil, sabía que aún quedaban muchos desafíos por delante. Pero había dado un pequeño paso hacia adelante, y a veces, esos pequeños pasos son los que marcan la diferencia.
