Una de las cazadoras que había permanecido en silencio durante la misión, Naomi, caminaba con el rostro lleno de dudas visibles. Había sido parte del grupo encargado de capturar al sujeto que podía usar los dominios de los dioses por órdenes de su señora, Artemisa. Sin embargo, ahora no estaba segura de que dejarlo ir fuera la decisión correcta.

Sus pensamientos la acosaban mientras avanzaba junto a sus compañeras. Algo en ella se retorcía con la idea de que ese hombre, quien había mostrado tal falta de respeto hacia su diosa, siguiera libre. Y peor aún, que el peligroso zorro que lo acompañaba permaneciera a su lado. Naomi tenía el presentimiento de que, si ambos continuaban juntos, pronto se convertirían en algo que ningún dios podría detener.

Al frente del grupo, Artemisa lideraba el camino, su mirada vigilante escudriñando cada rincón del bosque. A pesar de su calma aparente, la deidad no podía ignorar la sensación de ser observada. Los árboles a su alrededor parecían susurrar y moverse al compás de una energía extraña, como si el bosque mismo respondiera al poder de aquel chico al que había decidido dejar con vida. Sin embargo, desconocía que esta inquietante presencia era el resultado del misterioso chakra del joven.

Fue en ese momento, mientras avanzaban, que la diosa percibió las dudas en el corazón de sus cazadoras. Sin detenerse, habló con suavidad, pero con una autoridad inconfundible:

—¿Qué sucede, hijas mías? —preguntó Artemisa con amabilidad. Su voz, aunque dulce, no dejó de transmitir el peso de su liderazgo.

Mientras caminaba, su figura comenzó a cambiar lentamente, transformándose en la de una niña apenas un poco más alta que sus fieles seguidoras. Esta forma juvenil, una de las muchas que adoptaba como diosa, siempre les recordaba a sus cazadoras la pureza y la fuerza que emanaba de su señora.

Naomi, aún renuente, vaciló antes de responder. Pero en su mente persistía la imagen de aquel chico y del zorro que lo acompañaba, y no podía quitarse de encima la sensación de que ambos representaban una amenaza que solo crecería con el tiempo.

—¿Por qué permitió tal falta de respeto hacia usted, mi señora? —preguntó Phoebes, frunciendo el ceño con desdén. De todas las cazadoras, era la que más odiaba irracionalmente a los hombres, juzgándolos a todos por igual.

—¿Y por qué decidió que debíamos dejarlo libre? —intervino Naomi, su tono cargado de duda. Su pregunta llamó la atención de las demás cazadoras, quienes compartían esa inquietud pero no se atrevían a cuestionar las acciones de su diosa, siempre confiando en que sus decisiones eran las correctas.

Artemisa suspiró profundamente, un gesto que provocó que sus seguidoras se encogieran ligeramente, temiendo haberla ofendido.

—No me ha faltado el respeto —dijo la diosa lunar con calma, pero antes de que pudiera continuar, otra voz la interrumpió sin intención.

—¿Cómo que no, mi señora? —exclamó Zoe, la teniente del grupo, su voz cargada de indignación—. Le habló de manera informal, tratándola como si fuera una simple mortal. Incluso si es un asesino de dioses, no debió dirigirse a usted con tal insolencia.

Mientras hablaba, Zoe observaba con atención los alrededores. La sensación de que los árboles vigilaban cada uno de sus movimientos no le pasaba desapercibida, y esa inquietud se sumaba a su rechazo hacia la idea de que un hombre, un simple mortal, poseyera tal poder.

El suspiro de Artemisa fue más pesado esta vez. Se llevó una mano a la frente con un gesto de cansancio mientras continuaban caminando. Sabía que el odio irracional hacia los hombres entre sus cazadoras había crecido fuera de control, y aunque intentara guiarlas hacia una visión más equilibrada, cambiar esas ideas profundamente arraigadas era una tarea ardua.

—Iba a explicar eso, Zoe —respondió Artemisa, con un tono que denotaba un leve reproche. La teniente bajó la mirada, avergonzada, y la diosa continuó con suavidad—. Como les dije, él no es un mortal ordinario, ni siquiera un asesino de dioses como los que conocemos. Hay algo... distinto en él.

Las cazadoras permanecieron en silencio, aunque sus rostros reflejaban la necesidad de saber más. Sin embargo, los ojos de Artemisa recorrieron al grupo con autoridad, impidiéndoles interrumpir mientras se preparaba para continuar.

—Ustedes también lo sintieron —añadió la diosa—. Esa forma de hablar, esos movimientos... incluso su idioma. Todo en él se sentía arcaico, fuera de lugar. Su voz sonaba como la de alguien mucho más viejo de lo que aparenta.

Las cazadoras asintieron lentamente, procesando las palabras de su señora. Pero Naomi, armándose de valentía, se atrevió a preguntar nuevamente, a pesar del riesgo de un posible castigo.

—¿Es por esa razón que nos retiramos, mi señora? —preguntó con cautela, sin intención de faltarle el respeto.

Para sorpresa de Naomi, Artemisa sonrió gentilmente.

—No. Mi decisión de retirarnos tiene otra razón, y esta vez ignoraré las órdenes de mi padre sobre este sujeto —respondió la diosa. Las cazadoras la observaron con curiosidad y cierto temor mientras ella continuaba—. Verán, este chico llamado Boruto parece provenir de un tiempo mucho más antiguo que los dioses... más antiguo que los titanes mismos. Y, por alguna razón, su existencia se siente mucho más vieja que la propia tierra.

Las palabras de Artemisa provocaron un escalofrío en sus seguidoras, quienes intercambiaron miradas de incertidumbre.

—¿Recuerdan lo que dijo con burla? —preguntó la diosa, con un leve tono de gravedad—. Que los dominios que poseemos pertenecen a la humanidad por derecho propio.

Las cazadoras asintieron, recordando claramente esas palabras que las habían irritado.

—Muy bien. Como saben, controlar los bosques no es algo sencillo. Los árboles tienen consciencia; ellos eligen a quién seguir y a quién proteger. Son salvajes por naturaleza. Incluso a Pan, el dios de la naturaleza, le costó dominar por completo la naturaleza, a pesar de que era su dominio principal.

Phoebes, quien seguía inquieta, frunció el ceño y preguntó:

—¿Y qué tiene que ver eso con lo que le preguntamos, mi señora? Sabemos lo difícil que fue para usted ganar el control de los bosques.

Artemisa se detuvo de golpe, obligando a sus cazadoras a hacer lo mismo. Cruzó los brazos y clavó su mirada en ellas con una intensidad que las hizo contener la respiración.

—Todo. Tiene todo que ver —afirmó la diosa—. Quiero que entiendan la magnitud del peligro que representa este chico. Por alguna razón, los árboles no dudaron en obedecerlo. Incluso las ninfas, que son tan caprichosas como el viento, se sienten atraídas hacia él como polillas a una llama. Es como si él fuera la misma naturaleza encarnada.

El silencio entre las cazadoras era absoluto, hasta que Artemisa continuó, con un tono más reflexivo.

—Pero entonces recordé algo... una vieja leyenda que mi madre me contó hace mucho tiempo.

—¿Una leyenda? —preguntó Zoe, intrigada, mientras sus compañeras escuchaban con atención.

—En efecto, querida amiga. Una vieja leyenda que mi madre solía contarme todos los días a mí y a mi hermano. Nos hablaba de un tiempo muy antiguo, de una época donde existieron poderosos humanos que alcanzaron la divinidad. En esos tiempos, fueron llamados "Shinobis". Un concepto que tiene un equivalente en la modernidad, pero ellos eran reales, humanos extraordinariamente poderosos. No se sabe mucho de esa época, pues la madre Tierra nació después de que ellos se extinguieron, y los pocos registros que quedaron fueron eliminados con el paso del tiempo —relató Artemisa, su mirada perdida en un recuerdo distante.

—¿Humanos usando los dominios cuando no había titanes ni dioses? Eso suena irreal... —dijo Phoebes, sin poder ocultar su asombro.

—Eso pensé yo también, hasta que vi pruebas de que la leyenda de mi madre no era del todo mentira —respondió Artemisa, dejando que sus palabras resonaran entre las cazadoras, quienes ahora la miraban con asombro y curiosidad—. Según lo que me contó mi madre, los asesinos de dioses —como los llamamos nosotros— provenían de esa misma época. Sin embargo, no eran humanos; eran enemigos de la humanidad. Hubo una invasión liderada por seres que deseaban destruir a esos humanos poderosos y robar sus dominios. Eran miles, criaturas de piel tan blanca como la nieve.

Zoe, quien solía mantener una actitud impasible, mostró una expresión de asombro y preocupación.

—¿Miles? Eso suena imposible. Puedo entender cómo esos humanos poderosos pudieron haber desaparecido... —dijo, tratando de imaginar la magnitud de la amenaza que describía Artemisa.

La diosa lunar asintió lentamente.

—Los pocos sobrevivientes decidieron renunciar a sus poderes. Fue un sacrificio para garantizar la supervivencia de la humanidad que conocemos hoy. Sin embargo, esos enemigos, esos asesinos de dioses, no eran débiles. Yo misma recuerdo haber luchado junto a mi hermano contra uno de ellos. Estaba en su máximo apogeo, había matado a decenas de dioses y absorbido sus fuerzas y dominios.

Las cazadoras se quedaron en silencio, impresionadas por la gravedad de la historia. Una suave brisa acarició el cabello castaño rojizo de Artemisa, mientras los árboles que las rodeaban volvían a su estado normal, permitiendo que la naturaleza fluyera con calma, como si también escucharan la narración.

—En fin, logramos vencerlos —continuó Artemisa—. Todos los dioses nos aseguramos de extinguir a esos enemigos, pero este hombre... este hombre es diferente. No es un asesino de dioses por voluntad propia. Puedo sentirlo. Hay un rastro de tristeza en su ser, detrás de ese rostro impasible, como si cargara el peso de muchas historias y tragedias.

Las jóvenes cazadoras se miraron entre sí. Incluso en su irritación por lo que consideraban una falta de respeto, habían notado aquella melancolía en el hombre al que habían enfrentado.

—No podemos llamarlo un simple mortal. Él es diferente a los asesinos de dioses que conocemos. Es un hombre que se ha convertido en algo más —declaró Artemisa, con un tono solemne—. ¿Y por qué nos retiramos? No estaba segura de poder ganar contra él. Y para su información, no me trató de mala forma como diosa. Tal vez ha tenido malas experiencias con los dioses, pero su última declaración, sobre proteger a la humanidad de los caprichos de los dioses, no hizo más que reforzar mi teoría. Él es un shinobi, un hombre nacido con esos poderes y, tal vez, el último de su raza.

Las cazadoras guardaron silencio, procesando todo lo que su señora acababa de revelar. Aquella figura que habían enfrentado ya no les parecía un simple enemigo, sino un enigma que desafiaba todo lo que creían saber.

Entonces, Celyn, con una curiosidad inocente pero sincera, hizo otra pregunta:

—¿Y cuál era su segunda razón, mi señora?

La pregunta hizo que Artemisa detuviera sus pasos. La atención de las cazadoras se centró en ella, mientras una leve sonrisa se dibujaba lentamente en sus labios. Todavía quedaba algo de esa chispa de astucia en sus jóvenes compañeras, y eso siempre le agradaba.

—Ustedes lo escucharon muy bien —comenzó Artemisa, con un tono enigmático—. Parece que estoy conectada a él de alguna forma. Incluso mi hermano lo está.

Las cazadoras asintieron en silencio, absorbiendo aquella información con respeto, aunque algunas no pudieron evitar la sorpresa en sus rostros.

—Quizás esa conexión también haya sido un motivo —continuó la diosa lunar, con la mirada perdida en el cielo nocturno, como si buscara respuestas en las estrellas—. Hay algo en él que se siente familiar... como si fuera parte de mi familia.

Las jóvenes intercambiaron miradas. Sus palabras no solo eran extrañas, sino profundamente significativas.

—Además —prosiguió Artemisa—, ya les conté que no es un mortal ordinario. Él es algo más. Es lo más parecido a un dios mortal que he conocido. Hay divinidad en él, pero su cuerpo es mortal. Sin embargo, no es como el nuestro.

Artemisa cerró los ojos por un momento, recordando las sensaciones que había percibido al enfrentarlo.

—Pude sentirlo —añadió con firmeza—, rastros de un poder que trasciende lo humano. Es una divinidad en cuerpo mortal, un equilibrio extraño y único.

El silencio se apoderó del grupo por un instante. Las cazadoras procesaban lo que su señora acababa de revelar, tratando de comprender la magnitud de aquellas palabras. Phoebes finalmente rompió el silencio:

—Si es como dice, mi señora... ¿Qué deberíamos hacer con alguien así?

Artemisa miró a las jóvenes, con una mezcla de gravedad y determinación en su mirada.

—No podemos enfrentarlo como lo haríamos con otros enemigos. No sabemos cuál es su propósito ni hasta dónde puede llegar. Por ahora, lo observaremos. Aprenderemos todo lo que podamos de él, porque siento que este hombre... Boruto... es más que un simple shinobi o una figura poderosa. Es un puente entre lo divino y lo mortal.

El viento susurraba entre los árboles mientras las palabras de Artemisa quedaban suspendidas en el aire, como si la misma naturaleza las meditara. Las cazadoras no dijeron nada más, pero todas compartían la misma pregunta: ¿Quién era realmente ese hombre?