Summary: Es 1981 y la Orden del Fénix trabaja a marchas forzadas con los pocos miembros que le quedan. Con los aliados de Dumbledore cayendo muertos cual si de moscas se tratara, los Merodeadores se preguntan quién de ellos podría ser el próximo.
Disclaimer: Hasta el momento ningún personaje me pertenece. Todo es propiedad de JK Rowling. Excepto la narración, que esa sí que es mía.
Advertencia: Esta historia contiene menciones de violencia, asesinatos, tortura y (muy) ocasionalmente, smut. Si son temas sensibles, sugiero no leer.
1981.
Londres, Julio de 1981
La lluvia golpetea suavemente los viejos y deslucidos cristales de su ventana. El verano en Londres nunca es propiamente "verano": el aire no es ni de cerca cálido, el cielo casi nunca está despejado y la ciudad parece permanentemente cubierta por una gruesa capa de nubes que le otorgan a todo un matiz grisáceo y melancólico.
El apartamento de Sirius no es la excepción; localizado en un decrépito edificio al sur de Londres, el pequeño cuchitril que alquila desde hace un año aparenta estar completamente abandonado, a pesar de su presencia.
Para ser honestos, tampoco es que se haya esforzado mucho por decorarlo. Dentro de su pequeño piso de paredes blancas que comienzan a descarapelar, apenas hay un par de muebles. En la cocina está un pequeño refrigerador que siempre hace demasiado ruido, en la sala de estar un mullido sillón color marrón y una desvencijada mesa de centro constituyen todo el mobiliario. Por supuesto que también cuenta el colchón que ha colocado en el centro de la única habitación que ofrece la vivienda, al cual ni siquiera se ha molestado en conseguirle una base o una cabecera. Vamos, ni siquiera posee una mesita de noche o una lámpara de buró.
En contraste con su casa en Grimmauld Place (o con en el acogedor hogar de James y Lily en el Valle de Godric), su apartamento es el epitome de la austeridad.
Sirius se deja caer en una esquina del sofá y sube los pies sobre la mesita que tiene enfrente, haciendo caso omiso del alarmante crujir de la madera cuando ha puesto sus pesadas botas sobre ella. Está cansado; lleva casi tres días sin dormir y siente que su cuerpo comienza a pasarle factura. A medida que avanza la guerra, se hace más y más evidente la completa desventaja en la que se encuentran. Con sus números más que diezmados, los pocos miembros funcionales de la Orden han visto triplicada su carga de trabajo: las jornadas de espionaje, las misiones de protección a familias vulnerables y el constante equipamiento de diversas viviendas que puedan servirles como refugios temporales los tiene exhaustos.
Con James y Lily escondidos, los gemelos Prewett asesinados y Remus prácticamente fuera de circulación por el ciclo lunar, Sirius ha tenido que cargar sobre su espalda el trabajo que normalmente se hubiera dividido entre los seis.
A Benji, Peter y Marlene tampoco parece irles mejor. De hecho, la única razón por la que Sirius todavía no se ha desplomado sobre su viejo colchón es porque la está esperando. Marlene lleva aún más días que él ejecutando misiones para la Orden al lado de Emmeline y Sirius sabe, por experiencia, que Vance suele ser una compañera de trabajo un tanto… complicada.
La mujer es apenas unos años mayor que ellos, pero su impecable planeación de los más ínfimos detalles y el poco lugar que deja para aventura e improvisación, hacen que la mayoría de los Merodeadores la eviten.
Sirius apunta su varita hacia el refrigerador y su incesante estática y abre la mano para atrapar la lata de cerveza que va flotando hacia él. La destapa con dedos hábiles, acostumbrados a hacer esa maniobra infinidad de veces antes. Pega los labios al aluminio y deja que el líquido frío y un tanto amargo le inunde la garganta. Para ser sincero, Sirius disfruta mucho más del alcohol muggle que del mágico: ¿de quién habría sido la fatal idea de hacer una cerveza a base de mantequilla?
Se pasa una mano por el cabello, apartándose los mechones de pelo azabache que le caen sobre la frente. Los párpados comienzan a pesarle una infinidad y de pronto se le ocurre la idea de que tomar cerveza no fue la mejor idea si lo que quiere conseguir es mantenerse alerta. Mira sin mucho entusiasmo su muñeca izquierda, desde donde el ostentoso reloj de oro que heredó de su tío Alphard le indica que son las once menos cinco. Sabe que es demasiado temprano como para comenzar a preocuparse, pero aun así no puede evitar sentir un pinchazo de ansiedad cuando piensa en lo mucho que se expone Marlene en las misiones. ¿Cuánto lleva fuera? ¿Cinco, seis días? Sirius está seguro de que ella es el peón que más mueve Dumbledore. Benji trabaja en el Ministerio y aunque sus funciones dentro de la Orden suelen ser las de más alto perfil, Fenwick solo realiza uno o dos trabajos a la semana. Con Emmeline Vance la historia es más o menos similar. Marlene, en cambio, tiene más disponibilidad. No tiene un trabajo fijo que le exija cumplir horarios, de modo que Dumbledore aprovecha cada espacio de su tiempo para ocuparla aquí y allá también, pasando por alto los días de descanso que todos saben que urgentemente necesita.
Sirius cierra los ojos por un momento, dejando que el cansancio se apodere de él por primera vez en la noche. Por un momento se plantea echar una siesta mientras Marlene aparece, pero pronto lo descarta porque ese pinchazo de ansiedad que empieza a carcomerle el pecho se lo impide. Con ademán de enfado, Sirius baja los pies de su desvencijada mesita y se quita una de sus botas de piel de dragón con la punta de la otra, provocando un estruendo que le perfora los tímpanos cuando se estrellan contra una de las losetas sueltas del piso.
Apartando sus zapatos de su camino con la punta del pie, Sirius se levanta de su mullido asiento y se dirige hacia la diminuta cocineta que domina el extremo más lejano de su apartamento. Vacía lo que queda de cerveza en el fregador de platos y luego aplasta la lata entre sus dedos antes de descartarla en el bote de basura, que cada día parece estar más lleno. Ignorando por completo las ganas de volver al sillón e hibernar en él hasta la siguiente semana, Sirius se dirige con paso lento hacia su dormitorio, donde enciende una docena de velas flotantes con una sacudida de su varita.
Se despoja de su túnica y luego de su apestosa playera del Puddlemere United con poca parsimonia, lanzando ambas prendas hacia una esquina de la habitación. Luego procede a desabrochar su cinturón, el cual cuelga alrededor del pomo de la puerta y por último se deshace del pantalón sin muchos miramientos. Sirius se pasa una mano por el rostro y se convence a sí mismo de andar los cinco pasos que lo separan del cuarto de baño.
El lugar, como prácticamente todo el apartamento, es minúsculo. A su izquierda está el váter, que no tiene tapa y exhibe una larga línea de fractura en la cerámica y a su derecha, un lavabo con un grifo y dos llaves de las cuales solo sirve una. El espejo, eso sí, es grande. Sirius se mira en él y la imagen que este le devuelve es un tanto desoladora: piel cetrina, ojos hundidos y el comienzo de una barba incipiente que lejos de favorecerle lo hace ver descuidado. Sus labios están agrietados y el cabello largo que le llega hasta los hombros aparece grasiento y apelmazado. Con la convicción de no querer asemejarse a Quejicus ni siquiera en el cabello, Sirius se deshace de la única prenda de ropa que queda sobre su cuerpo y se dirige hacia la ducha.
El agua cayendo sobre su cuerpo le despeja un poco la mente. Se lava el cabello con una botella de champú que Marlene se ha dejado algún día y se quita los residuos del producto poco a poco, desenredándose el cabello con la punta de los dedos. Cuando llega el turno de tallarse la piel de los brazos, Sirius descubre que tiene hollín impregnado. Frunciendo el ceño, se dice a sí mismo que debió de haberse manchado mientras espiaba al idiota de Rabastan Lestrange en su camino hacia las profundidades del Callejón Knocturn. Al inicio de la noche, Sirius se había entusiasmado al verlo dirigirse a las proximidades de Borgin y Burkes, pero todo había resultado un fiasco: la presencia de Rabastan esa noche había tenido poco que ver con magia oscura y mucho que ver con una prostituta de cabello castaño bastante entrada en carnes que había desaparecido con él tras un pasadizo.
El chirrido de las bisagras de la puerta de entrada lo hace aguzar el oído. Está a punto de volverse a cerrar las llaves del agua cuando la tan conocida voz de McKinnon le anuncia su llegada. Sirius deja escapar un suspiro de angustia que no sabía que estaba conteniendo y se pasa nuevamente las palmas de ambas manos por el rostro, deseoso de despojarse del poco aletargamiento que aun queda en él. Cierra los grifos de la ducha a la vez y luego sacude la cabeza, provocando que innumerables gotitas de agua vayan a parar a la otrora limpia superficie del espejo. Sirius se agacha bajo el lavabo y extrae del pequeño gabinete color blanco un par de calzoncillos limpios y una toalla gris que se anuda alrededor de la cadera.
Cuando abre la puerta del baño, el vapor del agua caliente sale junto con él. En el centro de la habitación, parada de espaldas a él, se encuentra Marlene.
–Mack –saluda Sirius, dando un par de pasos en dirección a la chica.
–Hola tú –responde ella, agachándose un poco de modo que pueda sacar las piernas de los vaqueros negros que llevaba puestos–, ¿hace mucho que llegaste?
–Como una hora –admite Sirius distraídamente, con la atención más puesta en la medio desnuda Marlene que en sus palabras.
–Pensé que te encontraría dormido –continua ella, doblando su pantalón con mimo y depositándolo en una esquina del colchón. Para decepción de Sirius, Marlene no se despoja de su colorida playera de Lorcan d'Earth, sino que se da la vuelta y se dirige hacia el baño. Seguramente se siente tan sucia como lo hacía él y le apetece mucho más un baño que irse desnudando en plan romántico frente a él.
–¿Usarás la ducha? –pregunta Sirius, desanudando la toalla que mantenía sobre sus caderas con el fin de emplearla para secar su cabello. Los ojos de Marlene viajan sin mucho disimulo hacia su entrepierna y Sirius siente una especie de orgullo al verla pasar saliva mientras lo contempla.
–Ajá –confirma Mack, sonriendo de medio lado mientras se pasa la lengua por una de las comisuras de sus labios.
Incapaz de contener el escalofrío que lo recorre por completo, Sirius se coloca su toalla al hombro y da una zancada en dirección a Marlene, que se ha detenido justo fuera de la puerta del baño.
–¿Te gustaría compañía ahí dentro? –le propone, ladeando la cabeza en dirección a la ducha. Si hubiera sabido que Marlene tardaría tan poco, la habría esperado para bañarse juntos. Aunque si ella dijera que sí, a Sirius no le importaría ducharse por segunda vez en menos de cinco minutos.
–No, pero aprecio la oferta de todos modos –sonríe Mack, pasando una de sus manos por la mejilla izquierda de Sirius, atrayendo su rostro hacia el de ella.
Sirius se deja guiar y se agacha ligeramente con el fin de atrapar los labios de Mack entre los suyos. Besar a Marlene le es tan natural como respirar; se sabe de memoria la forma y dimensión de sus labios, la manera en la que siempre le gusta comenzar despacio y después ir incrementando la intensidad. Es capaz de adivinar el momento exacto en el que Marlene le dará acceso a su boca y puede predecir casi infaliblemente los movimiento de su lengua al moverse contra la suya.
La siente pegarse más contra su cuerpo y él le ayuda colocando una mano sobre su cintura para atraerla más hacia su pecho. Marlene gime sin romper el beso y Sirius siente una especie de hormigueo que comienza a recorrerle el bajo vientre. Una de las manos de Marlene se ha posicionado sobre su bíceps desnudo y a Sirius le parece que el roce de sus dedos contra su piel quema.
–Vamos… cama – musita, casi incoherentemente. Marlene, sin embargo, niega con la cabeza.
–Estoy sucia –le recuerda, separando sus labios de los suyos solo para colocarlos justo en el borde de su mandíbula, donde Sirius la siente depositar efímeros besos por todo el contorno. Cuando la lengua de Mack roza el lóbulo de su oreja y sus dientes rasgan ligeramente la delicada piel, el sonido gutural que emite Sirius es casi vergonzoso.
–No me importa –declara Sirius, dejando que sus manos bajen de la cadera hasta los muslos de Marlene, donde hace por impulsarla para que rodee su cintura con sus piernas–. Puedo ayudarte a limpiarte después.
Marlene se ríe, pero no le permite llevarla en brazos hasta el colchón que les hace de cama. En su lugar, coloca ambas manos sobre el pecho de Sirius, ayudándose de ellas para poner unos centímetros de distancia entre los dos.
–Dame cinco minutos –le pide y Sirius no tiene más remedio que ayudarla a depositar nuevamente sus pies en el suelo. Aunque su cuerpo, y específicamente el preciado miembro que se encuentra entre sus piernas demanden lo contrario, Sirius sabe que puede esperar cinco minutos. Por Mack, podría esperar toda la vida.
–Cinco –concede, enterrando la cabeza en el cuello de Marlene, depositando un último beso justo en el punto donde comienza la clavícula de la chica.
–Fuera –ordena Marlene, empujándolo suavemente lejos de ella. Luego, la puerta del cuarto de baño se cierra prácticamente en sus narices y Sirius se queda unos buenos instantes contemplando la madera pintada de color blanco como un verdadero idiota.
Luego, cuando su cerebro asimila que no hay nada más que hacer salvo esperar, Sirius se ordena a sí mismo inhalar y exhalar lo más paciente y profundamente que es capaz. Con los calzoncillos aun aprisionando dolorosamente su entrepierna, se da media vuelta y se dirige con hastío hasta el colchón. Se sienta en el borde el mismo, con la mirada fija en la puerta férreamente cerrada del lavabo.
El agua de la ducha ha empezado a correr y el ruido blanco que ésta produce le ayuda a centrarse un poco. El tacto del suelo frío bajo la planta de sus pies también hace un poco de lo mismo. Sirius se pasa una mano por el cabello y no se sorprende en lo más mínimo de encontrarlo aun estilando. ¿Dónde ha quedado su toalla?
La localiza a un metro escaso de donde se encuentra ahora, desperdigada de cualquier manera sobre las deslucidas losetas. Con un gruñido, Sirius se pone nuevamente en pie y la levanta, llevándosela directamente hacia la cabeza para secarse el cabello con mucha más fuerza de la necesaria. Luego, tomando nota de los vaqueros primorosamente doblados de Marlene sobre el colchón, Sirius alcanza su varita dentro del bolsillo del pantalón que se quitó y lanza un hechizo secante sobre la toalla antes de colgarla de uno de los ganchos de su armario.
Con un bufido, Sirius reconoce que difícilmente se le puede llamar "armario" al tubular que se extiende de pared a pared en su habitación. Cierto que ahí es donde almacena su ropa, con sus túnicas, chamarras y camisas agrupándose en una sombría mezcla de azul, gris y negro, pero el espacio es tan minúsculo que no hace falta más que una docena de prendas para atiborrarlo. Frunciendo el ceño, Sirius extiende la mano hacia la única prenda que no le es familiar, un enorme jersey de los Montrose Magpies que Marlene debe haberse dejado en alguna de las muchas noches que ha pasado allí.
Pensando en que le gustará vestirse al salir de la ducha (aunque espera que no), Sirius descuelga el jersey y lo coloca sobre la cama para ella. Luego, espoleado por la impaciencia que le carcome el cerebro, se dirige nuevamente hacia la puerta del baño. Golpea suavemente con los nudillos, aguzando el oído y regocijándose al escuchar como cesa el golpeteo del agua cayendo sobre las baldosas.
–Un minuto –solicita Marlene. A Sirius le gustaría recordarle que su petición inicial de cinco minutos hace mucho que expiró, pero se traga sus palabras en pro de no mostrarse tan desesperado.
¿Hace cuanto que no están juntos? ¿Siete, diez días?
Si por él fuera, no dejaría pasar ni un solo día sin meterse en la cama con Mack. Pero con la guerra, las muertes, las misiones y el miedo constante, sus deseos carnales frecuentemente pasan a segundo plano. Con un pinchazo de dolor en el pecho, Sirius recuerda que después de la muerte de los Prewett, Marlene no lo dejó tocarla durante más de una semana.
–¿Perdido en sus pensamientos, Señor Black? –pregunta una voz a sus espaldas, pero antes de que Sirius pueda girarse para encararla, Marlene ya le ha pasado los brazos por el abdomen, ciñéndose a él por la espalda.
Sirius la siente apoyar su mejilla entre sus omóplatos, con el rostro mojado aún. También es dolorosamente consciente de los senos de Mack apretujándose contra su espalda baja. Haciendo acopio de todo el autocontrol del que posee, Sirius deshace el agarre de las manos que Marlene había entrelazado a nivel de su ombligo y se lleva una de ellas hasta los labios, besando delicadamente cada uno de sus nudillos.
–Te extrañé tanto –murmura Marlene contra su piel y lo cálido de su aliento hace que la piel de la nuca de Sirius se erice.
–Ven aquí.
Mack obedece sin chistar. Rodea a Sirius y se coloca frente a él, apoyando sus pequeñas y delgadas manos sobre las prominencias óseas de la cadera de Sirius. Marlene es considerablemente más pequeña que él, de modo que tiene que levantar un poco la barbilla para poder mirarlo a los ojos.
Desde su posición, Sirius es capaz de distinguir todas y cada una de las ínfimas pecas que le saltean el puente de la nariz. También puede notar como los labios de Mack se entreabren de a poco, ansiosos por que él baje el rostro y los atrape entre sus dientes.
–Eres hermosa –le confiesa, atrapando un mechón de cabello rubio y enredándolo en su dedo índice.
Marlene rueda los ojos.
–Como no me lleves a la cama ahora mismo, me voy derechita donde Dorcas –le advierte Mack, poniéndose de puntitas y susurrándole su amenaza al oído.
Sin necesitar que se lo diga dos veces, Sirius sonríe de medio lado y tira de ella hacia el colchón. Se deja caer sentado en una orilla de este y abre las rodillas de modo que Marlene pueda permanecer parada acomodada entre sus piernas. Le coloca ambas manos en la cintura y la atrae hacia sí, depositando un beso en el abdomen suave y plano de la chica. Siente los dedos de Marlene posándose sobre sus hombros, con sus uñas creando figuras amorfas sobre su piel.
Ahora que la tiene ahí, su mente no puede pensar en nada que no sea ella. Con la resolución de tomarse las cosas con calma, Sirius se dedica a besar cada pequeño pedazo de piel que tiene frente a sí. Recorre la línea de su abdomen con la punta de su lengua y luego baja un poco el rostro de modo que pueda morder ligeramente la piel sobre su cadera. Marlene se tensa y relaja según el contacto de los labios, la lengua o los dientes de Sirius sobre ella, pero no emite sonido alguno. Con las yemas de sus dedos deslizándose por el lateral de sus costillas, Sirius recorre con la punta de la nariz el borde inferior de los senos de Mack, rozando apenas el sitio exacto donde la curvatura de sus pechos se separa de la piel de su torso.
–Sirius –gime Marlene, y el sonido de su nombre saliendo de sus labios es como música para sus oídos.
Sin dejarse apresurar por la cada vez más agitada respiración de Mack, Sirius traza con su lengua el valle entre sus senos, solo para acto seguido exhalar un poco de su aliento sobre la superficie que ha dejado húmeda. La respuesta a sus esfuerzos es el escalofrío que recorre por completo el cuerpo de Marlene, desde sus rodillas que chocan con sus muslos hasta los dedos que ahora deciden abandonar sus hombros para encontrar asilo entre los mechones de su cabello.
Con la suavidad que la caracteriza, Marlene se ayuda de sus manos para guiar el rostro de Sirius hacia donde desea. Obedeciendo su orden sin necesidad de palabras, Sirius abre la boca para atrapar su seno izquierdo entre sus labios mientras toma el derecho y lo masajea con su mano. Ayudado por su lengua, estimula el pezón izquierdo de Mack hasta que se pone duro y erguido. Luego, sin olvidarse de pasar su dedo pulgar simultáneamente por el pezón derecho, Sirius aprieta ligeramente con sus dientes el sensible cúmulo de tejido.
–Mierda –jadea Marlene. Sin cejar en sus esfuerzos y volviendo a succionar con lengua y labios sobre la totalidad de su seno, Sirius se permite mirarla al rostro.
Mack tiene los ojos muy abiertos y sus mejillas aparecen sonrojadas. Los labios parecen estar más hinchados que de costumbre y Sirius tiene que contener las ganas de ponerse en pie y morderlos con saña. Le gusta verla así: extasiada ante su contacto, deseosa de más.
Casi con parsimonia, Sirius dirige su mano derecha hasta el resorte de las bragas de Marlene. De manera fugaz, cruza por su mente el preguntarle porqué demonios se ha puesto bragas si sabía que acabarían hechas un desastre en cuestión de minutos. Sin molestarse en recorrer la prenda, Sirius deja que sus dedos recorran la humedad del sexo de Marlene una y otra vez, lentamente, casi sin tocar apenas.
Con la mirada fija en la de Mack, Sirius la estimula por sobre la tela de sus bragas. Al inicio trabaja lento, pero después incrementa el ritmo hasta que comienza a dolerle la muñeca por la posición de flexión que le requiere hacer tal movimiento.
A juzgar por la respiración de Marlene y la manera en la que su boca comienza a formar una "O" perfecta, Sirius está casi seguro de que la hará correrse por primera vez. Pero en un giro inesperado de acontecimientos, de pronto los dedos de Marlene lo ciñen por la muñeca con tanta fuerza que Sirius frunce el entrecejo.
–¿Hice algo mal? –pregunta, súbitamente mortificado de haberla lastimado cuando lo único que quería era ponerla a punto.
–Acuéstate –musita Marlene sin responder a su pregunta, empujándolo suavemente por los hombros de modo que su espalda cae plana contra el colchón.
Una vez posicionado y con la mirada fija en el techo, Sirius la siente sentarse a horcajadas sobre él, con sus rodillas flanqueando ambos lados de su cintura. Con un movimiento desquiciantemente lento, Marlene comienza a frotarse contra él, siendo sus bragas y la apretadísima tela de sus calzoncillos las únicas barreras entre su piel.
–Oh, Mack –murmura Sirius, poniendo los ojos en blanco. Su cuerpo hierve de deseo por ella: apenas un par de roces del sexo de Marlene contra el suyo y ya va sintiendo el conocido cosquilleo que surge de su vientre bajo en dirección a la punta de su polla.
Sirius coloca sus manos sobre la cintura de Mack, instándola a moverse con más velocidad, pero en lugar de obedecer su guía, Marlene se inclina sobre él y lo besa con tanta lentitud que a Sirius le parece que ve estrellas.
Con su largo cabello como cortina cubriendo sus rostros, Marlene se une a los gemidos que hace rato abandonan sin pudor la garganta de Sirius.
–Mack, por favor –suplica Sirius, incapaz de soportar por más tiempo la presión de sus calzoncillos sin correrse en ellos como un niñato. Mack no responde con palabras, pero asiente con la cabeza.
Tomando eso como señal suficiente, Sirius la toma por las caderas y gira sus cuerpos en un movimiento fluido, fruto de haberlo realizado incontables veces ya. Con Marlene bajo él, Sirius por fin es capaz de ver lo dilatado de sus pupilas, el deseo que rivaliza con el suyo por tenerlo dentro de una buena vez.
Sin paciencia para hacerlo de manera correcta, Sirius se baja a toda prisa los calzoncillos hasta la mitad de los muslos y Mack se apresura también a despojarse de los suyos con toda la rapidez de la que es capaz.
Haciendo acopio de un estoicismo que no sabía que poseía, Sirius se detiene una fracción de segundo a comprobar con sus dedos la humedad de Marlene antes de ayudarse de su mano para adentrarse en ella. Con su polla por fin posicionada, Sirius la penetra de una sola embestida. Marlene jadea y se aferra de sus bíceps, pero luego lo urge a moverse clavándole los huesos de sus rodillas a los costados. Sin querer decepcionar, Sirius comienza a imponer un ritmo constante y profundo a sus caderas.
El sonido de sus cuerpos al chocar es probablemente el mejor sonido del mundo. Sirius ama estar dentro de Marlene: cada vez que se adentra en ella, siente como si tocara el cielo con las puntas de los dedos. Se siente húmeda, cálida, estrecha. Se siente como creada para él, como si realmente estuviesen hechos el uno para el otro.
Sirius se posiciona sobre sus codos y deja que su frente repose sobre la de Marlene, quien pasa sus brazos por encima de sus hombros y cruza sus manos a la altura de su cuello. El sudor de sus cuerpos, los gemidos quedos que salen de la garganta de Mack y la coordinación con la que se han acostumbrado a moverse le parecen a Sirius inverosímiles. A veces, cuando su cerebro no está tan embotado por las hormonas y sus sentidos no están llenos únicamente de Marlene, Sirius se pregunta qué demonios ha hecho tan bien en su vida para merecerla.
A ella, tan fuerte, tan valiente, tan… Mack.
Con un atisbo de pánico en el pecho, Sirius se da cuenta que no podrá aguantar mucho más. Su mente comienza a obnubilarse más si eso es siquiera posible y su visión se torna borrosa poco a poco. Con un gruñido que surge desde lo más profundo de su ser, Sirius se apresura a atinar las últimas embestidas conscientes de las que será capaz, preocupado porque por primera vez en muchos meses, fracasará en hacer venir primero a Mack.
Pero su orgasmo es ya tan inevitable, que Sirius opta por dejar caer su peso sobre Mack mientras le busca a ciegas la boca con sus labios. Marlene lo besa dulcemente, como si tratara de calmar con ese gesto romántico la preocupación de Sirius, su falta de control para terminarla de satisfacer. Cuando por fin explota dentro de ella, las manos de Marlene abandonan su cuello para dedicarse a recorrer con suaves caricias la piel de sus hombros y brazos.
Exhausto y apenas capaz de continuar respirando, Sirius se levanta justo lo suficiente para reposicionar su cabeza entre los senos de Mack, respirando tan agitadamente como lo hace el delgado cuerpo que busca calmarse bajo él.
–Lo siento –murmura Sirius contra la piel de su abdomen.
Marlene se ríe, pero sin la intención de herir sus sentimientos.
–No lo sientas –le responde, sin dejar ni un momento de recorrer los hombros de Sirius con la yema de sus dedos–. Estuvo… brillante.
Sirius alza el rostro, apoyando la barbilla sobre su esternón.
–¿Quieres que…?
Pero su pregunta queda suspendida en el aire, porque de pronto sendos porrazos amenazan con tirar a golpes la puerta de entrada del apartamento. Tanto Sirius como Marlene se ponen alertas en el acto, levantándose del colchón y encontrándose de pie antes de que el tercer golpazo cimbre las paredes.
Sin mediar palabra, Sirius se agacha y le lanza a Mack el jersey de los Montrose Magpies que ha sacado antes para ella. Sin importar que su propia desnudez lo hace sentir más vulnerable de lo normal, en su lista de prioridades asegurarse de que Marlene está completamente a salvo supera cualquier otra cosa. Sin embargo, al parecer la mente de Mack funciona de manera similar a la suya, porque al tiempo que Sirius toma el resorte de sus calzoncillos y tira de ellos hacia arriba, Marlene toca su espalda con lo que sin duda alguna es un jersey y un pantalón.
–Quédate aquí –ordena Sirius, recuperando su varita de algún lugar en el suelo. Con una mano, hace ademán de colocar a Mack tras su espalda, pero ésta suelta un bufido de exasperación y Sirius la observa tomar su propia varita y colocarla frente a su rostro.
Bien. Juntos, entonces.
Poniéndose los pantalones mientras camina y decidiendo prescindir del jersey en pro de la rapidez, Sirius y Marlene se dirigen hasta su diminuta sala de estar con los nervios de punta. Sin embargo, antes de que puedan dejar atrás la cocineta, la desvencijada puerta de madera se separa de sus goznes y cae al suelo con un estruendo monumental.
–¡Desma…! –comienza Marlene, pero se detiene a la mitad del hechizo cuando la nube de polvo provocada por la desarticulación de la madera se disipa.
Ahí, apoyándose contra el marco de la puerta y tosiendo como si la vida se le fuese en ello, se encuentra Remus.
–¡Remus! –se sorprende Marlene, corriendo a su encuentro. Cuando lo alcanza, Sirius la observa levantar el rostro de su viejo amigo por la barbilla, evaluando su estado–. Oh, Remus. ¿Qué ha pasado?
–Lenny –la saluda Lupin, apartando gentilmente la palma de Marlene de su mejilla–. ¿Puedo pasar?
Marlene asiente con la cabeza y se aparta un poco para que el recién llegado se adentre en el cuchitril que Sirius y ella han convertido en hogar temporal.
–¿Has cambiado las guardias? –pregunta Remus una vez que alcanza el punto desde donde Sirius lo espera aun de pie–. La última vez que estuve aquí no había ni la mitad de las que tuve que desmantelar hoy.
Por alguna razón, a Sirius le cae mal el comentario. ¿Qué se cree Lupin para cuestionar las medidas que él toma para defender su casa? ¿Quién es él para exigir actualizaciones de las guardias de seguridad que monta para su protección y la de Marlene?
–Sirven para mantener a las amenazas fuera –masculla Sirius, sorprendiéndose hasta a sí mismo por la frialdad de su voz.
Lupin alza las cejas.
–¿Me consideras una amenaza, Sirius?
–¿A qué has venido?
–Tengo noticias de la Orden –les informa Remus y a Sirius le parece detectar una mezcla a partes iguales de enfado y tristeza.
–¿Qué sucede? –inquiere de nuevo Marlene, colocándose en un punto intermedio entre Sirius y Remus. Cuando Sirius despega la vista de su antiguo amigo para fijarla en su novia, no se extraña en lo más mínimo de verla con los brazos en jarras, como si intentase protegerse a sí misma de cualquier fatídica noticia que puediera salir de los labios de Remus.
–Es Fenwick –comienza Remus, haciendo contacto visual con Sirius–. Lo han emboscado cerca de Cornwall.
A Sirius el corazón se le detiene por una milésima de segundo. ¿Benji Fenwick? ¿Emboscado? ¿Estaba si quiera Benji cumpliendo alguna misión para la Orden? Mientras los engranes de la mente de Sirius trabajan sin parar para encajar una idea con la otra, la mirada penetrante de Remus se mantiene fija en él. Si Sirius no supiera que Lupin es un completo fracaso en el arte de la Legeremancia, pensaría que está intentado acceder a su mente. Lo cual sería realmente idiota de su parte, porque Sirius es un oclumante natural.
–¿Está bien? –se interesa Marlene, aunque está claro que los tres saben la respuesta de antemano.
–No –confirma Remus, separando por primera vez sus ojos ámbar de los grises de Sirius y fijándolos con dulzura en Marlene–. No, Lenny. Los Mortífagos lo han emboscado. Benji está muerto.
Marlene ahoga un grito colocándose la palma de su mano sobre los labios. Como acto reflejo, Sirius extiende un brazo en su dirección y Mack se deja envolver por él hasta que Sirius la siente enterrar el rostro entre sus pectorales desnudos.
–¿Cómo? –pregunta Sirius y, por la mirada apesadumbrada que le devuelve Remus, está claro que ésa es precisamente la pregunta que esperaba no tener que responder.
–No lo sé –reconoce Remus con total sinceridad. Sin embargo, cuando pronuncia sus siguientes palabras, aparenta ser un viejo de sesenta años en lugar de un joven que apenas ha cumplido los veintiuno–. Dumbledore y yo no encontramos más que pequeños trozos de él.
¡Henos aquí! Si habéis llegado a estas alturas, os agradecería muchísimo que me lo dejaras saber en un comentario. Se aceptan quejas, sugerencias e intentos de Howler.
-¡Besos!
