Capitulo 1: Eres una decepcion.
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Uno nunca sabe cómo las cosas llegan a un punto crítico del que parece no haber salida. Es como si un hilo invisible nos atara a una serie de eventos que, de forma imperceptible, construyen una jaula alrededor de nuestra voluntad. Es un misterio inquietante, una danza macabra con lo desconocido, un vals en el que somos forzados a participar, mientras la música de la incertidumbre martillea en nuestros oídos.
La sensación de oscuridad tangible no es solo una metáfora; es el peso que se instala en el pecho, una opresión que convierte cada respiración en una lucha. El aire, denso y frío, parece llevar consigo susurros que erosionan cualquier vestigio de razón, dejando a la desesperación como única compañera. Las paredes invisibles de este lugar sombrío se cierran lentamente, mientras la esperanza, convertida en un susurro lejano, nos observa desde un rincón, sin atreverse a intervenir.
Y entonces, la puerta a la salida se cierra. Primero con un crujido, luego con un golpe seco que resuena en el alma, una sentencia inapelable. La sensación de atrapamiento no es solo mental, es física, un nudo en el estómago, un temblor en las extremidades. ¿Cómo llegamos aquí? Esa pregunta resuena, pero la respuesta se escabulle, burlona, como si nunca hubiera existido.
En el fondo, no es solo la oscuridad lo que nos rodea; es la ausencia de certezas, la pérdida de control. Y mientras esa línea entre la razón y la desesperación se difumina, lo único que queda es la lucha: por salir, por respirar, por no sucumbir al vacío. Pero, ¿quién gana en esta danza? ¿El que persiste o el que se deja caer? Se decía que, si miras al vacío, este te regresará la mirada. Pero nadie advirtió que, al hacerlo, el vacío no solo devolvería la mirada, sino que lo haría con una fuerza oscura, devoradora, que atraparía al observador de una manera cruel y casi metafísica, arrancándole el rostro con la brutalidad de un animal salvaje. La advertencia, que al principio parecía una simple superstición, se tornó en una cruel realidad. El horror comenzó con un parpadeo, y antes de que el observador pudiera reaccionar, el rostro ya era arrancado de cuajo. Sin embargo, lo más aterrador no era solo la desfiguración del cuerpo, sino que este vacío, en su insaciable hambre, no solo deseaba despojar al observador de su rostro; realmente anhelaba consumir todo su ser, devorando su alma y dejando solo un eco de lo que alguna vez fue. Era como si el vacío se alimentara de la desesperación y el miedo, una especie de monstruo cósmico que crecía en poder con cada alma que sucumbía a su atracción, alimentándose de los gritos silenciados que no alcanzaban a salir de la garganta de las víctimas. Con cada mirada, el vacío se ensanchaba, absorbiendo todo lo que tocaba, hasta que el mundo mismo comenzó a volverse transparente, como si todo lo que una vez fue sólido ahora se disolviera ante la fuerza de esa mirada.
Así fue como la humanidad se enfrentó a su destino, un destino ineludible, forjado con cada elección negligente, con cada susurro de arrogancia que ignoró las advertencias del tiempo. Marcado por decisiones que resonarían como ecos de una campana fúnebre, cada campanada recordando la condena que ellos mismos habían sellado. Era una sentencia de muerte, escrita con tinta indeleble en las páginas de la historia, una que nunca se revocó, porque nunca hubo intención de hacerlo.
La humanidad, al igual que un insecto atrapado en una telaraña, luchaba con desesperación, pero cada movimiento solo reforzaba el entramado que los sujetaba. Los hilos de esa telaraña no eran obra de un destino cruel ni de fuerzas externas incomprensibles. Eran decisiones mal tomadas, hiladas con la desidia del presente y la ambición insaciable del pasado, formando cadenas invisibles que se tensaban con cada error acumulado.
Las acciones del pasado, pequeñas y aparentemente inofensivas, se revelaron como las semillas de su propia perdición. Lo que alguna vez se ignoró como un detalle irrelevante ahora se alzaba como un monstruo implacable, cada decisión convertida en un eslabón más de las cadenas que los arrastraron hacia el abismo. Un abismo oscuro, sin fondo, donde el eco de su arrepentimiento era lo único que rompía el silencio, demasiado tarde para redimirse, demasiado tarde para cambiar el curso.
Y en ese momento, cuando la caída era inevitable, la humanidad comprendió que su verdadero enemigo no había sido el tiempo, ni el destino, ni el universo. Había sido su propia incapacidad de mirar más allá del ahora, de entender que cada acción deja una huella, y que esas huellas, con el tiempo, se convierten en cicatrices imposibles de borrar.
Habían alcanzado un estado óptimo, una época que muchos consideraron la cúspide de la civilización, adornada con los logros más grandiosos que la humanidad había soñado. Era un tiempo en que los cielos estaban al alcance y los secretos del universo comenzaban a desmoronarse ante la mirada incesante de las mentes más brillantes. Los eruditos proclamaron esta era como la "Era de la verdad", un título que resonaba con esperanza y orgullo, aunque escondía una ironía cruel en su núcleo.
Porque sí, era un tiempo de revelaciones, pero estas revelaciones no trajeron claridad. La luz del conocimiento se convirtió en un reflector despiadado, iluminando las grietas invisibles de una sociedad que creía estar en su apogeo. Las sombras del pasado, aquellas que el progreso intentó borrar, se alargaron bajo esta nueva luz, deformándose en formas monstruosas, revelando un rostro que había permanecido oculto por siglos: el rostro de la maldad y la corrupción. Lo que antes se escondía tras capas de eufemismos y justificaciones ahora se retorcía, expuesto, como un espectro que se negaba a ser exorcizado.
Las mentes brillantes del mundo se unieron en una búsqueda casi frenética, intentando desentrañar los misterios del universo, con la convicción de que el entendimiento sería su salvación. En su empeño por capturar la verdad absoluta, no se detuvieron a considerar si aquello que buscaban podría ser más de lo que podían soportar. Y cuando finalmente lo encontraron, esa verdad era demasiado oscura, demasiado inmensa, una carga insoportable que aplastó incluso a los más valientes.
El conocimiento, que alguna vez fue su mayor anhelo, se transformó en una pesada cadena. Nadie había anticipado la magnitud de lo que descubrirían. No podían deshacerse de esa carga, porque la verdad, una vez conocida, no puede ser olvidada ni deshecha. Creyeron, en su arrogancia, que la iluminación les permitiría escapar de sus propias limitaciones, de su propio legado de errores. Pero lo que encontraron no fue liberación, sino la conciencia de su condena.
Al final, el entendimiento no los salvó; los dejó desnudos ante lo incomprensible, temblando ante una vastedad que no solo los superaba, sino que se burlaba de sus intentos por dominarla. Y allí, en la cúspide de su civilización, comprendieron que lo que más temían no era lo desconocido. Era su reflejo en el espejo distorsionado de la verdad.
Las guerras, antaño voraces y atroces, esas que teñían los cielos de negro y la tierra de rojo, se habían desvanecido en el olvido. Los cañones que rugían en los campos y las cicatrices en las ciudades eran ahora solo recuerdos lejanos, narraciones de un pasado que parecía irreal. Las diferencias raciales, que durante siglos dividieron y sembraron odio, también se habían extinguido, consumidas por la narrativa de una evolución social que prometía un mundo mejor. Era, en apariencia, una verdadera unidad, un logro monumental, un eco de esperanza en un mundo renovado.
O, al menos, eso era lo que intentaban creer. La humanidad se abrazaba a sí misma con fervor, proclamando haber superado sus demonios internos. La arrogancia de su propio progreso les hizo pensar que habían conquistado las sombras que los perseguían desde el principio de los tiempos. Pero esa unidad era frágil, un cristal hermoso, pulido hasta brillar, pero lleno de microfisuras invisibles que no tardarían en propagarse.
Estaba construida sobre cimientos de arrogancia y negación, un fundamento que negaba las lecciones del pasado y glorificaba un presente que nunca dejó de ser una ilusión. En su afán por olvidar, la humanidad enterró sus conflictos en un ataúd de mentiras, sin darse cuenta de que no basta con tapar una herida para que sane. Bajo la superficie de esa aparente paz, algo oscuro persistía, algo que las palabras dulces y las proclamas vacías no podían ocultar por mucho tiempo.
Las guerras que devastaron continentes, arrasaron pueblos y desgarraron familias, y cambiaron el curso de la historia, parecían ahora un sueño lejano. Las cicatrices que dejaron en la tierra y en las almas se difuminaban en el horizonte, como si el tiempo hubiera barrido con todo vestigio de su furia. Las batallas que solían consumir todo a su paso, destrozando naciones, dejaban en su estela ruinas y cuerpos sin nombre, habían sido reemplazadas por un silencio inquietante, un vacío lleno de promesas incumplidas, como un eco lejano que nadie se atrevía a recordar.
Los gritos de los caídos, los ecos de aquellos que lucharon por una causa que nunca llegaron a ver cumplida, parecían disiparse en el aire como polvo, como si la historia misma quisiera deshacerse de sus recuerdos más dolorosos. Borrados por la niebla de un tiempo que ya no los reconocía, ni les daba cabida en la narrativa del presente. La humanidad, decidida a olvidar las heridas profundas, había sumido el pasado en el olvido, pero ese olvido no sanaba, solo encubría la verdad que nunca se quiso ver.
El pasado se desvaneció, convertido en una sombra que ya nadie se atrevía a invocar. Y lo que quedó, lo que permaneció, fue una verdad distorsionada, un susurro que se desbordaba de optimismo, intentando llenar el vacío dejado por las décadas de conflicto, mientras se ahogaba en la mentira de la perfección. En el fondo, la humanidad había reemplazado la cruda realidad con una ilusión de paz, como un pintor que cubre una pared con capas de color para ocultar las grietas de la estructura que aún la sostiene, pero que tarde o temprano terminaría colapsando.
Las diferencias raciales que una vez encendieron incendios de odio y división, arrasando comunidades, ahora eran solo sombras difusas en la memoria colectiva, como recuerdos de un pasado que la humanidad prefería olvidar, o quizás no podía soportar recordar. La humanidad había logrado una suerte de unidad, una especie de paz impuesta, pero ¿cómo podrían aquellos que se habían desgarrado mutuamente por colores, razas y creencias, ahora llamarse iguales? ¿Era realmente posible borrar los ecos de siglos de conflicto, de violencia y sufrimiento, con la mera ilusión de igualdad?
¿Acaso la humanidad había encontrado la paz, o solo había ocultado la herida bajo una capa de apariencia? Nadie tenía una respuesta clara, solo las miradas vacías de aquellos que se habían acostumbrado a vivir con la mentira. Nadie lo sabía realmente. Nadie se atrevía a cuestionarlo. La verdad era un veneno y el silencio era su antídoto. Si alguien decidiera rasgar esa capa superficial, se encontraría con la cruel realidad de lo que aún latía debajo: una herida abierta, aunque sellada con la cortina del olvido.
Había un precio por no mirar más allá de la superficie, un precio que nadie deseaba pagar por el simple temor a lo que podrían encontrar, porque las respuestas podrían ser más oscuras de lo que el alma humana estaría dispuesta a afrontar. ¿Qué ocurriría si se desvelaba la verdad de lo que realmente había sucedido, si se hurgaba en las raíces de las cicatrices aún frescas? La mirada hacia adentro era peligrosa, porque una vez que se abrían esos ojos, ya no habría vuelta atrás.
Era una unidad tan frágil como una burbuja de cristal, perfecta en su forma, brillando bajo la luz del sol, pero con cada segundo que pasaba, se acercaba más a su inevitable destrucción. El primer golpe de realidad y la fragilidad de todo lo logrado quedaba expuesta, como una ilusión que se desmoronaba ante el primer susurro de duda. Los líderes celebraban su aparente victoria, rodeados de fanfarrias, discursos grandilocuentes y aplausos vacíos, proclamando que el mundo había alcanzado el pináculo de la civilización. El brillo cegador de sus palabras embriagaba a todos, y parecía que no quedaba lugar para la duda.
Pero en el fondo de sus corazones, algo oscuro se movía, latente, como un veneno que corría lentamente por sus venas. Algo no estaba bien. A pesar de los discursos de esperanza, una sombra se cernía sobre ellos, una inquietante sensación de que todo lo alcanzado era superficial, vacío, sin sustancia. La humanidad había alcanzado un aparente éxito, pero el precio por ese éxito era más alto de lo que podían imaginar.
La humanidad, a pesar de su éxito aparente, estaba a punto de descubrir que lo que parecía ser su mayor logro era en realidad un engaño. Una mentira construida sobre pilares de arrogancia y negación, una estructura que no tardaría en desplomarse bajo su propio peso. Lo que los había llevado a la cúspide se convertiría en la cuerda que los arrastraría al abismo, y todo lo que creían haber logrado se desvanecería como polvo en el viento, dejando atrás solo el eco de su caída.
En la quietud antes de la tormenta, la verdad se mantenía al margen, observando, esperando el momento exacto para revelar la desoladora realidad: el abismo estaba mucho más cerca de lo que pensaban, y la caída sería brutal.
El fervor con el que la gente se abrazaba a su nuevo orden era palpable, un fervor tan intenso como delirante, pero todo esto se daba bajo la sombra de la desesperación. Habían creído que finalmente habían alcanzado la paz, el equilibrio. Pero en el fondo sabían que algo no encajaba, algo oscuro acechaba, solo que no querían verlo. Buscaban refugio en una mentira tan brillante y cautivadora que cegaba su juicio, que les hacía creer que todo estaba bien. Se aferraban a ella como náufragos al primer pedazo de tierra que veían, desesperados por escapar del misterioso abismo que parecía acercarse. Temerosos de que la tormenta de sus propios errores pudiera regresar y tragárselos una vez más, se aferraban a esa mentira con uñas y dientes, ignorando los ecos de la historia que clamaban que nada permanece intacto por siempre.
Habían superado sus demonios, o al menos eso pensaban, y esa creencia les daba un falso consuelo. Sentían que la luz de su victoria había disipado las sombras que antes los acosaban. Pero lo que nunca imaginaron, lo que nunca se les ocurrió, era que esos demonios nunca se habían ido. Solo se habían disfrazado, camuflados entre las costuras de su aparente éxito, esperando pacientemente en las sombras, a la espera de su momento para regresar, más fuertes, más astutos, más hambrientos que nunca. Habían aprendido a callarlos, pero ellos nunca se habían ido, y ahora, con su vuelta, la humanidad tendría que enfrentar una vez más a las criaturas que pensaron que habían derrotado, pero ahora, esas bestias habían crecido, alimentadas por la negación y el miedo, listas para devorar todo lo que quedaba de su ilusoria paz.
La unidad construida sobre cimientos de arrogancia y negación estaba condenada al fracaso desde su mismo origen. No era una base sólida, sino un castillo de naipes que, a pesar de su brillante fachada, estaba destinado a desplomarse. El tiempo, como siempre, lo revelaría. No hoy, ni mañana, quizás en algún momento distante, pero el peso de la mentira era inevitable, y no importaba cuán profundamente intentaran enterrarla, las grietas aparecerían tarde o temprano.
Cuando finalmente, en algún oscuro y lejano futuro, el verdadero rostro de su indiferencia y arrogancia se mostrara, la humanidad se encontraría frente a un abismo aún más profundo y aterrador que el que pensaban haber dejado atrás. No solo serían las mentiras las que les devorarían, sino el eco de sus propios errores, un eco que se agrandaría con cada día que pasaba. Una vez más, serían sus propios demonios los que gobernarían su destino, pero ahora, mucho más formidables, mucho más hambrientos, pues habían aprendido a disfrazarse, a adaptarse a las circunstancias.
El ciclo se repetiría. La arrogancia humana, esa eterna creencia en la invulnerabilidad, los llevaría de nuevo al borde de la perdición. Pero esta vez, no habría promesas vacías ni ilusiones de salvación. La humanidad tendría que enfrentarse a la verdad absoluta: habían sido sus propias decisiones las que los condujeron allí. Y al final, cuando los demonios salieran de las sombras, sería demasiado tarde para detenerlos.
Pero fue demasiado tarde en su arrogancia; su unidad, esa ilusión de fuerza colectiva, solo sirvió para abrir las puertas a la extinción, como los últimos vestigios de una estirpe que se creía inmortal. En su afán de trascender, la humanidad se despojó de su humanidad. Cada decisión, cada paso hacia el progreso, les acercaba más a su propia destrucción, pero cegados por su sed insaciable de conocimiento y poder, no podían ver las maldiciones que se tejían en el aire a su alrededor.
La ironía se cernía sobre ellos como una sombra ominosa, una presencia oscura que los seguía a cada lugar, que se deslizaba entre sus logros como una serpiente venenosa. La humanidad solo alcanzó este momento cumbre en las circunstancias más críticas, cuando la Tierra, exhausta, ya había visto lo suficiente de su imprudencia. El planeta, cansado de ser testigo de su arrogancia, se acercaba al final de su ciclo. Al borde de lo inevitable, la humanidad estaba tan sumida en su falsa grandeza que ya no podía ver el abismo que se cernía sobre ellos.
Cada avance científico, cada descubrimiento, parecía un paso hacia un futuro brillante, pero en la verdad más amarga, eran también recordatorios de lo que habían sacrificado. El conocimiento que poseían no era un refugio, sino un eco sombrío de los precios que habían pagado, un precio que ya no podían revertir. La humanidad había cruzado un umbral del que no había retorno, y, como los últimos de una larga estirpe, ahora quedaban a merced de las consecuencias de sus propias creaciones.
La destrucción había llegado y nada la detendría. Era un proceso imparable, una tormenta silenciosa que arrasaba con lo que quedaba de un mundo que había creído invulnerable. Las ciudades que una vez brillaron con vida, llenas de risas, de sueños y de esperanza, ahora eran ecos de un pasado glorioso, sombras que susurraban historias de lo que fueron, mientras sus ruinas hablaban del esplendor perdido, de un tiempo que ya nunca volvería. Las calles vacías, cubiertas por el polvo del olvido, eran las mismas que un día habían sido escenario de sueños vibrantes, de promesas que ahora se desvanecían con la brisa, como susurros perdidos en el aire.
Los monumentos a su grandeza, que alguna vez se alzaron como símbolos de poder y orgullo, ahora se convertían en tumbas silenciosas, guardianas de un pasado olvidado, un recordatorio de los excesos de una humanidad que había jugado a ser dios. Cada piedra, cada estructura que alguna vez representó un avance, ahora era solo un eco vacío. Los sueños y aspiraciones, esos que alguna vez fueron el motor que impulsó a las generaciones pasadas, yacían olvidados, enterrados bajo el peso de la autodestrucción, sin que nadie quedara para recordarlos. Solo quedaba el silencio, un silencio que resonaba más fuerte que las carcajadas de los que se creyeron invencibles. La tierra, cansada y ajada, aguardaba el final, sin prisa, pero con una certeza aterradora de lo que estaba por venir.
La arrogancia humana había alcanzado su clímax. Como una llama que alcanza su punto máximo antes de extinguirse, los humanos, cegados por su propio poder y confianza, creyeron que la unión que habían forjado los salvaría, que la armonía que habían construido sería el refugio eterno. Pero en su ceguera colectiva, no lograron ver lo obvio: cada paso hacia la perfección era solo una marcha hacia la extinción. Creyeron que había un futuro brillante esperándolos, pero no hicieron más que acercarse al precipicio que, en su orgullo, habían decidido ignorar.
Como los últimos de su estirpe, miraban el mundo con una mezcla de desesperación y desdén, como si todo lo que quedaba de la humanidad fuera solo un eco de su antigua grandeza. No se daban cuenta de que sus esfuerzos, en lugar de ser la salvación que anhelaban, les habían abierto las puertas a su propio final. La historia, que había sido escrita con tanta arrogancia, como una carta sellada por sus propias manos, ahora se desmoronaba frente a ellos. El peso de sus decisiones caía sobre ellos como una losa, aplastando cualquier rastro de esperanza.
El fin estaba cerca, lo sabían, pero no había nada que pudieran hacer para evitarlo. La ironía se cernía sobre ellos como una presencia palpable, como un espectro que los observaba, esperando su caída. Era una ironía tan cruel que se podía sentir en el aire, una sombra que los seguía dondequiera que iban, burlándose de su orgullo y riéndose en silencio de su pretensión de control sobre lo incontrolable. La muerte los alcanzaba, no con furia ciega, sino con la calma de quien sabe que el destino está sellado, y que el momento de la verdad ha llegado.
Lo más aterrador de todo era que, en su afán por avanzar, la humanidad había llegado a este punto solo cuando las circunstancias ya eran irreversibles. La rapidez con la que se precipitaban hacia su propia ruina era como el último respiro de un animal acorralado. La Tierra se había visto arrastrada al borde de lo inevitable, como una nave sin rumbo que se adentraba en la tormenta sin poder frenar su descenso, guiada únicamente por el deseo de seguir adelante, sin comprender que, en su marcha, ya no había retorno. Cada paso, cada avance, solo les acercaba más a su final, como si el destino estuviera esperando pacientemente a que se agotaran sus últimas fuerzas.
Cada avance científico que hicieron, cada descubrimiento que una vez fue celebrado como un hito, era al mismo tiempo un recordatorio de la enorme deuda que habían contraído con el universo. Como si el conocimiento que buscaban fuera un precio a pagar por cada paso dado, como si hubieran sido engañados por su propia ambición, convencidos de que cada respuesta los llevaría a la salvación, cuando en realidad, cada una de esas respuestas los arrastraba más rápido hacia su condena. Como si el conocimiento que buscaban fuera un precio a pagar por cada paso dado, como si cada avance fuera una moneda echada en la máquina del destino, una que, al final, solo les devolvería el eco de su propia caída.
Cada nuevo hallazgo los acercaba más al abismo, como si la tierra misma estuviera empujándolos hacia el precipicio, mientras ellos, cegados por su propia grandeza, se negaban a ver que el verdadero poder no residía en su tecnología ni en su capacidad para destruir, sino en su habilidad para reconocer y detenerse antes de cruzar la línea. Pero ya era demasiado tarde para eso. Habían cruzado la línea hace mucho, y ahora, la historia avanzaba imparable, como un tren descarrilado que no podría ser detenido hasta que no quedara nada de ellos.
La destrucción era inevitable. No hubo advertencia, ni tiempo para prepararse. El fin llegó con la rapidez de un relámpago, arrasando con todo a su paso, como una ola que no podía ser detenida por la voluntad humana, un tsunami de consecuencias que no perdonaba ni a los más preparados. Las ciudades, que una vez brillaron con vida, ahora eran sombras de lo que habían sido, vacías de risas, de los gritos de alegría de niños jugando en las calles o de las conversaciones animadas que llenaban el aire. Ahora, convertidas en ecos de un pasado glorioso que parecía tan distante como una leyenda olvidada, las ciudades se alzaban como esqueletos de concreto, desmoronándose en el olvido.
Los restos de la civilización, ruinas que cantaban su propia caída, hablaban de un tiempo de esplendor perdido, donde el poder y la riqueza reinaban como los dioses de un altar olvidado, pero la sabiduría nunca llegó a ser parte del contrato. El conocimiento, tan ansiado y venerado por generaciones, nunca fue entendido ni apreciado como lo que realmente era: una herramienta que podía forjar un futuro mejor, o condenar a quienes no sabían cómo usarlo. Así, el hambre de poder, la arrogancia de los que se creyeron invencibles, les cegó, dejándolos sin los recursos para frenar el desastre que ellos mismos habían creado.
Los monumentos, erigidos con orgullo, se transformaron en tumbas silenciosas, donde yacían olvidados los sueños y aspiraciones de una humanidad que ya no podía recordar por qué había luchado por llegar hasta allí. Esos monumentos, tan grandiosos en su momento, ahora eran solo esculturas rotas, testigos mudos de una era de creencias equivocadas, testamentos de un tiempo donde la humanidad pensó que su destino estaba sellado en el acero de sus conquistas. Los monumentos ya no resonaban con el eco de victorias, sino con el crujido de lo que se había perdido.
Los monumentos, esos símbolos de su grandeza, que alguna vez fueron testigos de la celebración de su dominio sobre la Tierra, ahora se erguían como recordatorios mudos de un sueño que se había desvanecido. Eran sombras de lo que fueron, gigantes de piedra que ya no proclamaban victorias, sino la fragilidad de un imperio que creyó ser eterno. Cada piedra, cada columna, parecía susurrar a los pocos sobrevivientes que quedaban: ¿De qué sirvió todo esto? ¿Qué lograsteis realmente?
El aire estaba impregnado de un silencio opresivo, el tipo de silencio que solo llega cuando el estruendo de la arrogancia humana ha sido reemplazado por la quietud de la decadencia. Aquellos que alguna vez caminaron orgullosos bajo estos colosos ahora solo miraban, derrotados, sin saber si su tristeza era por la caída de su mundo o por la vana búsqueda de algo que jamás comprenderían. La historia de la humanidad, escrita en ruinas, no podía ser borrada, pero su significado había cambiado para siempre. Lo que antes era un símbolo de conquista y gloria, ahora se había transformado en un recordatorio sombrío de la inevitabilidad de la caída.
En sus ojos vacíos, aquellos sobrevivientes podían ver las ruinas de su propia ambición reflejadas, como espejos rotos que destilaban las últimas gotas de lo que alguna vez llamaron esperanza.
La contaminación se había infiltrado hasta lo más profundo del corazón de la humanidad, marcando el inicio de su declive. Como una plaga invisible, se había extendido en cada rincón del mundo, dejando una huella imborrable. La explotación de los recursos naturales, llevada a cabo con una necedad arrogante, convirtió al planeta en una sombría carcasa que antes albergaba vida, ahora agonizando bajo el peso de las decisiones egoístas de generaciones pasadas. Cada árbol talado, cada río despojado de su pureza, cada capa de aire contaminada era un latigazo hacia la herida mortal de la Tierra.
Los ríos, que alguna vez fluían llenos de vida, se secaban, sus aguas turbias ya no reflejaban el brillo del sol, sino la opacidad de un futuro incierto. Los cielos que antes se extendían vastos y azules, ahora se volvían tétricos, cubiertos de nubes sucias, como un manto de desesperación. Y el aire, una vez fresco y puro, se convertía en una neblina venenosa que hacía difícil respirar, como si la atmósfera misma fuera una condena. El oxígeno era solo un susurro ahogado, filtrado por los vestigios de un mundo que ya no podía sostenerse.
Cada intento por revertir el daño, por devolverle la salud al planeta, era insuficiente, como un grito ahogado que se desvanecía en el vacío. Los esfuerzos humanos, aunque bien intencionados, eran apenas parches sobre una herida profunda, y el planeta no tenía tiempo ni fuerzas para sanar. Nadie podía detener la marea destructiva que ya estaba en marcha, una corriente de autodestrucción que parecía imparable. La humanidad, como un animal acorralado, luchaba por encontrar una salida, pero solo conseguía hundirse más en el abismo.
Las generaciones futuras, nacidas en este mundo de ruinas, crecían sin conocer los ecos de las risas infantiles ni el consuelo de la esperanza. Las voces que antes cantaban con alegría ahora eran reemplazadas por susurros apagados de dolor, lamentos que se perdían en la vastedad de la desolación. Los niños, los últimos vestigios de un mundo ya perdido, no jugaban entre flores ni se maravillaban con los colores del amanecer; en su lugar, cada día era una batalla. Una lucha feroz, sucia, donde el hambre y la sed los acechaban con la ferocidad de bestias hambrientas, empujándolos cada vez más al borde del abismo.
La Tierra, esa que una vez se alzó como un edén resplandeciente, ahora era una enemiga implacable. Los ríos que antes susurraban promesas de vida se habían convertido en corrientes fangosas que arrastraban todo a su paso, mientras las ciudades, que alguna vez fueron centros vibrantes de cultura y progreso, ahora yacían en ruinas, sus estructuras destruidas por la violencia del cambio climático y la insostenible explotación humana. Los bosques, esos guardianes de la tierra, habían sido talados hasta convertirse en simples sombras de lo que fueron, dejando espacio solo para desiertos grises y áridos, donde la muerte acechaba en cada rincón.
La agresión estaba en el aire, en la tierra, en las venas de los que aún luchaban por sobrevivir. La guerra no solo estaba librada en los campos de batalla, sino en los corazones de aquellos que se habían quedado atrás. Cada esquina era un campo minado de desconfianza y desesperación, donde el más mínimo desliz podía significar el fin. La humanidad había creado su propia condena, tejida en la red de sus errores pasados, y ahora, la única constante era el terror de saber que la rueda de su autodestrucción no se detendría.
En un último y desesperado intento por escapar de su condena autoimpuesta, la humanidad miró al cielo en busca de salvación. Lanzaron sus sueños hacia las estrellas, buscando un refugio en mundos lejanos, donde pudieran comenzar de nuevo, lejos de la tierra devastada que ya no podían redimir. Pero el universo, como una vasta y despiadada ironía, les negó cualquier esperanza.
Los planetas que exploraron eran implacables, inhóspitos más allá de toda medida. Cada intento de colonizar un nuevo mundo se convertía en una pesadilla, donde el aire era irrespirable, el clima mortal y la tierra estéril. En sus ambiciosas naves, la humanidad vagaba como náufragos en un mar oscuro, sin rumbo ni puerto seguro. Cada mundo que tocaban parecía ser más cruel que el anterior, como si el propio universo se hubiera cerrado contra ellos, burlándose de su arrogancia y sus sueños de conquista.
Las estrellas, esas luces lejanas que alguna vez les ofrecieron esperanza, ahora se convertían en símbolos de su fracaso. En su ansia por escapar, la humanidad descubrió que no había refugio en el vasto vacío del espacio. Los planetas que encontraron no les ofrecían más que desolación, y cada nuevo intento por terraformarlos solo revelaba lo inevitable: no importaba cuán lejos viajaban, la miseria era su única compañía. En la frialdad del espacio, la humanidad se encontró perdida, incapaz de encontrar un lugar donde pudieran escapar a la tragedia que ellos mismos habían sembrado.
Y así, atrapados entre el abismo de su propio planeta moribundo y las estrellas inalcanzables, los últimos vestigios de la humanidad miraban al vacío. Sus miradas, vacías y perdidas, buscaban un atisbo de esperanza en el horizonte, pero solo encontraban oscuridad. Cada respiración era un recordatorio de la fugacidad de su existencia, un último suspiro ante la inevitable desaparición. Los corazones de los sobrevivientes se llenaban de dudas, y sus mentes, una vez tan llenas de sueños y ambición, ahora solo albergaban miedos apremiantes: ¿Podrían escapar de su destino trágico? ¿O estaban condenados a ser devorados por el monstruo que ellos mismos habían creado?
La desesperación se convirtió en su única compañera, una sombra que los perseguía, pegada a sus espaldas como una condena que no podían evadir. La humanidad, que alguna vez se creyó dueña de su destino, ahora se encontraba impotente, atrapada en una jaula de su propia fabricación. En el espacio, en la vasta negrura que los rodeaba, no había respuestas, solo ecos de su fracaso.
El tiempo, su enemigo invisible, los acechaba con una paciencia implacable. Cada segundo que pasaba los acercaba más al fin, y mientras las horas se deslizaban entre sus dedos como agua, se preguntaban si alguna vez hubo un propósito real en todo lo que hicieron. Pero ya no había respuestas, solo el retumbar de su caída, cada vez más cercana.
El vacío no solo los rodeaba en el espacio, sino también en sus almas, dejando un silencio profundo donde antes existían sueños y esperanzas. La humanidad, en su último suspiro, se dio cuenta de que su lucha ya no era por sobrevivir, sino por entender, aunque demasiado tarde, que su destino había sido sellado mucho antes de que pudieran mirar al abismo.
La desesperación se había apoderado de aquellos que aún quedaban, extendiéndose como una plaga invisible, como un veneno que se filtraba en los huesos de la humanidad. Cada mirada vacía, cada suspiro ahogado, era un testamento del vacío que había calado en sus corazones. El mundo, ya una carcasa vacía, reflejaba el desmoronamiento interno de aquellos que sobrevivían en él. La esperanza, un concepto lejano y olvidado, ya no existía; todo lo que quedaba era un desgaste lento y doloroso, como el crujir de la tierra bajo el peso de una carga demasiado pesada para soportar.
El vacío, ese enemigo implacable y devorador, se mantenía al acecho, esperando pacientemente, como una bestia oculta en las sombras. Acechaba sin prisa, pero con la certeza de su victoria inevitable. Se cernía sobre ellos, siempre presente, una amenaza tan constante como el latido de un corazón que se desangra. Nada en este mundo o más allá podía escapar a su alcance. Cada rincón del planeta parecía estar marcado por su presencia, y cada intento por evadirlo solo acercaba más a los últimos vestigios de humanidad a su fatídico destino.
Los rostros de aquellos que se habían perdido ya no eran más que sombras, huellas desvanecidas de una especie que alguna vez creyó que podría dominar su destino. Sus existencias, borradas por la voracidad de una fuerza que solo conocía el consumo, ya no eran más que fragmentos olvidados de lo que alguna vez fueron. Los recuerdos se desvanecían como cenizas llevadas por el viento, y la historia de la humanidad se tornaba solo un eco lejano en un universo indiferente. Los últimos sobrevivientes se aferraban a lo que quedaba de su humanidad, luchando en vano contra una marea de oscuridad que los devoraba sin piedad, como si la misma existencia los hubiera abandonado para siempre.
En su desesperación, muchos se lanzaron hacia lo desconocido, impulsados por una última chispa de esperanza que ardía débilmente en sus corazones agotados. Buscaron respuestas en los confines más lejanos del cosmos, convencidos de que entre las estrellas perdidas o en los rincones más oscuros del universo podría haber una salvación. Imaginaban que, tal vez, más allá de la cruel indiferencia de la Tierra, podrían encontrar un refugio, un lugar donde sus almas rotas pudieran sanar y el peso de la destrucción pudiera ser aliviado. La idea de un futuro, aunque incierto, era lo único que los mantenía en movimiento.
Sin embargo, a medida que avanzaban, incluso al alcanzar esos límites inexplorados, lo único que encontraban era la vaciedad de su propio ser reflejada en la inmensidad cósmica. El vasto universo, tan grande y silencioso, parecía no tener respuesta alguna, y cada estrella que tocaban era solo un faro lejano que les recordaba lo pequeñas y efímeras que eran sus vidas en comparación con la grandiosidad indiferente de lo que los rodeaba. Los planetas y las lunas que exploraron, tan ajenos a sus sueños de salvación, se les mostraban como tumbas frías y desoladas, como si el mismo vacío cósmico se extendiera dentro de ellos, absorbiendo cualquier rastro de humanidad que intentaran preservar.
La vastedad del espacio se convertía en su cárcel, y el eco de su desesperanza resonaba en la infinita oscuridad, un recordatorio constante de que, no importa lo lejos que viajaran, la redención no podía encontrarse en el exterior, sino que estaba enterrada en las sombras de su propio ser. La revelación fue más dolorosa que cualquier destrucción: no había escape. Solo quedaba enfrentarse a la verdad de que, en su huida hacia las estrellas, solo habían encontrado el reflejo de su propia condena.
Al mismo tiempo, otros, aferrados a los vestigios de las antiguas creencias, buscaban consuelo en mitologías y leyendas que prometían la redención de la humanidad. En un mundo que ya se desmoronaba, donde la tierra misma parecía susurrar su despedida, las esperanzas de un futuro mejor parecían ser la última chispa de luz en un abismo impenetrable. Estas creencias, tejidas con hilos de antiguos relatos sobre dioses y héroes que habían guiado a los hombres en tiempos de oscuridad, ofrecían un refugio ilusorio, un anhelo por algo más grande, más trascendente.
Las historias de seres divinos que se alzaban contra la oscuridad, de héroes que desafiaban el destino y restauraban el orden, se convertían en las únicas narrativas que aún ofrecían algo parecido a la esperanza. En la quietud de la desesperación, los hombres buscaban consuelo en los viejos mitos, pensando que tal vez, solo tal vez, los dioses les escucharían. Los rituales olvidados se reavivaron, y las oraciones, nacidas de un miedo ancestral, se elevaban al vacío, con la esperanza de que algún poder superior, alguna fuerza cósmica, respondería.
Pero, al igual que el cosmos, esas creencias se desvanecían lentamente, como la neblina que se disipa al amanecer, sin dejar rastro. Cada intento por recuperar lo perdido, por restaurar la fe en un futuro prometido, era recibido solo con silencio. El vacío respondía con su indiferencia, y las dudas se infiltraban como sombras, oscureciendo cada rincón del alma. Lo que antes era un faro de luz, se había convertido en una mera ilusión, una esperanza que ya no podía sostenerse. La humanidad, en su desesperación, seguía buscando respuestas, pero en los ecos de las antiguas leyendas, solo encontraban más preguntas, cada vez más profundas, más insoportables.
El gran vacío que habían creado no solo era físico, sino espiritual, y la condena de la humanidad era tanto la ruina de su planeta como la de su fe. En su búsqueda de algo más allá, se encontraron con la cruda realidad: incluso los dioses, si alguna vez existieron, ya no respondían.
El vacío, sin embargo, no entendía de creencias ni deseos humanos. Su paciencia era infinita, como un depredador ancestral, que aguardaba en las sombras, esperando el momento exacto para reclamar lo que le pertenecía. No se trataba solo de los cuerpos despojados, de los rostros vacíos que ya no reflejaban vida; el vacío tenía hambre de algo mucho más profundo: las almas mismas. Devoraba la esencia humana, como si fuera una corriente subterránea que se filtraba en los rincones más oscuros de la conciencia, tragando los últimos vestigios de esperanza, hasta que ya no quedara nada.
Este monstruo intangible no se veía ni se oía, pero su presencia era más real que cualquier otro terror tangible. La humanidad, en su ceguera, trataba de aferrarse a los recuerdos de lo que una vez fueron, luchaba por revivir las antiguas creencias, los mitos y las leyendas, creyendo que en algún rincón del cosmos había un refugio, un último resquicio de salvación. Pero el vacío no ofrecía compasión. Cada intento era devorado, tragado por esa oscuridad absoluta que no dejaba espacio para la luz. Era un ciclo que nunca parecía terminar, una constante que se repetía una y otra vez, como el latido sordo de una máquina que nunca se detiene.
El vacío avanzaba lentamente, sin prisa, pero de forma inexorable. Nada podría escapar de su abrazo mortal. Las ciudades colapsaban, las estrellas se apagaban y, con ellas, cualquier esperanza de trascendencia. La humanidad se extinguía no solo en cuerpo, sino en alma, desvaneciéndose como un suspiro en la vastedad del universo. Era como si todo lo que alguna vez significó algo fuera absorbido por un agujero sin fondo, hasta que los últimos susurros de su existencia se ahogaron en el silencio.
Ya no quedaban recuerdos, solo vestigios de un tiempo que fue. Las voces de los hombres se apagaban una a una, y el vacío se reía en su infinita indiferencia. La humanidad, en su afán por avanzar, solo había tejido su propia perdición, dejando atrás nada más que un eco que nadie escuchaba.
La incertidumbre flotaba en el aire, densa como una niebla espesa que envolvía a los últimos supervivientes. La pregunta, oscura y aplastante, se cernía sobre ellos como una sombra que nunca se desvanecía, tan pesada como el propio vacío que los rodeaba. ¿Podrían encontrar una chispa de esperanza en medio de tanta oscuridad, una llama que desafiaría la gravedad de su desesperación? O, tal vez, ¿estaban destinados a ser meros ecos perdidos, olvidados en el vasto y eterno silencio del universo? Condenados a desvanecerse sin dejar rastro, como una huella en la arena que el viento se lleva con facilidad, hasta convertirse en nada más que un susurro olvidado.
El tiempo, esa única constante que aún quedaba, avanzaba inexorablemente, sin dar tregua. Cada segundo era un latido más cerca del final, cada momento que pasaba profundizaba la desesperación de aquellos que aún quedaban. El peso de su futuro incierto era una carga insoportable, pero la verdadera tragedia era la agonía de no saber si aún había un futuro que esperar, o si simplemente estaban condenados a ser el último suspiro de una humanidad que se había desvanecido, como el eco de una antigua melodía que ya nadie recuerda.
Con cada paso que daban, la oscuridad parecía cerrarse más a su alrededor. La niebla de la incertidumbre se espesaba, opacando incluso la más mínima esperanza de redención. Las estrellas, que alguna vez guiaron a la humanidad hacia nuevos horizontes, ahora solo servían como recordatorios de lo perdido. Las mentes de los sobrevivientes se retorcían bajo el peso de la impotencia, atrapadas entre la necesidad de creer en algo más y la dolorosa realidad de que el vacío que los rodeaba no perdonaba.
La desesperación se volvió su única amiga, pero ni siquiera ella ofrecía consuelo. Al final, las preguntas se desvanecieron, reemplazadas por el silencio absoluto. Porque en un universo que ya no tenía piedad, ya no quedaban respuestas, solo el eco de lo que alguna vez fue.
La humanidad, otrora soberana y desmesuradamente confiada en su dominio sobre el mundo, se veía ahora reducida a un eco distante de su propio poder. El depredador Apex, que una vez fue la suprema fuerza en su mundo, se convirtió en un simple despojo casi muerto, como una estrella que arde en su última agonía, su resplandor palideciendo ante la abrumadora realidad de su caída. El planeta que alguna vez habitaron, vasto y lleno de promesas de grandeza, se había transformado en un cadáver que no ofrecía más que las huellas de lo que alguna vez fue, ahora consumido por el mismo egoísmo y codicia que habían sellado su destino.
Los huesos rotos de la civilización ya no eran testigos de su grandeza, sino de una existencia condenada a extinguirse en el olvido, como un fuego que, habiendo alcanzado su apogeo, se consume a sí mismo, reduciéndose a cenizas. Las ciudades que alguna vez fueron prósperas, los imperios que dominaron vastos territorios, y las naciones que se alzaban orgullosas, yacían ahora olvidadas, desmoronadas, sus nombres desvanecidos en el aire como un suspiro moribundo. El último suspiro de la humanidad, en su arrogancia desmedida, se desvanecía lentamente entre las ruinas de lo que fueron sus sueños más grandiosos.
En un universo vasto y cruel, que se extendía más allá de cualquier comprensión humana, la humanidad ya no era más que una sombra, atrapada en el olvido de un cosmos que simplemente no se detenía a contemplar su existencia. El abismo cósmico, indiferente a su historia y su caída, los observaba desde una distancia infinita, como una gigantesca presencia que no se inmuta ante el desmoronamiento de los mortales. Ya no quedaban relatos, ni ecos de gloria, solo la fría vastedad del espacio, donde la humanidad era solo un susurro perdido en el viento cósmico.
Pero aún en su caída, algo persistía en los corazones humanos: una chispa de resistencia, de orgullo, un resplandor febril en la oscuridad del abismo. Los humanos, en su terquedad innata, no podían simplemente rendirse. Esa misma obstinación que los había llevado a desafiar a la naturaleza, a dominar la tierra, al universo mismo, se mantenía viva, ardiendo en lo más profundo de su ser. La desesperación los había abrazado, y sin embargo, la lucha seguía siendo su respuesta más visceral, la única que conocían. En su más profundo pesar, donde parecía que incluso las últimas reservas de esperanza se habían evaporado, algo de esa inquebrantable voluntad seguía intacto, como una llama en la tormenta.
Fueron tercos en sus acciones pasadas, desoyendo las advertencias del cosmos, ignorando las señales de su propio deterioro, convencidos de que el control estaba en sus manos, aunque el precio fuera su propia perdición. Ahora, frente al abismo definitivo, esa misma terquedad, esa misma arrogancia, los impulsaba a seguir adelante. El deseo de redención no se apagaba con la extinción que se avecinaba. En lugar de ceder a la oscuridad que los rodeaba, abrazaban el desafío, porque sabían que nunca habían sido más humanos que cuando todo parecía perdido.
Si caían, lo harían de pie, luchando hasta el último aliento, como lo habían hecho con cada desafío anterior. En su caída, los últimos vestigios de humanidad se aferraban a su esencia más pura: la determinación, el desafío a lo imposible, el deseo de seguir luchando incluso cuando todo parecía estar en su contra. El cosmos, indiferente ante su sufrimiento, no podía borrar esa chispa, porque la esencia humana, aunque rota y marcada por la tragedia, seguía siendo feroz, luchadora, y siempre, imparable.
Con el espíritu indomable que los caracterizaba, decidieron explorar más mundos y más sistemas solares, buscando en la vastedad del espacio un refugio incierto, una oportunidad de renacer entre las estrellas que ya no los observaban con la misma admiración. La humanidad, herida pero nunca completamente derrotada, sentía que aún quedaba una última carta que jugar, incluso cuando todo a su alrededor parecía indicar lo contrario. En el eco de esa expansión, en la esperanza de descubrir algo que los rescatara del abismo, se encontraba la última llamada a la redención, un anhelo visceral de reconstruirse en algún rincón lejano donde pudiera germinar la semilla de un nuevo comienzo.
Esta nueva búsqueda era tanto una condena como una esperanza, un intento desesperado por escapar de su propia mortalidad mientras se adentraban en un cosmos que ya no parecía recibirlos con los brazos abiertos. Cada viaje, cada exploración, se convertía en una última oportunidad, un salto hacia lo desconocido, donde la única certeza era que seguirían buscando, aunque el fracaso fuera su única compañía. Estaban atrapados entre la necesidad de escapar y la realización de que el universo ya no les debía nada. Como un animal herido, la humanidad buscaba desesperadamente un refugio, aún sabiendo que las estrellas no les debían compasión, que los mundos que ahora se ofrecían eran solo una promesa rota.
El universo, que los había dejado atrás, se convirtió en el único testigo de su lucha desesperada por mantenerse vivos, por reclamar su lugar en una realidad que ya los había olvidado. A cada paso, sentían la lejanía del cosmos, un recordatorio cruel de cuán pequeños se habían vuelto, y sin embargo, la llama en su interior seguía encendida. Aún al borde del olvido, se aferraban a la idea de que su lucha por persistir, por no desaparecer como sombras en la vasta negrura, tenía un propósito. Aunque ya no era una batalla por la supremacía, sino por la mera existencia, seguían luchando con la esperanza de que, quizás, entre las estrellas frías y lejanas, todavía podrían encontrar algo que los definiera, algo que los hiciera recordar que, a pesar de todo, habían sido humanos.
Así, la humanidad se lanzaba al vacío estelar, como un condenado que se aferra a la única cuerda que podría salvarlo, sin importar cuán frágil o desgarrada estuviera esa cuerda. En sus corazones, una lucha interna surgía: la esperanza, tenue como una estrella moribunda, y la desesperación, omnipresente y corrosiva, se entrelazaban en cada paso, confundiendo las fronteras entre lo que podría ser y lo que ya estaba perdido. Cada nave que se deslizaba hacia lo desconocido llevaba consigo la carga de lo irremediable, un último vestigio de lo que alguna vez fue una especie capaz de construir imperios, de dominar mundos enteros. Ahora, sin embargo, enfrentaban la fatalidad de su destino, arrastrados por una marea de incertidumbre que siempre había acompañado a su travesía.
El vacío estelar ya no era un misterio, sino una amenaza palpable, una extensión interminable de silencio y muerte que esperaba a tragarlos sin ceremonias. La humanidad, siempre tan segura de su dominio, se encontraba ahora en la más profunda fragilidad, lanzándose hacia lo incierto, con la esperanza de que alguna chispa de salvación pudiera surgir de la nada, como una última luz en el final del túnel. Pero en cada estrella que observaban, en cada planeta lejano que alcanzaban, solo encontraban ecos de su propia insignificancia. El universo no se detenía a escuchar sus súplicas ni a responder a sus desesperados esfuerzos.
Las naves surcaban las profundidades del cosmos, como ataúdes metálicos a la deriva, sus tripulaciones consumidas por la duda, preguntándose si realmente existía un refugio en el vasto vacío o si simplemente avanzaban hacia su final inevitable. La incertidumbre era su única compañera constante, y la única verdad que quedaba era que, al final, serían las estrellas las que los juzgarían, sin compasión ni perdón.
La luz de la esperanza brillaba tenuemente en la oscuridad del espacio, como una estrella moribunda, pero aún así, la humanidad se aferraba a ella con la fuerza de su supervivencia, como si cada respiración fuera una rebelión contra su destino ya sellado. Aquel brillo fugaz, aunque frágil, se convirtió en el faro que guiaba a los sobrevivientes, motivándolos a seguir adelante, a desafiar las fuerzas que parecían haberse conjurado en su contra. Fue en ese resplandor débil pero persistente donde comenzaron a gestarse avances que parecían milagrosos, como si la oscuridad misma cediera ante su tenacidad.
Descubrimientos que desafiaban las leyes de la física, nuevas tecnologías que les permitían manipular las estrellas y entender los secretos del universo, avanzaban a pasos agigantados. Se abrió un horizonte que había permanecido sellado durante siglos, y con ello surgió una nueva promesa: la posibilidad de una era de redención. Aquello que parecía el principio de un futuro brillante, lleno de oportunidades, se materializó como una poderosa arma, una herramienta que les otorgaba el control sobre los elementos que antes los habían aplastado.
Sin embargo, como todo gran avance, la gloria nunca llega sin su precio. El resplandor que había despertado la humanidad de su letargo se tornó en una sombra insidiosa. En lugar de abrir las puertas a un futuro pacífico, lo que parecía un avance hacia la redención pronto se transformó en un campo de batalla. Las mismas tecnologías que les ofrecían el poder para sobrevivir, también desataron la competencia, la lucha despiadada por el dominio de los recursos y las nuevas fronteras del cosmos. Las naciones, que ya se habían desmoronado en la Tierra, se reorganizaron en nuevas alianzas y facciones, luchando no solo por la supremacía, sino por el derecho a existir en un universo que ahora, con sus avances, se volvía aún más inhóspito.
La guerra, que parecía ser un destino inevitable, estalló en todos los rincones del espacio. No había ya fronteras que los separaran, solo la cruda realidad de una lucha sin tregua por el control de lo que, al final, podría no ser más que una ilusión. La humanidad, una vez más, se veía atrapada en un ciclo de destrucción, donde cada avance, cada descubrimiento, solo los empujaba más hacia la oscuridad que intentaban escapar. Lo que había comenzado como un resquicio de esperanza, ahora era la semilla de una nueva tragedia.
En los rincones más lejanos del cosmos, más allá de los límites conocidos y de la fatiga que pesaba sobre los hombros de los últimos humanos, existían mundos que representaban la última esperanza. Estos planetas no solo ofrecían la posibilidad de un nuevo comienzo, sino que eran la única salida frente a un destino que ya parecía irrevocable. En lo más remoto de la galaxia, se hallaban mundos que, a pesar de ser remotos y desconocidos, ofrecían lo que quedaba de esperanza: una oportunidad de renacer, un refugio donde la vida podría florecer nuevamente, donde las generaciones futuras podrían escapar del ocaso de la Tierra, a punto de desmoronarse por completo.
Estos planetas eran como espejismos en el vasto océano estelar, tan distantes y perfectos en su potencial que solo al soñarlos se podía sentir la sensación de alivio. Prístinos, inexplorados, con atmósferas capaces de sostener la vida, con paisajes inmaculados que parecían ofrecer el respiro que tanto se anhelaba. Eran la promesa de lo que había sido perdido, un último rayo de luz en un horizonte que se oscurecía rápidamente. En estos mundos, pensaban, podría estar la redención, el renacimiento de una especie que había alcanzado su fin en su propio hogar.
Sin embargo, estos refugios no estaban vacíos. En su vasta búsqueda por la supervivencia, los humanos no sabían que estos mundos estaban habitados por civilizaciones avanzadas, imperios estelares que se habían forjado en las profundidades del tiempo, mucho antes de que la humanidad siquiera soñara con el concepto de estrellas lejanas. Seres inteligentes, cuya existencia había permanecido oculta a los ojos de los humanos, habitaban estos mundos. En su historia, la humanidad no era más que una especie primitiva, una nota marginal en la vasta crónica del universo, tan ajena a la complejidad de las civilizaciones que existían mucho antes de ellos.
Esas civilizaciones, forjadas en guerras estelares y pactos milenarios, tenían sus propios intereses, sus propios objetivos y sus propios imperativos. La llegada de los humanos no fue recibida con brazos abiertos, sino con una vigilancia cautelosa, e incluso con hostilidad. Estos mundos, que parecían ofrecer una oportunidad de resurgir, pronto se revelarían como un campo de batalla por la supervivencia, donde la humanidad, ahora apenas un susurro en la vastedad cósmica, tendría que enfrentarse a los desafíos de un universo que ya no los veía con admiración, sino como una amenaza.
Las tensiones crecieron a medida que los humanos, con sus sueños de colonización, chocaban con la realidad de esas civilizaciones formadas por siglos de historia, con tecnologías que superaban todo lo que la humanidad había logrado hasta entonces. Lo que había comenzado como una búsqueda de esperanza, ahora se convertía en una lucha por la supervivencia, no solo contra las fuerzas del cosmos, sino contra aquellos que ya gobernaban las estrellas. La humanidad, una vez orgullosa y dominante, se veía ahora como una especie insignificante ante los ojos de estos imperios estelares. La verdad que los sobrevivientes pronto aprenderían era que el universo, lejos de ser un campo abierto para la conquista, estaba habitado por secretos que no estaban dispuestos a revelar, por civilizaciones que no deseaban compartir su poder con los recién llegados.
El viaje hacia esos mundos ideales, por lo tanto, no era solo un viaje hacia la salvación, sino también hacia lo desconocido, hacia la confrontación con aquello que nunca pudieron imaginar: un futuro lleno de desafíos no solo físicos, sino también existenciales, que pondrían a prueba hasta el último de los seres humanos.
El primer contacto fue un choque brutal, un impacto directo contra la dura realidad del universo. Los imperios espaciales, cuya existencia hasta entonces había sido solo un eco distante en los relatos de los pocos sobrevivientes humanos, no tardaron en mostrar su verdadera cara. Al enfrentarse a los restos de la humanidad, que aún luchaban por respirar en los límites del cosmos, estos imperios no vieron en ellos a los herederos de una civilización perdida ni a los últimos vestigios de una especie que alguna vez dominó su mundo. En su lugar, los humanos fueron considerados como presas fáciles, meros insectos que podrían ser pisoteados y sometidos a su voluntad sin esfuerzo.
Con un poder militar abrumador, que destellaba como una tormenta cósmica llena de destrucción, estos imperios no tardaron en imponer su dominio. La tecnología de las naves de guerra, de los sistemas de control y manipulación, era tan avanzada que los sobrevivientes no tuvieron más opción que rendirse o ser aniquilados. No hubo negociación, no hubo piedad, solo una fría indiferencia por las vidas humanas. Los imperios se movían como depredadores, despojando a la humanidad de su libertad, de su esperanza, y de todo aquello que alguna vez soñaron con reconstruir.
El golpe fue tan feroz como devastador. La humanidad, que había visto en el cosmos un espacio vacío por llenar, un lienzo donde podrían pintar una nueva historia, ahora se encontraba frente a una invasión implacable. Aquello que había sido su única esperanza se transformó en un horror tangible, tan cercano y brutal que las primeras naves humanas, esas que alguna vez navegaron en busca de un refugio, fueron destruídas sin piedad. Lo que en sus mentes había sido un escape hacia un futuro prometedor se volvió una condena aún más profunda, como una puñalada directa en el corazón de sus sueños de renacimiento.
Los sobrevivientes se vieron arrastrados de nuevo a la oscuridad, esta vez no solo por la muerte de su propio planeta, sino por las manos frías y despiadadas de seres que ni siquiera los veían como iguales. La posibilidad de construir algo nuevo se desvaneció, arrastrada por la brutalidad de esos imperios que se dedicaron a someterlos con métodos que los humanos jamás podrían haber imaginado. Cada intento de resistencia se ahogaba en el abismo de la superioridad tecnológica y militar de los invasores, y así, la humanidad comenzó a perder no solo sus hogares, sino también su última esperanza de libertad.
La lucha se transformó en una guerra sin cuartel, pero esta vez no eran los humanos los cazadores. Eran ellos los cazados. Y el terror se apoderó de sus corazones, sabiendo que, en este vasto universo, no serían más que una sombra de lo que una vez fueron, atrapados en la red de imperios cuya sed de conquista no parecía tener fin. La desesperación se tornó en angustia, y la resistencia, aunque ardiente, parecía un grito sordo en un vacío cósmico que los engullía sin remordimientos.
Los sueños de un nuevo comienzo, aquellos que habían sido alimentados por generaciones de humanos a medida que miraban al vacío del cosmos en busca de redención, se estrellaron contra la brutalidad de civilizaciones que no conocían la compasión. Lo que los humanos consideraban su último refugio, la esperanza en la vastedad estelar, se desvaneció cuando se encontraron con enemigos mucho más implacables y despiadados que cualquier horror que ellos mismos hubieran conocido. Estos nuevos seres no tenían moralidad, ni ética, ni vestigios de humanidad. Su existencia misma era una constante violación de todo lo que los humanos habían llegado a entender como la naturaleza de las criaturas vivas.
Estos enemigos, cuyas intenciones no estaban gobernadas por emociones o dilemas éticos, eran la manifestación del vacío cósmico, esa fuerza indiferente que ni siquiera el universo parecía haber querido. Los imperios espaciales que invadieron la humanidad no se detuvieron ante nada: no eran motivados por el deseo de expansión territorial, ni por el afán de conquista en el sentido humano. Su razón para destruir y someter era más simple y aterradora: existían para consumir, para arrasar sin remordimientos con todo lo que se les interpusiera, y en el caso de la humanidad, eso significaba una condena sin posibilidad de redención.
La humanidad, que había sido tan experta en la crueldad, en la guerra y en la devastación de su propio planeta, se encontró ahora con una fuerza más antigua, más dura, que no respondía a las reglas de la compasión ni a las de la moralidad. Enfrentados a ellos, los humanos se dieron cuenta de que las lecciones de su propia historia, aquellas que los habían guiado en su búsqueda de la supervivencia, ya no servían. No había forma de negociar, ni de entender la naturaleza de estos invasores que no buscaban nada más que el exterminio total, una erradicación limpia y absoluta de todo rastro de vida.
Los últimos vestigios de la humanidad, aquellos que aún quedaban, ya no solo luchaban contra los horrores que sus propios actos habían desatado, sino contra un futuro mucho más sombrío, un futuro que se abría ante ellos como una condena. El vacío, que había sido su enemigo durante tanto tiempo, ya no era solo una amenaza abstracta; ahora se personificaba en estas civilizaciones despiadadas, que no hacían distinción entre los inocentes y los culpables, entre los viejos y los nuevos soñadores. Para ellos, todos eran iguales: nada más que una plaga que debía ser erradicada.
Cada estrella a la que los sobrevivientes llegaban, en busca de un refugio, parecía estar vacía de esperanza. Cada planeta que exploraban estaba marcado por la huella de la indiferencia cósmica, mientras las sombras de esos imperios se cernían sobre ellos, dispuestos a arrasar con todo lo que quedaba. La humanidad, que se había erguido en la Tierra como una especie que desafiaba el orden natural, ahora se veía aplastada bajo el peso de su propia arrogancia, enfrentándose no solo a su pasado, sino a una oscuridad infinita que no tenía compasión. Y en cada uno de esos frentes, mientras se defendían con lo último de su fuerza, la duda se les clavaba como una daga: ¿qué futuro les esperaba, si ni siquiera el universo parecía dispuesto a darles un lugar en él?
El tiempo, ese río inmutable que avanza sin importar los deseos de los que habitan la tierra, se había diluido. Lo que antes era un misterio de la vida, la promesa de un futuro lleno de prosperidad, se transformó en una tragedia irreversible que se extendió por generaciones. Casi 200 años después de la muerte del último árbol, la humanidad fue testigo del final de su último vínculo con la Tierra. Cuando el último suspiro de la naturaleza se disolvió en el aire espeso y cargado de contaminación, una niebla densa de desesperanza cubrió a los sobrevivientes. Ese momento marcó el fin de lo que una vez fue un mundo vibrante de vida, una vez verde, ahora estéril.
Con la caída del último árbol, se selló la sentencia de muerte de todo lo que había existido, de todos los ecos de la naturaleza que habían respirado, vivido y muerto en ese pedazo de universo. La humanidad, los últimos seres que quedaban sobre la faz de un planeta ya moribundo, se quedaron de pie mirando al horizonte, un horizonte desolado, sin árboles que les proporcionaran oxígeno, sin el refugio de la naturaleza que una vez los abrazó. En su lugar, la tierra era ahora solo una sombra de su antiguo ser, un reflejo roto de lo que pudo haber sido.
En los rostros de los sobrevivientes se reflejaba el agotamiento, la tristeza de una derrota que no podía ser deshecha. Los días se alargaban y se volvían interminables, mientras el aire, denso de toxinas y polución, parecía devorar la esperanza que quedaba. Habían sido testigos del colapso de la naturaleza, y con ello, de su propio colapso. La humanidad, esa especie que alguna vez se consideró dueña de su destino, que había conquistado el mundo a través de su ingenio y fuerza, ahora se veía incapaz de revertir el daño que ellos mismos habían causado.
El daño era irreparable, y ya no quedaba forma de curar el mundo que los había sustentado. Las ruinas de las ciudades, los esqueletos de las civilizaciones que una vez poblaron la tierra, eran solo recordatorios del precio que se había pagado. Con la desaparición de los últimos árboles, la humanidad se enfrentaba a una crisis que no tenía solución, atrapada entre la agonía del pasado y un futuro que ya no ofrecía promesas. La naturaleza, en su último aliento, había cobrado la venganza de siglos de explotación y desprecio. Y la humanidad, atrapada en su propia caída, entendía finalmente lo que había perdido: el mundo, su hogar, ya no existía.
Con la muerte de ese último árbol, la humanidad se convirtió en los últimos seres vivientes de una Tierra antes gloriosa. Las páginas de historia que una vez relataron civilizaciones antiguas, grandes avances, ingenios asombrosos y una voluntad inquebrantable, ahora eran solo ecos olvidados que se perdían en el viento, reverberando entre las ruinas de lo que alguna vez fue. Los humanos, parados en la ceniza de sus propios errores, comprendieron de golpe la fragilidad de la vida. Ya no eran los dioses de la creación, sino sombras espectrales de un pasado lejano, atrapados en la eterna caída de sus ambiciones desmedidas.
El planeta azul, otrora símbolo de vida y belleza, era ahora un vertedero impuro, cubierto de restos de sus propias creaciones: escombros de un imperio que una vez dominó el universo conocido, pero que ahora yacía en el umbral de la extinción total. La Tierra ya no era un hogar, sino una prisión deteriorada, un monumento caído de lo que pudo haber sido, sus glorias desvanecidas bajo el peso de siglos de explotación y ambición descontrolada.
Los supervivientes se sentían atrapados en una existencia de ruina y olvido, sus rostros empapados en el polvo de un sueño que ya no podía ser alcanzado. Sus ciudades eran silencios desmoronados, sus tecnologías avanzadas ahora convertidas en reliquias inútiles, y la misma humanidad parecía ser una especie en su último estertor. Cada paso era una lucha contra el pasado, un intento vano de sostenerse en el filo de lo que una vez fue, sin poder escapar de la condena que los había llevado a este final inevitable.
El planeta que alguna vez había sido su cuna, ahora era una tumba viviente, y la humanidad se encontraba, sin lugar adónde ir, atrapada en su propia caída, incapaz de alterar el curso de un destino ya sellado. Los sueños rotos y las promesas olvidadas se confundían en un paisaje desolado, donde solo el silencio persistía, un eco de tiempos mejores que ya no existían.
La vida en la Tierra se había apagado, sumida en un silencio definitivo. Un lugar donde los ecos del pasado resonaban con amargura entre las ruinas de una civilización que una vez brilló con su propia luz. Las estrellas, que antes simbolizaban un futuro pleno de oportunidades y descubrimientos, ahora observaban con fría indiferencia a la humanidad, desvanecida en el olvido, como una triste reflexión de lo que se pudo haber alcanzado si no se hubiera arrasado todo lo que tocaba.
El sol, aún brillante en su inmenso poder, ya no ofrecía la calidez esperada en un planeta que moría lentamente. Su luz, aunque incansable, iluminaba una Tierra que se desangraba, un lugar donde la vida se extinguía al mismo tiempo que la civilización humana, incapaz de evitar la condena que ella misma había sellado. La decadencia de la naturaleza, ahora sin la protección de las manos humanas, marcaba el final de una era.
Pronto, la Tierra se convertiría en un planeta muerto, junto con todos los seres que alguna vez nacieron, evolucionaron y prosperaron en su interior. Lo que una vez fue un hogar vibrante, lleno de diversidad y de sueños, se desintegraba en el olvido, cubierto por las huellas de la soberbia humana. Se tornaría un mudo testigo de la grandeza caída, una historia grabada en las cicatrices de su propio ser: una tragedia de destrucción y arrepentimiento, de una raza que no logró aprender a tiempo de sus propios errores, condenada a enfrentar la irrevocable extinción de sus esperanzas.
La humanidad había tocado fondo en sus esfuerzos de supervivencia, ya no quedaban ilusiones de grandeza ni esperanzas de restaurar lo que una vez fue. Los últimos vestigios de lo que pudo haber sido se desvanecieron, arrastrados por la tormenta de decisiones erróneas y la locura que los había llevado irremediablemente a la ruina. La Tierra, su hogar natal, se desmoronaba lentamente, y con ella, la humanidad se veía obligada a enfrentarse a su propia aniquilación, no solo física, sino existencial.
Sin embargo, eso no fue lo peor. La verdadera pesadilla, mucho más allá de la opresión de los imperios alienígenas, se desató 50 años después, cuando los supervivientes creyeron haber escapado finalmente de la guerra y la desesperación que los habían perseguido durante generaciones. Huyendo de los horrores de esos imperios opresores, se adentraron en lo desconocido, buscando una salida, un refugio en un rincón apartado del cosmos.
Pero su huida no los liberó. En su ansía por escapar, toparon con algo mucho más aterrador: una realidad paralela, un espacio interdimensional más allá de todo lo imaginable, un lugar donde las leyes de la naturaleza y la razón misma se torcían y distorsionaban en formas indescriptibles. No era solo un refugio, sino una condena mucho más grande. En este nuevo mundo, el tiempo y el espacio se desmoronaban ante ellos, y lo que parecía ser una oportunidad de escape se transformaba en una prisión aún más abrumadora.
No había lugar seguro. No existía una esperanza palpable. Solo las sombras del abismo acechaban, y la humanidad, atrapada en la vastedad de una realidad que se escapaba de su comprensión, se vio condenada a vagar, buscando respuestas en un vacío aún mayor, rodeados por lo inimaginable. La oscuridad se cerró sobre ellos, más profunda, más opresiva que nunca, mientras los susurros del abismo les recordaban que no había escape, solo el lento desvanecimiento hacia una eternidad desconocida.
De repente, en el planeta, comenzaron a surgir portales de un profundo color negro, como grietas en el mismo tejido del universo. Estos portales no eran simplemente puertas hacia lo desconocido, sino símbolos de una rendición definitiva, como si la realidad misma estuviera siendo desgarrada, deshecha por fuerzas más allá de la comprensión humana. Lo que se abría no solo eran caminos hacia dimensiones inexploradas, sino heridas abiertas en la estructura misma del cosmos, como si el universo, incapaz de sostenerse por más tiempo, comenzara a colapsar bajo el peso de su propia existencia.
Para aquellos que aún podían observar, los portales parecían más un presagio que una salvación. No eran simplemente grietas en el aire, sino cortes profundos en la tela cósmica, que se retorcían y vibraban como si el universo estuviera en su último suspiro. El horizonte se distorsionaba alrededor de ellos, como si la propia naturaleza de la realidad se estuviera deshaciendo, disolviéndose en la negrura absoluta.
Lo que una vez fue orden, armonía, y la ilusión de control, ahora se transformaba en caos primordial, una marea de energía desbordante que no se podía detener. Y lo peor no era solo la desconcertante presencia de estos portales, sino lo que dejaban atrás: todo lo que tocaban se desintegraba, se desvanecía en un vacío absoluto, como si las leyes de la física mismas se rebelaran.
Nada escapaba a su poder. Cada mundo que tocaban desaparecía, arrastrado por la gravedad de lo incomprensible. La humanidad, ya al borde de su extinción, observaba impotente cómo todo lo que conocían y amaban se desmoronaba ante los ojos, mientras el caos, el olvido y la nada avanzaban, devorando lo que quedaba de un universo que ya no reconocían.
Las distorsiones espaciales destrozaban todo lo que tocaban, arrasando sin piedad todo a su paso. Ciudades que una vez habían brillado con vida, tecnologías que desafiaban la comprensión humana, seres vivos que apenas respiraban, todo era engullido por ese abismo sin fondo que se expandía con cada segundo. No había salvación. No había huida. Cada rincón del mundo, cada refugio, todo lo que parecía ser seguro, era devorado por la oscuridad imparable que se desbordaba de esas grietas en la realidad. La luz misma se torcía y se desintegraba, como si incluso el concepto de esperanza fuera un sueño muerto, consumido por el vacío absoluto.
Era como si el universo, cansado de las acciones egoístas y destructivas de la humanidad, estuviera enviando un mensaje claro y definitivo: no había lugar seguro para los humanos. No importaba a dónde huyeran, ni cuántos mundos intentaran explorar en busca de refugio; el destino de la humanidad ya estaba sellado. La realidad misma los rechazaba, marcados por las grietas que se expandían por todo lo que conocían, las cuales dejaban claro que el futuro ya no pertenecía a ellos. No había posibilidad de escape, ni un rincón en el que pudieran encontrar paz. Solo había oscuridad infinita, devorando todo a su paso, una eternidad de sufrimiento y olvido.
Desde sus estaciones masivas en la órbita terrestre, los humanos observaban, atónitos, el caos que se desplegaba ante ellos, un espectáculo al que no podían apartar la vista. Era como si el destino de la humanidad estuviera inscrito en las mismas estrellas que ahora parpadeaban en el horizonte distante, como un recordatorio cruel de su fracaso. Los ojos de los sobrevivientes se fijaban en los portales oscuros, en las grietas que se abrían en la realidad misma, mientras la gravedad de la situación los alcanzaba. Lo desconocido se alzaba ante ellos con una mezcla de terror y fascinación, como un monstruo primordial que había estado esperando el momento adecuado para salir de las sombras.
Aquello que parecía imparable, que desbordaba los límites de su comprensión, parecía estar burlándose de su inteligencia, de sus avances, de sus sueños. Los portales no solo eran una distorsión de lo físico, sino un símbolo de lo que la humanidad nunca podría controlar. La oscuridad emanaba de ellos con tal intensidad que parecía consumirlo todo, devorando la luz misma, arrastrando consigo la esencia de lo que alguna vez fue la humanidad. Los humanos se quedaban allí, suspendidos en el vacío de su propia impotencia, mirando como esos portales, extraños y llenos de misterio, se extendían más allá de lo que sus mentes podían concebir, como un recordatorio cruel de que, al final, ellos no eran nada más que una chispa en un universo indiferente.
La curiosidad y el miedo se entrelazaban en una danza grotesca, una tensión palpable en el aire que parecía retorcerse a su alrededor, casi tangible, como si el mismo vacío del espacio estuviera respirando con ellos. Mientras contemplaban esos portales oscuros, una extraña sensación de atracción y horror se apoderaba de sus corazones. Esos abismos infinitos, esas grietas en la realidad, parecían prometer tanto como amenazar, como si ofrecieran la posibilidad de descubrir algo más allá de lo conocido, pero a un costo inalcanzable. ¿Qué secretos guardaban esos abismos? ¿Qué seres o poderes yacían esperando, más allá de la comprensión humana? Las preguntas flotaban en sus mentes, pero no había respuestas inmediatas, solo un eco creciente que resonaba en sus venas: lo inevitable.
Era como si cada uno de esos portales fuera una muerte anunciada, una puerta a algo mucho más grande y devorador que ellos mismos. La sensación de impotencia, de no poder hacer nada para evitarlo, se infiltraba en sus almas. Sabían que, sin importar cuán lejos huyeran, sin importar a qué rincón del universo se adentraran, aquello siempre los encontraría. Era el rostro de la destrucción universal, una fuerza tan antigua como el mismo espacio, esperando a devorar lo último que quedaba de la humanidad. Las estrellas parecían apagarse lentamente ante la magnitud de lo que se avecinaba, y, sin embargo, la humanidad se encontraba paralizada ante el abismo, atraída por la fatalidad, incapaz de mirar hacia otro lado.
La pregunta flotaba en el aire, cargada de incertidumbre, pero nadie se atrevía a responderla. ¿Qué secretos escondían esos portales, esos abismos que desbordaban la comprensión humana? ¿Qué fuerzas dormían al otro lado, aguardando pacientemente a ser despertadas por la curiosidad o la desesperación de los últimos sobrevivientes? La humanidad, exhausta por siglos de guerras, desolación y el peso de sus propios errores, se encontraba ante lo que parecía ser el final de su viaje. Cada portal, oscuro y ominoso, era una ventana al desconocido, una invitación a lo inevitable.
Era una oportunidad, sí, pero no una de esperanza. Era una oportunidad para enfrentarse finalmente a lo que habían intentado evadir durante tanto tiempo: la extinción. Los portales no ofrecían redención ni salvación, sino una confrontación directa con la consecuencia final de sus actos, un recordatorio cruel de que el universo no toleraba la arrogancia ni la autodestrucción. Y sin embargo, allí estaban, como testigos silenciosos de un destino que nadie había elegido, esperando ser cruzados, como si la humanidad estuviera destinada a ser absorbida por la misma oscuridad que había liberado.
Al final, era inevitable. Cada portal representaba una última oportunidad para enfrentar lo desconocido, para encontrar una respuesta a la pregunta que ya no importaba. ¿Qué había más allá? Tal vez la humanidad ya no tendría que saberlo, porque en ese momento, al final de sus fuerzas, sabían que lo único que les quedaba era el paso hacia la oscuridad, la última frontera que sellaría su destino.
Mientras tanto, las historias del pasado comenzaron a resurgir entre los sobrevivientes, como fantasmas arrastrándose fuera de sus tumbas. El peso de esas leyendas, que una vez habían sido ignoradas o distorsionadas por el paso del tiempo, se cernía sobre los últimos vestigios de la humanidad. La memoria colectiva, rota por generaciones de caos y olvido, despertaba con una fuerza inusitada, como una marea desbordada. Los relatos de antaño, de grandes civilizaciones y hazañas épicas, se mezclaban con los ecos de los fracasos, de las caídas que marcaron a la humanidad y la desilusión que ahora dominaba el horizonte.
La humanidad, atrapada entre las sombras de esos recuerdos y la promesa de nuevos comienzos, se vio rodeada de relatos de gloria y de ruina, que llegaban como un torrente imparable. Las historias de sus primeros viajes espaciales, de los imperios terrestres que alguna vez soñaron con dominar las estrellas, surgían de las memorias de los más viejos, de los últimos narradores que aún quedaban entre ellos. Estas historias se contaban con fervor, pero con una amarga nostalgia que teñía cada palabra. Los sobrevivientes sabían que ya no quedaba lugar para el renacimiento que tanto anhelaban.
Esas historias, sin embargo, no eran solo un consuelo; eran un recordatorio de lo que se había perdido, de las oportunidades que la humanidad había dejado escapar. En medio del horror de los portales y las sombras que se cernían sobre ellos, el pasado se transformó en un peso aún más insoportable. Las generaciones que habían luchado contra los imperios espaciales, que habían sobrevivido a los horrores de la guerra y la opresión, ahora veían cómo esos relatos se volvían irrelevantes ante la catástrofe final. Y aún así, mientras las puertas hacia lo desconocido se abrían ante ellos, esos relatos seguían vivos en sus corazones, como si de alguna manera pudieran resucitar lo que había sido y redimir el destino ya sellado de la humanidad.
Escucharon muchas cosas, relatos que parecían más leyendas que hechos, historias sobre cómo las civilizaciones nacían, crecían y luego desaparecían en un mar de cenizas, extinguiéndose por su propia arrogancia. Había algo trágicamente familiar en esas narraciones, algo que resonaba en los corazones de los últimos humanos como un eco de advertencia. Se hablaba de cómo las civilizaciones nacían con promesas de grandeza, de progreso y descubrimiento, solo para sucumbir al peso de su propia hubris, cruzando límites que ni siquiera los más audaces debían desafiar.
El ciclo parecía repetirse una y otra vez: especies evolucionaban, alcanzaban su pico máximo de poder, de conocimiento, solo para sucumbir al vacío, extinguiéndose para nunca más ser vistas. La rueda del tiempo, implacable y sin piedad, parecía moler incluso las más grandes de las creaciones, reduciéndolas a polvo. Los relatos hablaban de imperios que se creyeron invulnerables, que confiaron demasiado en su fuerza, hasta que fueron devorados por su propio exceso. Había quienes intentaron desafiar las leyes universales, atravesando fronteras de espacio y tiempo, solo para ser engullidos por el abismo, como si el cosmos mismo se encargara de corregir el error.
Estas historias, aunque cargadas de melancolía y desesperanza, tenían un dejo de sabiduría que impregnaba cada palabra. Los sobrevivientes, al escuchar esos relatos, se veían a sí mismos reflejados en ellas. La humanidad, al igual que las civilizaciones que las historias describían, parecía estar siguiendo el mismo camino hacia su propia perdición. A medida que los portales oscuros se abrían ante ellos, esa sensación se intensificaba, como una verdad inevitable. ¿Acaso la humanidad estaba condenada a repetir los errores de aquellos que la precedieron? ¿Era su destino, también, disolverse en la oscuridad de su propia arrogancia?
Advertencias sobre las consecuencias de jugar con fuerzas más allá del entendimiento humano resonaban en sus mentes como campanas de muerte, sonando con un eco profundo y ominoso, ahogadas por el viento gélido del universo. Las historias de civilizaciones caídas, de imperios que jugaron con el fuego del conocimiento prohibido, surgían en sus recuerdos como visiones espeluznantes, alertas que se alzaban del abismo del tiempo, clamando con una urgencia que no podían ignorar. Pero, como siempre, esas advertencias se diluían en la sed de poder, en la desesperación de un futuro incierto, llevándolos una vez más al borde del abismo.
La historia, como una sombra infinita que se arrastra a través de las estrellas, parecía repetirse una vez más. Los ecos del pasado, teñidos de desesperación y fracaso, resonaban con fuerza en sus corazones, como si la humanidad estuviera condenada a caminar en círculos, a tropezar con los mismos errores que arruinaron a tantas otras especies antes que ellos. El destino de la humanidad ya estaba escrito, pero no en las estrellas que antes los guiaron, sino en los portales oscuros que ahora se abrían ante ellos. El precio de desafiar lo desconocido era más alto de lo que cualquiera podría haber imaginado.
Y, sin embargo, la tentación de explorar lo que estaba más allá de esos portales, de descubrir qué secretos oscuros aguardaban en las dimensiones paralelas, era demasiado grande. Era un anhelo innato, una necesidad de comprender lo incomprensible. Pero, como en tantas historias de antaño, la curiosidad humana no solo desafiaba los límites del conocimiento, sino que arrastraba consigo la perdición.
Los supervivientes sentían el peso aplastante de las tragedias pasadas, como una losa de hierro sobre sus hombros. Los ecos de las advertencias olvidadas resonaban en sus mentes, retumbando como un zumbido constante, un recordatorio de los errores que habían llevado a la humanidad hasta ese punto de desesperación. Cada pensamiento, cada respiración, estaba impregnada de esa verdad sombría: la humanidad no había aprendido, no había escapado de la condena que ellos mismos habían forjado.
La principal certeza que dominaba sus corazones era que, detrás de los vestigios de lo que alguna vez fueron, solo quedaba muerte. La humanidad se había transformado en un espectro, vagando por un universo que ya no reconocía, atrapada en un ciclo interminable de destrucción y renacimiento que nunca llegaba a salvarla. No importaba cuántos portales se abrieran, cuántos planetas prometieran refugio, ni cuántos sueños de salvación cruzaran ante sus ojos. La promesa de un nuevo comienzo siempre estaba teñida de la misma sombra fatalista. La humanidad no podía escapar de sí misma, de su historia, de la irreparable ruptura que había causado.
Solo quedaba el inevitable ciclo de destrucción, una y otra vez. El caos, como una fuerza imparable, los arrastraba de nuevo a los mismos abismos, más allá de su control, más allá de sus esperanzas. La búsqueda de un futuro mejor solo servía para demostrar que el fin ya estaba escrito, marcado por las huellas de un camino que no podía ser revertido. Y en cada portal, en cada nueva dimensión, solo encontraba más destrucción, más recordatorios de que la humanidad, en su esencia más pura, había sido condenada desde el principio.
La humanidad estaba atrapada entre dos abismos, dos horizontes distantes pero igualmente aterradores, como si el universo, en su indiferencia infinita, se hubiera encargado de encerrarlos en un calabozo eterno. En un extremo, el vacío del espacio conocido, ese abismo que maldijo su existencia, donde la nada los observaba desde lo más profundo del cosmos. Un lugar donde el tiempo parecía diluirse, y la luz de las estrellas, ahora lejanas y frías, solo servía para recordar lo insignificantes que eran en la vasta inmensidad del universo. Era el vacío que los había engullido, que los había arrastrado hacia una condena sin fin, donde no había futuro ni esperanza, solo la fría, eterna quietud del abandono.
En el otro extremo, los portales oscuros, puertas hacia dimensiones desconocidas, hacia la misma fragilidad del cosmos. Cada uno de esos portales representaba una amenaza inminente, un peligro mayor que el vacío, una rendición final a lo que no podían comprender. Era como si el universo, cansado de sus actos, los empujara hacia el abismo de la disolución, hacia el fin definitivo de todo lo que alguna vez representaron. Aquellos portales, tan misteriosos como destructivos, no solo fragmentaban la realidad, sino que se alimentaban de su desesperación, como un pozo sin fondo que devoraba todo a su paso. La humanidad, atrapada entre estos dos abismos, se veía arrastrada irremediablemente hacia la oscuridad, sin ningún refugio a la vista. Ambos caminos parecían un destino compartido: el fin.
Cada portal que surgía era un eco de lo inconcebible, una grieta en el tejido de la realidad que sus mentes no podían procesar completamente, pero que, sin embargo, los atraía con una fuerza irresistiblemente magnética. La promesa de respuestas a las preguntas que la humanidad nunca se había atrevido a formular, o quizás no debía.
Con cada portal, la esperanza se fundía con el terror, creando una tensión insoportable entre el deseo de escapar del ciclo de destrucción y la comprensión de que tal vez lo único que quedaba por enfrentar era su propio fin. Cada uno de esos portales podría ser un camino hacia la salvación, o la entrada a una trampa mortal, un lugar del que jamás podrían regresar. Como si el destino los empujara sin piedad hacia un abismo de decisiones letales, donde cada paso podría llevarlos a una nueva forma de sufrimiento o, tal vez, a la total disolución de todo lo que alguna vez fueron. Nadie sabía qué esperar al otro lado, solo que lo que fuera, ya no podían volver atrás.
En este nuevo capítulo de su existencia, los humanos se enfrentaban a una elección más allá de la comprensión: ¿Serían capaces de enfrentarse a lo impensable? Atravesar esos portales que agazapaban un horror indescriptible en su interior, donde lo que quedaba de la humanidad podría ser arrancado en un solo parpadeo. ¿Serían capaces de desafiar el miedo más profundo y cruzar hacia lo desconocido, con la esperanza de encontrar una redención que no sabían si siquiera existía? O, ¿se quedarían atrás, condenados a ser simples espectros de lo que una vez fueron? ¿Trampas, ciclos interminables de sufrimiento, una humanidad que ya había tocado fondo, pero que aún se aferraba a un último destello de esperanza?
Era un último atisbo de luz en un universo que se había convertido en un mar de sombras, y pese a todo, el deseo de sobrevivir seguía ardiendo en los corazones rotos de aquellos que quedaban. Porque aunque la humanidad ya no tenía las certezas del pasado, algo primordial seguía empujándolos hacia adelante: la necesidad de encontrar un propósito, de trascender su propio desastre. Pero el precio de esa esperanza era incierto, y el camino hacia lo desconocido podría ser tan destructivo como la extinción misma. La elección estaba sobre ellos, no con promesas de victoria, sino con el peso de un futuro marcado por la desolación. ¿Qué harían al final? ¿Tomarían el riesgo y se adentrarían en el abismo, o se quedarían a morir lentamente entre las ruinas de su propia creación?
La lucha por su futuro apenas comenzaba, una batalla titánica que se extendía más allá de las estrellas, más allá de lo que sus ojos podían alcanzar. Un campo de batalla invisible que se desplegaba ante ellos, donde el destino de la humanidad pendía de un hilo tan frágil que podía romperse con el más mínimo movimiento. Cada acción, cada decisión, podría ser la última. Cada respiro en ese momento cargado de tensión era un peso sobre sus almas, una agonia silenciosa que se infiltraba en los rincones más profundos de sus pensamientos.
Mientras miraban hacia el abismo oscuro que se abría ante ellos, con sus portales misteriosos palpitando como puertas hacia lo desconocido, un silencio mortal caía sobre sus corazones. El vacío parecía consumir todo a su alrededor, y por un instante, el miedo se apoderó de cada uno de ellos, como si la magnitud de lo que enfrentaban fuera algo mucho más grande de lo que sus mentes pudieran procesar. ¿Era este el final? ¿El inevitable colapso de su especie, arrastrada por la oscuridad que misma habían desatado?
El abismo ante ellos no solo era un lugar físico, sino una metáfora viva de todo lo que habían hecho, de todo lo que habían sido y de lo que aún podrían llegar a ser. Sin embargo, a pesar de la magnitud de la desesperación, un leve resplandor de resistencia seguía encendiendo una chispa en su interior. Era un último vestigio de lucha, de vida, y de una humanidad que, incluso en la oscuridad más profunda, se negaba a sucumbir.
El oscuro vacío ante ellos era incluso más oscuro que el vacío del espacio que conformaba el universo, una negrura absoluta que parecía tragarlo todo: la luz, los pensamientos, las esperanzas, todo lo que alguna vez había tenido sentido. Era un manto de sombra eterna que se cernía sobre sus almas, como si cada rincón de la existencia fuera absorbido por su abismo insondable. El universo que conocían ya no era el mismo; se había transformado en una vasta extensión desolada y hostil, donde el miedo flotaba en el aire como una niebla densa. Los humanos lo sabían: este no era un lugar amable, un refugio para los débiles ni para los temerosos.
Y sin embargo, algo en lo más profundo de su ser les decía que debían avanzar, que la lucha no había terminado. Aún con la certeza de la muerte acechando, con el conocimiento de que lo que se abría ante ellos no era más que un abismo de lo desconocido, el destino los empujaba hacia adelante. No había vuelta atrás.
Cada uno de ellos, atrapado en este momento de desesperación, escuchaba el susurro de la oscuridad, como si el universo mismo hablara a través de ese vacío, una voz inhumana que no comprendían, pero que los llamaba con una fuerza imparable. Sabían que sus cuerpos podían desintegrarse al cruzar esa línea, pero el espíritu humano, aunque marcado por la desesperanza, no podía ceder.
El abismo susurraba promesas de olvido y pérdida, pero también de redención y transformación. ¿Serían capaces de atravesarlo? ¿Podrían enfrentarse a su destino, incluso cuando la desesperación los arrastraba? La única certeza era que, en ese momento, la humanidad estaba al borde de algo mucho mayor que su propia existencia.
Desde las pantallas de las bases en la órbita del planeta, las puertas se desplegaban con una presencia siniestra, como sombras que no solo representaban lo desconocido, sino una amenaza tangible, palpable, que acechaba desde más allá de cualquier horizonte conocido. Eran ojos vacíos, enormes y profundos, observándolos con una calma inquietante, como una bestia hambrienta esperando pacientemente a consumir todo lo que quedaba de la humanidad. Cada portal parecía latir con una intensidad aterradora, un vacío que se expandía, como si la misma existencia comenzara a disolverse ante su mirada.
El terror en sus corazones era palpable. Pero en medio de esa oscuridad imparable, sabían que el abismo frente a ellos ya no era solo una opción, sino su única opción. No era una elección que viniera con la esperanza de la salvación, sino más bien con la urgente necesidad de escapar de algo aún peor, algo que ya estaba devorándolos desde dentro. Habían comenzado a sentir cómo la nada los consumía lentamente, como si las mismas fuerzas que los habían creado estuvieran desmoronándose bajo el peso de su propia existencia. La decadencia no era solo de sus cuerpos, sino de sus almas, de su civilización.
Se encontraban atrapados entre la parálisis del miedo y la desesperación que les impulsaba a avanzar, sin saber si lo que encontrarían al otro lado sería la liberación o el final definitivo. La humanidad había llegado a su punto más bajo, pero, irónicamente, ese abismo oscuro podía ser el único camino hacia la redención, o al menos, hacia la posibilidad de una última chance.
No había vuelta atrás.
No pasó mucho tiempo antes de que, de esas puertas inestables, comenzaran a surgir seres que no pertenecían a ningún mundo conocido. Los portales, esas quiebras en el espacio-tiempo, se erguían como canales hacia lo más profundo del abismo, y de su interior emergieron entidades indescriptibles. Su presencia era como una pesadilla hecha carne, un desgarro de la realidad que se manifestaba ante los ojos de los humanos, como una cruel parodia de todo lo que alguna vez habían conocido.
Aunque muchos de estos seres poseían formas que evocaban lo humano, sus características eran tan distorsionadas, tan alienígenas, que resultaban imposibles de comprender. Parecían haber sido moldeados por algo mucho más oscuro y primordial, como si las leyes de la naturaleza que gobernaban al ser humano ya no se aplicaran a ellos. Sus cuerpos, torcidos y enfermos, parecían más esculturas vivientes de un terror ancestral, donde lo humano era solo un vestigio lejano, un eco distorsionado que se desvanecía rápidamente al contacto con la verdad de su ser.
Sus ojos no reflejaban la luz; absorbían todo, como pozos sin fondo que se tragaban la existencia misma. Al mirarlos, se percibía una conciencia alienante, vacía, como si no pudieran comprender lo que era ser humano, pero aún así sentían la necesidad de hacerlo pedazo. Al principio, sus movimientos eran lentos, pero pronto la ciclicidad de sus avances se volvió frenética, como si la realidad misma no pudiera soportar su presencia y estuviera cediendo al paso de estas criaturas.
No era solo una invasión de cuerpos; era una invasión de cosas que desbordaban todo lo que los humanos conocían. Cada paso que daban, cada gesto que hacían, parecía arrancar trozos de la mismísima esencia de la humanidad. La reacción de los supervivientes fue un grito sordo, lleno de terror y asombro, una mezcla que pronto se transformaría en desesperación absoluta, al darse cuenta de que, al igual que los portales, estas criaturas no eran algo que pudieran combatir o huir. Eran la manifestación de la condena misma, las sombras que finalmente alcanzaban a los humanos.
La humanidad había llegado al final de su historia, y aquello que ahora enfrentaba no era más que el reflejo de sus propios pecados y la realidad de su destrucción.
Demonios, fue el nombre que los humanos les dieron al principio, sin comprender completamente el significado de esa palabra. Era un término que evocaba lo desgarrador, lo terrorífico, pero pronto se dieron cuenta de que nada en su vocabulario podría hacer justicia a lo que realmente se desataba. Lo que emergía de las puertas no se parecía a nada conocido, nada de lo que sus mentes podían concebir. Eran criaturas que surgían desde la oscuridad misma, con formas tan distorsionadas y aterradoras que redefinían todo lo que creían saber sobre el mal.
Sus cuerpos no solo eran extraños, sino que parecían la manifestación física de la maldad misma, como si la materia de sus seres estuviera tejida de oscuridad pura, un reflejo tangible de un mal inconmensurable. Los humanos miraban con horror cómo se deslizaban entre las grietas del espacio-tiempo, sin un propósito claro, pero con una presencia que lo devoraba todo a su paso. Oscuros como la noche, sin color ni forma fija, se movían en la penumbra como sombras, llevando consigo un aire de vacío absoluto, como si no tuvieran alma, razón ni voluntad propia, más que la de destruir.
Lo peor de todo era la sensación de que estas criaturas no solo eran hostiles, sino que existían más allá de lo comprensible, como si no respondieran a las leyes de la naturaleza, ni a las reglas del tiempo o la materia. Algunos decían que eran nada más que ecos de una realidad rota, de dimensiones perdidas, algo que no tenía cabida en el universo, pero que aún así se arrastraba hacia él, como un veneno infiltrándose en sus venas. En su paso, la física misma parecía perder sentido, el espacio se doblaba y los tiempos se fragmentaban, un mal que había nacido fuera de cualquier comprensión humana.
La humanidad no sabía si esas criaturas provenían de su propia creación o si eran el castigo de un universo que se había hartado de ellos. Nadie tenía las respuestas, pero el terror era inequívoco. Cada aparición de un demonio parecía más una señal de que el fin ya no solo era inminente, sino inevitable. Los portales no solo abrieron un camino hacia lo desconocido, sino que trajeron consigo la destrucción total. Y frente a ellos, los humanos se encontraban inmersos en un horror que superaba cualquier visión de apocalipsis que alguna vez habían tenido.
Solo algunos pocos brillaban, su luz parpadeante atravesando la oscuridad como luces muertas en un espectro vacío. Esos destellos eran inquietantes, como si cada chispa de luz intentara, en vano, comprender el sufrimiento a través de su resplandor. Los colores que emitían no eran cálidos ni acogedores, sino que se desplegaban en tonalidades sombrías, como si la luz misma estuviera mutilada, un reflejo distorsionado de algo que alguna vez fue vivo. Rojos moribundos, verdes enfermizos y azules helados se entrelazaban en un patrón caótico, como si la esencia misma de esos seres estuviera marcada por una agonía eterna.
Esas luces no iluminaban, sino que desgarraban, como si intentaran atravesar las mismas heridas del universo. Cada destello era un grito ahogado, una emoción atrapada en un espacio que no tenía salida. La humanidad que las observaba, desconcertada y aterrada, no podía evitar sentir que, al mirar esos destellos, miraban también el reflejo de su propia condena. Había algo casi humano en esos momentos, como si las criaturas mismas estuvieran sufriendo a través de su propia existencia, atrapadas en un ciclo de dolor que reflejaba la falta de redención.
Y mientras esos seres deslizaban sus cuerpos distorsionados entre las grietas del espacio, los humanos se dieron cuenta de que, en algún lugar dentro de su psique, comenzaban a ver algo más. Esas luces, esos colores, representaban no solo el final de una humanidad que se había condenado a sí misma, sino también el eco de sus propios errores, las cicatrices de un futuro que ya no era suyo, de un destino que se les había escapado.
Las formas de estas entidades eran tan variadas, tan excesivamente grotescas, que los humanos en las estaciones espaciales no sabían qué eran o cómo comenzar a comprenderlas. Eran como sombras vivientes, vagas e incontrolables, cada una más horrenda que la anterior, un desfile de aberraciones que desbordaba cualquier límite lógico. Como si la misma naturaleza humana, en sus momentos más oscuros, hubiera tomado forma, materializándose en una manifestación palpable de su maldad latente.
Las criaturas emergían de las grietas como proyecciones distorsionadas, figuras que fluctuaban entre lo humano y lo inconcebible, retorciéndose y cambiando sin cesar. Algunas flotaban, otras caminaban, algunas deslizándose sobre el aire como serpientes interminables. Los cuerpos no eran sólidos ni completos; se fragmentaban en las sombras, y sus extremidades se alargaban de manera inhumana, curvándose hacia ángulos imposibles, como si las leyes de la física no les aplicaran. Los ojos, cuando se mostraban, eran vacíos o demasiado grandes, brillando con una luz enfermiza, como si observarlos fuera una violación al sentido común.
Había algo en su presencia que resultaba horriblemente familiar y, a la vez, completamente alienígena. Los humanos comenzaron a sentir que no solo las criaturas provenían de un más allá, sino que ellas parecían ser también ecos de lo más profundo de la humanidad misma. Una reflexión deformada, pero innegable, de los pecados y miedos no resueltos, las culpas guardadas en los rincones más oscuros de sus propias almas. Un espectáculo tan atroz, que no podía ser comprendido con simple lógica. Cada una de esas entidades representaba una pesadilla personal para cada ser humano que las observaba, como si la mente humana, en su desesperación, hubiera comenzado a ver lo peor de sí misma, abriéndose camino a través de estas puertas interdimensionales.
Eran, en resumen, una condena, una advertencia desgarrada que se materializaba frente a ellos, como un memento mori de lo que sucedía cuando el hombre se enfrentaba a las consecuencias de sus propios pecados cósmicos.
Su llegada, inesperada, brutal, trajo consigo un terror indescriptible, como si el despertar de un enfermo hubiera abierto las puertas a la perdición misma. No hubo advertencia, ni un solo susurro de lo que estaba por llegar, solo un estruendo de oscuridad y destrucción. Las bases dispersas en la superficie del planeta no fueron solo atacadas; fueron devoradas en un parpadeo. La ferocidad con la que esas entidades avanzaban no conocía límites, era un desplazamiento imparable, como si la misma fuerza de la naturaleza hubiera tomado una forma tangible, empeñada en desintegrar todo a su paso.
Las bases, esas fortalezas de desesperación humana, cayeron una por una, sin piedad. No hubo gritos, solo el silencio mortal del vacío, acompañado por el sonido de estructuras quebrándose, desmoronándose ante la furia de aquellos seres, como si la misma realidad fuera un juguete que se rompía al primer toque de las manos equivocadas. En un abrir y cerrar de ojos, centenares de vidas se extinguieron, arrasadas por una fuerza incomprensible, aniquiladas en un instante, desapareciendo en el mismo abismo del que habían emergido. La humanidad, ya tan acostumbrada al miedo y al dolor, se encontró una vez más ante una amenaza que no solo la superaba, sino que la desbordaba en cada sentido posible.
La resistencia fue desecha sin esfuerzo, las armas humanas, una vez consideradas de última tecnología, se disolvieron en las mismas sombras que habían dado origen a estos seres. Y en cada rincón de lo que quedaba de las bases, ecos de desesperación resonaban, como si las últimas vibraciones de vida humana se desvanecieran junto con las ruinas. La caída fue rápida, un desastre sin igual, como si todo se hubiera hundido en una oscuridad absoluta. El planeta, ahora marcado por las cicatrices de una guerra que ni siquiera los dioses pudieron haber previsto, se convertía en el escenario de una extinción anunciada.
No hubo oportunidad para que los humanos que las habitaban pudieran retirarse o salvarse. El caos se desató en un abrir y cerrar de ojos, como una tormenta devoradora que no dio tiempo a la reacción, que no ofreció más que ruinas y cenizas en su paso. Era un caos imparable, desgarrador, que arrasaba todo a su paso, desde las bases hasta los últimos rincones de las estaciones orbitando alrededor del planeta. El miedo era palpable, tenso, pero se desvanecía rápidamente ante la ferocidad de esas entidades que emergían del vacío, cuyo único propósito parecía ser la aniquilación absoluta.
No hubo gritos ni últimas palabras; solo el sonido de estructuras desmoronándose, de vidas extinguiéndose en un instante, como si el mismo universo estuviera a punto de tragarse todo lo que quedaba de ellos. La desesperación, un sentimiento que por tanto tiempo había acompañado a la humanidad, se desvaneció rápidamente en la oscuridad, ya que no hubo espacio para ella. Fue como si todo lo que conocían, todo lo que habían construido y soñado, fuera arrasado por una fuerza mucho más allá de su entendimiento, una fuerza que no dejaba rastro de lo que alguna vez fue, borrando la humanidad con una rapidez aterradora. El abismo que se había abierto ante ellos no era solo un espacio físico, sino un vacío existencial que los engulló sin piedad.
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