Capítulo 3: Por primera vez Fuiste útil
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Los recuerdos de sus hijos, de su familia, vinieron a su mente en una oleada de desesperación."Debo resistir... por ellos."Su resolución, a pesar de la oscuridad que se cernía sobre él, le dio el último respiro de fuerza. Pero la Mantis ya estaba demasiado cerca. La distancia entre vida y muerte se reducía a un solo segundo. La bestia se detuvo, sus ojos, como dos orbes de desesperación, lo miraban fijamente. Era como si estuviera juzgando su destino.
Un sonido casi imperceptible salió de las fauces de la criatura. Un siseo bajo, casi imperceptible, pero suficiente para helar la sangre de cualquiera que lo escuchara. Con un movimiento que desafió la comprensión humana, las patas de la Mantis se elevaron, listas para golpear con una precisión letal. Carlos cerró los ojos, preparando su cuerpo para lo inevitable.
La Mantis de Hierro Negro se lanzó hacia él con una velocidad tan fulminante que el aire mismo pareció comprimirse bajo su peso.Carlosapenas tuvo tiempo de reaccionar; todo su ser se llenó de un pánico indescriptible mientras la bestia se abalanzaba con una fuerza que haría temblar a cualquier ser vivo. En ese breve instante, el mundo se detuvo. El rugido del viento, el golpe constante de la lluvia contra el suelo, e incluso el latido frenético de su propio corazón, resonaban con una intensidad aterradora en sus oídos.
El impacto fue inminente, y la bestia no mostró piedad. Con un chasquido brutal, las patas de la mantis rasgaron el aire como cuchillas afiladas, dirigidas directamente a su cuerpo. Carlos sintió la presión del viento, el estruendo que lo precedía y, en ese segundo suspendido en el tiempo, el terror se apoderó de él."No… no voy a morir aquí."Pensó, su mente luchando por encontrar un resquicio de esperanza en medio de la oscuridad.
El maná que había reunido se desintegró en una fracción de segundo, como si fuera nada ante el poder de la criatura. En su mente, un grito de desesperación se alzó, pero su cuerpo, congelado por el miedo, no pudo moverse. Sabía que estaba al borde de la muerte, pero no podía rendirse. No podía permitir que todo terminara allí, no mientras sus hijos, su familia, aún dependieran de él.
La Mantis, como una sombra impía, se acercaba con una precisión aterradora. Cada paso de la criatura era un eco de la condena que se avecinaba. El suelo temblaba bajo el peso de su avance, y la lluvia que caía sobre ellos parecía espesa, como si todo estuviera siendo absorbido por la gravedad del destino.
Pero, en el último segundo, cuando todo parecía perdido, un destello de luz, más fuerte que la oscuridad misma, surgió de su interior. La luz del rayo, la última reserva de su poder, iluminó la escena en un resplandor cegador. Con un rugido desafiante, Carlos extendió sus manos, canalizando lo que le quedaba de energía."¡No! ¡Esto no es el final!"gritó en su mente, mientras el escudo de maná se formaba de nuevo, más frágil, pero decidido a resistir la embestida final de la Mantis.
El escudo de maná brilló con una intensidad cegadora, pero antes de que pudiera resistir el embate de laMantis de Hierro Negro, las afiladas extremidades de la criatura lo atravesaron como si fuera papel. El sonido del impacto fue ensordecedor, una mezcla de ruptura y fricción que resonó en los oídos deCarloscon una violencia abrumadora. Su defensa, que había sido su última esperanza, se desintegró al contacto, dejando su cuerpo expuesto ante la furia de la bestia.
La lluvia, que había caído durante toda la batalla, ahora parecía estar desatada, aumentando su intensidad en cada segundo. El agua se mezclaba con las lágrimas que brotaban de los ojos deCarlos, como si el mismo cielo compartiera su dolor y desesperación. Cada gota que caía sobre su rostro era una condena silenciosa, un recordatorio cruel de lo que estaba a punto de suceder.
Carlosno podía creerlo. Había luchado con todo lo que tenía, había sacrificado todo por su familia, pero en ese momento, frente a él, la muerte era una certeza inminente. Con el último aliento de su voluntad,Carlosgritó:
—¡No!—El grito salió de su garganta, pero esta vez, no era un grito de desafío. Era un grito ahogado por la desesperación, una rendición silenciosa ante lo inevitable.
LaMantisavanzó, yCarlossintió la presión de las extremidades de la bestia acercándose a su cuerpo. La sensación de impotencia lo embargó por completo. Sus fuerzas se desvanecían y el maná se disipaba, dejándolo completamente vulnerable. La oscuridad se cernía sobre él, como una sombra que nunca podría escapar.
El mundo a su alrededor se desvaneció en una explosión de luz y dolor, como si el universo entero estuviera colapsando en un solo instante.Carlossintió la agonía atravesar cada fibra de su ser mientras laMantis de Hierro Negrose acercaba implacable, sus extremidades afiladas brillando con una amenaza mortal. La fuerza del golpe estaba por llegar, y su cuerpo ya no respondía. Cada músculo parecía paralizado, incapaz de moverse o resistir lo que se avecinaba.
En ese preciso momento,Carloscomprendió algo que nunca antes había entendido tan profundamente. No solo luchaba por su propia vida, sino por el futuro de todo lo que amaba. Las imágenes de su familia, de sus hijos, pasaron por su mente en un torrente de pensamientos desesperados. No podía permitir que esta monstruosidad acabara con todo lo que había protegido durante toda su vida.
Lasombra del sacrificiose cernía sobre él como una amenaza inevitable, como una oscuridad que no podía evitar. Las palabras deHenryresonaban en sus oídos, recordándole la cruel misión de laMantis de Hierro Negro: destruir todo lo que se interpusiera en su camino. El sacrificio queCarlostemía tanto no era solo el suyo; el destino de su familia, de su gente, estaba en juego. Su vida se estaba desmoronando frente a él, pero la voluntad de proteger a los suyos aún brillaba con fuerza.
La lluvia caía con más fuerza, como si eluniverso mismollorara por la tragedia inminente, por la injusticia que estaba a punto de suceder. Cada gota que tocaba su piel era como un recordatorio de la impotencia del momento, pero también del amor que aún luchaba por mantenerse vivo en su corazón.
La lucha apenas comenzaba, peroCarlossabía que debía encontrar una manera de revertir el destino antes de que fuera demasiado tarde. Aunque su cuerpo estuviera al borde del colapso, su mente seguía luchando, buscando una salida, una esperanza en medio de la oscuridad. Cada segundo que pasaba parecía un siglo, y la sensación de estar atrapado en una red invisible lo consumía. Sin embargo, en lo más profundo de su ser, una chispa de resistencia ardía con fuerza.No podía rendirse.
Carlosintentó huir, pero el tiempo se desvaneció como arena entre sus dedos. En ese instante, comprendió la magnitud de su error: jamás imaginó queHenrysería capaz de ordenar tal brutalidad. El caos lo envolvía, pero su cuerpo no respondía. Cada fibra de su ser quería moverse, escapar, hacer algo, pero laMantis de Hierro Negroera imparable.Carlosnunca imaginó que el hombre al que había llamado su yerno pudiera ser tan despiadado. La orden deHenryhabía sido clara: destruir, mutilar, destruir todo lo que quedaba de él.
Los guardias, que hasta ese momento parecían estar sumidos en una confusión mortal, finalmente reaccionaron, pero demasiado tarde. Al escuchar el sonido de las extremidadescaer al piso, un silencio mortal se apoderó del campo de batalla. Los ojos de los hombres se abrieron con horror al ver lo que había sucedido, pero su parálisis los dejó atrapados en un mar de impotencia. Nadie pudo hacer nada.Carlosno entendía por qué se sentía tan impotente. Se debatía entre el dolor físico y el terror psicológico.
Lamantismovió susextremidades superiorescon una precisión macabra, lanzando losbrazos y piernasdeCarloshaciaHenry. La imagen era grotesca, como un espectáculo macabro en el que las partes de su propio cuerpo volaban por el aire, pero ni siquiera la agonía le dio tiempo para reflexionar.Henry, con una sonrisa fría y calculada, levantó la mano y, con un gesto siniestro,exprimió la sangre de las extremidadescomo si fuera el jugo de una fruta madura. La escena era tan brutal que el eco del horror se extendió en el aire, mientras la vida deCarlosse desvanecía a cada segundo.
El campo de batalla se tornó aún más macabro, los guardias, atónitos, miraban como espectadores de una tragedia que no entendían. Sin embargo, la desesperación no les dio tiempo para lamentar lo que veían; laMantiscontinuó su ataque, y la sombra de lamuerteparecía cubrir todo a su alrededor. Lasangreen el aire fue como un recordatorio de que no había piedad en este lugar. Cada vida en ese campo parecía estar a merced de un destino cruel e implacable, yCarlos, atrapado en su propia impotencia, aún intentaba aferrarse a la esperanza, aunque sabía que estaba al borde del final.
Elmiedoera palpable en el aire. En los rostros de losguardias, un terror profundo y puro se reflejaba, congelado en el tiempo. Sus ojos, vidriosos y aterrados, observaban cómo el horror se desataba a su alrededor, sabiendo que ya no había forma de escapar. Las sombras de lamuertese alzaban sobre ellos, y en ese instante, el sonido del viento y la lluvia parecía callarse en señal de respeto por la tragedia que estaba por ocurrir.
—Es hora de decir adiós, basuras—la voz deHenrycortó el aire como un cuchillo. La frialdad de sus palabras era una sentencia de muerte, una sentencia que resonaba en las almas de los que quedaban con vida. En sus ojos brillaba la satisfacción de la crueldad cumplida, mientras observaba a los tres sobrevivientes.
Poco a poco, laMantis de Hierro Negrose retiró, su trabajo concluido, dejando a los cuerpos destrozados en su camino. Los tres hombres restantes eran unavisión grotescade lo que una vez fueron.Ryan, quien había sido el primero en caer, ya estaba casi reducido acenizas, su cuerpo desintegrado por el poder destructivo de la bestia. Su rostro, o lo que quedaba de él, era solo una masa ennegrecida, sin rasgos reconocibles.
Augustono estaba mejor.Un 30% de su cabezahabía sido arrancada, y lasextremidades de su cuerpoya no existían, como si laMantislo hubiera despojado de todo lo que lo hacía humano. Sus ojos, perdidos en la inmensidad de su sufrimiento, se mantenían abiertos por pura fuerza de voluntad, pero el miedo en ellos era inconfundible.
Patrick, el más afortunado, si es que se podía llamar así a alguien que aún respiraba, había quedado reducido a unlisiado. Sus piernas y brazos habían sido pulverizados, su cuerpo marcado por cicatrices profundas que lo hacían parecer más una sombra de lo que alguna vez fue que un ser humano. La desesperación en su rostro era palpable, pero su voluntad de seguir con vida aún lo mantenía consciente, aunque casi incapaz de moverse.
Finalmente, estabaCarlos.Solo un torso con una cabeza, una visión macabra de la brutalidad que Henry había orquestado. La lluvia, mezclada con lasangrey el sudor, caía sobre él como una condena implacable. Aunque su cuerpo ya no respondía, su mente seguía viva, aferrándose a los recuerdos, a la lucha por su familia, a la esperanza de que algo, en algún rincón de ese infierno, podría salvarlos. Pero, a medida que sus ojos se cerraban, se dio cuenta de lo que todos ya sabían: no había salvación. Solo había unasombraque se cernía sobre ellos,la muerteque los rodeaba.
YHenry, observando su obra con una calma inquietante, no parecía tener la menor duda de lo que había hecho.
Lalluviacaía sin cesar, como si el mundo entero estuviera derramando suslágrimaspor la tragedia que se desataba. Lasangreque manchaba la camisa deHenryse mezclaba con las gotas de agua, creando un caos visual que reflejaba ladesesperacióny eldesgarrode aquel momento. Sudecisiónestaba tomada, y en ese acto, sellaría su destino y el de todos los presentes.
—Que este sea el único acto bondadoso que tenga hacia Bernardo—dijoHenry, su voz fría como el hielo, pero con un destello de algo más profundo en sus ojos. Lapromesaque hizo no era más que unafarsa; un intento por dar una apariencia de humanidad en medio de la brutalidad que acababa de desatar. Sus palabras no eran más que un eco vacío, una burla al sufrimiento ajeno.
Con un gesto imprevisto,Henrylevantó su mano y, sin vacilar, se la cortó con unaprecisión mortal. Lasangrebrotó de su muñeca, salpicando su rostro y empapando aún más la camisa que ya estaba impregnada de la vida que había sido arrancada de sus víctimas. El dolor le recorrió el cuerpo, pero no mostró signos de debilidad. Era un sacrificio que aceptaba como parte de sucamino oscuro, un precio que estaba dispuesto a pagar por lo que estaba por hacer.
Desgarró su camisacon un solo movimiento, dejando que la tela rasgada cayera al suelo en unaexplosión de sangreydesesperación. El sonido de la tela desgarrándose era como un preludio a lo que vendría.Henryno sentía arrepentimiento. No para él, no para su causa.
Con lamano cortada, susdedoscomenzaron a formar una extrañamarcaen el espacio sobre su pecho. Unsímboloque no era visible para todos, pero que susojossabían de memoria. Sumanácomenzó a arder con una intensidad peligrosa, llenando el aire con unapresencia palpableque parecía aplastar el ambiente a su alrededor. Laenergíaoscura recorría su cuerpo, iluminando su rostro con una expresión de absolutadeterminación.
El dolor le atravesaba el cuerpo, pero paraHenry, ese dolor no era más que unapruebade sucompromiso. Era el sacrificio que había elegido para alcanzar suspropósitos oscuros. Este acto, lamarcaque estaba formando, no solo sellaba sujuramento, sino que también lo conectaba con algo mucho mayor y más aterrador.
Con la marca finalizada, el aire parecía tensarse aún más, como si eluniversomismo hubiera respondido a su llamada. En esemomento,Henryno era solo un hombre; era una fuerza desatada, una sombra con la que no se debía jugar. Lamuertey ladestrucciónhabían dejado de ser conceptos para él. Ahora, era lo que los otros veían al final de su camino.
Lasombra del sacrificiose cernía sobre todos ellos, peroHenryla abrazaba con una calma fría. No había marcha atrás.
Laatmósferase volvió aún más opresiva, pesada como unamanta negraque sofocaba el aliento. Cada gota de lluvia que caía parecía más densa, como si elcielo mismollorara por lo que estaba a punto de suceder. El aire se cargaba de una sensación palpable defatalidad, como si el destino hubiera sellado su veredicto y no quedara espacio para laesperanza. Latragediaya no era una posibilidad; era unacertezaque se cernía sobre todos ellos, imparable.
Losguardias, paralizados por lavisiónde la escena ante ellos, apenas podían procesar lo que veían. Su mente estaba en un estado deshock; sus cuerpos, rígidos, incapaces de reaccionar. Solo podían ser testigos de laoscuridadque se desataba. Laviolenciay lamuerteeran inminentes, y ellos se hallaban atrapados en laespiralque Henry había desatado.
En medio de latormentay elcaos, Carlos sintió que elterrorlo invadía, cubriéndolo como una segunda piel. Su voz salióroncay temblorosa, como si su propiaalmaestuviera siendo arrastrada hacia el abismo.
—No...—susurróCarlos, las palabras apenas saliendo de su garganta.El terrorlo consumía mientrasobservaba los ojosde Henry, reflejo de unadeterminación inquebrantable. Sabía lo que eso significaba. No era solo su vida la que estaba en juego, sino la de sufamilia, suhija, sufuturo. Ellegadoque habían luchado por construir estaba siendo destruido ante sus ojos, como uncastillo de arenaarrasado por una marea imparable.
Henry, sin perder sufrialdad, levantó sumano ensangrentadahacia elcielo, y el aire vibró con unpoder oscuroque parecía sacudir lasmismas entrañas del mundo. Sumarca, aquella que había sellado con supropio sacrificio, comenzó abrillarintensamente, como si todo su ser estuviera siendoconsumidopor unaenergía primitiva. Un resplandor profundo y siniestro emana de su pecho, expandiéndose enondasque alteraban laestructura misma de la realidad.
Elcampo de batallase llenó de unaneblina ominosa, como una capa desombraque envolvía todo a su alrededor, oscureciendo laluz, apagando laesperanzade cualquier resistencia. Laenergíaoscura de Henry se sentía como unapresencia tangible, como si elmismo aireestuviera empapado enmalicia.
Carlos no podía respirar. Podía sentir sucorazón aceleradomientras la desesperación lo envolvía. Sabía que ya no había marcha atrás. El sacrificio de Henry no solo los había marcado comovíctimas, sino que había abierto unapuertaa algo mucho más aterrador.La muerteno era solo un destino; era ahora laúnicarealidad que podían esperar.
Laneblina oscuralos rodeaba, y Carlos, con su último aliento de resistencia, sintió cómo elfuturoque había soñado se desmoronaba como unatorre de cristalbajo el peso de undestino irreversible.Todoestaba perdido.
—Que la sangre de los sacrificios fortalezca mi juramento—declaróHenrycon vozpoderosa, cargada de unaintensidadque hacía que el aire mismo pareciera vibrar. Sumandatoresonaba con lafuerza de un decreto inquebrantable, como si cada palabra estuviera sellada conmaldiciónycondena. LaMantis de Hierro Negro, su imponente y terrible bestia, se erguía a su lado, sucuerpocubierto dellamas oscurasbajo la tormenta, lista para cumplir la orden con unaprecisión mortal.
Carlos, elterroren sus ojos, sintió cómo cada pedazo de su humanidad se desmoronaba al escuchar esas palabras.La desesperaciónse apoderó de él, invadiéndolo por completo. El pánico se transformaba en algo mucho peor: unasensación abrumadora de impotenciaque lo dejaba sin aliento. Sabía que elfuturode su familia, suviday suesperanzapendían de unhilo muy frágil, pero eldestinoparecía haberlodejado atrás.
Con cada fibra de su sergritando por resistir, Carlos reunió lopoco que le quedabade maná. Era todo lo que podía hacer, pero al mismo tiempo, sabía que no sería suficiente para enfrentar laoscuridadque se le venía encima.La tormentarugía con furia mientras los ecos de suúltimo alientoresonaban con desesperación.
—¡Con mi sangre te prometo que este pecado mío nunca será perdonado!—gritóCarloscon todas sus fuerzas, sus palabras casiahogadaspor la tormenta, como uneco lejanoque se perdía en laneblina. Sabía que su grito no alcanzaría a cambiar nada, pero no podía dejar deluchar. En ese instante, el único enemigo que sentía era eldesgarro en su alma, elsacrificioya hecho, y lamaldiciónque se sellaba con cada instante de silencio.
Lasombrade laMantis de Hierro Negrocaía sobre él como un juicio final, y suintenciónde acabar con la vida de Carlos era larealidadque ya no podía evitar. La lucha por sufuturo, por sufamilia, estaba siendodevoradapor laoscuridadque Henry invocaba. Lafuerzade esamaldiciónera palpable, como si elmismo aireestuviera condenado a ser aplastado por el peso de la decisión que ya había sido tomada. Elruidode la tormenta, elsilenciode la desesperación… todo se fundía en lainevitablecaída de undestinoal que nadie podría escapar.
Lalluviacaía implacable, como unmanto de desesperaciónque envolvía la escena con su peso sombrío. Cada gota parecía ser unrecordatorio crueldel sacrificio que se estaba consumando, mientras lasombra del sacrificiose cernía sobre ellos, oscureciendo el aire y el corazón de todos los presentes. Eldestinode Carlos y los suyos pendía de unhilotan frágil que parecía desintegrarse con cada latido de sudesesperado corazón.La oscuridadinvadía la tierra, como si el mismocielollorara por lo que estaba a punto de ocurrir.
Carlos sabía que este sería el último enfrentamiento.La última oportunidadpararevertirlo irreversible, paradetenerla tragedia que ya parecía inminente. En sus ojos ardía ladeterminación, una llama que brillaba con fuerza pese a laopresiónde la tormenta y ladesesperaciónque lo envolvía. Cada parte de su ser le gritaba que luchara, no solo por él, sino portodos aquellos a quienes amaba.El futuro de su familia, sus hijos, su vida, estabanal borde de ser arrebatadospor las manos deldemoniofrente a él.
Con ungrito desgarradorque rasgó la atmósfera, Carlos levantó susmanos temblorosas, su cuerpo completamente drenado, pero suvoluntadaún intacta.El sacrificioparecía inevitable, pero no dejaría queHenrylo destruyera sin que le dierabatalla. En ese instante,desafióal destino que se le imponía, decidido a no ceder sin unalucha feroz.Nada más importaba. La lluvia no solo era el telón de fondo de su sufrimiento, sino elgritodeluniversoque presenciaba cómo el último acto de lucha se desataba.
Laatmósferase volvió una prisión depesadez, cada respiro cargado de unatragedia inminenteque parecía desbordar la realidad misma.La lluviagolpeaba la tierra con una violencia imparable, como si elcielollorara por laperdida irreparableque estaba por suceder. Cada gota que caía parecía marcar elfin de un ciclo, una señal de que eldestinoestabaa punto de cumplirsey no había forma de detenerlo.
Las palabras deHenryresonaban en sus oídos, frías y llenas de unadeterminación implacableque quemaba más que cualquier herida física. Carlos sentía cómo ladesesperaciónlo envolvía como unamanta pesada, y, sin embargo, en medio de su propio dolor, algo más nacía en su interior:incredulidad. No podía comprender que elesposo de su hija, el hombre que alguna vez había sido parte de su familia, pudiera estar detrás de semejantetraición, de tanhorrible destino. Ladesconfianzay eldesgarrose entrelazaban, pero algo dentro de él seguía resistiéndose a larealidadde lo que estaba viviendo.
A pesar de estargravemente herido, casi al borde de perder laconciencia, Carlos sabía queno podía rendirse. Estabaaislado, rodeado desombrasydolor, pero laluchadentro de él era más fuerte que nunca. Sufuerza de voluntadera lo único que le quedaba, y concada fibrade su ser,sintió la necesidadde resistir, de no dejar que elsacrificiofuera en vano. Aunque su cuerpo le gritaba que ya erademasiado tarde, sumenteno se rendiría. Debía encontrar unaformade resistir, dedesafiarlo que parecía el final.
Lamantis, con supresencia imponente, era la personificación delpoder absolutodeHenry, una bestia que parecía no solo desafiar las leyes de la naturaleza, sino también las de lavida misma. Sumaldiciónera inminente, una sombra que se cernía sobre todo lo que alguna vez fue amado por Carlos. La criatura, creada para destruir, se erguía con una quietud temerosa, esperando la orden de sumaestro.
Sin embargo, en lo profundo de su ser, algo se encendió. Undestello de esperanza, tan pequeño como una chispa en medio de la tormenta,se mantenía vivodentro de él.Carloslo sintió, como uneco lejano, mientras las palabras deHenryreverberaban en sus oídos. "La lucha no había terminado", pensó, aunque sucuerpole pedía rendirse. Laresistenciaaún tenía unlugar en su alma. Mientras hubieravida, incluso con los ojos llenos desangre, aún podríaluchar.La esperanzano moría tan fácilmente.
Aunque sabía que había cometido unerror fatalalprovocar a su yerno, ese pensamiento ya se desvanecía, eclipsado por la necesidad urgente deenfrentar la oscuridadque los rodeaba.No podía rendirse.No podía permitirque la desesperación lo consumiera. La batalla se había convertido en algo más queun enfrentamiento físico. Era una prueba devoluntad. Carlos nodesistiría. Al menosno sin dar la última lucha.
—Con la muerte y sacrificio de mi primogénito, corto todos los lazos con la madre y de mis hijos menores —declaróHenrycon una frialdadescalofriante, su voz resonando en la noche tormentosa como una sentencia irreversible. Las palabras salían de su boca con ladesgarradora certezade un hombre que ya no tenía nada que perder.Recibiré todo el odio de ellos, pensó, su mente vacía de remordimientos, completamenteconsumida por su propio destino oscuro. Sabía que al romper este juramento, alromper su propia humanidad,la maldicióncaería sobre él y su alma se perdería en lo más profundo de la oscuridad.
Si rompo este juramento, pensó con intensidad,que nuestro planeta madre tome todo lo que me dio. Las palabras resonaban con unavibrante amenaza, como un eco que retumbaba en su pecho.
Unarunase formó en el aire, dibujada con una precisión perfecta, representandomandíbulas abiertasdispuestas a devorar lo que quedaba de su humanidad. La runa comenzó a girar, tomando forma, yel aire mismo temblabaa su alrededor. Finalmente, con unaexplosión de energía oscura, la runa se asentó en elcuello de Henry, marcando su destino de manera visible yabsoluta.
Elhombre sintiócómo algo invisible, unafuerza inquebrantable, loatabaa cumplir con su juramento,atado al manáde su propia alma. Como si latierra mismalo hubiera reclamado, su cuerpo y almaquedaban encadenadosa unasombra de sacrificioque ya no podía deshacer. Sabía queno había vuelta atrás.
—Que así sea.Aceptarás tu juramento.HENRY GUERRA—pronunció una voz firme, tan profunda que parecía venir de las mismas entrañas deluniverso. La voz retumbó en el aire con una fuerzaindomable, como si todo en el mundo se hubiera detenido para presenciar ese momento.La lluviaseguía cayendo, pero ahora parecía acompañar esa voz, como unmanto oscuroque cubría la tierra, eltestigo sombríode una condena irrevocable.
La madre primordial, unaentidad insondable, había escuchado su juramento, sudesgarrador compromiso. En lo más profundo de su ser, aceptó laofrenda de Henry,su almasellada para siempre en elpacto de sacrificio. Era un contrato con el mismoalma del hombre, un acuerdo al que no podíadesapegarse, uncamino sin retornohacia una oscuridad que lo consumiría poco a poco.
Lalluvia, que había comenzado como una simple tormenta, ahora era lamanifestación del sufrimientoque había llegado con eljuramento de Henry, lapresencia de la madre primordial, latejedora del destino, y el precio de ladecisión final.
Laenergíaen el aire se volvió densa, casi tangible, como si elmismo universoestuviera conteniendo la respiración ante lo que estaba por suceder. Carlos sintió lapresiónde esejuramentoaplastándolo, un peso que le atravesaba el pecho, como si las palabras de Henry hubieran sidoflechazosque perforaban el mismofundamento de su ser. LaMantis de Hierro Negro, al lado de Henry, se mantenía ensilencio, su presencia como unasombraesperando el momento justo para actuar,inquieta, casisintiéndolotambién.
El aire estaba impregnado de algo más quemaldición y destino; era eleco de vidas rotas, el precio de unpactoque no tenía vuelta atrás. Carlos podía sentirlo con una claridad aterradora:el sacrificio de Henryno era solo un acto dedestrucción física, sino unaruina más profunda, unamarca en las almasde todos los involucrados, de cadaserque estuviera cerca de aquel oscuro juramento. Latensiónaumentaba con cada palabra que salía de la boca de Henry. Cada sonido del viento parecía gritar lainevitabilidaddel fin.
Carlos, aún con su cuerpo lacerado, sintió que elvacíose apoderaba de su alma. Su mente,nublada por la desesperación, trataba de aferrarse a laúltima chispa de esperanzaque quedaba en su interior. Sabía que tenía que actuarrápido, antes de que el destino de todos fuera sellado para siempre. Mientras latormentaparecía desatarse con mayor furia sobre ellos, conrayosiluminando elhorizonte, el tiempo parecía desvanecerse en una carrera contra lo imposible.
Carloscerró los ojospor un momento, concentrándose.Respiró profundo. Si existía una oportunidad para cambiar el curso de los acontecimientos, ahora era el momento de aprovecharla. Sabía que su próxima acción sería la que definiría elfuturo de todos.
Elrugidode la tormenta parecía perder fuerza por un momento, como si elmundo enterosuspendiera su aliento ante elgritode Carlos. Sus palabras resonaron en el aire, imponentes, con unafuerza brutalque retumbó en los corazones de aquellos que aún tenían lavoluntad de escuchar. LaMantis de Hierro Negrose detuvo, sus ojosbrillandocon una intensidad casi sobrenatural, como si algo en su naturaleza primitiva estuvierainquietoante la determinación humana. Fue solo uninstante, un parpadeo fugaz en el vasto universo, pero suficiente paraencenderuna chispa en los corazones de los que aún no se habían rendido.
—¡Mi perdición fueron mis decisiones y mi salvación será en mi muerte! ¡Lucharé por mis hijos hasta el final! —gritó Carlos,su vozcomo unrelámpago, rasgando la oscuridad que lo rodeaba. Esadeclaraciónno era solo ungrito de resistencia, era unjuramento. El peso de sus palabras transformó la atmósfera, haciendo que la lluviacayera más fuerte, como si el mismocieloestuviera celebrando o lamentando esa última rebelión contra el destino.
Losguardiasque quedaban, paralizados por el terror y el caos, comenzaron a mirarse entre sí, como si esachispa de corajepudiera infectarlos con una últimavoluntad de luchar. La lluvia parecía golpear el suelo con una furia renovada, como si eluniverso mismoestuvieradesgarradopor la lucha que se libraba en ese mismo momento. LaMantis, aunquetemida, parecía detenerse ante la furia humana, esa llama dedeterminaciónque aún ardía en el corazón de Carlos, un hombre que se negaba a rendirse, incluso cuando todo parecíaperdido.
Laneblinade desesperación que los rodeaba parecía disiparse levemente.Carlos sabíaque ese no era el final, que todavía podía cambiar algo. Había dado un paso adelante, un paso hacia lo quedebía ser su destino, pero aún quedaba mucho por hacer.
Laluchacontinuaba, aún más intensa y peligrosa que antes.Carlossabía que el tiempo se deslizaba entre sus dedos enexistentes como un río que no puede detenerse. Con cadalatido, sentía cómo latensiónse acumulaba en su cuerpo, preparándose paraenfrentar lo inevitable. Eldestinomarcado por Henry parecía unaprisiónde hierro, pero en el corazón de Carlos ardía ladeterminación.Mientras hubiera vida, habría lucha, pensaba, y esa creencia lo mantenía en pie, aunque la sombra del sacrificio ya comenzaba a envolverlo.
Laatmósferaestaba cargada de unatensión palpable. Lalluviaseguía cayendo con fuerza, golpeando el suelo como si la misma tierra llorara la tragedia que estaba por suceder. Sin embargo, Carlos no dejaba deluchar. Su cuerpo estabacansadoy marcado por la batalla, pero su espíritu seguía siendofirme.Henry, por otro lado, sentía algo que no podía comprender. Unpeso, unamirada invisibleque parecía pesar sobre él. No era la mirada de sus enemigos, ni siquiera la mirada de laMantis de Hierro Negro, sino algo más profundo, algo que provenía delmismo tejido del universo.
Ladecepciónera lo que Henry percibía en ese instante, un sentimiento oscuro y desgarrador que lo alcanzaba con una fuerza inesperada. Era como la mirada de un padre que ve a su hijocometer un acto irreversible, un acto que no tiene vuelta atrás. Ladecepciónno solo provenía de latraiciónde su juramento, sino también de laelecciónque había hecho, de cómo sudecisiónlo había arrastrado hacia un camino del que no podría regresar.Henrysentía esa mirada, esa condena que venía de un lugar lejano, peroconstante. Era como un eco deculparesonando en su ser, una realidad que, aunque invisible, se hacíairresistible.
Por primera vez,Henrydudó. Lamirada invisiblelo seguía, pesaba sobre su alma con la fuerza de mil tempestades, y por un instante, lacertezade su camino sequebró. Pero ya era demasiado tarde. Loshilos del destinoestaban entrelazados, y no había forma de escapar. Ladecepciónera solo un reflejo de laelección irreversibleque había hecho.
La voz mundial, lavoluntad del planeta, resonó con un poder abrumador, lleno defrialdadydesdén. Sus palabras, que solían ser llenas decuidadoysabiduría, ahora eran frías ydesapegadas, como unjuicioinevitable. Cada palabra calaba hondo en el corazón de Henry, cuyaarroganciahabía sido sucaída. Lasconsecuenciasde sudecisiónlo alcanzaban ahora con unafuerza imparable.
—Uno de las mayores decepciones que han nacido entre mis hijos humanos—la voz mundial habló con un tono dedesprecio."Tu arrogancia ha llevado a esta tragedia, y ahora te enfrentas a las consecuencias."Aquellas palabras parecían helar el aire que los rodeaba, sumiendo el campo de batalla en unaatmósfera opresiva.
Elcorazón de Henryse hundió con el peso de la indiferencia que ahora provenía de esaentidad primordial. Había esperado comprensión, o al menos una justificación, para elsacrificioque había hecho. Pero no había nada más quevacíoycondena. Lavoluntad del planetalo veía como unadecepción, un error que había llevado a esta tragedia, y eso lodesgarrabamás que cualquier herida física.
Sin embargo, la voz cambió de tono, y lafrialdadde la voluntad se transformó por un momento, como si reconociera unmérito en su acción.
—Sin embargo, —continuó la voz con unanota de reconocimiento—,puedo sentir el poder de tu mantis. Bien hecho, mi niño. Has forjado un vínculo con una criatura digna; su lealtad es admirable. La voluntad de la tierra se comunica con ella, y su fuerza será un reflejo de tu propia ambición.
LaMantis de Hierro Negrose erguía a su lado, su presenciaimponenteypoderosa, como un símbolo de laambiciónde Henry. El poder que emanaba de la criatura parecía alinearse con lavoluntaddel planeta, como si, por un momento, sudestinoy el de la mantis estuvieraninterconectadosen una única danza depoderyoscuridad. La relación entre ellos, aunquesiniestra, parecía ser unaalianzaque lavoluntadmisma aceptaba.
Pero, ¿a qué precio? ¿Quécostosocultos acompañaban estaalianza? Elpeso de sus decisionesseguía colgando sobre él, pero, por un breve instante, Henry se permitiósentir una chispadesatisfacción. Había sido reconocido, al menos en este aspecto. Sin embargo, algo en su interior le decía queeste podertenía unpreciomucho mayor de lo que había anticipado.
LaMantis de Hierro Negrolevantó su cabeza hacia el cielo, sus ojos brillando con una intensidad casiinhumanamientras aceptaba lavoluntadde la estrella madre. Su cuerpo,imponenteyletal, parecía aún másdesgarradorbajo la lluvia torrencial que caía sin piedad sobre el campo de batalla. Unsutil movimientoen su cuello, casi imperceptible, indicaba elrespetohacia lavoluntad cósmicaque ella misma representaba.
Henry observó la criatura condeterminaciónpero también con unasombra de pesaren su rostro.El sacrificioque había hecho, laalianzacon la mantis, eljuramento oscuro, todo le pesaba, pero no podía permitir que la situación se descontrolara aún más. Latragediaestaba más cerca de lo que quería admitir.María, al enterarse de todo, sería un peligro mucho mayor que cualquier criatura que pudiera invocar. Su furia eraimparable, y su corazón estaba lleno de unairaque nada podía contener.
—Vamos—dijo Henry, con una voz áspera, llena de urgencia, dirigiéndose a la mantis. Elcaminoque tenían por delante era incierto y peligroso.Peterdebía ser sacado de ese lugar, o de lo contrario, su destino también estaría sellado.
La mantis no dijo palabra alguna, pero su actitud desumisiónhacia sucontratistaera evidente. Un brevemovimientode sus patas hizo que seadelantaracon rapidez, y Henry, con una mirada dedesdén hacia sí mismo, la siguió.
—Es mejor que me lleve a Peter de este lugar antes de que María llegue e intente matarlo junto a mí—murmuró Henry, su voz impregnada con unamelancolía amarga. No tenía duda alguna de queMaríaharía todo lo posible paradestruirlo, comocastigopor las decisiones que había tomado, las cuales ahora sentía comotraicionesyerrores.
Su alma se sentíavacía, como si estuviera siendoconsumido por la oscuridad. Lareconciliación con su propia culpaera algo que nunca podría alcanzar, porque en su mente ya sabía lo que merecía.
—Aunque es mi merecido castigo por ser una basura.—pensó en voz baja, como un susurro a su propiocorazónroto. Laautocríticalo devoraba, pero al mismo tiempo, sabía que no había marcha atrás. Las decisiones tomadas habíancambiado todo, y ahora, eldestinode todos parecía estar entrelazado con lasangreque había derramado.
Lalluviaseguía cayendo con una intensidad implacable, cubriendo el suelo con una capaoscurayresbaladiza, como si la tierra misma estuvieraempapada en la tragediade lo que acababa de ocurrir. Cada paso que Henry daba junto a lagigantesca Mantis de Hierro Negrohacía que elsuelo temblaralevemente, como si lamagnitude de su destinoestuviera grabando una marca en eluniverso. Lapresencia de la mantisa su lado era inconfundible: lagran bestiaparecía una sombra que se deslizaba de manerasilenciosa, pero a la vezimponente, como un símbolo de lo que Henry había desatado con sujuramento.
La atmósfera estaba cargada de unatensión palpable, como si el aire mismo estuvieraahogadopor ladesesperacióny el peso de lasdecisionestomadas. Cada paso parecía un eco delsacrificioinminente, un recordatorio constante de lo que ya no podía cambiarse. Henry sentía lapresióndel mundo sobre sus hombros, como si eldestino de sus hijosestuvieraal borde del abismo, colgando de un hilo tan fino que ni él mismo podría evitar que se rompiera.
Lavoz mundialresonó en su mente, clara y fría, sin compasión alguna. No era la mismavoz cálidaque Henry había conocido antes, sino unapresencia heladaque dejaba claro el desdén con el que lo observaba:
—Tu arrogancia ha llevado a esta tragedia. Has roto los lazos que te unían a tu propia sangre, y ahora, el futuro de tus hijos y el tuyo propio están sellados por las decisiones que tomaste.
Las palabras parecían no soloreproches, sinosentencias. Henry cerró los ojos por un momento, sintiendo cómo ladesilusióny elpesode sus propios errores lo arrastraban hacia unaoscuridad internade la que no había salida. Pero lapresencia de la mantis, tan firme y sólida, lo manteníaen movimiento, como si lafuerza de su vínculocon la criatura fuera lo único que pudiera mantenerloen pie.
Eljuramentoque había hecho con la criatura y con lavoluntadde la tierra era ahora su carga más pesada. Sabía que, en algún momento, tendría que enfrentarse a lafuria de María, pero por el momento, solo podía seguir adelante. Había cruzado unumbraldel que no podía regresar.La lucha por redimirseera algo que parecíainalcanzable, peroseguir adelanteera la única opción que le quedaba.
El futuro que habíaconstruidopara sí mismo y sushijosestaba destrozado, y lagravedad de sus actospesaba tanto sobre él que ya no podíacontemplar el camino de vuelta. Eljuramentoestaba hecho, y el destino de todos estaba entrelazado con elsacrificioque había aceptado.
Cada paso hacia lo desconocido era unadecisiónque sellaba su destino y el de su familia, y no sabía si encontraría redención. Pero elcamino de vueltaya no existía.
El sonido de lalluviaseguía retumbando en el aire, como uneco inquebrantablede ladestrucciónque rodeaba a Henry y suleal Mantis de Hierro Negro. La atmósfera se había vuelto densa, cargada demaldición y sacrificio. Las palabras de lavoluntad mundialseguían resonando en su mente,increíbles y desconcertantes, llenas defrialdad y juicio. Era como si, a cada paso, ladecepciónde todo el universo estuvierapresionando sobre sus hombros, recordándole una y otra vez lo que había perdido.El preciode sus decisiones ya no era solouna cuestión de sangre, sino dealma, un precio que se estaba cobrando sin piedad.
Henry no podíaevitar pensaren el pasado, en susdecisionesy en elcaminoque había tomado. Laculpaloconsumía, untorbellino de arrepentimiento y frustraciónque le impedía encontrar paz. Cada paso que daba hacia elfuturo, cadamovimientoal lado de la bestia que había invocado, era un recordatorio de laselecciones irreversiblesque había hecho. Aun así, en lo profundo de su ser, algo más comenzaba a formarse, como unfuego oscuroalimentado por lairay ladeterminación. Esa chispa, aunque pequeña, ledaba fuerzaspara seguir adelante.
"Cada acción tiene su precio", pensó mientras avanzaba, como un eco de las palabras de la voz mundial. Sabía que, al haber sellado su destino con esejuramento, no había vuelta atrás. Pero a pesar de ladecepciónque sentía por él mismo, algo dentro de él se negaba arendirse.La mantis, ahora a su lado, era el último vestigio de sugrandezao suruina, unreflejode lo que era capaz de lograr. Cada acción de la criatura, cada movimiento, estaba ligado directamente a su propiavoluntad, y ese vínculo era ahora lo único que le quedaba paraaferrarsea un propósito.
Con unadeterminación sombría, Henry ajustó elpasoy miró hacia el horizonte. El destinoinevitableestaba por alcanzarlos, y sabía que, aunque ladecepciónlo seguía como una sombra,la batalla por su redenciónno había terminado. Había tomado decisionesirrevocables, sí, pero el futuro no estaba escrito por completo.El preciode laruinaaún no había sido completamente pagado, y Henry Guerra, el hombre marcado por su propiosacrificio, sabía que si su vida debía tener algúnsignificado, sería enfrentando lasconsecuenciasde sus actos, sin importar lo que eso le costara.
Lalluviaazotaba sin piedad, un recordatorio constante del caos queHenryhabía desatado con su propia mano. Cada gota que caía parecía pesarle en el alma,recordándole las decisiones irreversiblesque había tomado. Pero a pesar de laoscuridadque lo rodeaba, no se detendría. Sabía que no podía, que su viaje estaba marcado por algo más grande que su propia supervivencia. Eleco de la voz mundialseguía retumbando en su mente, como unreproche constante, unasentenciaque le pesaba sobre el corazón.
La mantis, su leal bestia, caminaba a su lado, cada paso resonando en la tierra empapada. Era lacompañeraque había elegido para sellar su destino, pero también lamanifestaciónde lo que había hecho: unvínculoque lo ataba al sacrificio y alpoderque había invocado. Mientras avanzaban, Henry sentía lapresenciade la criatura como una extensión de sí mismo, y laconexiónentre ellos se profundizaba con cada movimiento.
Se acercaba a sudestino final, el momento en que tendría que enfrentarno solo a sus enemigos, sino a losdemoniosque siempre lo habían acechado desde el fondo de su alma. Esa lucha interna, esa guerra que había evitado durante tanto tiempo, ahora no podía ser ignorada. Sabía que, al final,su verdadera batallasería con él mismo, con lasdecisionesque había tomado, con laculpaque arrastraba, con lasombrade sus actos que siempre lo perseguiría.
"La redención está fuera de tu alcance", la voz de lavoluntad mundiallo había advertido, pero Henry no podía aceptar esa sentencia.El destino, aunque marcado por el sacrificio y la tragedia, aún le ofrecía una última oportunidad. Había roto muchos lazos, pero no con todos.Aún quedaba algo por salvar: su alma, su humanidad, la posibilidad dearrepentirsey enfrentar lasconsecuenciasde sus actos conhonor.
Cada paso hacia el futuro era un enfrentamiento con sus propiosmiedos, susfallos, y lapesada cargade su responsabilidad. Labatalla externaque se avecinaba no solo definiría sudestino físico, sino también laúltima oportunidadde redimir su alma. Aunque la tormenta continuaba, Henry sabía quela mayor tormentaestaba dentro de él, una tormenta que solo él podía calmar,si se atrevía a enfrentarsea supropio reflejoen el final de su viaje.
La lluviagolpeaba con fuerza el pavimento del callejón, deslizándose por las paredes manchadas de sangre.Bernardo, tendido en el suelo, luchaba por mantener la consciencia. Lacuenca ocular vacíaera un recordatorio brutal de lo que había perdido. Cada respiración era un esfuerzo doloroso, yla sangrefluía por su rostro, mezclándose con las gotas que caían del cielo como si el universo mismo llorara por su suerte. Diversasarmassobresalían de su cuerpo, fragmentos de una lucha que ya no tenía sentido, pero que él había enfrentado con la esperanza de salir vivo. El eco de latraiciónaún resonaba en su mente mientras su medio hermano menor se acercaba, sudesdénpalpable en cada palabra.
—Eres un imbecil, Bernardo—la voz de su hermano menor era cruel, casi deshumanizada. La distancia entre ellos parecía infinita, como si el odio que lo separaba los hubiera transformado en dos seres completamente diferentes. Su mirada era fría, como la de undepredadorque ya no veía al otro como un hermano, sino como una presa.
Bernardoapenas podía mantener los ojos abiertos, pero las palabras de su hermano llegaron con claridad. Su mente, aunque nublada por el dolor, trataba de aferrarse a algo. Un pensamiento le atravesó como un rayo: no era solo lavenganzalo que estaba en juego, sino algo mucho más grande.
El abueloya le había arrebatado suojo izquierdo, un golpe profundo en su identidad. Pero ahora, el objetivo de su hermano parecía mucho más oscuro y definitivo. Queríadespojarlode sucristal del almay de lasraíces de su maná primordial. Esos eran los cimientos de su poder, lo que le otorgaba fuerza y conexión con el universo mismo.El hermano menorquería destruirlo desde las raíces, arrancar de él no solo lo físico, sino lo más profundo de su ser, lo que lo definía.
—Hace mucho tiempo que esto se decidió—continuó el hermano menor, con una sonrisa cruel que se formaba en sus labios. No había remordimiento en su voz, solo unafría certezade que lo que hacía era inevitable. Laspalabraseran como cuchillos que hundían más profundamente en el corazón deBernardo.
Pero Bernardo no se rendiría, no sin antes pelear por lo que quedaba de él. Sabía queel sacrificiode todo lo que había sido lo había dejado al borde de la muerte, pero aún había algo en su interior que se negaba a ceder. Las raíces de sumaná primordialpalpitaban conun último vestigio de poder. Si bien sus fuerzas se desvanecían con cada segundo,la voluntad de no ser destruidoaún ardía en su interior.
—Te equivocas—dijo con voz quebrada, aunque cargada de determinación—. No todo está decidido. El destino no seacaba por un golpe, hermano.Aún puedo lucharpor lo que me queda.
La sangre seguía fluyendo, peroBernardolevantó lo que quedaba de su mano, lasúltimas fuerzasque poseía buscando tocarsu alma. Sabía que si moría allí, su legado no sería olvidado, sumaná primordialno seríaroto tan fácilmente. Su lucha era pormás que su vida, era porsu existencia misma.
El hermano menor se acercó,las armaslistas para terminar con lo que quedaba de su hermano, sinremordimiento, con la cruel certeza de que lo que hacía era inevitable. Pero laluzque aún brillaba en los ojos deBernardono se apagó.
Peterse inclinó más hacia adelante, su rostro contorsionado en una sonrisa dedesdénque desbordabasatisfacción. Cada palabra que salía de su boca era como undardolanzado directamente al corazón deBernardo. Laburlaera palpable, una muestra de la profundaarroganciacon la que miraba a su hermano herido, arrodillado en el suelo, incapaz de defenderse. Lasonrisade Peter se alargó, como si disfrutara con cada segundo de la agonía de su hermano.
—No me mires de esa manera, hermano—su tono era irónico, teñido de unamaldadque solo un ser que no sentía remordimientos podría pronunciar. Se acercó más, su aliento cálido y cargado de desprecio en la cara deBernardo, como si quisiera aplastar cualquier vestigio de resistencia que quedara en él—.Debes estar sonriendo, hermano mayor. Sonríe, sabes que si no sonríes nunca estarás completo.
La sonrisa en el rostro dePeterse intensificó, disfrutando la humillación de su hermano, como si sus palabras fueranla última bofetadaque podía darle,finalmentedejando claro quién tenía el control.Bernardo, con sus ojos vacíos de esperanza, con su cuerpo destrozado por las armas y lastraicionesque se habían acumulado a lo largo de los años, miraba a su hermano sin respuesta. ¿Sonreír? ¿Qué quedaba de él que pudiera sonreír?
Petercontinuó, acercándose más, disfrutando del espectáculo.
—Mira lo que has perdido, Bernardo—las palabras de su hermano resonaron en el aire,venenosasyfrías—.Todo lo que tenías se ha desvanecido. Tu poder, tu dignidad... incluso tu propio ojo.¿Y ahora qué te queda?Solo un cuerpo destrozado y un alma marchita.
Cada palabra fue como ungolpeque penetraba más y más profundamente en lapsiquedeBernardo, quien ya no sentía sucuerpo, pero sí su alma rasgada por la brutalidad de la verdad.Peterno dejaba de repetir lo mismo, como si quisiera arrancar de su hermano la última pizca dedignidadque pudiera quedarle.Bernardointentó reaccionar, su corazón palpitando con rabia, condesesperacióny con laterrible certezade lo que había perdido, pero algo en su interior, algo profundo, lo mantenía en pie. Quizás no podía recuperar lo que había sido arrebatado, pero aún quedaba una parte de él dispuesto ano rendirse.
El hermano menor,Peter, no esperaba una respuesta. Ya había ganado. Para él,Bernardoera solo una sombra de lo que había sido,un juguete rotoa quien podía destruir sin esfuerzo.
PeroBernardono se dejó vencer.
—No me subestimes, Peter—dijo, con una voz rasposa, pero llena de una determinación que sorprendió incluso a su propio ser—.No he perdido todo.
Aunque su cuerpo ya no respondía como antes, lallamainterna de sumaná primordialaún ardía,tímidamente, pero con la promesa de que aún no todo estaba acabado.
La risa dePeterretumbaba en las paredes del callejón, sueco cruelintensificando laagoniadeBernardo. Cada palabra era unapunzadaque se clavaba en su ya desmoronado espíritu. Lasonrisaen el rostro dePeterera una mezcla detriunfoysádico placer, disfrutando al máximo de la humillación de su hermano.
—¿No es irónico?—su voz era unsusurro venenosoque se extendía como el veneno en las venas deBernardo—.Siempre te consideré superior a mí, pero aquí estás,a punto de ser despojadode lo poco que te queda.¿Qué pensarán los demás de ti?
Cada palabra dePetertenía la intención de romper cualquiervestigio de dignidadque aún pudiera quedar enBernardo. La lluvia caía, pero el verdadero tormento era eldesdény ladespreciativa burlade su hermano.Bernardocerró los ojos, sintiendo cómo su cuerpo y alma se desgarraban por dentro, pero, aún en su dolor, se negó a caer ante la humillación.
—¿Qué pensará de ti tu estúpida madre?—la burla dePeterera como ungolpe final, una patada al suelo dondeBernardoyacía destrozado, incapaz de defenderse.
Las palabras dePeteratravesaron el aire comoflechasenvenenadas, apuntando no solo a su hermano, sino a su madre, a su propiaidentidad. Había algo en esa frase que hirió más profundamente que cualquier otra cosa.Bernardo, con la poca fuerza que le quedaba, levantó la mirada, encontrando en su hermano menor solo unasombrade lo que él había sido, alguien quehabía perdido su humanidaden su búsqueda de poder.
—No sabes nada de ella—respondióBernardo, su voz temblorosa pero firme, como un últimoecode resistencia. A pesar de la sangre, el dolor y lahumillación, en su interior aún ardía unachispaque no se apagaría tan fácilmente.Peterhabía tocado algo profundo en su interior, algo que lo manteníavivo, aunque su cuerpo estuviera al borde de ladestrucción.
La mirada deBernardoera la de un hombre que había sido empujado al abismo, pero que se negaba a caer sinluchar. Aunque todo parecía perdido, aún quedaba algo dentro de él:su voluntad, intacta.Peterse detuvo un momento, observando a su hermano, y aunque su rostro seguía marcado por ladesdény lasuperioridad, había algo en el rostro deBernardoque le dabamiedo.
Bernardosintió que ladesesperaciónse cernía sobre él como unasombraaplastante, invadiendo cada rincón de su ser mientras lasburlasdePeterlo desgarraban desde adentro. Las palabras de su hermano eran comopuñaladas, cada una más afilada que la anterior, atravesando su pecho herido. El dolor físico era insoportable, pero el dolor emocional era aún más profundo, más devastador.Peterse estaba divirtiendo, disfrutando de cada segundo de su sufrimiento, yBernardosentía cómo su alma se desmoronaba bajo el peso de esa crueldad.
Pero en el silencio de la tormenta, algo comenzó adespertardentro de él. Una chispa, débil al principio, pero suficiente para desafiar la oscuridad que lo rodeaba. Recordólos momentos felicescon su madre, cómo ella habíacreído en él, cómo había puesto sufeen su futuro, en suscapacidades. Esafeera un lazo que, a pesar de todo, no se había roto. A pesar del desdén, de las traiciones, de latragediaque se desataba en su vida, aún había algo que lo manteníafirme: ladignidadquePeterintentaba arrebatarle.
Bernardocerró los ojos por un momento, dejando que eldolorde su cuerpo y laspalabras cruelesde su hermano lo atravesaran. Pero, a través de todo eso, algo dentro de él empezó aresistir. Recordó cómo su madre siempre le decía que elvalorno se medía por la fuerza física, sino por lacapacidad de mantenerse de piecuando todo parecía perdido."No seré tu juguete, Peter".
Con un esfuerzo titánico,Bernardolevantó la cabeza, enfrentando lamirada burlonade su hermano conojos llenos de furia y desafío. Elmiedoy lahumillaciónestaban presentes, sí, pero ahora también había algo más: unadecisiónque se forjaba en su corazón.
—No me vas a despojar de mi dignidad, hermano—dijo, con la vozronca, pero firme. Aunque el dolor lo doblaba, lafuerza de su voluntadera más fuerte.Peterpodía arrebatarle su cuerpo, sus ojos, sus recuerdos, pero jamás podría arrancarle lo querealmente era.
La lluvia seguía cayendo, como si eluniverso enterolamentara la tragedia que se desplegaba, pero en ese instante,Bernardosintió algo nuevo dentro de él. No se rendiría. Mientras quedara aliento en su pecho, lucharía.Por su madre, por lafeque ella había puesto en él.Por su dignidad, quePeternunca podría robar.
Bernardosostuvo la mirada dePetercon unafirmezaque sorprendió incluso a su hermano menor. El dolor de su cuerpo era insoportable, las heridas sangraban, pero en sus ojos brillaba unaluzque ni siquiera eldesdéndePeterpodía apagar. Con cada palabra de su hermano,Bernardosentía el peso de latraición, pero también lafuerzanaciendo en su interior. El eco de las risas burlonas dePeterapenas alcanzaba su mente, porque en su corazón resonaba otra cosa: unjuramentosilencioso, el último vestigio de su humanidad que no permitiría que su hermano le arrebatara.
—Puede que me haya perdido muchas cosas... pero no te permitiré llevarte mi alma—dijo, su voz temblorosa pero cada vez másdecidida. Aunque sus fuerzas flaqueaban, larabiay latristezase transformaban en unafuerza inexplicable.
Peterfrunció el ceño ante la inesperadaresistencia. La burla se desvaneció momentáneamente, pero pronto, esasonrisa arroganteregresó a su rostro, como si las palabras de su hermano no significaran nada.
—¿Alma? ¿Qué alma?—replicó condesdén, su voz cargada de desprecio—.Solo eres un cascarón vacío ahora. No hay nada que puedas hacer para cambiar eso.
El eco de suarroganciahizo vibrar el aire, peroBernardono retrocedió. Cada palabra de su hermano parecía querer despojarlo de lo último que le quedaba, pero él se negaba a ceder. No importaba si estaba moribundo, si su cuerpo ya estaba al borde del colapso, suespírituno sería doblegado.Peterpodría haberle arrancado su ojo, su poder, sufuerza física, pero jamás podríarobarle su alma.
Lalluviacaía, implacable, mientras los dos hermanos se miraban en unjuego de fuerzasque parecía detener el tiempo.Bernardorecordó todo lo que había perdido, pero también lo que todavíapodía salvar: sudignidad, suhonor.
—No es el cascarón lo que importa, Peter—dijo, sus palabras llenas de unfirme desafío—.Es lo que queda adentro, lo que no puedes destruir.
Larisa burlonadePeterse apagó por un momento, y unsutilaire de duda empezó a filtrarse en su rostro.Bernardono estaba acabado, no por dentro. Aunque el exterior parecía destrozado, algo en su alma seguíafirme.
—Puedes quitarme todo, hermano, pero jamás me quitarás lo querealmente soy.
ElvacíoquePeterintentaba crear dentro de su hermano no era algo que pudieracompletarcon sudesprecio.Bernardohabía llegado a comprender que lascosas materialesno eran lo que lo definían. Aunque el dolor lo consumiera,su voluntadno permitiría que el vacío se apoderara de él.
Con un último esfuerzo,Bernardoseerguíaante su hermano, un hombre roto, sí, pero aúnintacto en su interior.
Bernardosintió cómo lairareemplazaba el miedo que había sentido en un principio. Ladesesperaciónque lo había invadido se desvaneció poco a poco, y una determinación feroz comenzó a llenar su ser. Cada palabra dePeterlo empujaba más allá de sus límites, como si intentaraprovocaralgo que no comprendía.Bernardohabía tenidomuchos sacrificiosa lo largo de su vida, y no permitiría que su hermano lo despojara de lo último que le quedaba: suvoluntad. Esafuerza internaera la que lo había mantenido con vida, a pesar de lasheridasfísicas y losgolpes emocionales.
—Quizás no tenga poder ahora... pero aún tengo mi voluntad—dijoBernardo, su voz más firme con cada palabra. Aunque sus fuerzas eranmínimas, sudeterminaciónno flaqueaba.El dolorno podía apagar lo que había en su corazón—.Y eso es algo que nunca podrás quitarme.
Peterfrunció el ceño ante ladeclaraciónde su hermano. La burla en su rostro desapareció por un instante, reemplazada por unaduda fugaz. A lo largo de su vida, siempre había visto aBernardocomo alguien que podía serdoblegado, alguien que, al final, sería derrotado por ladesesperación. Pero ahora, con su hermanoherido, con su cuerpodestrozadopor las armas que él mismo había arrojado, lafirmezaen sus palabras lo hizo vacilar.
Por un momento, el mundo alrededor deBernardose detuvo. El sonido de lalluviaparecía ser el único ruido en el aire, yPeterquedó inmóvil ante el poder de laspalabrasde su hermano. Aquelhombre destrozadose mantenía erguido con unavoluntad indomable, unfuego internoque ni siquiera el más grande de los dolores podía extinguir.Bernardoentendió, al fin, que la verdaderafuerzano residía en elpoder físico, sino en lo quepersistíaen su interior, lo que no podía serarrancadoni destruido por nada.
—Puedes destrozarme físicamente, Peter, pero hay algo que jamás podrás tocar: mivoluntad. —La voz deBernardoresonó confirmezamientras miraba a su hermano, con unarabia contenidaque crecía más y más—.Eso es lo único que realmente importa.
Un pesado silencio llenó el callejón.Peter, por primera vez en mucho tiempo, sintió unapesada incertidumbresobre lo que estaba sucediendo. ¿Realmente había vencido a su hermano, o había algo más enBernardoque aún no comprendía? Laspalabrasde su hermano no eran las de alguien que ya había sidoderrotado. Eran las palabras de alguien que, a pesar de todo,seguía luchando.
La lluvia caía con fuerza sobre los dos hermanos, cada gota golpeando el suelo como un recordatorio del peso de latragediaque se desarrollaba ante ellos. El sonido del agua era como una sinfonía dedesesperaciónque acompañaba elconflictointerno que ambos llevaban consigo.Bernardocerró los ojos por un instante, absorbiendo lasensaciónde la tormenta, como si el cielo mismo estuviera ensintoníacon su lucha porsupervivencia.
A pesar de lasituación desoladora, Bernardo sabía que debía aferrarse a lachispa de esperanzaque aún ardía en su corazón.Era la únicaque le quedaba en medio delcaos, y no permitiría que suhermanoo las circunstancias lo apagasen.La traición familiarle había dejado cicatrices profundas, pero en ese mismo dolor, encontró sudeterminación.
Peter, al verlo tan firme, no pudo evitar sonreír con unasonrisa burlona. Había visto a su hermanosufrir, humillado,roto, pero lafirmezaen su mirada lo desconcertaba. ¿Por qué no se caía? ¿Por qué no cedía almiedoy a ladesesperación? ¿Qué quedaba enBernardoque no pudiera ser destruido?
—Sonríe, Bernardo—dijoPeter, con tono venenoso—.Porque hoy te conviertes en parte de algo más grande... o en un mero sacrificio olvidado.
Las palabras dePeterestaban cargadas dedesdényarrogancia, pero paraBernardo, no eran nada más que eleco de un hombre perdido, tratando de justificar su propiatraición.El sacrificiodel que hablabaPeterno era el deBernardo; era el desu alma.
Bernardo, a pesar de lasangreque empapaba su cuerpo y eldolorque lo invadía, levantó la cabeza y miró a su hermano, esta vez sin una sola muestra demiedo.Peterpodía intentar burlarse,menospreciarlo, pero lo que no podía quitarle erasu voluntad, suderecho a existiryluchar.
—No seré parte de tus juegos, Peter—respondió Bernardo, con unavoz firmeque atravesó el aire como ungrito silencioso—.Si mi final está cerca, no será un sacrificio para ti. Mi vida tiene más valor que tus falsas promesas.
Las palabras deBernardoresonaron en el callejón, un desafío inquebrantable que caló hondo enPeter. La batalla no solo se libraba encuerpos rotos, sino en elalmade cada uno.Peterpodía despojar a su hermano de susraíces, de supoder, pero no podíaquitarlelafuerzade suespíritu.
La lluvia no cesaba, como un manto sombrío que envolvía el destino deBernardo. Cada gota parecía llevarse consigo una parte de su esperanza, pero en lo más profundo de su ser, una chispa deresistenciacomenzaba a arder, feroz y desafiante. A pesar de los golpes, a pesar de ladesesperación, no podía permitir quePeterpresenciara su derrota. No era solo su cuerpo lo que estaba siendo destrozado, sino también suidentidad. Pero aún quedaba algo más, algo quePeterno podía arrebatarle: sudignidad.
La risaburlonadePeterresonaba en su mente, un sonido venenoso que intentaba penetrar su alma, peroBernardoya no escuchaba. Laoscuridada su alrededor se volvía más densa, pero no podía sucumbir a ella. No aún.
Con unesfuerzo titánico,Bernardolevantó la cabeza. El dolor era insoportable, como si cada movimiento estuviera desgarrando más sus entrañas, pero algo dentro de él se negaba a ceder. Forzó unasonrisa temblorosa, unasonrisa rotapor el sufrimiento, perollena de desafío.Peteresperaba ver en él solohumillaciónyrendición, pero lo que encontró fue algo que ni él mismo había anticipado: la voluntad inquebrantable de un hombre que, aunque estaba al borde de lamuerte, seguía luchando por lo único que aún le quedaba: suhonor.
—No me verás rendido, Peter—dijo Bernardo con voz baja, pero cargada de una firmeza que lo sorprendió a él mismo—.No me importa lo que me hayas arrebatado, porque lo que no puedes quitarme es lo que aún está dentro de mí.
Peter lo observaba, sus ojos llenos dedesdén, pero algo, undestello, pasó por su rostro. No comprendía cómoBernardoaún podía mantener esa chispa deresistencia. Pensó que estabaroto, que solo quedaba unacáscara vacía, pero lafuerzade su hermano parecía desafiar toda lógica. Y esa chispa, aunque pequeña, comenzaba abrillar con intensidad, como unallamaque se niega a ser apagada, por más que el viento intente extinguirla.
Bernardono estaba dispuesto a perderse en laoscuridad. Y aunque sabía que lamuertelo acechaba, se mantenía erguido, desafiando a undestino cruelcon unasonrisaque, a pesar de todo, era un acto derebeldía.
La lluvia caía con más fuerza, empapando todo a su paso mientrasBernardomantenía la mirada fija enPeter, su hermano, el hombre que alguna vez consideró cercano, pero que ahora se había transformado en el mismo monstruo que condenaba.
Bernardoestaba exhausto, su cuerpo destrozado, pero en sus ojos aún brillaba lafuerzaquePeternunca había logrado entender.
—Si ser parte de algo más grande significa ser tu sacrificio—respondió con voz apagada, pero cargada defirmeza,—entonces prefiero ser olvidado que vivir como un monstruo como tú.
La respuesta lo dejó en silencio por un breve instante. El eco de sus palabras resonó en la tormenta, una verdad dolorosa que tocó un nervio enPeter, quien por primera vez en mucho tiempo sintió una punzada deincertidumbre.
PeroPeterera quien era, y suarrogancialo dominaba más que cualquier otra cosa. En cuanto recuperó su compostura, susonrisa burlonavolvió a su rostro. Era una expresión cargada dedesdénysuperioridad.
—¿Olvidado?—replicó, la burla evidente en su voz—.No te engañes. Tu sufrimiento será recordado por todos. Serás el ejemplo de lo que sucede a aquellos que se atreven a desafiarme.
Bernardosintió el peso de esas palabras, pero no se dejó doblegar. Podía sentir cómo latormentaque se desataba sobre él era solo un reflejo de la tormenta interna que lo consumía. A pesar del dolor físico que lo atormentaba, sualmaseguía intacta, se mantenía desafiante, como un faro en medio de la oscuridad.
—Que me recuerden como quieran—dijo, su voz ganandointensidada medida que las palabras se formaban en su boca—.Lo que importa no es lo que tú hagas, sino lo que yo decida ser. Y nunca seré como tú, jamás.
El suelo bajo él tembló ligeramente, como si el mismomundoreaccionara a su desafío. La lluvia seguía cayendo, peroBernardosentía que, en esa tormenta, había encontrado algo más: una chispa deredenciónque, aunque pequeña, le daba fuerza para seguir adelante.Peter, por su parte, no entendía lo que había despertado en su hermano. Para él, todo estaba claro: la victoria era suya. Pero lo que no sabía era queBernardo, a pesar de estar al borde de la muerte, había tocado algo queni él ni su arrogancia podían destruir.
Bernardoapretó los dientes, sintiendo el dolor desgarrar su cuerpo, pero esachispade resistencia seguía ardiendo en su interior, desafiante ante la oscuridad que lo rodeaba. Ladesesperacióntrató de envolverlo nuevamente, sus garras intentando arrastrarlo a laruina, pero se aferró con toda su fuerza a lo que aún le quedaba: suvoluntad.
Peterlo observaba, con susonrisa crueldibujada en el rostro, como si todo estuviera decidido, como si la vida deBernardono fuera más que un juego. Pero las palabras deBernardolo hicieron vacilar, aunque por un segundo.
—No importa lo que piensen los demás—dijo condeterminación, su voz firme a pesar de laagoníaque lo envolvía—.Mi valor no depende de tu opinión ni del miedo que intentas infundir.
Lalluviaque caía sobre ellos se volvió másintensa, como si el mundo entero estuviera reaccionando a laresistenciadeBernardo, como si las fuerzas que lo rodeaban se alinearan con él en ese último acto derebeldía.Peterfrunció el ceño, undestello de incomodidadatravesó sus ojos, pero rápidamente lo ocultó tras una nueva capa dearrogancia.
—¿Valor?—rió, la burla en su voz más fuerte que nunca—.No tienes nada. Sólo queda el eco de tus fracasos y la vergüenza de tu derrota.
PeroBernardono flaqueó. Sus palabras resonaban en su mente, reafirmándose con cadalatidode su corazón.
—No soy lo que tú dices que soy—respondió, sumiradafija enPetercomo si quisiera perforar su alma con esa mirada llena dedesdén—.No me harás ser lo que deseas.
Unsilenciopesado cayó entre ellos, mientras el viento y la lluvia agitaban la escena. Aunque suscuerposestaban rotos, sualmaseguía en pie, luchando.Peterno comprendía cómo podía alguien tan destrozado aún tener esafuerza. PeroBernardosabía lo que estaba en juego: sudignidad, suidentidadcomo ser humano, suvoluntad de vivira pesar de todo lo que lo había llevado a ese punto.
—Me iré de aquí sabiendo que, al menos, me quedé con lo único que importa—dijoBernardo, con una última mirada desafiante—.Mi decisión.
Y aunque elfinalde esa batalla parecía inevitable,Bernardohabía tocado algo más grande que lamuertemisma: supropio poderde decidir su destino, sin importar el sufrimiento que enfrentara.
La lluvia caía como unmanto de lamentos, empapando a ambos hermanos, pero laluzque aún brillaba en el corazón deBernardono podía ser apagada, por más que eldestinointentara borrarla. En ese momento, entre elsilencioy elruido de la tormenta, algo dentro de él comenzó atransformarse.Cada gotade lluvia, cada doloroso latido de su corazón, lo conectaba más profundamente con esa fuerza interior que se había despertado.
Bernardosabía que ya no había marcha atrás. Estemomentopodía ser el final de todo, o el principio de una nueva lucha. En sus ojos brillaba unaresolucióna la que no se había aferrado antes.Peterlo observaba, aún con esasonrisa burlona, pero algo en él comenzaba avacilar. Elpoderde su hermano, aunque debilitado, aún poseía una llama quedesafiaríalo que parecía ser inevitable.
—Este no es tu final, Peter. No es el mío.—Las palabras deBernardofueron como ungolpeal aire, resonando en el callejón sombrío, alejando las sombras que intentaban envolverlo.
Peterse detuvo por un instante, la duda nublando su mente. Pero larabiay ladesilusiónpronto lo recobraron, y susonrisavolvió, más amarga que antes.
—¿Qué más puedes perder?—respondió, su voz cargada devenenoydesdén—.Tu cuerpo ya está roto, tu alma perdida. Sólo queda la nada.
Bernardodejó escapar una risa baja, casi burlona, mientras se esforzaba por mantenerse erguido. Eldolorera insoportable, pero su espíritu no estaba dispuesto a ceder. Lavoluntadque había quedado dentro de él era más fuerte que cualquier herida física.
—No he perdido nada.—dijo, su voz tanfirmecomo eltruenoque resonó en el cielo—.Lo único que has logrado es mostrarme cuán vacío eres por dentro.
Unallamaderesentimientobrilló en los ojos dePeter, pero aún no comprendía lo que su hermano le había dicho. En su arrogancia, pensaba que todo estaba ya decidido, que lavictoriasobreBernardoera solo cuestión de tiempo.
PeroBernardo, aunque al borde de la muerte, había encontrado algo más fuerte que cualquier golpe o herida. Había encontrado elsentido de su lucha. En sucorazón destrozado, un resplandor deesperanzayredencióncomenzaba a formarse.
Latormentarugía alrededor de ellos, como si todo el universo estuviera esperando eldesenlacede esta trágicaconfrontaciónfamiliar. Sin embargo,Bernardono temía lo que pudiera venir. En su alma destrozada,la luzde la verdad y el sacrificio se encendía con fuerza.
—No eres mi destino.—dijo, sus ojos desbordandofuerzaydeterminación, a pesar de su cuerpo roto. —Lo que hagas conmigo, no cambiará lo que soy.
Peter, ante esas palabras, vaciló. Por un momento, latormentaque había desatado se volvió contra él. El juego ya no era solo el de poder, ni el de control. Era el deresistencia, el deidentidad.
Bernardo, aunque en el límite de laviday lamuerte, había reclamado algo más grande que su cuerpo roto:su voluntad. Y nada, ni siquiera la traición de su hermano, podría arrebatárselo.
La lluvia seguía cayendo, cada gota un recordatorio de ladesesperaciónque acechaba, pero también de laresistenciaqueBernardoaún mantenía. En sus ojos, aunque empañados por el dolor y la fatiga, ardía unallamaque no podía ser extinguida.Peter, aún de pie ante él, con esasonrisa burlonaen su rostro, creía tener el control total sobre la situación. Pero no comprendía lo que acababa de desencadenar.
—Sonríe, hermano. Porque el día de hoy, por primera vez, fuiste útil.—La voz dePeterse deslizó condesprecioyalegríacruel, como si finalmente estuviera logrando quebrar la resistencia de su hermano.
Pero en ese momento,Bernardolevantó la cabeza, ignorando el dolor que se intensificaba en su cuerpo.El despreciode su hermano, su ironía, sus burlas... todo eso solo alimentaba lafuerzaque seguía creciendo en su interior.Peterpodía ver ladebilidaden su cuerpo, las heridas abiertas, la sangre que seguía cayendo sin cesar. Sin embargo, lo queno veíaera elfuegoque ardía en el interior deBernardo.
Condeterminación,Bernardosonrió, pero no con la humillación quePeteresperaba. Fue una sonrisa cargada dedignidad, un desafío implícito ante la ironía de su hermano. No era la sonrisa de un hombre derrotado, sino la de unguerreroque, aunqueal borde de la muerte, no dejaría que lamaldadde su hermano lo quebrara.
—Te equivocas.—dijoBernardo, su voz firme a pesar de ladebilidadde su cuerpo. La tormenta seguía su curso, pero las palabras de su hermano ya no le afectaban de la misma manera.Peterno comprendía lo que había tocado, lo que había desatado.
—No eres tú quien decide mi valor.—continuó, su mirada fija en los ojos dePeter, desafiando laoscuridadque trataba de consumirlo.Peterdio un paso atrás, incómodo por la reacción de su hermano.Bernardoestabaherido, pero lo que estaba en juego era mucho más grande que un simple cuerpo roto.
—Hoy no eres mi verdugo. Hoy me convierto en mi propio destino.—dijo, cada palabra impregnada de unafuerzaque sorprendió incluso a él mismo. Lallamaque ardía dentro de él no era solo por su lucha; era por ladignidadque aún podía mantener, por laidentidadque nadie podría arrebatarle.
A pesar delsangreque cubría su rostro, a pesar del dolor que le atravesaba,Bernardosabía que este era el momento de enfrentarse a su propio destino.Peterhabía subestimado lo querealmenteimportaba.
La tormentarugía más fuerte, pero en ese momento,Bernardocomprendió que, por mucho que eldestinotratara de aplastarlo, él seguía siendo el dueño de su alma. YPeter, por primera vez, dudó.
El silencio que siguió a las palabras deBernardofue ensordecedor, como si el mundo mismo hubiera hecho una pausa, un breve respiro antes de que todo estallara nuevamente.Peterpermaneció inmóvil, sus ojos fijos en su hermano, incapaz de entender lo que acababa de suceder. El viento se levantaba, y lalluviaarremetía con furia, como si la misma naturaleza estuviera también testificando esa última confrontación entre ellos.
Bernardosentía su cuerpo al límite. Lasheridaslo consumían, pero elfuegoen su interior seguía intacto, alimentado por sus palabras, por sudecisiónde no rendirse. Había sido derrotado muchas veces en su vida, pero este momento no sería uno más en su larga cadena de fracasos.Peterpodía burlarse de su sufrimiento, pero lo que no entendía era queBernardoya no temía a la muerte. La verdadera derrota era vivir sindignidad.
—Es irónico, hermano—dijoBernardo, su voz tranquila, pero llena de una fuerza casi sobrenatural—.Tú que siempre te has creído superior, hoy eres quien queda vacío.
Peterapretó los dientes, sintiendo cómo la burla se le volvía en contra, y su arrogancia comenzaba a desmoronarse.Bernardono estaba quebrado. Estabarenaciendo.
Peterdio un paso adelante, su ira creciendo, su paciencia agotada, pero antes de que pudiera replicar,Bernardose incorporó con lo poco que quedaba de su fuerza, sumiradafija y desafiante. La tormenta no era nada comparado con lo que se estaba librando en sus corazones.
—Por primera vez en tu inútil vida...—dijo, su voz firme y clara como una espada, el brillo de laresistenciaen sus ojos—.Fuiste útil.
Elecode sus palabras se hizo sentir, y por primera vez,Peterentendió lo que había desatado: no solo la ira de un hermano, sino unafuerzaque había estado esperando mucho tiempo para salir.Bernardo, en su último aliento, había ganado algo mucho más valioso que su vida. Había recuperado sualma, y eso era algo quePeternunca podría comprender.
La lluvia siguió cayendo, pero ahora,Bernardoya no temía al final. Porque había luchado, y en su lucha, había encontrado su verdadera victoria.
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