The Legend of Zelda y todos sus personajes son propiedad de Miyamoto Shigeru, Tezuka Takashi y Nintendo.

Palabras: 1109.

05.- Sudor

El sol brillaba con fuerza y el calor era asfixiante. Sabía que si se saltaba el entrenamiento nadie le diría nada, sobre todo porque desde que era un elegido sus compañeros de la guardia real le evitaban como si fuese contagioso. Lo cierto era que no le importaba demasiado, le iba bien así.

Estaba un poco frustrado. Zelda era tan hostil con él. No recordaba haberle hecho nada para propiciar aquel cambio. No creía haberla ofendido. Lo único que había cambiado era su arma. La Espada Destructora del Mal le había elegido, él no había hecho nada para forzarlo, ni lo había pedido, ni siquiera la había querido blandir. No podía ser por la espada. ¡Por Hylia! Podía darle una maldita pista para tratar de enmendarlo.

Se secó el sudor de la frente. Hacía un calor de mil demonios.

—Link.

Se giró y miró a Cerishe, la sirvienta más joven de Zelda, tenía las mejillas rojas y se frotaba las manos nerviosa.

—Solicitan que te reúnas con la princesa y sus invitados en el salón este.

—Diles que iré en seguida —respondió. Estaba todo sudado, lo mejor sería asearse y cambiarse de ropa.

—Lo siento, pero tiene que ser ahora.

Suspiró. No podía oponerse. Enfundó la espada y siguió a la joven deseando que Zelda no se enfadase con él por estar sucio y sudado, las cosas ya estaban lo suficientemente mal con ella como para añadirle más leña al fuego.

—Buena suerte —susurró la muchacha frente a la puerta.

Link asintió y aguardó hasta que dejó de escuchar sus pisadas para llamar a la puerta. Se llenó los pulmones de aire y lo retuvo.

—Adelante.

Empujó la puerta obedeciendo la orden de Zelda. Entró en el salón, la luz del sol se colaba por los grandes ventanales lanzando destellos dorados por todos lados. Se arrodilló, el puño al pecho y la mirada gacha.

—¿Este es el elegido por la Espada Maestra? —inquirió una mujer con tono burlón como si la empuñadura de la espada no sobresaliera por encima de su hombro—. Es tan... bajo y poca cosa.

—Link, ponte en pie, por favor.

Lo hizo. Zelda sonaba muy molesta.

—No se parece en nada al hombre de las leyendas. —La mujer continuó hablando con una sonrisa altiva estampada en sus labios rojos. Tenía el cabello castaño recogido en un moño altísimo decorado con joyas que brillaban intensamente. Vestía elegante, como si tuviera que demostrar que era rica. Contrastaba con la sencillez de Zelda y su cara de fastidio—. Alteza, ¿estáis segura de que no os ha engañado? ¿Tal vez eso que porta es una falsificación?

Zelda puso los ojos en blanco e hizo un gesto brusco con la mano para apuntarle.

—Yo misma le vi sacar la espada del pedestal, ¿acaso me estáis llamando mentirosa? —replicó con frialdad, como si una persona diferente estuviera hablando por ella—. Puedo aseguraros que es el portador de la Espada Destructora del Mal. Las leyendas sólo son historias, cuentos para que los niños sueñen y construyan sus metas de futuro. Sólo la gente de mentalidad obtusa sigue creyendo en leyendas al crecer.

—Ruego me disculpéis, alteza, por supuesto, tenéis razón.

Había sido una réplica cargada de desdén que había surtido efecto, la mueca altiva de la mujer se había evaporado. Si el rey Rhoam hubiese estado allí seguramente habría estado orgulloso de ella y esa faceta que tan poco encajaba con la princesa que él conocía.

—Aún y así, madre —intervino el joven de ropa almidonada que debía tener un par de años más que Zelda y él—, miradle, es un... campesino.

El hombre a la izquierda del muchacho soltó una risita cargada de veneno.

—No todo el mundo tiene la fortuna de nacer en una familia como la nuestra, Pyrme —añadió el hombre.

Pasaron un buen rato hablando de privilegios, dinero, joyas, tierras y mansiones. El rostro de Zelda era una máscara inexpresiva, aunque el leve temblor de sus manos fuertemente entrelazadas sobre la mesa ponía en evidencia que estaba harta de aquella cháchara superficial.

—¿Y a qué huele este campesino? —preguntó Pyrme devolviendo la atención hacia Link.

—¿Oler? —intervino de nuevo la mujer—. No huele, apesta a sudor.

Link vio a Zelda morderse el labio con rabia rompiendo aquella máscara de perfecta inexpresividad.

—Sudor —musitó la princesa—. ¿Apesta?

A su pregunta le siguió un largo silencio durante el que los ojos de Zelda, clavados en sus invitados, centellaban.

—Link no sólo es el elegido hyliano. Es un soldado, mi caballero personal —explicó, su voz sonaba cortante y se proyectaba con fuerza como si viniera de todas partes, a Link le fascinaba cuando hacía eso—. Esta es la hora a la que Link entrena cada día. ¿A qué esperan que huela alguien tras ejercitarse durante dos horas, alguien al que no se le dan tiempo para asearse y cambiarse de ropa? ¿A rosas? ¿A brisa marina?

—Alteza, lamento que este campesino os esté avergonzando —susurró la mujer.

—Basta. Ya es suficiente —soltó Zelda.

Se puso en pie sin dar opción a que nadie mediase palabra. Cruzó la sala en pocos pasos, le agarró por la muñeca y le arrastró fuera cerrando la puerta con gran estruendo. Durante unos segundos lo único que se escuchó en el pasillo fueron los pasos de ambos sobre el elegante suelo.

—Lo siento —susurró Link atreviéndose a romper el silencio.

—¿Qué es lo que sientes? —preguntó, sonaba increíblemente enfadada.

—No quería avergonzaros delante de vuestros invitados, alteza.

Zelda frenó en seco y soltó su mano con suavidad, pero no se giró para mirarle.

—No seas estúpido. No tienes nada por lo que disculparte, no me has avergonzado.

»Hay gente que se cree que por haber heredado un título y riquezas están por encima de todos los demás. Títulos que no obtendrían si dependieran de sus logros personales.

Suspiró y le miró, en sus ojos verdes ya no había ira, sólo una tristeza demasiado profunda como para poder gestionarla a solas.

—Jamás permitas que nadie te humille por tus orígenes. La gente como ellos necesita hundir al resto para sentirse superiores. Tienen riquezas, tierras y títulos, pero tú eres muy superior a ellos. En todo.

—Gracias —susurró.

Los brazos de Zelda se enredaron sobre sus hombros en un abrazo estrecho y él se atrevió a rodear su cintura con timidez.

—Estoy sudado y huelo mal —musitó en su oído.

—Me da absolutamente igual. No me molesta.

Se atrevió a ceñir su cintura y se permitió soñar con que aquel abrazo significase que la guerra fría que se había iniciado con la elección de la Espada Maestra llegase a su fin.

Fin

Notas de la autora:
¡Hola! ¿De dónde ha salido esto? No lo tengo muy claro, pero aquí queda para la posteridad.
De nuevo, se aceptan sugerencias, así que no seáis tímidas/os.
Nos leemos.