32
LA COLINA DE PONY
Anthony normalmente podía leer un libro entero en menos de dos horas, pero últimamente le costaba mucho concentrarse incluso en las tareas más simples. Sentado en su silla de ruedas en la biblioteca, observaba mientras Stear construía un reloj parlante que seguramente terminaría explotándole en la cara, pero prefirió quedarse callado.
—¿Crees que funcione? —Stear rompió el silencio sin levantar la mirada.
—¿Tu artefacto improvisado o nuestros planes para reunir a Albert y Candy?
—Ambos, supongo.
Suspirando, Anthony se llevó una mano al cabello.
—Si te soy honesto, confío más en tus locuras mecánicas que en algo tan impredecible como el amor.
Stear soltó una risita, pero sonaba nervioso, algo impropio en su carácter relajado que parecía no temerle a nada. El crujido de la puerta interrumpió su conversación, e inmediatamente después entró Archie.
Era obvio que algo había pasado con él. Sus ojos brillaban de forma especial, y parecía de buen humor.
—¡Hola, familia!
—¿Qué tienes? ¿Por qué traes esa cara de idiota?
—Porque vi a Annie —suspiró enamorado, dejándose caer sobre una silla con las piernas extendidas—. Al principio se portó con algo de frialdad, pero luego bajó la guardia. ¡Es tan hermosa! Extrañé su voz, el aroma de su cabello…
—Concéntrate en lo que verdaderamente importa. ¿Cómo está Candy? ¿Pudiste hablar con ella?
—No, ya se había ido cuando llegué.
Frustrado, Anthony tuvo el impulso de propiciarle un golpe en la cabeza a su primo.
—¡Tonto, se supone que le explicarías lo que pasó!
—No me mires como si fuera mi culpa, ni siquiera Annie pudo detenerla. Para ser tan pequeña tiene un carácter sorprendentemente férreo.
—Archie…
—Tranquilo. Se me ocurrió un plan infalible.
Stear y Anthony se miraron sospecha.
—¿De qué se trata?
—¿Alguna vez escucharon hablar del Hogar de Pony? —Siguió, ignorando la mirada crítica de su hermano—. De seguro tú sí, Anthony. Es el orfanato donde Candy creció.
—¿Y qué con eso?
—Está muy cerca de Lakewood en auto. Se me ocurre que podríamos escribirle una carta invitándola a pasar unos días con nosotros y con Annie. Oh, y con el tío William, por supuesto.
—¡Ya entiendo! Haremos que tengan un encuentro por mera casualidad.
—Nosotros no haremos nada. El destino se encargará de actuar, recuerda que Anthony le prometió a la tía Elroy no intervenir y de alguna manera cumplirá su palabra: nadie le hablará a Albert de su pasado, ni le diremos quién es Candy o lo que significó en su vida.
—De acuerdo, ¿pero qué le diremos a ella para que vaya a Lakewood? No quiere ni saber de él.
—Me sorprende su falta de imaginación, muchachos. Podemos inventarle cualquier pretexto, una excursión, mi fiesta de cumpleaños…
—¿Y Albert? ¿Qué pasa si logramos convencer a Candy de que nos visite en la villa, pero no a nuestro tío?
—Yo lo conozco muy bien. Ama estar cerca de la naturaleza, no va a resistirse a estar unos días lejos de la ciudad.
Anthony asintió. El plan tenía mucho sentido en su mente, pero aún tenía ciertas preocupaciones que no le permitían estar tranquilo.
—Debemos tener mucho cuidado y no forzar un acercamiento directo entre los dos si queremos que la tía Elroy cumpla con su parte del trato —meditó—. Si se entera de que estuvimos confabulando, las cosas terminarán muy mal para nosotros.
—Nadie le dirá nada. Manejaremos un perfil bajo para que tampoco se enteren los buitres de Elisa y Neal…
Antes de que pudieran continuar la discusión, escucharon pasos firmes acercándose a la biblioteca. La puerta se abrió nuevamente, y esta vez fue Albert quien entró. Sus ojos azules parecían fríos pero con una determinación férrea que les recordó al hombre que solía ser antes de que perdiera la memoria.
—Buenas tardes, muchachos.
—Albert, ¿cómo te fue?
Su tío sonrió con tristeza y se detuvo frente al gran ventanal con vista hacia el jardín de las rosas. Parecía ausente, melancólico, y Anthony deseó con toda su alma que las dulce Candy pudieran regresarle sus recuerdos.
—Terminé con Leonette.
Stear y Archie sonrieron sin poder esconder su emoción, y Anthony lo miró sorprendido. Nunca dudó que su tío tendría el valor de acabar con esa relación, pero tampoco imaginó que sería tan pronto.
—¿Y bien? ¿Cómo te sientes?
—Liberado. Culpable.
—Por favor, tío —se rio Archie suavemente—, en realidad le hiciste un favor a Leonette.
—Tal vez. Pero no siento culpa por eso, sino por mi propia apatía. Le rompí el corazón a una mujer que me amaba y solo puedo sentir tranquilidad, como si me hubiera quitado un peso de encima.
—Nadie elije a quién darle su corazón.
—A veces siento que no tengo corazón, Anthony. Perder el pasado es también perderse a uno mismo, y ahora no sé qué clase de hombre soy o como viviré mañana.
—No pienses en eso. Aunque hayas perdido tus recuerdos, tu esencia sigue siendo la misma. Eres nuestro tío —dijo Stear, acercándose para poner una mano sobre su hombro.
Albert asintió, conmovido, y esas palabras fueron suficientes para tranquilizar su agitado corazón.
—Les agradezco. Ahora que estoy aquí, voy a recuperar el tiempo perdido y tratar de integrarme a la empresa con ustedes.
—Tuviste un horrible accidente, no creo que trabajar sea recomendable.
—Estoy bien, no tengo secuelas además de la amnesia, y no puedo seguir evadiendo mis responsabilidades.
—Estoy de acuerdo, pero necesitas aclarar tu mente —intervino Archie, con un tono que para cualquier otro resultaría inocente, pero para Stear y Anthony sonaba estratégico—. ¿Qué tal si pasas unas semanas en Lakewood?
Albert levantó la mirada, sorprendido por la sugerencia.
—¿Lakewood?
—Sí, es la casa de verano de la familia Andrey, una villa tranquila lejos del caos de la ciudad. Tú creciste ahí —continuó Anthony—. ¿No crees que podría ayudarte a recuperar la memoria?
—Quizás, pero no creo que sea buena idea. Ya me ausenté por varios meses y no puedo dejar todas mis responsabilidades en manos de George.
—El señor Villiers estará de acuerdo con que necesitas priorizar tu salud. Nosotros nos haremos cargo de los pendientes y después te alcanzamos en Lakewood.
Albert reflexionó las palabras de sus sobrinos, pero lucía cada vez más tentado con la idea, hasta que finalmente sonrió.
—Tienen razón, unos días en el campo no me vendrían mal —decidió—. Partiré mañana a primera hora.
Los muchachos se miraron con una mezcla de alivio y duda. El plan estaba en marcha, ya no había vuelta atrás, y eso llevó a Anthony a darse cuenta de otra cosa: estaba renunciando a Candy por segunda vez y para siempre. El amor que sentía por ella estaba más vivo que nunca, como un ave revoloteando en su corazón, pero nunca lo dejaría ser libre.
Albert volvería a enamorarse de ella y después de eso, no la dejaría ir nuevamente.
La próxima vez que viera a su tío, sería al lado de la mujer que amaba.
Cuando Candy llegó al Hogar de Pony ya era de noche. El viaje fue largo y cansado, pero al menos le sirvió para recoger los pedazos de su corazón roto; había llorado tanto que sus ojos estaban tan hinchados y ya no le quedaban lágrimas.
Se despidió del chófer de Annie, haciéndole prometer que le diría a su amiga que no se preocupara por ella, antes de entrar al orfanato. Encontró a la señorita Pony limpiando la cocina mientras entonaba una canción improvisada, tan ensimismada en su tarea que ni siquiera notó la presencia de Candy.
—¡Hola!
—¡Hija, me asustaste!
—Lo siento mucho, señorita Pony —dijo Candy, dándole un fuerte abrazo—. ¿Cómo está? No debería seguir trabajando a estas horas.
—No te preocupes. La hermana María está acostando a los niños, ¿pero tú como estás, Candy? Te noto demasiado pálida y ojerosa, como si no hubieras dormido en varios días.
Escuchar la angustia en la voz de su madre revolvió algo dentro de Candy, pero se esforzó por disimular.
—El viaje estuvo muy cansado. Présteme esa escoba y le ayudo para terminar más rápido…
—Mejor descansa, hija mía. Debes estar hambrienta, ¿verdad?
Aunque no tenía mucho apetito, Candy permitió que la señorita Pony le sirviera algo de sopa. Tomó asiento frente a la chimenea y calentó sus manos, congeladas por el frío del exterior, mientras la señorita le contaba todo lo que había ocurrido en sus días de ausencia.
Poco después la hermana María entró a la cocina.
—¡Candy! —Exclamó dándole dos besos en las mejillas—. Qué bueno que llegaste sana y salva.
—Hermana María, ¿cómo se siente? ¿Le ha dolido su pierna?
—Estoy como nueva. Pronto volveré a correr detrás de ti en la colina, regañándote porque te subiste a un árbol.
—Espero que sí —sonrió la pecosa, con un nudo en la garganta—. Aunque no lo crea extraño su mal genio.
—Pero cuéntanos, niña. ¿Cómo te fue en Chicago?
Candy esperaba esa pregunta, pero no por eso fue menos dolorosa. Tragó en seco y se armó de valor, aunque sabía que su rostro delataba las expresiones que estaba experimentando en ese momento.
—Todo terminó entre él y yo. No existe ninguna esperanza.
—Candy…
—No, señorita Pony. Estoy cansada de buscarlo, de esperar a que me mire como solía hacerlo antes. Si Albert no quiere nada conmigo, no seré un problema para él.
Las dos mujeres se miraron de una forma que solo ellas podían entender. Fue la hermana María quien tomó sus manos y respondió con serenidad y firmeza:
—Hablas con mucho dolor en tu voz, querida Candy. Ten cuidado, no quiero que eso se convierta en resentimiento.
—Usted sabe que yo no soy esa clase de persona.
—Lo sé, pero cuando una tiene el corazón roto, es difícil pensar con claridad. ¿Tú estás convencida de todo lo que estás haciendo? No quiero que más tarde te arrepientas de tus decisiones.
—¿Cómo me voy a arrepentir? Fue él quien me apartó de su vida. Lo único que estoy haciendo es cuidar mi corazón, o de lo contrario moriré de tristeza.
La señorita Pony asintió y la rodeó con sus brazos. La simpleza de ese gesto reconfortó a Candy, haciéndole sentir que en el mundo existía alguien que la amaba incondicionalmente.
—Está bien, hija. Tómate todo el tiempo para llorar tu desgracia —susurró—, pero no dejes que la amargura te consuma. Sigue adelante, levanta la cabeza y sonríe, quizás algún día vuelvas a amar.
—No. Después de él, no creo que eso sea posible.
—Candy, no digas eso; eres tan joven y bonita, tienes una vida entera por delante —insistió la señorita Pony.
—Prefiero no hablar de eso…
—De todas maneras yo le pediré a Dios que te brinde mucha fuerza. Cuando menos lo esperes, verás un milagro.
Candy escuchó las palabras de la hermana María. En este momento sonaban tan imposibles en su mente que ni siquiera podía imaginarlo, pero tenía razón: necesitaba fortaleza para enfrentar lo que venía en su camino.
Ojalá el tiempo fuera gentil con ella y se llevara todo el amor que sentía por Albert Andrey.
En cuanto amaneció, Albert le ordenó a su chófer que se preparara para salir a Lakewood lo antes posible. Organizó su equipaje para dos semanas, aunque no estaba seguro de cuánto tiempo permanecería ahí; también empacó varios libros y documentos para comenzar a ponerse al día con los asuntos de la empresa.
Bajó a desayunar, y en el comedor encontró a la tía Elroy con sus sobrinos, además de Neal y Elisa.
—Buenos días a todos —saludó de buen humor—, no se levanten, por favor.
—Buen día, hijo. Te esperábamos para comenzar.
Albert tomó su lugar en la cabecera de la mesa y los sirvientes sirvieron café, jugo de naranja, panqueques, fruta y abundantes platillos. Al principio desayunaron en silencio, una dinámica que parecía muy normal cuando la tía abuela estaba presente.
—A propósito —dijo Anthony, colocando sus cubiertos sobre la mesa—, mañana viajaré a Florida con mi padre.
—¿Tan pronto?
—Era un viaje que habíamos aplazado varios meses, Stear. Estoy muy emocionado, nunca he pasado tanto tiempo con mi papá y tengo muchas ganas de estar con él.
—No es necesario que te vayas. Esta es tu casa y tu familia—intervino la tía Elroy, frunciendo el ceño.
—No se preocupe, tía. Al menos tiene a Stear y Archie para hacerle compañía.
—Y a nosotros —dijo Elisa con un tono de fingida dulzura.
—Anthony tiene razón. Mi hermano y yo estaremos aquí con usted, colaborando en la empresa mientras mi tío está ausente —sentenció Archie.
El cambio en la expresión de la tía Elroy fue inmediato. Abrió las aletas de la nariz en un gesto de indignación y miró a Albert con reproche.
—¿De qué están hablando? ¿Acaso tienes un viaje programado y no me lo contaste, William?
—Es una cuestión de último minuto. Decidí tomarme un par de días para ordenar mi cabeza antes de retomar mis funciones como patriarca de los Andrey.
—¿Pero a dónde piensas ir?
—Lo siento, tía, pero preferiría no decir. No quiero que se lo tomen personal, pero quiero desconectarme y evitar contacto. Si necesitan algo, pueden tratarlo directamente con mi secretario, George Villiers.
—¡Esto es absurdo, William! No puedes irte de esa manera sin avisarle a nadie, ¿y qué pasa con Leonette?
—Me alegra que lo mencione. Aprovechando que Neal y Elisa están presentes, quisiera informarles a todos que mi relación con Leonette Harrison terminó.
Elisa dejó escapar un gritito y la tía Elroy se puso pálida como la muerte.
—¿Perdiste la cabeza, muchacho?
—No, estoy más seguro que nunca de la decisión que tomé. Y como el jefe de esta familia, les ordeno a todos que no vuelvan a tocar este tema.
—¡Inconsciente! ¿Con qué cara enfrentaré a Oscar Harrison? Leonette es su única hija y no va a tolerar esta humillación.
—Al contrario, tía. Oscar me va a agradecer por no arruinar la vida de Leonette con esta farsa.
—Pues no le permitiré.
—No estoy pidiéndole permiso. Sin importar lo que ocurra, ni usted ni nadie en esta casa decidirán acerca de mi futuro —dijo con voz autoritaria—. Yo elegiré una esposa en mis propios términos cuando sea el momento adecuado.
La tía Elroy abrió la boca como si quisiera seguir discutiendo, pero se contuvo. Lanzó su servilleta sobre la mesa y se puso de pie.
—He perdido mi apetito. Buena suerte en tu viaje, William.
Elisa y Neal la siguieron como dos cachorritos detrás de su dueña y en el comedor solo permanecieron sus sobrinos. Stear silbó impresionado.
—Vaya, vaya, tío. Nunca imaginé que le hablarías con tanta dureza, pero me agrada esta faceta tuya.
—Solo estoy cansado de no tener control sobre mi vida.
—Ya verás que en Lakewood las cosas van a mejorar.
—Eso espero.
Terminaron de desayunar y los muchachos lo acompañaron hasta la puerta para despedirse de él. Le dio un abrazo a cada uno, pero cuando llegó el turno de Anthony, se inclinó para estar al mismo nivel de su silla de ruedas.
—Cada vez que te veo, tengo la certeza de que mi hermana Rosemary vive en ti.
Anthony sonrió con tristeza.
—¿Lo dices aunque no tengas ningún recuerdo de ella?
—No es necesario recordar para sentir afecto por alguien —susurró, dándole un beso en la frente—. Cuídate mucho, querido Anthony.
—También tú, Albert. Cuando nos volvamos a ver…
—¿Qué?
—Nada. Solo espero que la próxima vez que te vea, estés caminando al lado de tu felicidad.
Albert asintió y dedicó una última mirada a sus sobrinos antes de subir al auto que lo llevaría a Lakewood. La palabra resonaba en su mente con la cadencia de un eco lejano, como el recuerdo de un sueño que no terminaba de comprender. Mientras el motor cobraba vida, trató de evocar imágenes de sus paisajes, sus muros, sus rincones; pero lo único que halló fue un vacío extraño, una ausencia que lo inquietaba.
Será como conocerlo por primera vez, pensó. Como un extraño regresando a un lugar que nunca fue suyo.
El viaje se extendió por varias horas, tiempo que Albert intentó llenar leyendo un libro sobre finanzas. Las palabras se mezclaban en su mente, pero no podía evitar los pensamientos que surgían entre líneas. Cada vibración del auto lo conectaba con un temor profundo que no reconocería en voz alta: aquel accidente había dejado una secuela terrible, y tenía miedo de que volviera a repetirse.
El rugido constante del motor y la habilidad de Steve, su conductor, lo mantenían a salvo, pero su atención comenzó a desviarse hacia el paisaje. Los campos verdes se extendían como un lienzo infinito, los árboles se alzaban con la solemnidad de guardianes inmutables, y un viento suave acariciaba el rostro de Albert, llevándose consigo un poco de la carga que oprimía su pecho.
—Ya estamos llegando a Lakewood, señor Andrey —anunció Steve con una nota alegre en la voz.
Albert alzó la vista hacia el camino, pero algo en su interior lo instó a no detenerse.
—¿Tan rápido? Sigue avanzando —ordenó, sin apartar la mirada de los árboles en la distancia—. Quiero ver qué hay más allá.
Steve asintió, aunque con cierta sorpresa. Albert apoyó la cabeza contra el asiento y cerró los ojos un instante, pero su corazón comenzó a latir más rápido. No entendía por qué, pero aquel lugar, el aire, los sonidos… todo parecía envolverse en una calidez que no había sentido en mucho tiempo.
Como un hogar, pensó.
El auto avanzó un poco más, hasta que un sendero apareció, desviándose del camino principal. Era estrecho y sinuoso, bordeado por árboles cuyas ramas parecían formar un arco natural.
—Detente aquí, por favor —indicó Albert, levantando una mano con decisión.
El automóvil se detuvo suavemente, levantando una ligera nube de polvo que se desvaneció con el viento. Albert bajó, aspirando el aire fresco y sintiendo cómo el aroma de tierra mojada y pino llenaba sus pulmones.
—Espérame aquí, Steve —dijo, con la mirada fija en el sendero que se perdía entre los árboles—. No tardaré.
Sin esperar respuesta, comenzó a caminar. El sonido de sus pasos sobre la tierra marcaba un ritmo constante, casi hipnótico. La naturaleza lo rodeaba con su música: hojas crujientes bajo sus pies, ramas susurrando al viento, y el canto distante de un ave que parecía guiarlo.
No sabía cuánto tiempo pasó caminando. Cada paso era un recordatorio de que sus piernas, su cuerpo, estaban vivos. Y por primera vez desde que despertó en Cleveland, sintió algo más que simple existencia: se sintió humano.
De repente, una colina apareció frente a él. El sol iluminaba su cima, bañando la hierba en tonos dorados que se mecían como si lo llamaran por su nombre. Albert se detuvo al pie de la pendiente, con un escalofrío recorriendo su espalda.
¿Qué es esto? pensó, su respiración entrecortada. ¿He estado aquí antes?
Ascendió con pasos firmes, sintiendo que con cada movimiento algo dentro de él se desmoronaba y volvía a construirse. Cuando llegó a la cima, cerró los ojos y dejó que el viento acariciara su rostro. La brisa llevaba consigo un extraño consuelo, arrastrando el peso invisible que cargaba en su corazón.
Arriba de la colina, el mundo parecía diferente. Más pequeño, más efímero. Incluso sus preocupaciones parecían diluirse bajo aquel cielo azul, salpicado de nubes que flotaban sin prisa. Se dejó caer sobre la hierba, sintiendo su suavidad bajo su cuerpo, y miró al cielo con una mezcla de cansancio y alivio.
—¿Qué voy a hacer con mi vida? —susurró, dejando escapar un suspiro que el viento pareció recoger—. ¿Algún día lograré encontrar paz?
Las preguntas se disiparon en el aire, y por un momento, Albert permitió que la belleza de aquel lugar respondiera con su silencio. Pero entonces, algo perturbó la calma.
El crujido de ramas. Albert se incorporó de inmediato, buscando el origen del ruido, cuando una figura femenina cayó desde un árbol cercano, aterrizando torpemente sobre la hierba con un sonido seco.
Sin pensarlo, Albert corrió hacia ella.
Sintiendo un amor inexplicable en el pecho, Candy cubrió a los niños del Hogar con una manta que la señorita Pony había tejido con paciencia infinita. Observó sus pequeños rostros mientras dormían la siesta, serenos, como si el peso del mundo no pudiera alcanzarlos en sus sueños. Cerró la puerta con suavidad, permitiendo que el silencio envolviera el lugar.
El orfanato estaba sumergido en una calma apacible. Afuera, el viento jugaba entre los árboles, susurrando secretos que solo la naturaleza podía entender. Candy sintió cómo ese silencio también se extendía dentro de ella, pero no como un consuelo, sino como una grieta que permitía escapar todo aquello que trataba de ocultar durante el día.
Sin hacer ruido, salió al jardín y levantó la vista hacia la colina que siempre la había acogido. Era su refugio, su santuario. Las ramas del Padre Árbol se alzaban majestuosas, retorcidas con los años, pero llenas de vida. Parecía esperarla, como si supiera que ese día también necesitaría su consuelo.
Candy subió con la agilidad de alguien que conocía cada nudo y cada grieta en su corteza. Cada rama era una vieja amiga que la sostenía con firmeza, llevándola a su rincón favorito. Cuando alcanzó su lugar, se acomodó y dejó que su mirada se perdiera en el horizonte. Desde allí, podía ver más allá del Hogar, hacia los campos ondulantes y el cielo que parecía infinito.
El viento jugaba con su cabello, enredándolo con suavidad, y por un momento su corazón encontró una paz efímera. Pero esa tranquilidad duró poco. Como siempre, sus pensamientos regresaron a él.
Albert.
El dolor la atravesó como un cuchillo invisible, cortando su respiración y llenando su pecho con una mezcla de amor y desesperación. Si pudiera odiarlo, si pudiera aborrecer todo lo que significó para ella… Pero era inútil. Había intentado arrancarlo de su corazón, pero siempre volvía, como una sombra que la perseguía sin tregua.
Estoy condenada a amarlo, pensó, cerrando los ojos mientras las lágrimas amenazaban con escapar.
Un crujido la devolvió al presente. Abrió los ojos y miró hacia abajo, hacia el pie de la colina. Una figura masculina avanzaba lentamente, como si estuviera explorando el lugar.
Candy entrecerró los ojos, tratando de distinguirlo entre los reflejos dorados que el sol proyectaba sobre la hierba. El hombre era alto, con hombros rectos y una postura que denotaba confianza. Su cabello rubio brillaba bajo la luz, y había algo en la forma en que caminaba, algo inquietantemente familiar.
Es una alucinación, se dijo, sacudiendo la cabeza para alejar aquel pensamiento. Pero sus manos se aferraron con más fuerza a la rama, como si temiera que lo que veía desapareciera.
El hombre llegó al centro de la colina y se dejó caer sobre la hierba. Permaneció allí unos instantes, inmóvil, como si el lugar tuviera la capacidad de responder preguntas que aún no sabía cómo formular.
Candy lo observó con el corazón en la garganta. Entonces, él habló.
No pudo distinguir las palabras, pero el sonido de su voz fue suficiente. Candy se quedó petrificada. Esa voz… la había escuchado tantas veces, la había amado tanto que ahora su sola existencia parecía una cruel burla del destino.
Es imposible, pensó, sintiendo cómo su cuerpo se tensaba. No puede ser él. No aquí.
Con el corazón desbocado, Candy se movió para observarlo mejor, pero su pie resbaló. El tronco húmedo no soportó su peso, y en un instante, todo su mundo se inclinó peligrosamente.
—¡Ah! —gritó justo antes de caer.
El impacto contra el suelo fue brusco. La hierba amortiguó parte de la caída, pero un dolor agudo en el tobillo la dejó sin aliento. Candy intentó moverse, pero cada intento le arrancaba un gemido de dolor.
Fue entonces cuando lo escuchó.
—¿Está usted bien?
Candy levantó la vista, y el tiempo pareció detenerse.
Él estaba allí, con el rostro parcialmente iluminado por el sol. Sus pómulos marcados, la barbilla firme y aquellos ojos azules que tanto había amado. Ojos que ahora la miraban con preocupación, pero sin el menor indicio de reconocimiento.
—Albert… —susurró.
NOTAS:
¡Por fin tenemos reencuentro! Desde aquí empieza mi parte favorita de la historia, el verdadero Castillo de Flores. Ojalá les haya gustado mucho este capítulo, a mí me encanto escribirlo para ustedes. ¡Por cierto! Quiero hacer una playlist para inspirarme y escribir, recomiendenme las canciones que les recuerden a esta historia y en general a Albert y Candy.
¡Nos vemos pronto!
