4
Arriba de un árbol
En la mente de Candy, el tío abuelo William era un anciano decrépito, de voz lánguida y quizás un poco malhumorado, pero nunca alguien como él.
¿Podía tratarse de una broma?
—¡Tío abuelo! —Exclamó Anthony.
El aludido fingió sentirse ofendido.
—No tengo ochenta años, sobrino. Deja de llamarme así o tendré que comenzar a comportarme igual de estricto —le advirtió.
—Quizás deberías. Te fuiste dos meses y ahora todos creen que pueden ocupar tu lugar.
Las palabras del muchacho estaban claramente dirigidas a Elisa, quien se puso tan roja como su cabello al darse cuenta.
—Es verdad —concedió el señor Andrey—. Hace un momento estaban manteniendo una conversación muy interesante. ¿Quieres decirme cuál era el motivo, Elisa?
—Lo lamento mucho, tío William —dijo muy a su pesar—, yo solo me preocupé por Anthony.
—¿Por qué? Él tiene a su enfermera.
El hecho de que reconocieran a la pecosa como tal solo enfureció a la señorita Leagan, que no pudo contenerse más e hizo una rabieta.
—¡No, no y no! —Pronunció—. ¡La tía abuela la corrió, ella no tiene nada que hacer aquí!
El señor Andrey sopesó sus palabras antes de inclinarse para mirar a Elisa a los ojos.
—Es verdad que la tía Elroy tiene poder en la familia, al igual que los Leagan, los Cornwall y los Brown —accedió—. Pero no olvides que yo soy el único jefe y señor de esta casa. Mi palabra es la ley.
Candy se sorprendió al notar la firmeza y seguridad con la que el hombre hablaba, de una manera que podría intimidar incluso al más valiente. Fue suficiente para que Elisa, humillada, se fuera sin decir otra cosa.
Una vez estando solos, Anthony pareció relajarse.
—Al fin se largó. No soporto que ella y la tía Elroy estén detrás de mí todo el día —dijo—. Me alegra que regresaras, Albert.
—Y a mí me alegra estar de vuelta, aunque noto algunos cambios por aquí; ¿qué sucedió con tu enfermera, la de cabello corto?
—Tessa. Se fue entre lágrimas luego de un regaño de la tía —comentó poniendo los ojos en blanco—. Pero mira, te presento a Candy White.
Candy se puso como un tomate cuando el señor Andrey la miró.
—Mucho gusto —balbuceó nerviosa.
¿Desde cuándo se cohibía tanto ante la presencia de algún desconocido?
—Candy. Por supuesto, ¿cómo podría olvidar esos maravillosos ojos?
—¿Qué? —Inquirió Anthony confundido—. ¿Se conocen?
—Sí, el señor Andrey fue quien me ayudó en la ciudad cuando perdí mi dinero.
—Ah, el desconocido que te pudo haber secuestrado —recordó el muchacho, ante la sorpresa de Candy y la diversión de su tío.
—¡Yo nunca dije eso! —Se defendió la pecosa—. ¡Tú eres el que lo insinuó!
El señor Andrey se rio a carcajadas, un contraste directo a la manera fría en la que trató a Elisa minutos atrás. Parecía tan humano, tan despreocupado.
—Ya veo —dijo, tomando una respiración—, ¿así que tengo aspecto de ser un degenerado que secuestra chicas lindas?
Ese comentario solo hizo que Candy se sonrojara todavía más, cubriéndose la cara con ambas manos.
—Ya no hay que mortificarla, tío. Mejor ayúdanos, eres el único que puede hacer algo para que no despidan a Candy.
Anthony le explicó al señor Andrey su accidente y las razones por las que ella estuvo fuera de la mansión cuando eso sucedió. Él escuchaba atentamente a su sobrino, mientras Candy permanecía callada y tratando de controlar los inexplicables nervios que sentía.
—Ya veo —meditó el hombre—. Yo me ocuparé de la tía Elroy. En cuanto a la esposa del jardinero, enviaré a un médico para que revise que esté bien.
Candy suspiró sintiéndose conmovida.
—¡Gracias, muchas gracias, señor Andrey!
—Deja de hablarme con tanta formalidad. Sólo soy Albert.
—No, no podría…
Quizás en otro momento, antes de saber quién era él, Candy no habría tenido problemas en tutearlo, pero ahora ya estaba consciente de la importancia de ese hombre en la vida de todos. No solo era el tío de Anthony, sino también el patriarca de la familia.
Aunque viéndolo de cerca ya podía entender por qué todos los sirvientes de la mansión lo querían y respetaban tanto. Y por qué todas las mucamas parecían estar encantadas con él, susurró una voz traidora en su cabeza.
—Está bien, supongo que ya habrá tiempo para hacerte cambiar de opinión —le guiñó un ojo.
—También puedes decirle tío abuelo —se mofó Anthony—, ese es su título favorito.
—Veo que hoy estás de buen humor. Mejor cuéntame con qué magia cultivas tus rosas; están más hermosas que nunca.
—Pregúntaselo a Candy, ella es la que me regaló un libro especial.
—Oh, ¿de verdad?
Candy sentía que la cara le iba a explotar de vergüenza.
—Sí, bueno… —tartamudeó—. Compré ese libro con el dinero que usted me prestó, señor Andrey, así que hasta que le pague es un regalo por parte de los dos.
El señor Andrey sonrió.
—Ya extrañaba estar en casa.
—Eso dices ahora, mejor espera a que la tía Elroy vuelva a molestarte por cualquier tontería.
Tío y sobrino se rieron a la par. Era muy extraño verlos juntos, pensó Candy, como si fueran dos gotas de agua. La única diferencia era que Anthony tenía el cabello un poco más claro, las facciones más dulces y juveniles en comparación a las del señor Andrey, pero aparte de eso, no cabía duda de que eran familia.
—Candy —dijo su paciente de repente—, ya deberías irte a descansar.
—Pero yo…
—No te preocupes —dijo el señor William—. Yo estaré con él.
La chica aún no estaba convencida, pero decidió que lo mejor sería dejarlos solos para que pudieran conversar luego de varios meses, así que se despidió y cerró la puerta a sus espaldas.
De vuelta a su recamara se sintió cansada como nunca mientras recordaba todo lo que pasó en el día. No podía olvidarse del susto que le causó estar a punto de perder su trabajo y ver a Anthony herido, pero se consoló a sí misma diciendo que no todo había sido tan malo.
Anthony me defendió y también su tío.
Se dejó caer en la cama soltando una exhalación y cerró los ojos, perdiéndose entre sus sueños.
—Desgraciada —se quejó Elisa por enésima vez en la noche.
Neal Leagan estaba de pie cómodamente en una esquina del salón de la casa Andrey, observando con lascivia a algunas de las damas que la tía Elroy invitó a la cena.
—¿De quién estás hablado, hermanita?
—¿Quién más va a ser sino esa vulgar enfermera?
—No entiendo; las otras enfermeras de Anthony no te importaban en lo absoluto.
—No es lo mismo —la pelirroja bebió de su copa de vino, fastidiada—. La maldita huérfana es insoportable, es obvio que estás detrás de Anthony, y él…
—Él está fascinado con ella, ¿no es así? —Adivinó Neal con malicia—. Sólo admítelo; no soportas que el lisiado esté más interesado en ella que en ti.
Elisa bufó, ofendida, aunque sabía que su hermano tenía razón. Antes del accidente ella deseaba a Anthony en todo momento, haciendo lo posible para estar a su lado y gustarle. Después las cosas habían cambiado, ya que el heredero de los Brown no le interesaba de la misma forma; sin embargo, seguía sintiendo una especie de derecho sobre él y la idea de que alguien tan insignificante como esa chica se apareciera a quitarle lo que consideraba suyo le parecía impensable.
—Ay, si tan sólo el tío William no hubiera aparecido hoy…
—La enfermera de cuarta debe ser muy hermosa si el patriarca de los Andrey está dispuesto a defenderla —comentó Neal con una sonrisa que le pondría los pelos de punta a cualquiera.
—Es porque ustedes los hombres son como perros detrás de cualquier falda.
—No de las tuyas.
Elisa se contuvo las ganas de darle una bofetada a su hermano, y esto solo porque la tía Elroy pasó frente a ella, dedicándole una mirada inquisitiva.
—Bueno —susurró después de fingir una sonrisa—, al menos la vieja tampoco quiere a esa chica. Me va a resultar más fácil sacarla a patadas de la mansión.
—Ten cuidado, o será el tío William quien nos corra.
—No digas tonterías —lo regañó—. De cualquier forma, te aseguro que esa chica se va a ir de aquí, o dejo de llamarme Elisa Leagan.
Candy estaba quedándose profundamente dormida cuando alguien llamó a su puerta.
—Adelante —dijo desde su cama, sin la más mínima intención de levantarse.
Sin embargo, cuando vio a la persona que acababa de entrar a la recámara, el corazón se le detuvo unos momentos en el pecho y sintió que se iba a desmayar.
—Hola, Candy.
Todo le dio vueltas. ¿Cuántas veces no imaginó este momento? ¿Cuántas veces no pudo dormir en el Hogar de Poni, esperando que algún día ocurriera un milagro y las cosas pudieran cambiar?
—Annie…
Su propia voz sonaba extraña en sus oídos, como algo lejano y que no le pertenecía. Por un momento llegó a creer que quizás estaba soñando, que no era más que un producto de su mente cansada y débil.
Pero no. El perfume de Annie Britter, el color negro de su cabello y su rostro surcado de lágrimas era tan real que dolía.
—Soy yo, Candy —le dijo su amiga, y repitió—: soy yo. ¿Acaso no me recuerdas?
Candy se levantó y avanzó a pasos cortos, como si tuviera miedo de que las piernas le fallaran en cualquier momento.
—No puedo creerlo. Annie, pensé que nunca te volvería a ver.
Los ojos azules de la chica parpadearon con tristeza.
—Yo también. Te extrañé tanto.
Las dos permanecieron una frente a la otra, sin hacer nada y tan sólo maravillándose en la fortuna de haberse encontrado de nuevo. Doce años. Ese era el tiempo que había pasado desde la última vez que estuvieron tan cerca, pero ni siquiera la distancia logró borrar la huella del infinito cariño que alguna vez compartieron.
—Siempre supe que serías una gran dama.
—Y yo que encontrarías tu camino.
Candy no lo soportó más y abrazó a Annie con toda la fuerza que tenía en su cuerpo. Tal vez la estaba lastimando, quizás no era un gesto bien recibido, pero no le importó. Se trataba de su hermana y en ese momento, todo lo demás era insignificante, se perdía en el cielo con todas las estrellas que adornaban la noche.
—Pequeña tonta —sollozó Candy.
Annie le devolvió el abrazo con el mismo ímpetu.
—Basta —sonrió—, tú no eras tan llorona…
—Es que se me metió algo en el ojo…
—Eso mismo decía yo…
Ambas se sentaron en la orilla de la cama sin dejar de sostenerse las manos. Era un poco extraño lo rápido que volvieron a acoplarse a la presencia de la otra, como si nunca se hubieran separado.
Candy no podía creer lo mucho que Annie cambió. Era tan bella como imaginaba, pero cada uno de sus gestos y manierismos hablaban de elegancia, de una vida de educación y buenos tratos.
En definitiva, ya no era la misma chica tímida que alguna vez conoció y que soñaba con habitar una gran casa, usar los vestidos más hermosos y tener padres bondadosos.
—No entiendo, ¿qué estás haciendo aquí? —Le preguntó después de calmarse.
—Vine con mis padres a la cena. Quise saludar a Anthony y entonces te vi caminando por los corredores. Una de las mucamas me dijo tu nombre y entonces supe que eras tú.
—Espera, ¿alguien te vio?
Annie inclinó la cabeza, avergonzada.
—No, nadie.
Candy suspiró. Conociendo el carácter de la señora Elroy y peor aún, de Elisa, podía imaginarse lo terrible que sería para Annie que todos se enteraran que creció en el Hogar de Poni.
—Eso es bueno.
—Oh, Candy —exclamó la pelinegra secándose el rostro—, no sabes cuánto anhelé este momento. Deseaba tanto que estuvieras frente a mí para pedirte perdón por todo lo que te he hecho.
La pecosa sintió un profundo dolor en el pecho al escucharla hablar así, pero se las arregló para esbozar una gran sonrisa.
—No tienes por qué pedirme perdón. Entiendo por qué dejaste de escribir; quizás en tu lugar yo habría hecho lo mismo.
—Sé que lo dices para hacerme sentir mejor, Candy. Tú nunca me habrías abandonado de la forma que yo lo hice.
—Eso no importa. Sólo quiero saber si eres feliz.
La sonrisa de Annie fue respuesta suficiente.
—Lo soy —confirmó—, la más feliz del mundo. Oh, Candy, quisiera contarte muchas cosas…
Y aunque ella estaba ansiosa por saber todo sobre su vida, unas voces y pasos detrás de su puerta la hicieron entrar en razón.
—Quizás en otro momento. Tienes que regresar a la cena antes de que tu mamá se de cuenta de que estés conmigo.
Annie parecía renuente a irse tan rápido, pero finalmente se puso de pie y caminó hacia la puerta, no sin antes darle otro abrazo.
—Me inventaré cualquier excusa para regresar —prometió—. Esta vez será diferente.
—Lo sé —fue lo único que Candy dijo, y observó a su amiga salir, convencida de que los milagros existían y que un ángel en el cielo definitivamente escuchaba sus plegarias.
Esa noche no pudo conciliar el sueño. Se removió incómoda en su cama, caminó de un lado a otro e incluso trató de leer un libro que había tomado prestado de la biblioteca de Anthony, pero nada surtió efectos. Era en momentos como esos que extrañaba a su Colina de Poni y la sensación de la hierba sobre sus pies descalzos, el viento acariciándole el cabello.
No sabía qué hora era, pero de repente no pudo soportarlo más, y se puso un viejo pantalón que llevaba cargando desde sus días de estudiante, enfundándose en un suéter y un abrigo, y salió a hurtadillas de la mansión en dirección a un lago que estaba detrás, rodeado de tanto verdor que parecía una mentira.
Como en los viejos tiempos, Candy subió escaló el tronco del árbol más alto y se instaló cómodamente en él. Si la señorita Poni y la Hermana María me vieran ahora, les daría un infarto, pensó, evocando el rostro gentil de sus madres.
Cerró los ojos y permitió que la tranquilidad de la noche fuera suficiente para aliviar su corazón después de todo lo que vivió ese día. Incluso se estaba quedando dormida, pero la voz de un hombre bajo el árbol la sobresaltó de repente.
—Ven aquí, Pouppée.
Candy abrió los ojos como platos al darse cuenta de que ese no era otro más que el mismísimo William Albert Andrey. ¿Pero qué estaba haciendo ahí?
Por todos los cielos.
La pecosa contuvo la respiración en un pobre intento por pasar desapercibida, pero no contaba con la perspicacia del hombre.
—¿Quién anda ahí?
Consciente de que no podría permanecer toda la noche arriba de un árbol, Candy decidió que lo mejor sería bajar de una vez por todas y arriesgarse a que la despidieran por ser tan insolente.
—Solo soy yo.
El hombre observó atentamente cada uno de sus movimientos y Candy, por su parte, sentía que iba a morirse de la vergüenza.
—¿Candy? —Preguntó él como si no pudiera creer lo que estaba viendo.
—Señor Andrey —lo saludó mortificada.
Iba a darle una explicación un tanto irreal, pero la risa masculina la detuvo. El señor Andrey estaba riendo tanto que las esquinas de los ojos se le arrugaron y parecía estar quedándose sin aliento.
—Tienes un talento muy especial —bromeó.
—Es que yo…
La pecosa rezó para que la tierra se la tragara.
—No tienes que decir nada, Candy. Lo entiendo.
—¿De verdad?
—Este es un buen lugar para encontrar calma —dijo el hombre en un susurro, reclinándose contra el tronco que Candy acababa de bajar—. Creo que debería convertirlo en mi oficina permanente.
—Buena idea, quizás el escritorio podría ser este árbol.
Los dos sonrieron como si fueran grandes cómplices.
—¿Sabes, Candy? Entre la gloria y la riqueza, yo prefiero definitivamente la naturaleza.
La pecosa asintió sin decir palabra. La luz de la luna iluminaba el lago, que se reflejaba en el rostro del señor Andrey, marcando de plata cada una de sus facciones: sus pómulos altos, la fuerte barbilla y los ojos azules, que se perdían admirando el cielo.
—No puedo creer que usted sea el tío abuelo.
Cuando Candy se dio cuenta de lo que dijo, todos los colores se le subieron a la cara.
—¿Por qué? ¿Acaso soy muy apuesto? —Le preguntó él en un tono divertido.
—Señor Andrey…
—Es sólo un título que inventó la tía Elroy para tranquilizar a la sociedad —explicó—. El problema es que ahora Anthony y sus primos no dejan de repetirlo para molestarme.
—Por eso siente que envejece veinte años cada vez que ve a sus sobrinos.
Él sonrió inclinando la cabeza.
—Lo recuerdas.
Candy no supo qué responder. Afortunadamente, el chillido agudo de un animal los interrumpió; se trataba de una mofeta, que llamaba su atención persiguiéndose la cola como si fuera un can.
—Hola —se inclinó ella para saludarla—. ¿Acaso estás perdida?
—Se llama Pouppée.
El señor Andrey también se puso em cuclillas, pero cuando intentó tocarla, la mofeta se alejó de él mirándolo con una expresión ofendida.
—¿Qué es lo que le pasa?
—Está enojada porque la abandoné estos dos meses.
—Con toda la razón.
—Si me odias supongo que no querrás el regalo que te traje, ¿verdad, Pouppée?
Cuando la mofeta vio las semillas y frutos secos que él sacó de sus bolsillos, olvidó su resentimiento y corrió a su lado como si nada hubiera pasado. Candy sonrió al contemplar la escena, pero el corazón le dio un brinco al darse cuenta de la situación.
Los dos estaban solos en medio de la noche, y aunque no hacían nada indecoroso, cualquiera podría malinterpretar lo que pasaba. Además, no le pareció correcto ver al patriarca de la familia en ese estado, vistiendo nada más que su pijama negro y una bata del mismo color, entreabierta y mostrando su pecho.
Candy se ruborizó, sintiéndose inexplicablemente nerviosa.
—Creo que ya es momento de que regrese a mi cuarto.
—¿Ya conoces el camino?
—Sí, no se preocupe. Buenas noches, señor Andrey.
—Ya te lo dije, mi nombre es Albert.
Ella se mordió el labio y negó.
—Sabe que no puedo ser tan irrespetuosa.
—Entonces tendré que seguir insistiendo —sentencio el señor Andrey, pero su voz era amable cuando se despidió—. Buenas noches, Candy.
Mientras caminaba hacia su recámara, la joven enfermera sonrió mientras decía ese nombre una y otra vez, como si se tratara de una plegaria o el secreto mejor guardado en el mundo.
Albert, Albert.
Notas:
Mientras escribía este capítulo, me puse a leer y releer cada uno de sus comentarios, y fue como si mis dedos se movieran solos por las teclas. Esta historia la están escribiendo ustedes, aquellos que me leen aunque sea de forma anónima, porque son quienes me inspiran a imaginar y soñar, desear con una buena vida, no sólo para Albert y Candy, sino para cada uno de estos personajes a los que amo con todo mi corazón.
Por eso quiero decirles gracias. Muchas gracias por estar, gracias por acompañarme y caminar a mi lado. Nada se compara con la emoción de ver sus comentarios, de palpar sus emociones y sentirme parte de ellas. Por eso les repito, ¡gracias! Quiero verlas hasta el final.
Posdata: si por alguna razón no publico nada la semana entrante es porque la universidad acabó conmigo. Auxilio.
