6

Gotas de sangre

Por algún extraño motivo, siempre que Candy encontraba un momento para descansar, alguien llegaba a interrumpirla.

Esa noche no fue la excepción. En cuanto se puso el pijama, alguien tocó su puerta levemente. Al abrir, el corazón le dio un salto en el pecho.

—¿Señor Albert?

El empresario le dedicó una sonrisa de medio lado.

—Buenas noches, Candy.

La pecosa estaba convencida de que se trataba de un sueño. ¿Qué podría estar haciendo un hombre como él en su recámara y más a esa hora? Iba a preguntárselo cuando reparó en el aspecto que tenía.

Estaba herido, su rostro apuesto cubierto de moretones, un pómulo ligeramente hinchado y el labio partido. Su camisa, que debía ser blanca, se había teñido del color de la sangre.

—¡Dios mío! —Exclamó Candy al borde de un colapso nervioso—. ¿Qué le pasó?

—Nada grave, pequeña, no te preocupes.

—¿Cómo no voy a preocuparme? ¡Casi lo matan!

—En realidad no es tan malo como parece.

—No importa; entre y yo me ocuparé de usted.

Aunque la habitación no era muy grande, en ese momento pareció encogerse diez veces su tamaño. El señor Albert se veía tan magnífico como siempre a pesar de su estado, un contraste directo con la decoración humilde y la vestimenta de Candy; él parecía un rey que regresaba del campo de batalla.

—Muchas gracias, Candy —le dijo mientras se sentaba en la cama—. No quise buscar a nadie más porque le avisarían a la tía Elroy y se llevaría un gran susto.

—Igual que yo. No entiendo cómo terminó así.

—Me metí en una pelea cuando estaba saliendo de la oficina.

—¿De verdad? —Replicó la chica a espaldas de él, mientras se ponía a buscar en su maletín todo lo necesario para curarlo—. Nunca imaginé que usted era esa clase de hombre.

El señor Albert se rió suavemente y después ahogó un quejido.

—Eran tres matones contra un chico, yo solo traté de equilibrar la balanza.

Candy se mordió el labio para reprimir una sonrisa y mejor se consagró a su nuevo paciente; le limpió las heridas, maravillándose al tenerlo tan cerca y ver con mayor claridad esos impresionantes ojos azules, que la miraban con una mezcla de diversión y ternura y le sorprendió el tacto áspero de su mentón y mejillas.

—Me pregunto cómo se vería con barba —murmuró la pecosa para sí misma, pero él la escuchó.

—Más viejo que ahora, por eso ya no me la dejo crecer, aunque hubo un tiempo en el que la usé durante varios años, en mi época de vagabundo.

—¿Eso es parte de la experiencia?

—Sí, aún más para que mi familia no me reconociera.

Había tanto que Candy deseaba preguntarle, pero ese no era el momento ni el lugar, y probablemente a él no le gustaría su impertinencia. Durante los siguientes minutos ambos permanecieron callados en un silencio apacible, pero cuando ella le pidió que se quitara la camisa, toda la tensión que se estaba acumulando explotó de repente.

—Es para revisar que no esté fracturado —dijo Candy con nerviosismo aunque nadie le estaba pidiendo una explicación.

—Por supuesto, confío en ti.

El señor Albert se desabotonó la camisa lentamente, poniéndola encima de la cama y quedando expuesto por completo. Candy sentía que se iba a morir con todo el calor que sentía en la cara mientras revisaba al hombre.

No se había roto ninguna costilla, pero su pecho y torso estaban cubiertos de hematomas y cortaduras de las cuales salía sangre a borbotones.

—Tenían navajas —respondió él a su pregunta silenciosa, haciendo un rictus de dolor mientras Candy le aplicaba alcohol etílico.

—Y al parecer usted tuvo mucha suerte de salir vivo de esa pelea.

—¿Estaré bien?

—Con un poco de suerte —sonrió ella—, las heridas no son muy profundas.

—Y tengo a un ángel cuidándome.

La respuesta tomó a Candy por sorpresa. Se quedó quieta, sintiendo el corazón latirle a mil por hora e incapaz de entender qué le estaba pasando. Jamás había tenido problemas en actuar con profesionalismo, pero ahora no podía luchar contra el temblor de sus manos, el rubor en sus mejillas y el aroma de ese hombre nublándole los sentidos.

Fue difícil curar y desinfectar las heridas mientras ignoraba la visión del pecho desnudo frente a ella, o el tacto de su pie cálida, firme y ligeramente bronceada por el sol. Sin embargo, a Candy le pareció aún más difícil soportar esa intensa mirada sobre ella, siguiendo cada uno de sus movimientos.

—Bueno, el daño es menor, solo necesita descansar un poco.

—Muchas gracias, Candy, no merezco tu gentileza.

La enfermera le dio la espalda mientras él se ponía la camisa otra vez.

—No diga eso. Mejor venga a verme mañana para cambiarle los vendajes —dijo, aún nerviosa—. Sino yo misma tendré que ir a buscarlo.

—¿Es una amenaza? —Preguntó él, juguetón.

—Más bien una promesa.

Candy maldijo en silencio. ¿Acaso le estaba afectando la falta de sueño, o por qué se estaba portando así, tan extraña y coqueta?

—Espero que sea cierto —le dijo el señor Albert con tanta dulzura en los ojos que era difícil de soportar—. Quiero verte mañana de nuevo, Candy White.

Después que el hombre se fue, ella no pudo recuperar ni un ápice de tranquilidad. Aún sentía un cosquilleo en el estómago y lo más importante, no podía dejar de sonreír.

A la mañana siguiente, Candy fue a la habitación de Anthony como todos los días, pero esta vez se sentía incómoda en su presencia. Se puso a hablar a mil por hora y ni siquiera se sintió capaz de mirarlo a los ojos, porque le recordaban demasiado a los de su tío.

Por supuesto, Anthony se dio cuenta de que algo andaba mal.

—¿Qué te pasa? —Le preguntó de repente.

—Nada, ¿por qué?

—Porque estás nerviosa y es la tercera vez que dejas caer el termómetro. Ni siquiera tú eres tan torpe normalmente.

Candy trató de esconder el rubor en sus mejillas. A Anthony no le haría mucha gracia si supiera que estaba pensando en su tío.

—A lo mejor el que está nervioso eres tú y por eso te desquitas conmigo —respondió ella astutamente.

Aunque lo había dicho como una broma, algo en la expresión del muchacho cambió sutilmente.

—Tonterías.

—Creo que di en el clavo —dijo la pecosa—. Vamos, dime qué te tiene tan nervioso.

—Mejor hagamos un juego. Tú no haces preguntas y todos ganamos, ¿qué te parece?

—No seas malo, Anthony. ¿Acaso no somos amigos?

—No, eres mi enfermera.

—Puedo ser tu enfermera y tu amiga.

Él finalmente esbozó una sonrisita al ver la expresión de Candy y la manera en que movía las cejas sugestivamente.

—No es ningún secreto, es solo que mis primos llegarán de Boston en una semana.

—Ah. ¿Y son peores que los Leagan? Porque de ser así me veré obligada a renunciar desde este momento.

—Al contrario, no los soportan.

—¿Entonces cuál es el problema? ¿No te llevas bien con ellos?

La cara de Anthony se volvió triste.

—Estoy seguro de que me odian luego de cómo los traté la última vez que los vi.

Candy consiguió sacarle información sobre sus primos. Aparentemente se llamaban Stear y Archie y también fueron criados por la señora Elroy, por lo que crecieron como hermanos y eran inseparables hasta que Anthony tuvo su accidente, o al menos eso dedujo ella.

—¿Y qué les dijiste? No entiendo qué pudo ser tan grave como para que tengas miedo de verlos otra vez.

—Los corrí de la casa —confesó el muchacho—. Les dije que no volvieran nunca.

—No te angusties por eso. Mira, no te hicieron caso y ya van a regresar.

—Porque no les queda de otra.

—No digas eso. Dudo que un cariño tan grande desaparezca de la noche a la mañana —afirmó, trayendo a su mete el recuerdo de Annie—. Te aseguro que no te odian como tú piensas.

—No solo es eso lo que me preocupa.

—¿Entonces?

Con un suspiro, Anthony clavó la mirada en su silla de ruedas.

—Que las cosas ya no volverán a ser como antes.


Albert Andrey se vistió con algo de dificultad, sus músculos protestando por las múltiples heridas. No era la primera vez que peleaba en las calles, después de todo, se vio obligado a aprender a defenderse durante sus años de vagabundo, en los que no tenía más protección que sus puños.

Ir a la oficina todos los días no le causaba emoción, pero tenía que asumir las consecuencias de su privilegio, más ahora que la tía Elroy parecía cansada y Anthony estaba perdiendo el brillo en sus ojos.

—No —se corrigió a sí mismo, ajustándose la corbata—, eso era antes. Antes de que ella llegara.

Esbozó una sonrisa al pensar en los ojos verdes que se habían convertido en un delirio para él. Era innegable el efecto que la enfermera causaba en su sobrino; su dulce sonrisa y esa mirada llena de vida resultaron más efectivas que cualquier medicina y en poco tiempo, Anthony comenzaba a parecerse más al joven que era antes del accidente.

A pesar de sus andanzas por el mundo y de la opulencia que lo rodeaba, Albert jamás había conocido a una mujer como Candy. Ninguna podía compararse y ninguna era tan hermosa como ella.

Con prisa, Albert bajó al segundo piso y encontró a la ama de llaves dándole instrucciones a las mucamas para que limpiaran las escaleras.

—Buenos días, señor Andrey. ¿Quiere que le sirvan un café en el comedor?

—No, muchas gracias. Yo mismo iré a prepararlo.

—Señor...

—Es mejor no molestar a nadie —dijo Albert, poniéndole una mano en el hombro—. Aún es temprano, señora Smith.

—Sí, pero no es correcto que un caballero como usted haga las cosas que le corresponden a los empleados.

—De vez en cuando no está mal romper la rutina. Además, no olvide que si soy el amo de esta casa es solo por mi buena suerte.

La mujer abrió la boca para protestar, pero al final se detuvo y lo miró resignada.

—Usted nunca cambia.

—Espero que sea un cumplido —le sonrió.

El buen humor de Albert se vio empañado de repente cuando la tía Elroy lo detuvo mientras caminaba a la cocina.

—William —dijo ella con su habitual sequedad.

—Buenos días, tía. ¿Qué hace despierta tan temprano?

—Yo siempre he madrugado, ¿acaso no lo recuerdas?

Y era cierto. A juzgar por su elegante peinado, el impecable vestido color tinto y el perfume que desprendía, debió despertar a las cinco de la mañana para arreglarse con tiempo.

—Por supuesto, eso lo heredé de usted —dijo él, dándole un sonoro beso en la mejilla que la anciana aceptó a regañadientes.

—¿A dónde vas?

—A desayunar algo.

—¿Y después?

Albert entrecerró los ojos.

—A la oficina, como siempre. ¿Por qué la pregunta?

La tía Elroy hizo un gesto que denotaba su disgusto.

—Porque los chismes en esta casa corren muy rápido —le dijo—. Y según las mucamas, ayer estuviste en la habitación de esa enfermera en la noche, ¿es verdad?

El hombre tragó saliva, nervioso por el rumbo que estaba tomando la conversación, pero sabía que era imposible mentirle a esa mujer, así que con toda la seguridad del mundo le respondió:

—Sí, es cierto.

La tía Elroy se tambaleó desde donde estaba parada.

—¡Esto es inaudito! —Exclamó furiosa—. ¡No puedo creer que ni siquiera respetes esta casa que ha sido de nuestra familia por tantas generaciones!

—Creo que está malinterpretando las cosas.

—Hijo, sé que eres un hombre y que tienes necesidades, pero no deberías involucrarte con una mujer de ese estilo. Elisa me contó que es huérfana y se crio en un sucio orfanato, ¡qué horror! —Se estremeció—. De seguro solo quiere enredarte para que tú...

—¡Suficiente! —La interrumpió Albert—. No voy a permitir que nadie le falte al respeto a Candy, ni siquiera usted.

La mujer se puso pálida y retrocedió instintivamente al darse cuenta del fuego en su mirada.

—William, ¿cómo es posible que la estés defendiendo?

—¿Por qué no habría de hacerlo?

—Porque esa terrible muchacha permitió que entraras a su habitación. Dime, ¿qué clase de dama haría eso? Qué escándalo.

—Una enfermera debe atender a cualquiera que la necesite. ¿O acaso no se ha dado cuenta del estado en el que me encuentro? —Preguntó Albert, señalando los moretones que aún adornaban su cara y que al parecer la tía no había notado hasta ese momento.

—Yo...

—Deje sus prejuicios de lado —sentenció—. No perdonaré a cualquiera que humille a Candy, así que puede advertirle a Elisa y Neal que se mantengan alejados de ella.

—Entiende nuestra preocupación, William. Eres un hombre soltero y de buena familia, ya es momento de que pienses en tu futuro.

—¿A qué clase de futuro se refiere?

—Al que debes construir con una mujer decente a tu lado. No olvides que tu posición como patriarca de la familia sigue estando frágil.

Albert suspiró.

—En primer lugar, la opinión de nuestros socios no me importa en lo absoluto; tarde o temprano se darán cuenta de quién es William Albert Andrey —juró—. Y, en segundo lugar, soy el dueño de mi vida y solo yo decidiré con quien compartirla.

—Piensa bien lo que dices. Esa muchacha...

—No ha hecho nada malo y tampoco yo. ¿Cómo puedes pensar que le faltaría al respeto de esa manera? Solo fui a su habitación para que curara mis heridas. Ella me hizo un favor y es todo lo que sucedió.

La tía Elroy asintió finalmente.

—Confío en tu palabra, William, pero debes entender que siempre estaré preocupada por estas cosas.

—Sí, por el bienestar de los Andrey.

La anciana pareció abandonar esa máscara de altanería y tocó la mejilla de Albert fugazmente.

—No, solo por ti.

Después de esa conversación, Albert no podía sacudirse la culpabilidad que sentía hacia Candy. No debió ponerla en esa situación frente a la tía abuela, sin importar cuán lastimado estuviera; después de todo, él fue médico en África y pudo haberse curado a sí mismo.

Todo fue una excusa, tenía que reconocerlo. Anhelaba ver a esa pecosa y aprovechó la primera oportunidad que tuvo para tenerla cerca, sentir sus manos sobre él y aspirar el aroma a rosas que desprendía su cabello.

No sabía cuál era el hechizo que rodeaba a Candy White, solo sabía que desde que la conoció, ella se había vuelto una especie de obsesión para él. Necesitaba verla y escucharla, sentir que estaba cerca e irse a dormir con el sonido de su voz acompañándolo

—Soy un malnacido por pensar eso —masculló, caminando a la habitación de Anthony para saludarlo antes de irse a la oficina.

Y por supuesto, como la vida estaba en su contra ese día, se cruzó a Candy saliendo de la recámara mientras entonaba una canción.

—¡Señor Albert! —Exclamó, sus ojos verdes iluminándose como estrellas al mirarlo—. Buenos días.

—Hola, Candy. ¿Dormiste bien?

Las mejillas se le llenaron de color.

—Sí. ¿Y usted? ¿Quiere que le cambie los vendajes?

—No es necesario —replicó Albert tocándose los costados—. Ya lo hice esta mañana.

—Hubiera dejado que lo hiciera yo, recuerde que soy una enfermera titulada.

—Es verdad, pero como enfermera tienes mucho trabajo y no puedo ser una carga para ti.

—Al contrario, me encanta atenderlo.

Candy, ¿qué voy a hacer contigo?

—¿Está despierto mi sobrino? —Preguntó Albert para cambiar de tema.

—Sí, voy a traerle sus medicamentos. ¿Le molestaría quedarse con él un rato mientras regreso?

—Ve tranquila.

Anthony ya estaba peinado y vestido arriba de su silla de ruedas cuando Albert entró a la habitación.

—Buenos días, tío abuelo —bromeó el muchacho.

—Basta. Cada día me haces creer que de verdad tengo noventa años y un pie cerca de la tumba.

—Es difícil acostumbrarse a la idea de que el famoso tío William es en realidad un hombre de veintiocho años que bien podría ser mi hermano.

Las palabras de Anthony le hicieron recordar a esa mujer que fue como una madre para él. Rosemary.

—¿Tienes clases con tus tutores hoy?

—No, solo pensaba ir con Candy al jardín.

—Parece que a ella también le gustan las rosas como a ti, ¿verdad?

—Eso espero —sonrió Anthony—, porque una nueva especie llevará su nombre.

—¿Qué? —El joven empresario se sorprendió al escucharlo.

—Sí, llevo trabajando en una estirpe de rosas desde hace algunas semanas y quiero regalársela a Candy el día de su cumpleaños. Bueno, cuando ella me diga la fecha.

Albert contuvo la respiración, consciente por primera vez de la expresión ensoñadora en el rostro de Anthony. Nunca lo había visto así, tan ilusionado, como si el solo hecho de pensar en Candy le trajera una paz inmensa.

—Es un gran detalle —consiguió decir.

—¿Tú crees que le guste?

—Por supuesto.

—No he sido muy amable con ella —dijo Anthony—. Por eso quiero compensar todo lo que ha tenido que aguantar conmigo.

—A Candy le agradas.

—Ojalá sea cierto —suspiró el muchacho.

Con todo eso, Albert sentía que le habían dado una bofetada, porque estaba claro que Anthony sentía algo por Candy sin importar cuanto tratara de ocultarlo.

Y eso no le gustó en lo absoluto.


Notas:

¡Hola de nuevo! Primero que nada quiero pedirles perdón por actualizar hasta ahora, la verdad es que la vida se volvió un poquito complicada en muchos sentidos, y cuando finalmente pude escribir algo, no me gustaba nada de lo que plasmaba en el documento. Este capítulo que les regalo es la única versión que me hizo sentir algo bonito, ojalá a ustedes también.

Y en segundo lugar quiero decirles gracias y mil gracias. Cada comentario que recibo me impulsa a seguir adelante, vale más que cualquier cosa que yo pudiera tener. Por eso gracias, gracias por sus buenos deseos (que a ustedes se les multiplicarán por mil) y gracias por acompañarme en esta historia. Veamos que más nos trae.

Agradezco a ISA, Melissa, chidamami, Gabriela, Mercedes, Rosario Barra, Sincity12345, Elizabeth, Chrisalmi Salga, Anohito Albert, Kecs, Mitsukat, Carol Aragon, Mia8111, Maribel, Dulce vichique, Key, CandyAlbertLove y Guest.

Gracias igualmente a quienes leen de manera anónima, espero que esta historia les siga gustando. ¡Nos vemos en el siguiente!