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CERCA
—Por el amor de Dios, Candy, ¿qué haces de pie?
—Buenos días, hermana María —respondió la pecosa, dándose la vuelta para saludar a la religiosa con una sonrisa alegre—. Los niños ya están esperando en el comedor para desayunar.
—Deberías estar descanso ese tobillo, no es bueno que te esfuerces.
—Ya les dije que no es nada grave.
—¿Pero no tienes molestias?
—No, para nada…
Era mentira. Cuando despertó, el dolor en su tobillo fue tan insoportable que apenas podía moverse, pero no iba a permanecer acostada en su cama todo el día mientras sus pensamientos la consumían.
Así que se obligó a comenzar con las tareas del Hogar, ayudando a los niños a vestirse, asearse y arreglar su habitación. Para mantener su mente ocupada, también preparó el desayuno, algo de fruta y unas tostadas de mermelada, todo mientras observaba la puerta esperando verlo cruzar el umbral, aunque sabía que era un sueño imposible.
—Ay, Candy —suspiró la hermana María con resignación—, eres tan terca.
—Supongo que lo heredé de usted. ¿Cuándo se van a tomar unas vacaciones con la señorita Pony? Yo puedo quedarme al frente del Hogar, incluso estoy pensando en conseguirme un trabajo en algún hospital cerca de aquí.
—¿Acaso no piensas regresar a Chicago?
—No hay nada para mí en esa ciudad.
La hermana María no alcanzó a responder, porque uno de los niños entró corriendo a la cocina, tan emocionado que le costaba encontrar las palabras.
—¡Candy, hermana María, vengan rápido!
—¿Qué ocurre, Benjamin?
—¡Un hermoso auto acaba de llegar!
—¿Un auto? —Se preguntó la hermana María, dedicándole una mirada a Candy—. No esperábamos visitas hasta el domingo…
La enfermera se encogió de hombros y siguió a la hermana María. Los niños estaban aglomerados en la ventana, agitados por una novedad en su rutina tan monótona y predecible. Candy también se acercó, viendo un resplandeciente auto rojo parqueado en el exterior del orfanato. A juzgar por la apariencia del vehículo, debía pertenecerle a alguien muy rico.
No tuvo tiempo de preguntarse quién era el extraño visitante, cuando el chófer abrió la puerta principal, revelando a Albert Andrey.
Su corazón se detuvo al verlo. Lucía majestuoso usando un traje azul que resaltaba lo ancho de sus hombros y lo imponente de su figura. Caminaba con la seguridad de un hombre que estaba acostumbrado a tener el mundo a sus pies, pero sin mostrarse arrogante u orgulloso. Sus ojos azules resaltaban en aquel rostro fuerte y masculino, y Candy tuvo que sostenerse de la puerta para no perder el equilibrio.
—Ojalá ese señor millonario me adopte —dijo uno de los niños, suspirando.
—¡Viene a adoptarme a mí! Yo soy la más lista y bonita.
—¡Pero siempre estás haciendo travesuras, Daisy!
—¡Viene por mí!
—¡Es como un príncipe!
Sí, pensó Candy, era como un príncipe. Sostenía una pequeña caja entre sus manos, y caminó hacia la puerta con aquel andar seguro tan familiar para ella. Fue la señorita Pony quien salió a recibirlo.
—Buenas tardes —dijo, con su mejor sonrisa.
—Señorita Pony, disculpe que llegara sin avisar. Mi nombre es Albert Andrey.
—¿Albert Andrey? —Preguntó la señorita Pony, su expresión tornándose conflictuada—. Ah… bienvenido, señor Andrey. ¿Qué podemos hacer por usted?
—En realidad esperaba ser yo quien hiciera algo por ustedes. Me gustaría mucho que habláramos, y de ser posible, conocer este lugar.
Como si estuviera dirigiéndose únicamente hacia ella, Albert buscó sus ojos incluso desde el otro extremo de la casa y sonrió de medio lado, desarmando completamente a Candy con ese gesto.
—¡Oh, por supuesto! Para nosotros es un honor tenerlo aquí, señor Andrey. Pase, por favor.
Los niños prácticamente vibraron de emoción ante la llegada de ese desconocido. Mientras tanto, Candy no podía concentrarse más allá de los latidos de su propio corazón, que escuchaba incluso en sus oídos.
Él estaba aquí. Había regresado, tal como se lo dijo, y de la misma forma, Candy iba a cumplir su promesa, luchando por él.
El Hogar de Pony pareció encogerse diez veces su tamaño e incluso el aire se volvió más denso con la presencia innegable del patriarca de los Andrey. Para Candy, él era como el sol y no podía dejar de mirarlo aunque dolía.
Albert saludó a la hermana María estrechando su mano y después, quedó en frente de Candy.
—¿Cómo estás? —Susurró con la voz ronca. Estaba tan cerca de ella, pero tenía que inclinar la cabeza para mirarla y en su presencia, se sintió más pequeña que nunca.
—Muy bien, señor Andrey…
—¿Cuántas veces tendré que recordarte mi nombre? Soy Albert. No soporto escuchar que me llames de otro modo.
—Albert —respondió, sonrojándose hasta las orejas. Tenía una mirada tan cálida, pero que al mismo tiempo la intimidaba—. No me esperaba su visita.
—Siempre mantengo mis promesas. Además, tenía ganas de verte.
Cálmate, tonta, se dijo a sí misma. Aquello no significaba nada, Albert solo estaba siendo amable; pero una minúscula parte de ella tenía la esperanza de que se tratara de algo más, que su corazón la recordaría aunque su mente no pudiera.
Entonces, la señorita Pony carraspeó para llamar su atención.
—Candy, ¿podrías darle un recorrido al señor Andrey por las instalaciones? —Preguntó, enarcando una ceja.
—No sé si…
—Anda, hija —intervino la hermana María—, nosotros nos encargamos de atender a los niños.
Candy se mordió el labio inferior. Las intenciones de sus madres eran muy claras: pretendían darles un momento de privacidad.
—Será un placer.
Albert sonrió, ofreciéndole su brazo mientras los niños reían y bromeaban ruidosamente a sus espaldas. Candy trató de ser una buena anfitriona, contándole historias sobre el orfanato y los niños, pero él la distraía, ocupando todo el espacio de su mente y su corazón.
El Hogar de Pony no era muy grande, más allá de un par de habitaciones, las oficinas y un pequeño salón de clases. De cualquier manera Albert parecía fascinado, haciéndole preguntas e interesándose por cada detalle.
Después de un rato salieron a tomar algo de aire fresco en el pequeño jardín donde los niños cultivaban sus flores favoritas. Entonces, Albert la miró con una sonrisa traviesa dibujada en sus labios.
—¿Cómo sigue tu tobillo?
—Mucho mejor, gracias —mintió—, hoy ni siquiera me duele…
—Linda mentirosa, apenas puedes mantenerte de pie.
—Eso no es cierto.
Trató de dar un paso, pero su cuerpo la traicionó y apoyó mal el tobillo. Albert estaba a su lado antes de que pudiera reaccionar y la sostuvo con fuerza de la cintura, rodeándola con un brazo y evitando que cayera.
Sus rostros quedaron muy juntos, tan solo unos cuantos centímetros los separaban. Candy podía su respiración acompasada, el subir y bajar de su pecho y la calidez de su cuerpo, más grande y fuerte que el suyo.
—Te lo dije —susurró, su voz baja y cargada de preocupación—. Déjame revisar tu tobillo.
—No es necesario. Aunque no lo crea, soy enfermera y puedo cuidarme.
—Tal vez, pero eso no significa que tengas que hacerlo sola.
Albert la guió con facilidad hacia una piedra. Después se arrodilló frente a ella, sus manos firmes pero gentiles sosteniendo su tobillo mientras lo inspeccionaba con cuidado.
—¡Señor Andrey!
—Deja de llamarme así —respondió, concentrado en lo que hacía.
Candy estaba tan aturdida por su cercanía que apenas podía pensar con claridad. Incluso su voz sonó débil.
—Albert, de verdad estoy bien.
—¿Eso es lo que haces siempre? —Preguntó, levantando la mirada hacia ella—. ¿Fingir que todo está bien cuando claramente no es así?
Sus palabras la abrumaron, llenándola de una tristeza arraigada en su corazón. ¿Acaso no era eso lo que estaba haciendo? ¿Pretender que no ocurría nada, como si él no fuera su vida entera? Estar a su lado dolía, pero al mismo tiempo lo necesitaba como si se tratara de respirar.
Albert volvió a tocar su tobillo, aplicándole una especie de ungüento que había sacado de una caja.
—Se siente frío —sonrió Candy avergonzada.
—No te preocupes, haré que entres en calor.
Por algún extraño motivo Candy se sintió avergonzada al escuchar esas palabras. Solo pudo observarlo en silencio, maravillada por el espesor de sus pestañas sobre sus mejillas y el ceño fruncido en un gesto de concentración.
Sus manos tenían un tacto áspero y familiar. Eran las mismas manos que habían acariciado su rostro con devoción, que recorrieron su cuerpo mientras la besaba, y que ahora la tocaban con una mezcla de reserva y ternura.
—Ya está —dijo con una sonrisa—. Ahora prométeme que descansarás.
—Gracias… Albert.
Él asintió satisfecho y la ayudó a levantarse para regresar al interior del orfanato. Al entrar, fueron abordados inmediatamente por una niña que los había estado observando a través de la ventana.
—¡Candy, Candy! ¿Él es tu novio?
El color subió por sus mejillas. Mortificada, miró a Albert, pero él solo sonreía con aquella calma tan característica y un toque de picardía.
—¡Claro que no, Amber! ¿Cómo puedes pensar eso?
—Tú siempre estabas llorando y escribiéndole cartas a tu novio en la Colina de Pony. ¿Es él, verdad?
Candy se mordió la lengua para no gritar.
—No, no es él —dijo entre dientes—. ¿Ya terminaste de desayunar? ¿Lavaste tu plato?
—Sí, ya.
—Entonces empieza tus lecciones, en un momento iré con ustedes.
Amber se alejó soltando una risita y dejando a Candy en una situación incómoda. Lo peor de todo era que la niña tenía razón: durante varios meses permaneció con el corazón roto, esperando noticias de Albert.
—Disculpe a Amber, aún es pequeña y no sabe lo que dice.
—No te preocupes. Lo único que me molesta es saber que alguien te hizo sufrir, Candy.
—Eso está en el pasado —dijo.
De alguna manera, Albert había regresado a ella. Pero no era el mismo, pensó mientras lo miraba de reojo; no la recordaba y por lo tanto, no la amaba. Era algo inconcebible, una maldita realidad que cada minuto se asemejaba a una pesadilla.
Ni siquiera sabía qué ocurrió con él. De seguro se trataba de un accidente, ¿pero cómo era posible que nadie se hubiera enterado? Los Andrey eran una de las familias más poderosas y emblemáticas de Estados Unidos, la prensa los asediaba constantemente, así que era imposible que un accidente hubiera pasado desapercibido.
Tenía tantas preguntas que hacerle, pero Albert no podía responder.
Luego de un rato pasaron a la oficina de la señorita Pony. Las dos mujeres estaban nerviosas y moviéndose de un lado a otro con agitación.
—Señor Andrey, ¿le puedo ofrecer una taza de té?
—Les agradezco su hospitalidad, pero no puedo quedarme.
—Imagino que tiene muchos compromisos.
—Estoy poniéndome al día con algunos asuntos de trabajo, pero no quería dejar pasar mucho tiempo sin hablar con ustedes.
—Nos hace un gran honor —dijo la hermana María—, espero que se lleve una buena impresión de este lugar.
—Le aseguro que sí. Han hecho un trabajo extraordinario cuidando a los niños, y por eso me gustaría contribuir con esta causa.
Sacó de su bolsillo un cheque que le entregó a la señorita Pony. Al leer la cantidad que estaba escrita, abrió los ojos como platos y trató de devolverlo.
—¡Señor Andrey! Esta es una cantidad descomunal, de ninguna manera podemos aceptarla.
—No se moleste en rechazarme porque no lo voy a permitir.
—Es que es demasiado…
—Acéptelo por los niños, señorita Pony. Tan solo espero que pueda servirles de algo.
La directora, con lágrimas en los ojos, solo pudo asentir. Mientras tanto la hermana María sonrió después de hacer la señal de la cruz.
—Que Dios lo bendiga siempre, señor Andrey, y que le dé mucha prosperidad en su vida.
—No me agradezcan, es lo mínimo que podría hacer.
—Algún día debería acompañarnos a cenar. Tal vez no sería muy suntuoso, pero nos gustaría retribuirle su generosidad.
—No es necesario, pero si ustedes insisten para mí será un placer acompañarlas —respondió, mirando a Candy a los ojos.
Albert permaneció en el Hogar de Pony un par de minutos más, pero eventualmente dijo que necesitaba regresar a Lakewood. Candy sintió un nudo en la garganta mientras lo acompañaba hasta su coche, cabizbaja y con el corazón en la boca. Él se giró hacia ella y durante un breve momento, solo se observaron sin decir nada.
—¿Por qué pareces tan melancólica de repente?
—No es eso, solo quiero darle las gracias por todo. Ha sido tan amable conmigo aunque apenas me conoce.
—No creo que sea necesario conocer a alguien durante mucho tiempo para sentir afinidad. Y por ti, Candy…
—¿Sí?
Albert sonrió, colocándole un mechón de cabello detrás de la oreja.
—Por ti siento semejanza. Me resultas familiar como un espejo.
Candy tragó en seco, y un destello de esperanza nació dentro de ella. Recuérdame, amor mío. Por favor, vuelve a mirarme como lo hacías antes, quiso gritarle y llorar en sus brazos.
—Yo también tengo la misma sensación —dijo, y era lo más cercano a la verdad que podía pronunciar.
—¿Te veré otra vez?
—Solo si usted quiere.
—Por supuesto que quiero. Hasta pronto, Candy White.
Ella sonrió con tristeza, observándolo subir al coche y alejarse de ella.
Albert pensó que se quedaría en Lakewood solo un par de días mientras ordenaba el caos de su mente.
Pero el tiempo pasó. Los días se transformaron en semanas, y las semanas en un mes, y Chicago dejó de ser una prioridad para él. De vez en cuando, se reunía con George en Lakewood para ponerlo al tanto de los asuntos en las empresas y llevarle noticias de sus sobrinos o la tía Elroy, quien estaba desesperada por conocer su paradero.
—Todos los días me pregunta cuando vas a regresar —le decía George—, ¿qué debo contestarle?
—Que volveré cuando me sienta completo.
La simplicidad en su vida era justo lo que Albert necesitaba. No tenía sobre sus hombros las expectativas de su familia, ni la culpa de ver a Leonette todos los días y sentir rechazo por ella.
Sus recuerdos no regresaron, pero poco a poco la niebla en su mente comenzó a disiparse. En sus largas caminatas por los terrenos que rodeaban Lakewood, podía sentir la naturaleza llamando su nombre y el viento frío golpeando sus mejillas mientras paseaba a caballo. Se tomó su tiempo para recorrer cada centímetro de la villa, redescubriendo sus secretos y pasadizos: su lugar favorito para esconderse en la cocina, la habitación donde su madre solía leer, un árbol en donde había tallado sus iniciales cuando era niño.
La necesidad de recuperar sus memorias dejó de ser tan urgente, porque estaba encontrando su paz. Y además, porque ella estaba cerca de él.
Sin darse cuenta, las visitas al Hogar de Pony se volvieron constantes. Al principio buscaba alguna explicación lógica para su presencia en el orfanato, como entregar un donativo a nombre de la familia Andrey, o asegurarse de que no les faltara absolutamente nada, pero después de unos días aquellas excusas sonaron vacías incluso para sus propios oídos.
En realidad único que deseaba era ver a Candy.
Aquella mañana, les pidió a los sirvientes que prepararan un pequeño festín con diferentes frutas, dulces y emparedados. Los niños se habían puesto tan felices al verlo llegar que saltaron sobre él, abrazándolo y tomándolo de la mano para llevarlo al jardín, donde organizaron un picnic al aire libre.
Candy estaba inclinada plantando unas flores que los niños habían arrancado sin querer. Llevaba puesto un sencillo vestido azul con las mangas remangadas y el cabello recogido en un moño que dejaba algunos rizos rebeldes sueltos, besando su cuello blanco y agraciado…
Era tan hermosa y Albert no podía dejar de mirarla, convencido de que se trataba de un ángel, o un hada cuyo único propósito era llevarlo al borde de la locura. Se había convertido en un pensamiento constante en su cabeza, y a menudo despertaba en las noches con el recuerdo de su sonrojo, sus labios mientras sonreían, y la forma en que pronunciaba su nombre con aquella voz tan dulce. Ardía por dentro con el deseo de tocarla, aunque eso lo llenara de culpa.
—¿Señor Andrey? —La vocecita de uno de los niños lo sacó de su trance. Sus ojos brillaban emocionados, y sostenía una pelota desinflada como si se tratara de un tesoro.
—Hola, Lucas, ¿qué necesitas?
El pequeño se sentó a su lado en el banco, y sonrió lleno de energía.
—¿Es cierto que usted tiene un castillo?
—¿Un castillo? —Albert soltó una carcajada. De seguro se trataba de alguna historia que Candy les había contado, siempre exagerando los detalles—. Bueno, no es exactamente un castillo, pero tengo una villa muy grande con muchas habitaciones, jardines y un hermoso lago.
—¿Y puedo verlo algún día?
Albert sonrió, agitando el cabello del niño.
—Tal vez, pero debes portarte bien y obedecer a tus maestras y a Candy.
El niño asintió lleno de esperanza y regresó corriendo a jugar con los demás. De forma inconsciente, Albert volvió la mirada hacia Candy, que ahora estaba en cuclillas frente a un macetero, concentrada en lo que hacía. Él cruzó las piernas y se recargó en el respaldo del banco, observándola con detenimiento.
Después de tantas semanas, aún no podía descifrar el misterio que rodeaba a Candy White. Siempre sonreía como si no conociera el dolor y la pérdida, pero Albert podía ver más allá de la máscara que mostraba con tanto empeño. En sus ojos, había una tristeza inexplicable que lo llenaba de furia.
Anthony le había dicho que Candy no le correspondía porque estaba enamorada de otro hombre.
Se había convertido en una obsesión averiguar de quién se trataba, pero Candy nunca lo mencionó en alguna de sus conversaciones y Albert no se atrevía a preguntarle directamente el nombre de esa persona. De cualquier manera, no sabía cuál sería su reacción al escucharla hablar de él.
—¿Te pasa algo, Albert? —La voz de Candy lo sobresaltó. Había dejado de lado su jardinería y se acercó a él. El sol había enrojecido sus mejillas y sus ojos se habían iluminado por el trabajo. Él tuvo el impulso de tomarla entre sus brazos y no soltarla.
—Se me ocurre una idea —dijo, fingiendo una calma que estaba lejos de sentir—. ¿Qué opinas sobre hacer una fiesta en Lakewood?
—¿Una fiesta?
—Sí, con todos los niños y las maestras. Podemos organizar algo inolvidable.
—¿Lo dices en serio?
—Por supuesto, ¿crees que les guste?
—¡Les va a encantar! ¡Oh, Albert, muchísimas gracias! —Exclamó, lanzándose a sus brazos como si no pudiera evitarlo. El contacto fue sorprendente, pero no por eso menos deseado, y él aprovechó la oportunidad para tenerla más cerca, estrechándola contra su cuerpo y sintiendo la delicadeza de su figura femenina.
—No me agradezcas —murmuró sobre la curva de su cuello.
Dándose cuenta de su proximidad, la muchacha se alejó como si quemara.
—Lo siento, es que estoy tan emocionada. La mayoría de los niños solo conocen el Hogar de Pony y el pueblo que está cerca de aquí, ¡se pondrán felices en Lakewood!
—¿Y tú, Candy? ¿También estarás feliz?
Su rostro se ensombreció de tristeza.
—Sí…
—¿Por qué siento que me estás mintiendo? ¿Por qué tengo la impresión de que hay algo que no te permite encontrar tu felicidad?
Candy lo miró con una expresión conflictuada y Albert pensó que no iba a responderle, pero entonces habló:
—Porque hace algunos meses perdí algo importante para mí, y ya nada es lo mismo.
—¿De quién se trata?
—¿Por qué piensa que estoy hablando de una persona? —Preguntó Candy con una sonrisa débil.
—Porque lo veo en tus ojos. Lo extrañas, ¿no es así?
—Más de lo que puedes imaginar.
—¿Y qué sucedió con él?
—Es complicado. Podría decirse que en este momento yo no ocupo un lugar en su mente.
Había amargura en su voz y Albert odió con todas sus fuerzas a ese hombre desconocido.
—No te merece —dijo con dureza—. Si él no está contigo, no te merece.
—No, soy yo quien no es lo suficientemente buena para él.
Albert sintió un dolor inesperado al escuchar esas palabras. Apretó la mandíbula, y la rabia creció en su pecho. Sin saber por qué, las palabras de Candy lo tocaban profundamente. ¿Quién podría ser ese hombre que se había robado su corazón, que no era capaz de ver a Candy por lo que era?
—Te mereces mucho más que esa angustia, Candy —dijo, con una determinación que no había pretendido usar. Se levantó de golpe, caminando hacia la colina antes volverse y mirarla, como pidiéndole que lo siguiera. El aire entre ellos estaba cargado de electricidad, y finalmente Candy caminó junto a él, el Hogar de Pony quedando atrás.
—No es angustia, solo resignación —respondió la pecosa—. Tuve suerte de haberlo conocido y creo que algún día podré ser feliz aunque no vuelva a estar a su lado.
—Tú no deberías resignarte, Candy. Ni conformarte con una vida a medias.
—¿Entonces que debería hacer? ¿Olvidarme de él? No puedo hacerlo, Albert, aunque él no sienta nada por mí, yo no dejaré de amarlo.
Albert se detuvo justo frente a ella, tan cerca que casi podía sentir el calor de su piel, a pesar del frío que los rodeaba. ¿Cómo era posible que su mente estuviera tan enredada en ella que lo atormentaba su sufrimiento? No había más espacio entre los dos, solo el latir rápido de sus corazones.
—No, no te estoy pidiendo eso. Solo espero que dejes de aferrarte a una ilusión, a un recuerdo que no te está dejando vivir —dijo, mientras la tensión en su voz se volvía más pronunciada—. No se trata de olvidarlo. Se trata de volver a sentir, Candy. De sentir algo real. Algo que no esté encadenado a un pasado que no puedes cambiar.
Candy dio un paso atrás, pero el árbol que había detrás de ella la detuvo. Albert, sin decir una palabra, avanzó un paso más y la aprisionó suavemente contra el tronco. La cercanía entre ellos era tan palpable que podía oírse el latido de sus corazones entrelazados.
—¿Tú crees que sea inútil esperar a alguien que quizás me olvidó? —Preguntó Candy, su aliento bailando en sus labios. Sería tan fácil eliminar la distancia que existía entre los dos y descubrir a qué sabía su boca…
Sacudió esos pensamientos y la miró.
—No creo que él te haya olvidado por completo, Candy. Nadie podría hacerlo.
—Hablas como si de verdad me conocieras.
Lo estaba diciendo en tono de broma, pero Albert sintió un tirón en el pecho. Levantó una mano, casi instintivamente, y rozó su mejilla con las yemas de sus dedos. Era un contacto suave, pero sintió que su piel ardía.
—Siento que sí te conozco —susurró como un secreto, acercándose peligrosamente a su oído—. Tengo la sensación de que si esta es mi segunda vida, tú estuviste en la primera.
—Albert…
Candy tragó saliva, y su pecho se agitó con la mezcla de emociones que la inundaban.
—Dime, ¿estoy equivocado?
El aire entre ellos se volvía más tenso con cada segundo que pasaba, y podía sentir el deseo palpable que se estaba acumulando, tan cerca, tan tangible, que casi podía tocarlo.
Finalmente, ella susurró, su voz apenas audible, pero llena de rendición.
—Tienes razón. No nos conocimos en esa fiesta.
—¿De qué hablas?
—Nos conocíamos desde hace mucho tiempo, Albert. En otra vida.
Notas:
¡Nuevo capítulo! Muchisimas gracias por leer y por sus maravillosos comentarios, eso es lo que más me gusta de escribir esta histori, compartirla con ustedes y escuchar lo que piensan. Cuéntenme que creen que va a suceder 3 las leo!!!!
