35
SIEMPRE
La voz de Candy fue un susurro, una confesión pronunciada en el silencio del atardecer casi a regañadientes. Parecía arrepentida de haber hablado, pero Albert no iba a darle oportunidad de retractarse. Tomó su mano con más fuerza de la que pretendía, aferrándose a ella con desesperación.
—¿En otra vida? —Repitió, buscando sus ojos—. ¿A qué te refieres, Candy?
—No lo quise decir así…
—Nos conocíamos desde antes, no te atrevas a negarlo. Yo lo siento en mi corazón, en cada uno de mis huesos.
El rostro de Candy adquirió una expresión cansada, como si estuviera luchando y perdiendo una batalla en su cabeza. Se mordió el labio inferior hasta que un hilillo de sangre brotó de la herida, y Albert tuvo el impulso de probar el sabor metálico en su propia boca.
—Es verdad —respondió con calma, aunque Albert podía escuchar el leve temblor en su voz—. Nos conocíamos desde hace varios meses. Fui la enfermera de Anthony, y tú…
—Dímelo. ¿Qué fui yo para ti?
—Mi jefe. Y también mi amigo.
Albert suspiró, tratando de mantenerse anclado a la realidad mientras apretaba la mano de Candy con más vigor.
—Lo sabía —murmuró—. Yo no podía estar equivocado.
—¿Respecto a qué?
—A ti.
Candy lo miró. Valiente y hermosa, intentaba contener el llanto pero sus ojos la delataban.
—¿A mí?
—La primera vez que te vi, tuve la sensación de que te conocía desde hace mucho tiempo. Eras el eco de un sueño, el recuerdo que estaba en mi mente, confuso pero imborrable. Podía verte al cerrar los ojos.
—¿Y qué sientes ahora?
Miedo. Alivio. Durante algunos meses nada en su pasado tenía sentido, pero eso había cambiado al escuchar las palabras de Candy. Ella le provocaba tantas cosas que era imposible que hubiera sido solamente su amigo, pero al menos era una explicación que tenía lógica en ese momento.
—Siento que me has abierto los ojos —susurró, acercándose todavía más a ella—. Aunque aún no termino de descifrar quién soy o qué haré con mi vida.
—Eso tomará tiempo.
—Tiempo es lo único que tengo, Candy, si tú me ayudas.
La brisa sopló entre ellos, mientras los tonos ocre y púrpuras del atardecer besaban la piel de Candy. Albert sintió una punzada en el pecho, teniendo la certeza de que en su pasado esta mujer significó más para él de lo que estaba dispuesta a admitir. Compartían una conexión, un lazo que ni siquiera su amnesia fue capaz de romper.
—Deberíamos regresar al Hogar —dijo Candy, tratando de romper el silencio que se había instalado entre los dos.
—Espera un momento. ¿Por qué no me dijiste nada cuando no te reconocí? ¿Por qué me hiciste creer que nos habíamos conocido por primera vez en esa fiesta?
—Lo siento, es que yo… me di cuenta de que algo había ocurrido contigo y no quise causarte más problemas.
—¿Problemas? Si eres lo único que tiene sentido en este momento, Candy.
Pronunció su nombre con reverencia, de forma tan íntima que los ojos verdes se alzaron para mirar los suyos de nuevo. Parecía que ella iba a responder algo, pero escucharon voces llamándolos a lo lejos.
Candy aprovechó la oportunidad para apartarse y murmuró algo entre dientes antes de bajar corriendo la colina. Albert sonrió, llevándose una mano al pecho y sintiendo su corazón acelerado.
—En otra vida —repitió.
Albert se fue al anochecer, después de prometerle a los niños que regresaría pronto. Candy lo acompañó hasta su auto, mordiéndose la lengua para no confesarle en un impulso la verdad que llevaba semanas guardando en su interior. No era la forma correcta de hacer las cosas.
Vio su auto alejarse a lo lejos, y entró nuevamente al orfanato. La señorita Pony y la hermana María la esperaban en la cocina con una humeante taza de té.
—¿Cómo estás, hija? —Le preguntó la señorita Pony.
—Muy bien. Mañana voy a ir a la ciudad a comprar unos medicamentos que nos hacen falta.
—¿Te acompañará el señor Andrey?
Sonrojándose, la muchacha se sentó a su lado.
—No, ¿por qué piensan eso?
—Estamos viejas pero no ciegas, querida Candy. Es obvio que existe mucha cercanía entre ese hombre y tú —añadió la hermana María.
—Ya les dije que él no recuerda nada de nuestro pasado.
—El corazón no olvida. ¿Acaso no te has dado cuenta de la forma en que te mira, como si estuviera dispuesto a dar todo por ti?
—Se equivocan…
—Oh, Candy. ¿De verdad crees que él viene casi todos los días solamente porque es un buen hombre? Lo hace para verte. Quiere estar cerca de ti.
Candy sonrió con tristeza.
—Tal vez tienen razón, pero eso no importa; entre los dos no podría haber nada a menos que recupere la memoria.
—¿Por qué? —Insistió la señorita Pony con exasperación—. Dile la verdad. ¿Qué tal si él se vuelve a enamorar de ti?
—Si eso ocurre, que sea porque lo siente verdaderamente. Al hablarle de nuestro pasado, estaría forzándolo a corresponderme y eso es algo que yo no soportaría.
—Como tú digas, tan solo recuerda que la vida es corta y puede cambiar cuando uno menos lo imagina.
Candy asintió. No podía decirle a la hermana María que en realidad estaba aterrada; no quería hacerse demasiadas ilusiones respecto a Albert porque temía que todo se tratara de una ilusión pasajera y unilateral.
Esa noche no pudo dormir. Recuerdos de él consumían su mente, de la forma en que la miraba y pronunciaba su nombre, como si en realidad significara algo. ¿Y si sus madres tenían razón? ¿Y si necesitaba ayudarle a su mente a recordarla?
Prefirió no darle muchas vueltas a eso. Se levantó apenas amaneció, organizando en una lista todo lo que necesitaba comprar para el Hogar, y guardando su dinero en un bolso. Afuera ya la estaban esperando los Miller, una amable familia de granjeros que vivían cerca del orfanato y que se ofrecieron a llevarla a la ciudad. Se despidió de la señorita Pony y la hermana María con un abrazo en la puerta, prometiéndoles llegar temprano.
El viaje fue ameno. Los Miller tenían una pequeña hija que estaba encariñada con Candy, y se la pasaron jugando y hablando hasta llegar a la ciudad. Como aún era temprano, alcanzó a evitar las multitudes y pudo caminar por las calles sin ninguna preocupación.
Entró al mercado, ruidoso y lleno de personas. En cada rincón había un vendedor ofreciendo sus productos y amas de casa haciendo compras. A Candy le encantaba ir al mercado, escoger las frutas y pelear por precios más bajos; siempre era una oportunidad para mantener su mente ocupada y distraída.
Se acercó a un puesto de naranjas y el vendedor inmediatamente la abordó.
—Pásele señora, compre dos kilos de naranjas al precio de uno.
—¿Señora? —Repitió indignada—. ¡No soy una señora!
—Ándele, señora. Hará muy feliz a su marido.
Candy ni siquiera pudo revirar y no le quedó de otra más que comprar las naranjas. Salió del mercado cargando varias bolsas y prácticamente echando humo por las orejas de lo ofendida que estaba.
¿Cómo se atrevían a decirle señora a una jovencita soltera como ella? No, eso era el colmo del descaro…
—¿Candy?
Su corazón dio un vuelco al escuchar esa voz profunda y masculina. Se giró rápidamente y vio a Albert, de pie al lado de unos hombres que usaban un traje oscuro al igual que él. Sus ojos azules brillaron de alegría al verla, y Candy correspondió con el mismo gesto.
—¡Albert! ¿Qué haces aquí?
—Podría preguntar lo mismo —respondió, acercándose con aquella sonrisa de medio lado que siempre la desarmaba—. Estoy en la ciudad atendiendo unos asuntos. ¿Cómo estás? De haber sabido que vendrías te hubiera esperado.
Candy bajó la vista, sintiendo sus mejillas arder.
—No me gustaría molestarte.
—Me encanta estar contigo. ¿Ya terminaste con tus compras?
—Solo me falta ir a la farmacia por unos medicamentos y después tengo que regresar al Hogar de Pony con una familia que me trajo hasta aquí.
—Avísales que no regresarás con ellos.
—¿Qué? ¿Por qué?
—Porque yo quiero llevarte —dijo como si se tratara de lo más natural del mundo.
—No, Albert. Debes estar muy ocupado —señaló con la cabeza a los hombres que lo rodeaban, quienes fingían no escuchar su conversación. Era obvio que trabajaban para la familia Andrey, y por lo tanto, para él.
—Pueden continuar sin mí.
—En serio no quiero distraerte.
—Y yo no aceptaré un no como respuesta. Te acompaño a la farmacia.
—Está bien.
Esperó a que Albert les dijera a sus empleados que cancelaran el resto de sus compromisos, y juntos caminaron a través de las calles de la ciudad.
—¿Por qué parecías tan indignada hace un rato?
—¡Un vendedor me acaba de llamar señora! ¿Lo puedes creer? ¡A mí, una muchacha!
Albert se rio a carcajadas y la miró con ternura.
—No le des muchas vueltas, Candy. Para los vendedores todas las mujeres son amas de casa.
—¿En serio?
—Sí, es la forma en que trabajan.
—Oh, ese caso está bien —sonrió la pecosa—. ¿Pero tú crees que tengo la cara de una señora?
Albert se detuvo, fingiendo mirarla atentamente.
—No. Más bien tienes una cara hermosa.
—No digas esas cosas —respondió apenada.
—¿Por qué te preocupa, Candy? ¿Acaso no quieres convertirte en la esposa de alguien?
Sí, pensó ella con tristeza. Quería ser tu esposa. Ese era el anhelo que guardaba su alma, que había creído posible hasta el día en que él perdió la memoria, dejándola con el corazón roto y las ilusiones destrozadas.
—No, no creo poder ser una buena esposa.
—Te equivocas. Has sido tan buena conmigo, eres tan amable y alegre todo el tiempo que yo…
Albert no pudo terminar su frase. Entendiendo que existían palabras que no podían decirse en voz alta, Candy asintió y siguieron caminando. La conversación fluyó amena entre los dos, hablando de cosas triviales como el clima y los niños del Hogar de Pony, pero la tensión entre era palpable, como una corriente invisible que los conectaba.
Después de comprar los medicamentos en la farmacia, Albert la acompañó a despedirse de los Miller, asegurándoles que él mismo la llevaría al Hogar de Pony sana y salva. La señora Miller le dedicó una mirada enigmática que hizo sonrojar a Candy.
—Vamos a desayunar algo delicioso —dijo Albert, cargando las pesadas bolsas de Candy como si fueran plumas.
—Bueno…
—Solo di que sí, ya sabes que no puedes discutir conmigo.
—Está bien —dijo Candy, consciente de que nunca se negaría a pasar algo de tiempo con él.
—Mi chófer nos está esperando allá. ¿Quieres…?
De repente, un ruido estridente interrumpió su charla. Un coche avanzaba a gran velocidad por la calle estrecha, derrapando peligrosamente en las curvas. Candy se detuvo en seco, mirando el vehículo con ojos llenos de alarma.
—¡Cuidado! —gritó Albert, tirando de su brazo para apartarla del camino.
Todo ocurrió en un instante. El conductor, claramente ebrio, perdió el control del coche y se dirigió directamente hacia ellos. Albert pareció no pensarlo dos veces: empujó a Candy hacia un lugar seguro, pero no pudo apartarse a tiempo. El coche lo golpeó de lado, lanzándolo al suelo con violencia antes de estrellarse contra un poste cercano.
—¡Albert! —gritó Candy, corriendo hacia él con el corazón en un puño.
Albert estaba en el suelo, inconsciente y respirando con dificultad. Candy se arrodilló a su lado mientras las lágrimas corrían por sus mejillas con desesperación. Tocó su rostro y vio que había sangre en su cabeza. La imagen caló en sus miedos más profundos y sintió que iba a desmayarse.
—¿Está muerto? —Preguntó uno de los transeúntes que se habían aglomerado entorno a ellos.
—¡No está muerto! —Gritó Candy—. Albert, por favor. No me hagas esto, ¡Albert, despierta!
—¿Candy? —Murmuró, con los ojos cerrados, pero llamando su nombre. Candy estaba desesperada, temblando de pies a cabeza; por fortuna el chofer de Albert notó el escándalo y se acercó corriendo a ellos.
—¿Qué pasó?
—¡Señor, por favor ayúdeme! ¡Necesitamos llevarlo a un hospital!
—¡Ábranse paso, se trata del señor Albert Andrey!
Los murmullos no tardaron en hacerse presentes. El nombre de los Andrey era conocido en prácticamente todo el país, y la noticia de que su patriarca había sufrido un accidente causó gran conmoción.
Con ayuda de varias personas, lograron subir a Albert al vehículo y Candy lo siguió, prácticamente al borde de un colapso nervioso. Durante todo el trayecto hasta el hospital no soltó su mano, aferrándose a él como si se tratara de su propia vida y murmurando palabras de consuelo.
—Por favor, mi amor —susurró, ahogándose en sus propias lágrimas—, no me dejes. No puedo perderte…
Candy apenas se percató de cuando llegaron al hospital. Fue una experiencia surrealista, como si su cuerpo estuviera actuando de forma independiente a su cuerpo. Escuchó distraída las voces del personal médico mientras sacaban a Albert del auto y lo trasladaban a una camilla hacia el interior. Corrió detrás de él negándose a dejarlo solo, hasta que una enfermera la detuvo.
—Espere afuera, señorita. Necesitamos espacio para atenderlo.
—¡Por favor, sálvenlo!
—Lo primero es evaluar el daño que sufrió. Pero tenga mucha fe, él estará bien.
Solo pudo observar cómo Albert desaparecía detrás de la puerta doble mientras ella permanecía de pie en medio del pasillo, impotente y destrozada.
El tiempo pasó en una nebulosa de confusión y caos. Caminó por la sala de espera como un alma en pena, elevando una plegaria al cielo, suplicándole a Dios que tuviera compasión. El chófer de Albert estaba en un estado similar, pero tuvo la cabeza lo suficientemente fría como para buscar en su hotel al señor George Villiers, el asistente de Albert y finalmente la dejó sola.
Candy se sentía tan pequeña, como un barco a la deriva. Podía escuchar el eco desbocado de su corazón y los pensamientos que no se atrevía a pronunciar en voz alta:
¿Y si no despierta de nuevo? ¿Y si se trata de algo grave?
Se estaba desgarrando por dentro. A lo largo de su vida, creía conocer lo que era el dolor, pero no se comparaba con lo que estaba experimentando en ese momento; amaba a Albert más que a su propia vida. Si algo le pasaba, seguramente no iba a soportarlo.
—Por favor, Dios mío —murmuró—, no me lo quites. Prefiero mil veces que no vuelva a recordarme, que me mire con indiferencia, que nunca me ame, pero que esté bien. Por favor, por favor…
Cada vez que cerraba los ojos, el accidente se repetía en su cabeza y la culpa apenas le permitía respirar. Fue por su estupidez, si tan solo hubiera visto el auto antes, si se hubiera apartado a tiempo, Albert no estaría en esa situación…
—¿Usted es la señorita Candy? —Preguntó un médico, su expresión seria. Ella prácticamente se levantó de un salto, tropezando con sus propios pies.
—Sí, soy yo. ¿Cómo está Albert?
—El señor Andrey está bien. Afortunadamente no sufrió contusiones ni fracturas, solo un esguince en el brazo izquierdo y algunos golpes menores. No tiene daño interno y es un hombre muy fuerte, así que se recuperará pronto.
Candy sonrió entre lágrimas, sintiendo que las piernas le fallaban de alivio.
—Gracias a Dios —dijo—. ¿Puedo verlo?
—Por supuesto, él la está esperando.
Una enfermera la condujo a su habitación. Candy se detuvo en seco al verlo; Albert estaba recostado sobre la cama, el rostro ligeramente pálido y magullado, pero sus ojos brillaban con la misma intensidad de costumbre. Al encontrarse su mirada, él le dedicó una sonrisa débil.
—Siempre es un placer verte, Candy.
Sin importarle lo que era propio o no, la enfermera corrió hacia él y lo abrazó, tratando de no lastimarlo.
—¡Albert! —Sollozó. Lágrimas corrían libremente por sus mejillas y cuando se apartó, tomó sus manos entre las suyas buscando su pulso, asegurándose de que estaba ahí junto a ella—. ¡No vuelvas a hacer algo así!
—Candy, ¿por qué lloras? Estoy bien.
—¿Que por qué lloro? —repitió, su voz temblando—. ¡Porque pudiste haber muerto! Debiste dejarme, debiste permitir que el auto me atropellara a mí.
—No.
Su respuesta fue firme, definitiva. Candy lo miró, confundida por la determinación que emanaba de él incluso en su estado.
—¿Por qué no?
Albert levantó una mano y acarició las mejillas de Candy. Limpió sus lágrimas con delicadeza, mostrándole una ternura que rompió su corazón, porque lo único que deseaba era inclinarse y aceptar su tacto.
—Porque eso me era imposible. No podría quedarme quieto y verte lastimada.
—Pero…
—Escúchame, Candy: ni siquiera fue una decisión consciente. Cuando te vi en peligro, todo mi cuerpo se movió por instinto. No sé qué significa, pero sé que no podía permitir que te pasara algo malo. ¿Acaso crees que eso es tu culpa?
Candy cerró los ojos para que no se diera cuenta de lo afectada que aún estaba.
—Albert, no puedes imaginar lo que padecí al verte herido…
—Y ahora entiendes cómo me habría sentido yo —respondió con una sonrisa cansada. Candy se separó un poco para mirarlo mejor.
—¿Te duele algo? ¿Quieres que le hable al doctor?
—Estoy bien, me dieron unos analgésicos para el dolor.
—Entonces deberías dormir —respondió Candy, cubriéndolo con una sábana—. Seguirás en observación un par de horas, pero si todo sale bien te darán de alta muy pronto.
Albert asintió. La habitación se sumergió en un silencio apacible, apenas roto por el murmullo del exterior. Candy se sentó en una silla junto a su cama, observándolo en silencio y vigilando cada uno de sus movimientos. Parecía tan pacífico, incluso con la venda alrededor de su brazo, la prueba silenciosa del sacrificio que había hecho por ella.
Su respiración se volvió pausada y profunda. Candy pensó que lo ideal sería dejarlo solo para que descansara sin ninguna distracción, así que trató de levantarse, pero él tomó su mano.
—Candy —murmuró, su voz adormilada sin dejar de ser firme.
—¿Sí? ¿Qué pasa? ¿Necesitas algo?
Albert negó lentamente.
—No, solo quédate. Quédate conmigo.
Sus parpados comenzaban a cerrarse, pero seguía mirándola con el mismo ardor de siempre; había súplica y una soledad que era reflejo de la suya propia. En aquel momento, Candy supo que estaría dispuesta a hacer lo que él le pidiera sin dudarlo.
—Claro que me quedaré —dijo, conmovida—. No te preocupes.
—No quiero… no quiero que te vayas.
Candy tragó con dificultad, sintiendo un nudo en la garganta.
—No me iré a ninguna parte —respondió con la voz entrecortada—. Seguiré aquí cuando despiertes.
Él ya no la escuchaba. El sueño finalmente lo venció, relajando su rostro y suavizando su expresión. Candy lo contempló en silencio, absorta en la paz que por fin parecía haber encontrado. La calidez de su pecho subía y bajaba acompasadamente, su respiración tranquila y suave.
No pudo evitar alargar la mano para apartar un mechón de cabello dorado que caía sobre su frente, permitiéndose un gesto que no se habría atrevido a realizar de estar él consciente. El corazón le latía tan fuerte que temió que el sonido pudiera despertarlo. Pero Albert no se movió.
—Me quedaré siempre, amor mío —susurró, inclinándose con cuidado para dejar un beso suave en su frente, un contacto fugaz que llenó su corazón de tanto amor que iba a explotarle.
Era la única promesa que podía hacerle en ese momento, la única que verdaderamente importaba. Se acomodó de nuevo en la silla, sin apartar la vista de él, y al cabo de un rato el cansancio también la venció.
¡Notas!
Espero que Albert me perdone, porque en esta historia ya lo mandé varias veces al hospital jajajaja pero esta vez es por una buena causa. Muchísimas gracias por leer, ojalá esta historia les siga gustando tanto como a mí escribirla. Trataré de publicar un nuevo capítulo antes de navidad, pero si no puedo a todos les deseo felices fiestas, que sus vidas estén colmadas de bendiciones y mucho amor.
¡Hasta la siguiente!
