36
DULCES SUEÑOS
Albert abrió los ojos lentamente. Un dolor agudo le atravesaba la cabeza, como una oleada punzante que lo obligó a quedarse quieto, contando cada respiración hasta que las náuseas desaparecieron. Al principio no recordaba dónde estaba, pero el blanco estéril de las paredes y el penetrante aroma a medicamentos y antiséptico le dieron una pista.
Claro, el hospital.
Intentó incorporarse en la cama rígida y poco acogedora, pero cada movimiento era un desafío. Cerró los ojos y el recuerdo llegó como un torbellino: el coche avanzando sin control, el rostro de Candy descompuesto por el miedo, y su propio cuerpo moviéndose antes de que pudiera siquiera pensarlo. Había actuado por instinto, su única certeza era aquella verdad constante, un pensamiento repetitivo: no podría vivir si algo le pasaba a ella.
Suspiró pesadamente, y fue en ese momento que su mirada cayó sobre la figura a su lado. Ahí estaba Candy, dormida en una silla incómoda, con los brazos apoyados y la cabeza descansando sobre el colchón.
Su cabello dorado caía en suaves ondas alrededor de su rostro, iluminado por la tenue luz que se filtraba desde la ventana. Dormía profundamente, su respiración acompasada y tranquila, y Albert sintió que su corazón se contrajo ante la escena.
Dios, ¿cómo era posible que alguien pudiera ser tan hermosa? Sus pestañas proyectaban sombras delicadas sobre sus mejillas cubiertas de pecas, y sus labios, suaves y entreabiertos, parecían pétalos de rosas. Era una visión casi etérea, un momento que deseaba poder congelar en el tiempo.
Con cuidado, levantó una mano temblorosa y trazó la línea de su mandíbula, subiendo hasta su frente con una caricia apenas perceptible. La calidez de su piel fue como un bálsamo para su mente nublada y agotada, un ancla en medio del caos de las últimas semanas.
—Candy… —susurró, su nombre escapando de sus labios como una plegaria.
Ella murmuró algo inaudible, moviéndose ligeramente antes de abrir sus ojos verdes llenos de preocupación.
—¿Albert? —preguntó somnolienta.
Él retiró la mano de inmediato, sintiendo una punzada de culpa.
—Perdóname, ¿te desperté?
—No te preocupes. ¿Cómo te sientes?
—Como si me hubiera pasado un tren por encima —bromeó, esbozando una débil sonrisa.
—Al menos no perdiste el sentido del humor. ¿Estás bien? ¿Necesitas algo?
—Un poco de agua no me vendría mal.
Candy se levantó de inmediato y caminó hasta una pequeña mesa. Llenó un vaso con agua y regresó para ayudarlo a beber. Sus dedos rozaron los de Albert al sostener el vaso, y él sintió un calor inesperado recorrer su cuerpo. Cuando terminó, Candy ajustó la almohada a sus espaldas y lo cubrió con una sábana.
—No es necesario que hagas todo esto por mí.
—Lo sé, pero quiero ayudarte.
Albert la miró con intensidad, estudiando cada línea de su rostro.
—No te sientas culpable por lo que ocurrió. Actué por instinto, eso es todo.
—No lo hago por culpa.
Él alzó una ceja, sin estar muy convencido.
—Entonces, ¿por qué?
Candy bajó la mirada, jugueteando con sus manos como si tratara de encontrar las palabras correctas.
—Porque me nace hacerlo. Porque somos amigos, Albert, y los amigos se cuidan entre sí.
Amigos. Esa palabra le sabía demasiado corta, insuficiente para describir el lazo invisible que lo unía a Candy, la necesidad inquebrantable de protegerla. Pero no la contradijo.
—Entonces quedo en tus manos —murmuró, su voz rota.
El doctor interrumpió su conversación, Después de un breve chequeo, declaró que podía irse ese mismo día, y Albert sintió alivio. Odiaba los hospitales, le recordaban demasiado a aquellos días que pasó en Cleveland luego de su accidente, perdido y sin saber cuál era su lugar en el mundo.
Pero esta vez era diferente. Ella estaba a su lado, y por ese simple motivo la vida le parecía más sencilla.
Estaba a punto de alistarse cuando un hombre irrumpió en la habitación con pasos rápidos y una expresión de absoluto terror en el rostro, sus ojos frenéticos mirándolo como si no pudiera creer que estaba vivo.
—¿George? —preguntó Albert, frunciendo el ceño con confusión—. ¿Qué haces aquí?
—¡William! —exclamó su asistente, apresurándose a su lado con un gesto de alivio y reproche—. ¿Cuántas veces tengo que decirte que dejes de preocuparme de esta manera?
Albert dejó escapar una débil sonrisa.
—Estoy bien, George. No fue tan grave como parece.
—¿No fue tan grave? —repitió el hombre, arqueando una ceja con incredulidad—. Parece que los accidentes te persiguen, muchacho.
—¿Cómo te enteraste de lo que pasó?
—Tu chofer me avisó, aunque no fue necesario; toda la ciudad parece estar al tanto.
Albert suspiró pesadamente.
—Por favor, haz lo posible por mantener esto fuera de la prensa. No me gustaría que llegara a oídos de la tía Elroy o de mis sobrinos en Chicago.
—Haré lo que pueda —respondió George, todavía preocupado. Entonces sus ojos se desviaron hacia Candy, que se había levantado de su silla con educación—. ¿Y quién es esta encantadora señorita?
Albert giró la cabeza hacia Candy, estudiándola por un momento antes de hablar.
—George, te presento a Candy White. Ella fue quien me cuidó después del accidente.
George se acercó con una sonrisa afable y extendió la mano.
—Un verdadero placer conocerla, señorita White. Le estoy profundamente agradecido por cuidar de este testarudo muchacho.
—El placer es mío —respondió Candy con suavidad, estrechando su mano—. Y no tiene nada que agradecerme. De alguna forma, creo que fue mi culpa que él terminara aquí.
—Ya hemos hablado de esto, Candy.
George observaba el intercambio con una expresión divertida, como si presenciara un duelo amistoso de tenis. Después de eso, él y Candy hablaron con naturalidad, como viejos conocidos.
Una hora después, recogieron los medicamentos de la farmacia del hospital, y antes de salir, George tuvo una breve conversación con el médico.
—¿Qué cuidados necesita el señor Andrey?
—Analgésicos para el dolor y reposo absoluto. El esguince en su brazo no es grave, pero debe evitar cualquier esfuerzo. Aunque no sufrió una contusión cerebral, sí recibió un golpe fuerte en la cabeza, por lo que podría experimentar mareos. Es importante que alguien de confianza permanezca cerca de él durante los próximos días para monitorearlo.
—Así será. Muchas gracias, doctor.
Cuando salieron del hospital, el sol estaba a punto de esconderse, bañando las calles en tonos cálidos de naranja y dorado. Insistieron en llevar a Candy de regreso al Hogar de Pony, aunque ella argumentó que no era necesario. Una vez en el auto, George habló con firmeza:
—Necesitamos pasar al hotel a recoger mis cosas.
Albert lo miró con una mezcla de irritación y cansancio.
—¿Por qué? ¿Tienes que regresar a Chicago?
—No, muchacho. Escuchaste al médico. Alguien tiene que monitorearte y asegurarse de que no intentes algo imprudente.
—George, estoy perfectamente bien. Hay mucho trabajo pendiente y no puedo quedarme de brazos cruzados.
—De ninguna manera —replicó George con severidad—. Hace poco sufriste un accidente terrible y, ahora esto. No podemos correr riesgos, alguien debe estar contigo.
Albert estaba a punto de responder cuando una voz suave y decidida llenó el espacio.
—Yo puedo quedarme con él.
El auto se sumió en un silencio tenso. Albert giró la cabeza hacia Candy, su ceño fruncido y la mandíbula apretada como si quisiera replicar de inmediato. Pero antes de que pudiera hacerlo, Candy sostuvo su mirada con determinación.
—Piénsalo bien, Albert. Soy enfermera y estoy capacitada para cuidarte.
George sonrió ampliamente.
—¡Ah, señorita, qué solución tan perfecta! No se imagina el peso que me quita de encima.
—¿No crees que te estás adelantando, George? —Protestó Albert con voz firme.
—No seas testarudo, William. La señorita Candy tiene razón y yo me sentiré más tranquilo si ella se queda contigo; si tuvieras un ápice de sentido común, no rechazarías semejante ofrecimiento.
—No me ofenderé si quieres estar solo, Albert —habló Candy con cuidado—, pero me gustaría tanto cuidarte…
Albert la miró. Sus ojos verdes y sinceros lo desarmaban como nada en el mundo, y lo único que deseaba era decir sí, quédate a mi lado y no me dejes nunca, pero no confiaba en sí mismo cuando se trataba de ella. Su eterno conflicto, esa chica luminosa y con el corazón más puro que existía… la sola idea de tenerla en Lakewood, tan cerca y a solas, agitaba algo en su pecho que no podía entender del todo.
—De acuerdo —cedió finalmente, con un suspiro cansado—. Pero prométeme una cosa.
—Lo que sea.
—Si te hartas de mí o necesitas irte, lo harás sin remordimientos. Yo estaré bien.
Candy sonrió con dulzura.
—Prometido.
George, feliz por haberse salido con la suya, ordenó al chofer llevarlos al Hogar de Pony para que Candy les avisara a sus madres. El viaje transcurrió en silencio, interrumpido solo por el murmullo del motor.
Albert estaba quedándose dormido, reclinado contra el asiento y mirando a Candy, cuando el chófer se detuvo afuera del Hogar de Pony. El aroma familiar de la hierba fue lo primero que Albert percibió, reconfortándolo como si se tratara de su propia casa. Quizás era una asociación de su cerebro, que relacionaba todo lo bueno y puro del mundo con Candy.
Se bajó del coche con dificultad siguiendo a la enfermera. La señorita Pony y la hermana María parecían estar esperándolos, porque salieron a recibirlos inmediatamente.
—¡Candy, hija! —Exclamó la hermana María—. Estábamos preocupadas por ti.
—Lo siento, tuvimos un percance…
—Fue mi culpa. Yo la distraje —intervino Albert, aproximándose con una sonrisa débil en los labios.
—Oh, señor Andrey, ¿qué le pasó?
—Un pequeño accidente sin importancia, pero me temo que tendré que robarles a su mejor enfermera un par de días.
Las dos mujeres se miraron confundidas.
—El señor Andrey se lastimó por mi culpa —explicó Candy, sonrojada hasta las orejas—. Me ofrecí a cuidarlo hasta que se recupere.
—Así es. Mañana mismo enviaré a una de mis empleadas para que les ayude en las tareas mientras Candy está en Lakewood.
—No es necesario, señor Andrey —respondió la señorita Pony, su rostro tenso—. Podemos arreglarnos muy bien por nuestra cuenta.
—Insisto.
Ninguna de las dos respondió. Candy, sintiendo algo de incomodidad, se excusó yendo a su habitación para empacar algo de ropa y dejando solo a Albert con las mujeres en el exterior del Hogar de Pony.
—Señor Albert, debo ser franca. Candy es una mujer soltera al igual que usted, y no me parece apropiado que estén solos aunque haya sirvientes.
—Entiendo su preocupación, hermana María —interrumpió Albert con voz firme pero gentil, mirando directamente a los ojos de la mujer—. Y aprecio que se preocupe tanto por Candy. Sin embargo, le garantizo que mis intenciones son completamente honorables.
La religiosa frunció el ceño, cruzando los brazos mientras lo evaluaba con la mirada.
—No dudo de su palabra, señor Andrey, pero debe admitir que las apariencias pueden ser problemáticas.
—Es cierto. En circunstancias normales, jamás pondría a Candy en una posición que pudiera comprometer su reputación. Pero este no es el caso. Estoy lastimado, y necesitaré ayuda durante las próximas semanas. Ella se ofreció voluntariamente porque es una mujer noble y compasiva, como estoy seguro que usted ya sabe.
—Eso es cierto, pero...
—No permitiría que nada ni nadie mancillara el nombre de Candy, y mucho menos sería yo quien lo hiciera. Si se sienten más tranquilas, las mucamas estarán en todo momento cerca de nosotros. Sin embargo, les aseguro que jamás cruzaría una línea que pudiera lastimarla a ella o la confianza que tiene en mí
La señorita Pony suspiró, suavizando su postura mientras evaluaba la verdad en sus palabras.
—Es evidente que se preocupa mucho por ella, señor Andrey.
—Más de lo que podría admitir.
La hermana María sonrió levemente, colocando una mano en el brazo de la señorita Pony.
—Tal vez deberíamos confiar en él. Candy no es una niña; sabe lo que está haciendo y parece que el señor Andrey también.
—Está bien, señor Andrey. Confiaré en sus palabras, pero espero que cuide de Candy tanto como ella cuidará de usted.
—Eso puede darlo por hecho.
Candy regresó en ese momento con una pequeña maleta en la mano. Observó la escena con curiosidad, preguntándose qué habrían hablado en su ausencia.
—Estoy lista —dijo, mirándolos a todos con una sonrisa forzada.
Albert tomó la maleta de sus manos sin decir nada, cargándola con facilidad con su brazo sano.
—Vámonos.
La señorita Pony y la hermana María se despidieron de Candy con un cálido abrazo, tras darle la bendición. Acompañados de George, el coche comenzó a avanzar por el sinuoso camino que conducía a la villa, iluminado solo por los faros y la tenue luz de la luna que se filtraba entre los árboles. Candy miraba por la ventana, tan emocionada como una niña pequeña, mientras Albert la observaba embelesado. No quería cerrar los ojos, temeroso de que desapareciera, como si fuera un sueño del que no quería despertar.
Finalmente, el auto se detuvo se detuvo frente a Lakewood. La villa se alzaba imponente en la oscuridad y Candy bajó de prisa.
—Qué lugar tan hermoso —murmuró—. Parece un castillo.
—Me alegra que te guste, este será tu hogar.
Albert tuvo la sensación de estar conociendo Lakewood por primera vez a través de los ojos de Candy. Para ella, todo era nuevo y perfecto, lleno de tanta luz que lo contagió; su presencia llenaba los huecos más oscuros que no sabía que existían.
Adentro, el ama de llaves salió a recibirlo y abrió los ojos sorprendida al ver a Candy.
—Bienvenido de regreso, señor Andrey. No sabía que tendríamos visitas.
—Buenas noches, Susan. Te presento a la señorita Candy White, ella es una enfermera excepcional que estará quedándose con nosotros en los próximos días —dijo, señalando el vendaje en su brazo izquierdo—. Por favor, encárgate de que se sienta cómoda, Candy es muy especial para mí.
—Por supuesto. Sígame, por favor, la llevaré a la recámara de huéspedes.
—Susan, ¿no crees que la habitación en el segundo piso, la que está cerca del pasillo, sería más adecuada para Candy?
La mucama parpadeó, sorprendida por la sugerencia.
—Pero es la mejor habitación que tenemos, señor…
—Precisamente por eso.
—No es necesario —interrumpió Candy avergonzada—. Puedo quedarme en cualquier lugar, Albert.
—No insistas. Susan, acompáñala y asegúrate de que no le falte nada, yo me voy a retirar por la noche.
—¿No piensa cenar?
—No tengo hambre, prefiero descansar.
Candy lo miró como si quisiera decir algo, pero solo asintió.
—Buenas noches, Albert.
—Buenas noches, Candy.
Las palabras flotaron en el aire, densas y cargadas de un significado que ninguno de los podía reconocer. Albert inclinó levemente la cabeza y sonrió, despidiéndose de ella.
Candy no podía concebir el sueño.
La habitación que Albert le había asignado era ostentosa, digna de la realeza y con largos ventanales que daban vista hacia el jardín. Su cama era suave, las sábanas de seda, y la señora Susan se desvivió en atenderla.
Pero no, eso no era la causa de su insomnio, sino el conocimiento de que él estaba ahí, a unos cuantos metros de ella. Podía sentirlo aunque era imposible, podía sentir el calor que emanaba con su sola presencia. Era insoportable y doloroso tenerlo cerca y no poder tocarlo y hablar con él libremente de todo el amor que guardaba en su corazón.
El enorme reloj en la pared marcó las dos de la mañana. Dormir era inútil, así que se colocó una delgada bata alrededor de su cuerpo y decidió bajar a la cocina para preparar té.
Por fortuna, todos los sirvientes ya se habían retirado y en Lakewood reinaba una calma frágil, como si la noche estuviera protegiéndola bajo un manto de silencio. Candy sirvió agua en la tetera, el sonido del líquido llenando la porcelana resonando en la penumbra, cuando de repente escuchó pasos.
Reconoció su aroma incluso antes de girarse. Inconfundiblemente masculino, con notas cálidas de sándalo y un leve toque amaderado que siempre la envolvía. El corazón le dio un vuelco. Lentamente se volvió hacia la puerta y lo encontró ahí, apoyado despreocupadamente contra el marco, con una sonrisa de medio lado que hacía tambalear sus pensamientos.
Albert estaba vestido con un pijama negro y entreabierto del pecho. Aunque todavía lucía algo pálido por el accidente, se veía tan apuesto como siempre, y la penumbra solo acentuaba las sombras de su rostro fuerte y definido.
—¿Qué haces despierta a esta hora? —preguntó con suavidad, su voz grave y algo ronca-
Candy tragó con dificultad y bajó la mirada, ocupándose de su tetera como si fuera el objeto más interesante del mundo.
—No podía dormir —respondió, tratando de sonar casual, aunque su tono tembló apenas—. Pensé que un poco de té me ayudaría.
—¿Té? —Albert se acercó lentamente, sus pasos resonando con un ritmo tranquilo pero deliberado. Cuando estuvo lo suficientemente cerca, se inclinó para observar lo que hacía, invadiendo su espacio personal con esa naturalidad que siempre la abrumaba—. ¿Te importa si te acompaño?
Candy alzó la vista. Sus ojos azules brillaban con un destello curioso, casi juguetón, y no pudo evitar asentir.
—Por supuesto que no…
—¿Estás segura? ¿No prefieres estar sola?
—No. Me gusta su compañía, señor Andrey.
Albert rio, bajo y profundo.
—De nuevo vuelves a llamarme de ese modo.
—Lo siento, es que estoy un poquito nerviosa…
—Ah. Imagino que este fue un día difícil para ti.
—Algo así —respondió Candy, agradecida por la excusa. No quería confesarle que era él quien verdaderamente la ponía nerviosa, como si estuviera en la orilla de un abismo a punto de caer.
Albert la observó en silencio mientras Candy servía el agua en dos tazas, pero cuando intentó tomar una, él fue más rápido, rodeando su mano con la suya.
—Déjame ayudarte.
El contacto de sus dedos hizo que se le escapara un pequeño suspiro, y cuando alzó la vista, encontró sus ojos fijos en ella con una intensidad casi abrasadora.
—Puedo hacerlo sola —protestó suavemente, aunque no se apartó.
—Lo sé.
El silencio que siguió fue tan tenso que podía cortarse con un cuchillo. La tetera había dejado de silbar, pero ninguno se movió. Albert aún sostenía su mano, y aunque la soltó con cuidado después de un segundo, sus dedos rozaron los suyos en el proceso, dejando una corriente eléctrica a su paso.
—Gracias —murmuró ella, incapaz de sostener su mirada.
—No hay de qué.
Ambos tomaron las tazas, unas galletas y caminaron hacia una pequeña mesa en la cocina donde se sentaron frente a frente. Los primeros sorbos de té llenaron el silencio, pero las palabras no tardaron en regresar.
—¿Qué es lo que te quita el sueño, Candy?
Tú.
—Muchas cosas. Los niños, mi futuro…
Albert dejó la taza sobre la mesa, sus dedos tamborileando distraídamente contra la cerámica mientras miraba a Candy, pensativo.
—¿Alguna vez pensaste en regresar a Chicago? —preguntó finalmente, con la voz casual,
—No lo sé. Me parece que mi lugar está aquí, con las personas que me necesitan.
—Supongo que tiene sentido. Pero sería agradable verte ahí algún día, todos los días —dijo, con un tono ligero, como quien comenta algo sin mucho peso. Sus ojos, sin embargo, delataban otra historia.
Candy lo miró rápidamente, sorprendida por la confesión tan espontánea.
—¿Agradable? —repitió, intentando reír suavemente, aunque el calor en sus mejillas la traicionaba.
Albert inclinó la cabeza, sus labios dibujando una pequeña sonrisa.
—Claro. Chicago es un lugar grande y frío. Siempre es mejor cuando tienes cerca a alguien que pueda hacer que se sienta más… como un hogar.
La sencillez de sus palabras la desarmó. Candy no respondió de inmediato, temerosa de que cualquier cosa que dijera pudiera revelar más de lo que estaba dispuesta a admitir.
—Supongo que eso dependerá de las circunstancias.
—Las circunstancias cambian —dijo él con suavidad, inclinándose ligeramente hacia ella—. A veces de maneras inesperadas.
Candy negó con la cabeza, intentando contener una sonrisa que amenazaba con traicionarla. Pero antes de que pudiera responder algo más, Albert alargó una mano y rozó su mejilla con el pulgar.
—Tienes una miga aquí —murmuró, quitándosela con una delicadeza que la dejó sin aliento.
El simple contacto de su piel fue suficiente para que el tiempo pareciera detenerse. Sus ojos se encontraron, y en ese instante, todo lo demás desapareció. Candy apenas podía respirar, sintiendo la calidez de su mano, la cercanía de su cuerpo, el aroma de sándalo que parecía envolverla.
Albert inclinó la cabeza ligeramente, sus labios a solo un suspiro de los suyos. Candy no se movió, incapaz de decidir si debía acercarse más o retroceder. Su corazón latía con tanta fuerza que estaba segura de que él podía escucharlo.
Un ruido lejano los hizo sobresaltarse, rompiendo el momento. Albert retiró su mano con lentitud, pero sus ojos no se apartaron de los de ella.
Candy se giró rápidamente hacia la taza de té, su rostro ardiendo de vergüenza y su mente completamente desordenada.
—Será mejor que vayamos a dormir —murmuró, sin atreverse a mirarlo nuevamente.
Albert no respondió de inmediato. Finalmente, se levantó y caminó hacia la puerta, pero antes de salir, se detuvo y dijo con una ternura que la desarmó:
—Dulces sueños, querida Candy.
Ella permaneció inmóvil, sus manos temblorosas sobre la mesa mientras escuchaba sus pasos alejarse.
Notas:
¡Aún es 2024 para mí! Les ofrezco el último capítulo de este año con mucho cariño, agradeciéndoles de todo corazón por continuar leyendo esta historia que espero terminar a más tardar febrero, ojalá les guste mucho, les deseo un feliz y próspero 2025 llenos de bendiciones
