29
UN TRATO
Anthony iba a matar a William Albert Andrey.
—Primo, contrólate —dijo Stear con preocupación—, no hagas un escándalo del que te puedas arrepentir.
—¿Acaso crees que eso me importa? ¿No viste la cara de Candy? ¡Tenía el corazón roto!
—Te entiendo, pero hay un lugar y un momento para hacer las cosas, los invitados no tienen que darse cuenta de nuestros problemas —añadió Archie.
—No, es ahora o nunca.
Haciendo oídos sordos a sus protestas, Anthony movió su silla de ruedas con violencia, prácticamente arrollando a cualquiera que se interpusiera en su camino. Cuando se aproximó al lugar donde estaba Albert, apenas pudo contener su furia.
—¿Cuál es tu maldito problema, William? —Espetó ante la mirada atónita de todos, especialmente de su tío. Sus ojos, tan parecidos a los suyos, solo reflejaban confusión.
—¿Anthony?
—Hablas como si no me reconocieras, pero soy yo el que no sabe quién es el monstruo en frente de mí. ¿Cómo pudiste hacer algo así? ¿Acaso no tienes corazón?
Albert ni siquiera podía parpadear de la sorpresa. Le ofreció una disculpa a las personas con quienes estaba hablando y estos se retiraron, dejándolo solo con Anthony, Stear y Archie.
—¿De qué hablas, sobrino?
—No te hagas el inocente, sabes muy bien lo que está pasando. Le debes una explicación a ella, pero también a mí. Jamás pensé que serías capaz de lastimarla, o de lo contrario yo nunca me habría hecho a un lado.
—Tienes razón, les debo una explicación —dijo Albert en voz baja para que nadie más los escuchara—. ¿Por qué no vamos a mi despacho?
Pero antes de que pudieran dar un paso, la tía Elroy acompañada de Leonette Harrison los detuvieron.
—Anthony —dijo Leonette con aquella voz melodiosa que ahora resultaba irritante para sus oídos—, ¿a qué se debe este alboroto?
—Tú cállate. Debes estar muy feliz, por fin conseguiste lo que siempre has deseado.
—¡No me hables así!
—Entonces no te metas.
Con lágrimas en los ojos, la mujer miró a Albert de forma acusatoria.
—Querido, no permitas que Anthony me falte al respeto de esa forma.
—Lo siento, Leonette, pero quiero hablar a solas con mis sobrinos. Esto es algo que los cuatro debemos discutir sin intervención de nadie —dijo, mirando directamente a la tía Elroy, que parecía ofendida pero asintió, diciendo con voz severa.
—Tienes razón, pero debes atender a tus invitados. Michael Eder quiere hablar contigo, desde hace meses concertó una cita.
—Es una fiesta, tía, estoy seguro de que puede disculparme por cinco minutos antes de hablar de negocios.
—Más tarde tendrás todo el tiempo del mundo para discutir tus asuntos con los muchachos, pero este no es el momento ideal —sentenció—. Además yo también quiero decirles algo en mi despacho.
Anthony, Stear y Archie se miraron confundidos. Quizás se trataba de una distracción de la tía Elroy, pero lucía frenética, como si de verdad hubiera algo que le preocupaba, así que se encogieron de hombros.
—Muy bien —decidió Anthony por los tres—. Escuchemos lo que tiene que decir. Pero ni creas que te vas a escapar de esta conversación, tío William.
—No pretendo hacerlo, por supuesto que hablaremos.
Entrecerrando los ojos en señal de advertencia, Anthony siguió a la tía Elroy al despacho acompañado de sus primos. Una vez que entraron al lugar, un silencio solemne se instaló entre los tres mientras la tía se sentaba detrás del escritorio.
Parecía luchar por encontrar las palabras y su rostro estaba pálido.
—Muchachos, lo que voy a decirles no puede salir de esta oficina. Se trata de algo tan delicado que puede afectar el futuro de nuestra noble familia.
—¿De qué se trata? Nos está asustando.
—Créeme que no es para menos, Archie. Estos últimos meses han sido los más difíciles de mi vida porque es algo que escapa de mi control.
Anthony tuvo un mal presentimiento. No podía imaginar que era tan terrible como para afectar a su tía de esa manera cuando siempre se comportaba con frialdad, como si estuviera hecha de hierro. Pero nada lo preparó para lo que escuchó a continuación:
—William sufrió un terrible accidente y por desgracia, perdió la memoria.
Aquellas palabras cayeron pesadas en la oficina, como una sentencia de muerte y Anthony se preguntó si acaso se trataba de una pesadilla. ¿Albert, amnésico? No podía ser verdad que su tío, aquel hombre de temple inquebrantable y un pasado maravilloso no pudiera recordar nada. Ni siquiera a la mujer que amaba.
—¿Pero cómo es posible? —Prácticamente gritó Stear—. ¿Cuándo pasó eso?
—La noche en que viajó a Nueva York. Su tren se volcó y permaneció en el hospital varios días.
—¿Y por qué no nos dijeron nada? ¡Teníamos derecho a saber!
—Lo lamento, Archie, pero debía tomar una decisión por el bien de esta familia. Avisarles sería lo mismo que alertar a la prensa, y eso era algo que no podía permitir.
El corazón de Anthony se llenó de indignación.
—No puedo creer que eso sea lo único que le importa, tía —dijo completamente asqueado—. Han pasado cuatro meses. Nosotros hemos seguido con nuestras vidas mientras él estaba solo en Nueva York.
—Tonterías, nunca estuvo solo.
—¡Cierto, lo olvidaba! Estuvo acompañado de usted y Elisa, las mujeres que se encargaron de manipularlo.
—¿Qué estás diciendo, Anthony?
—La verdad. ¿Acaso crees que somos estúpidos? Ustedes se han encargado de alimentarle una mentira a mi tío.
Elroy endureció el gesto.
—No aprecio que me hables en ese tono. Las cosas son más simples de lo que imaginas: William por fin entendió cuál es su deber al lado de Leonette Harrison.
—¡Mentira!
—Tía, eso no puede ser cierto —dijo Archie.
—¿Y por qué no?
—Porque él está enamorado de Candy White y dudo mucho que eso cambie alguna vez.
La tía Elroy se rio como si hubiera dicho un disparate. La luz del despacho hacía ver sus facciones más pronunciadas y en ese momento Anthony apenas pudo reconocerla.
—La huérfana solo fue un capricho pasajero. Incluso si no hubiera perdido la memoria, William se habría olvidado de ella tarde o temprano.
—Se equivoca. Él la ama tanto que si vuelve a estar cerca de ella, recordará sus sentimientos.
—Anthony, querido —dijo con voz fría—, entiendes tan poco de lo que es mejor para esta familia. Esa joven no pertenece a nuestro mundo y, dadas las circunstancias, lo más sensato es permitir que William siga su vida sin recordar nada de esa… aventura.
Los tres se miraron con indignación, pero fue Anthony quien no pudo contener la rabia que le provocaba escuchar esas palabras. Si hubiera podido levantarse en ese momento y encarar a su tía, lo habría hecho.
—Pues no voy a permitirlo —su tono era desafiante—. Ninguno de los dos son títeres que usted puede manejar a su antojo. Yo mismo hablaré con él y le quitaré la venda de sus ojos.
—¿De verdad crees que puedes enfrentarte a mí? ¿Qué ganarías con llevarme la contra, Anthony? No puedes jugar con el futuro de tu tío para cumplir una fantasía sobre el amor.
—No es ninguna fantasía. Albert merece saber la verdad.
Elroy se quitó los anteojos y cerró los ojos, como si tuviera un terrible dolor de cabeza. Finalmente miró a sus sobrinos uno a uno y suspiró.
—Cuando hablo con ustedes tengo la sensación de que son unos niños obstinados y caprichosos —se quejó—. Espero que algún día entiendan los sacrificios que he hecho por el bien de esta familia.
—Eso lo comprendemos, tía. Pero el bienestar de esta familia no debería ser un obstáculo para la felicidad de Albert, y su felicidad depende de Candy.
La tía Elroy guardó silencio.
—Muy bien. Si estás tan seguro de los sentimientos de William, te propongo un trato.
Anthony la miró con desconfianza, pero la curiosidad lo obligó a escuchar.
—Dígame cuál es su condición.
—Estoy dispuesta a permitir que el tiempo me dé la razón, o que me haga cambiar de parecer. Si los sentimientos de William por esa huérfana son tan fuertes como dices, van a prevalecer aunque no recupere la memoria. Pero ustedes deben comprometerse a no decirle nada sobre su pasado con Candy, ni intentar manipular sus recuerdos o forzar un acercamiento entre los dos.
Los muchachos se quedaron incrédulos y fue Stear quien habló:
—¿Usted pretende que él la vea como una desconocida?
—Quiero saber hasta qué punto esa mujer le afectó. Si se enamora de ella nuevamente, yo misma aceptaré mi derrota, dejaré de ser un obstáculo en su camino, y les daré mi bendición para que se casen.
Stear y Archie compartieron una mirada confundida, y después esperaron la reacción de Anthony. Él mismo no sabía que pensar, y sus instintos le gritaron que no podía confiar en la tía abuela. Pero si existía una posibilidad de que aquello fuera real…
—En ese caso usted también debe prometer no interferir —sentenció.
—Lo prometo. Solo recuerda que si William decide permanecer al lado de Leonette o rechaza definitivamente a esa mujer, ella tendrá que desaparecer no solo de su vida, sino también de la de todos ustedes. ¿Tenemos un trato?
—Anthony… —comenzó Archie en advertencia. También sabía que negociar con la tía abuela era lo mismo que hacer un trato con el diablo: tal vez sus palabras eran atractivas, pero nadie podía anticipar el resultado.
Sin embargo Anthony ya había tomado una decisión. Conocía los sentimientos de Albert y sabía que ni siquiera muerto o amnésico se separaría de Candy.
Así que sonrió, mirando a su tía sin vacilar.
—Tenemos un trato.
Cuando salieron de la oficina, la fiesta prácticamente estaba terminando y Albert despedía a los invitados con educación, estrechando su mano y riéndose de sus bromas. Al ver a su tío, Anthony sintió que el corazón se le estrujaba de culpa en el pecho.
¿Estaría cometiendo un error al hacer un trato con la tía Elroy? De alguna manera, estaba jugando con la vida de Candy y Albert…
—¿Tienes dudas, verdad? —Le preguntó Stear leyendo su rostro.
—No de los sentimientos de mi tío. Yo sé que él la ama, pero no estoy seguro de poder confiar en la tía.
—Y más si Elisa, Neal y Leonette están cerca de ella para calentarle la cabeza —añadió Archie con cautela.
—Nosotros mismos nos encargaremos de esas víboras. Ahora, lo importante es encontrar la forma de acercarlo a Candy.
—Pero tú le prometiste a la tía Elroy que no le contarías nada a Albert sobre su pasado, ni de su historia con ella.
—Lo sé, Stear —sonrió Anthony enigmáticamente—, pero no hice promesas respecto a Candy. Ella debe enterarse de lo que ocurrió con mi tío, y tomar una decisión al respecto. Merece la tranquilidad de saber que él nunca dejó de amarla.
—De acuerdo, pero ahora tenemos un problema mucho más grande.
—¿A qué te refieres?
—Leonette Harrison. ¿Cómo vamos a deshacernos de ella?
Anthony frunció el ceño y su mirada invariablemente se detuvo sobre la figura de su tío, hablando con esa mujer entre susurros. A juzgar por la mirada fría en sus ojos y la postura de su cuerpo, parecía que deseaba alejarse de ella tanto como fuera posible.
Conocía el ímpetu de Albert. Nunca había permitido que alguien le impusiera su voluntad, ni siquiera amnésico.
—No se preocupen. Él mismo se encargará de Leonette.
La noche transcurría de forma casi agonizante. Albert atendía a sus invitados como lo haría un anfitrión ejemplar, mostrando su mejor sonrisa, riéndose de sus bromas y fingiendo que recordaba sus nombres, que sus rostros le parecían familiares, pero solo quería gritar y salir corriendo.
La noche empezó a morir y solo se quedaron unas amigas de la tía Elroy para tomar el té, además de una persona que no deseaba ver, por más que esto sonara impropio, despiadado y cruel.
A menudo se preguntaba si la amnesia le había arrebatado algo más que su esencia, tal vez sus sentimientos; pero eso no era posible. Tan solo una mirada hacia sus sobrinos, especialmente Anthony, le había confirmado que el corazón no era capaz de olvidar así que no existía otra explicación para justificar su indiferencia hacia Leonette.
Nada sería igual entre los dos. Si alguna vez fue real lo que existió entre ambos, ese amor no volvería; era una certeza que sentía en cada uno de sus huesos, en sus respiraciones, y no valía la pena seguir manteniendo una farsa.
—Ya llegó el chófer por mí —dijo Leonette, colocándose su abrigo con una sonrisa brillante—. Me voy a casa, mi amor.
Mi amor. Qué mentira tan dolorosa…
—Bien. Mañana iré a visitarte —anunció con firmeza—. Tengo algo muy importante que hablar contigo.
—¿De qué se trata?
—Lo sabrás mañana, Leonette.
—No. Quiero que me lo digas ahora o no podré estar tranquila.
Al ver la expresión derrotada de Leonette, era obvio que sospechaba de que iba la conversación, pero Albert no pudo encontrar en su corazón un solo atisbo de compasión hacia ella, solo la seguridad de que le estaba haciendo un favor al romper con algo que desde el principio estuvo destinado a fracasar.
—Me duele la cabeza —mintió, tratando de suavizar su tono—. Quiero descansar y tú también deberías hacerlo. Hablemos mañana, cuando ambos podamos pensar con frialdad.
—Como tú quieras, Albert. Pero no olvides que te amo más que a nadie en el mundo; en esta vida, eres el único hombre para mí.
—Buenas noches, Leonette.
La acompañó afuera y esperó a verla subir al auto antes de entrar de regreso a la mansión. Estaba exhausto y sentía que había envejecido diez años en las últimas horas, usando una máscara que no encajaba en su rostro.
Caminó a través de los corredores del lugar que supuestamente era su hogar, deseando sentir algo de familiaridad, un recuerdo del pasado, pero no había nada más que ecos. Cerró los ojos un momento, pensando que si se esforzaba lo suficiente, tal vez algo volvería a su memoria como un torbellino.
Se detuvo frente a un enorme retrato en uno de los recovecos del primer piso. En él, estaba la imagen de un hombre de imponente presencia, impecablemente vestido, cabello cano y ojos azules. Su mano estaba sobre el hombro de una mujer de gran belleza, rubia, más joven que él y de una elegancia indiscutible.
—Son mis abuelos —dijo una voz detrás de él—. Tus padres, William y Priscila Andrey.
Albert se giró para mirar a Anthony. La expresión furiosa de antes había desaparecido, siendo reemplazada por algo que solo podía llamarse tristeza.
—Hola, sobrino.
—Tío. Me da mucho gusto verte de nuevo.
—A mí también. Supongo que la tía Elroy ya los puso al tanto de mi… situación.
—Sí. Imagino para ti debe sentirse como la primera vez que me conoces, ¿verdad? —Le preguntó Anthony con una sonrisa traviesa.
—No. Aunque no recuerde nada, sé que te conozco de toda la vida; eres el único hijo de mi hermana.
Anthony asintió. A pesar de estar en una silla de ruedas, seguía teniendo una fortaleza y temple que seguramente pertenecía a los Andrey. Juntos, observaron los retratos, hasta llegar al de una mujer que reconoció de inmediato.
—Es ella, ¿no es así? Rosemary, tu madre.
—Lo es.
—Hermosa —fue la única palabra que pudo pronunciar. En la pintura, estaba rodeada de flores y lucía radiante, como una reina en su castillo—. George, mi secretario, me contó que tú heredaste su talento para la jardinería.
—Nunca llegaré a ser tan bueno como ella, pero es mi pasión. Tal vez mañana podamos dar una vuelta por el jardín.
—Eso me gustaría.
—Hace un par de meses cultivé una nueva estirpe. Son las rosas más blancas que he visto en mi vida, llenas de belleza como la mujer a quien se las obsequié y que lleva su nombre —dijo Anthony, su voz cargada de emoción.
Albert lo miró, y notó que tenía lágrimas en los ojos.
—¿Ah, sí? ¿Cómo se llaman esas rosas entonces?
—Dulce Candy.
Notas:
¡Hola de nuevo! Estoy de regreso con un nuevo capítulo, es un poco corto y no hay mucha acción, pero es un punto de inflexión muy importante para lo que viene, ojala les guste y pueda leer sus comentarios 3
