Capítulo 205. ¡Y todos para uno!
—¿Qué? —dijo Aqua, cruzada de brazos—. Es mi subcomandante, tenía que ayudarla.
—No he dicho nada —le sonrió Makoto. Estaba seguro de que la nereida había disfrutado esa pequeña venganza contra los cetos—. Ha sido un gran trabajo.
Marin llegó al barco con fuerzas renovadas. Encarnación del poder de una lluvia de meteoritos, si estos pudieran adquirir una velocidad relativista, hizo estragos con todos los horrores que se aferraban a las sangrantes grietas de babor. Los defensores de ese lado del Argo Navis Negro, sin importar si eran sombras o santos, la vitorearon como si hubiese sido ella sola quien derribó a los tres cetos.
—Ha sido un trabajo en equipo —asintió Aqua—. Si mi subcomandante no hubiese reventado a unos cuantos argos… Uf, me parece que habrían parado mi Gran Inundación. Por cierto —añadió, agarrando la mano de Makoto sin ninguna consideración—, déjame ver qué puedo hacer con ese dedo.
Al santo de Mosca no le dio tiempo de quejarse, pues Azrael empezó a reír.
—¿Por qué os engañáis? La distancia que separa a la más poderosa sombra de la santa de Águila es la misma que separa a esta de vosotros dos, Mosca y Rey, equivalente al camino que tendríais que recorrer para equipararos al más débil de los santos de oro. Las jerarquías se inventaron para algo, ¿sabéis? No son ningún adorno.
—Curiosas palabras del loco que se atrevió a luchar junto a santos de bronce hechos y derechos con unas granadas de gas somnífero —acusó Makoto.
El semblante de Azarel se endureció, haciéndole dudar. Parecía una ira genuina.
—Ese mismo loco buscó la forma de rescatar a la única persona que le importaba en el mundo de los diez guerreros más fuertes del planeta. ¿Puedes imaginarlo, Makoto? ¿Cómo rescatas a alguien de quienes dominan la velocidad de la luz, siendo solo una persona corriente? Te hablo del peso de la jerarquía porque lo sentí en carne propia.
—Azrael es muchas cosas —replicó Makoto—. Menos corriente. Eres… eras —se corrigió—, el loco más creativo que he visto en mi vida.
—Lo sigo siendo —afirmó Azrael.
Y como prueba de ello, destrozó el Sello del Rey. El santo de Mosca no pudo ver cómo, pues fuera lo que fuese lo que hizo para destruir las siete mil cadenas microscópicas, fue demasiado rápido para verlo hasta para él.
Más rápido que la luz. Octavo Sentido.
—¿Desde cuándo? —cuestionó Makoto, alzando la guardia. No pudo evitar sonreír al ver que Aqua había tenido tiempo de sanar sus manos y restaurar el dedo encarnado.
—¡Qué rápido! —alabó Aqua—. No he visto nada de nada.
—Enfrenté a Titán de Saturno —explicó Azrael, mientras repelía con la única ala de la gloria el Sello del Rey que la nereida invocó al momento—, con mi otro rostro, quiero decir. —Por un breve instante, los rasgos del guerrero celestial desaparecieron—. Fue impresionante, la Cámara de las Paradojas posibilitó que el poder infinito de la constelación de Capricornio fluyera en mí, despertando la Octava Consciencia. Gracias a eso, me salvé de que… —Calló el final del discurso, sonriendo.
Makoto tragó saliva. No podía vencer a alguien más rápido que la luz.
—¡Claro que podemos! —exclamó Aqua—. ¡El Team Azrael lo puede todo!
—No seas tan dura con tu compañero, Aqua, él solo está recordando qué lugar le tocó en la vida. —Al avanzar, el cosmos de Azrael disminuyó de forma súbita—. Podría terminar esta lección rápido. Destruir el barco, mataros a todos. No queda nadie aquí que pueda impedírmelo. Aun así, sigo deseando que entres en razón y me ayudes con mi proyecto, que me ayudéis —corrigió, a la vez que con solo mirar una de las cadenas la paralizaba—. Juntos, llevaremos este barco al hondo Hades. Navegaremos hasta la laguna Estigia por el Aqueronte, desde allí iremos a Cocito, y si no encontráramos allí a la señorita, estoy más que dispuesto a asaltar el Elíseo y el mismo Tártaro. ¿Te animas?
Lo que iba a responder a una propuesta tan demente, tan Azrael, Makoto nunca pudo averiguarlo. Un puño de justicia en plena cabeza le devolvió a la realidad.
—¡Deja de dudar tanto! —gritó Aqua—. ¿No ves que todos se están esforzando para que nosotros tengamos una oportunidad?
Más que verse, podía sentirse. La fuerza que envolvía el Argo Navis Negro se estaba tornando en una barrera que no debía nada al Muro de Cristal. Águila, Can Mayor, Lince, Lebreles, Pavo Real, Cruz del Sur, Lagarto, Can Menor, Erídano, Orión, Triángulo. Las figuras de todas las constelaciones resaltaban, protegiendo la nave mientras sombras y santos golpeaban sin descanso, estuvieran o no heridos.
—Solo once constelaciones brillan en este barco protegido por más de cien guerreros sagrados —observó Azrael—. Once almas sublimadas desperdiciándose en la protección de unos vulgares vigilantes. No me mires así, Makoto, sabes que es verdad. Cuando me dices que los santos y las sombras son iguales, no ennobleces a los pecadores, sino insultas a los virtuosos. Desprecias el milagro que es que hayan llegado hasta aquí. Son mejores porque así estaba decidido, son mejores porque solo ellos pueden soportar la carga del destino de los héroes. Por supuesto, el riesgo de la arrogancia viene en el paquete de la heroicidad —concluyó Azrael, despreciativo.
—Cuando digo que somos iguales… —Makoto cerró los brazos con fuerza, sintiendo que Aqua también se preparaba—. ¡Es porque lo somos, sombras y santos!
Tal era el grito de guerra del santo de Mosca, pero a diferencia de las otras veces, en esta ocasión fue Azrael quien llevó la delantera, cruzando los brazos y extendiéndolos a la velocidad de la luz para arrojar una cruz de energía destructiva sobre la nereida. Los brazos y piernas de esta fueron cercenados a la vez, sangrando agua.
—Esto lo he visto antes —se dijo Makoto, siguiendo con la vista el curso que seguía el manto de Cefeo. Pieza a pieza, aquel vistió un nuevo cuerpo hecho a partir del Sello del Rey que Azrael había rechazado, con la espuma tornándose en un nuevo vestido.
Le recordaba a Hugin de Cuervo sorteando la superior fuerza de Hipólita mediante el uso de trucos mentales. No tardó en imaginar cómo Aqua tuvo esa idea.
—Tienes un montón de experiencia, mosquito heroico —aprobó Aqua, asintiendo.
—Y tú tienes un montón de trucos, diosa… —No se le ocurrió ningún epíteto gracioso.
—Yo también puedo jugar a esto —afirmó Azrael.
Ningún gesto avisó al par de santos de plata de lo que iba a ocurrir, pero la intuición de ambos los impulsó a saltar a tiempo de evitar una onda de choque mental. Mediante telequinesis, Azrael arrancó varios trozos de sagrada madera, reduciéndolos a un remolino de polvo que no tardó en transformar en una réplica suya, sin cara y vestido con un desgastado uniforme militar, del mismo color que la sangre que manaba del navío allá donde había sido dañado, con varios parches.
—¿Ese es Adremmelech? —dijo Güney.
—¡Vista al frente, soldado! —exclamó Luciano. El caballero negro obedeció de inmediato, y no por la autoridad de la sombra de Norma, sino por la propia voz.
Gracias a hombres como él y Kazuma, quien animaba a los defensores de estribor a confiar en los santos de Mosca y Cefeo, las distracciones quedaron zanjadas de inmediato. Sin embargo, eso no cambiaba la inquietud del ambiente. Todos, así fuera de reojo, habían visto a la mano derecha de la antigua Suma Sacerdotisa crear al único de los santos de oro de la actual generación que traicionó al Santuario.
¿Lo había traicionado de verdad? ¿Condenaba la Suma Sacerdotisa la Cacería de Hybris, o todo era un plan, un acuerdo entre Gestahl Noah y Akasha de Virgo para purgar el mundo? Esas y otras preguntas podían minar aquel espíritu de cuerpo que habían conseguido tras muchos esfuerzos y echar todo por tierra, si se dejaba que cocieran demasiado tiempo en esas almas agotadas.
«Debo acabar esto pronto —decidió Makoto.»
—Solo te pido un favor, Makoto. No tengas piedad de mí, porque yo no la tendré.
Y cruzó los brazos a la vez que acometía hacia él. Aqua solo tuvo tiempo de rehacer la Muralla Real y ordenarle que protegiera a Makoto, pues el clon sin cara se arrojó sobre ella con una serie de puñetazos cargados de aquel cosmos destructor.
—Un solo Puño Sísmico —decía Azrael, desatando la cruz energética. Makoto la esquivó por muy poco, agachándose y encajando un buen puñetazo en el abdomen del ángel. Solo hasta ese momento, mientras se enzarzaban en otro duelo más que Azrael dominaba con odiosa tranquilidad y admirable eficiencia, comprendió el santo de Mosca que tenía un largo corte en la espalda—. Solo basta uno para matar a tu amiga.
—Nos subestimas —aseguró Makoto—. Tu clon solo tiene un tercio de tu fuerza.
Lo intuía por la reducción en las capacidades físicas de Azrael. Este seguía teniendo esa capacidad de provocar un terremoto en la estructura atómica de la materia, una cualidad que Makoto solo podía superar gracias a la Muralla Real, capaz de regenerarse una y otra vez a partir del agua de la atmósfera. También contaba con una habilidad marcial digna de quien entrenó bajo la tutela de Shiryu. No obstante, en cuanto a fuerza ahora ambos estaban más o menos igualados, o cuando menos la ventaja que el ángel le traía no era demasiada, podía lidiar con ello si lo daba todo.
En contraste, Aqua estaba teniendo serios problemas. No podía crear de forma simultánea dos Murallas Reales, de modo que confiaba en confundir al enemigo mediante siete clones de agua sagrada y siete cadenas nacidas del río corrompido. Inútil. Adremmelech barría con todo como un auténtico demonio, desintegrando el Sello del Rey con solo avanzar y reventando a los miembros de la Guardia Real a puñetazos. No necesitaba más que un golpe para destruir cada cuerpo, ya fuera que le diese en la cabeza, en el estómago o incluso en un hombro, y las patadas que la Guardia Real encajaba no tenían mucho efecto que digamos, incluso si le acertaban en la cabeza.
—Tengo una idea —dijo Aqua, dirigiéndosele a la mente.
—Pues adelante —replicó Makoto. Centrado en la ejecución del Asedio del Señor de las Moscas, no tenía mucho espacio para aconsejarla—. Salvo besarle, cualquiera de mis estrategias es buena —se atrevió a bromear, pese a todo.
—¿Cómo has adivinado que implicaba un beso? —preguntó Aqua, sorprendida.
La nereida tomó el silencio absoluto del santo de Mosca como un gesto de asentimiento y obró en consecuencia. Convirtió la Guardia Real en el Sello del Rey: siete cadenas veloces que atacaron al clon en pleno ataque, reteniéndolo los pocos segundos que el aura de aquel tardó en provocar la desintegración de la técnica. Tiempo suficiente para que una nueva Guardia Real se formase, a partir del río infectado de horrores.
Mientras que las que creaba con el agua de la atmósfera eran réplicas exactas de ella, los clones de agua del río tenían la piel escamada, sucias túnicas y un ajado cabello de anciana caído sobre un rostro vil. También eran bastante más lentas y débiles que la Guardia Real original: el clon de Azrael las destrozó a todas con terrible facilidad. Lo que entraba dentro de los planes de Aqua de Cefeo, como indicaba la risa de la nereida y el modo en que señalaba al victorioso guerrero sin rostro.
—¿Estás… —A lo largo del cuerpo, el guerrero sin rostro tenía siete de las masas que unían a los geriones, uno por cada miembro de la Horrible Guardia Real ejecutado. Todos le clavaban los colmillos con fuerza y ansiedad, sorbiéndole el cosmos—… loca?
—Loquísima —dijo Aqua, ya frente al enemigo con un arma que no empleaba desde la Prueba de la Armadura—. ¡Córtalo todo, hasta el espacio, Daga Real!
Tal técnica era una prueba más de la locura de la nereida, pues si bien el mango y la hoja eran de agua sagrada, el filo revelaba una oscuridad mayor a las profundidades oceánicas. La resistencia de una y la capacidad corruptora de otra, unidas en una existencia imposible que solo un ser divino podría mantener contra las leyes del mundo. Blandiéndola con ataques algo toscos, desgarró el estómago y cortó los brazos del debilitado clon. Los contraataques de aquel estaban limitados por los horrores, mientras que Aqua, aun sin el impulso que le otorgaba la cercanía de Makoto, estaba en la plenitud de su fuerza combativa, moviéndose tan rápido que ni una sola gota de sangre la alcanzaba. Tajos verticales en el remolino de piel que hacía las veces de cara, perfectos arcos trazados a la altura de las rodillas, una puñalada en el costado derecho y dos patadas giratorias contra la columna, que acto seguido cercenó agarrando la Daga Real con las dos manos, a fin de darle más potencia. Y nada de eso detenía al clon, ese amasijo carne machacada, de seguir luchando. ¡Resistía como un auténtico demonio!
«¡Rayos! —Mediante una patada alta, para lo que no importaba al parecer que el hueso fracturado de la rodilla estuviera al aire libre, el clon generó una onda de viento cortante energizado de cosmos. Aqua, en pleno ataque, debió usar la Daga Real como escudo—. ¡Ah, se me ha ocurrido otra idea loca! —Sobre el codo del brazo que sostenía el arma, deslizó la mano y disparó la Pulsión Hídrica más potente que recordaba, acertando al corazón del enemigo sin cara. El pecho de la criatura estalló, quedando a la vista empero el corazón intacto. Tuvo que disparar dos veces más para reventarlo.»
Y de las dos mitades del corazón emergieron dos larguísimos brazos, tan rápidos que la confiada Aqua fue incapaz evitarlos. Para cuando quiso darse cuenta, había recibido dos violentos golpes a mano abierta en las orejas. Los sonidos del mundo desaparecieron, reducidos a un molesto pitido que agravaba los pinchazos del dolor de los oídos. Desequilibrada, balanceó con desesperación la Daga Real para cortar los brazos, cosa que logró. Cortó dos brazos de un gigante que al parecer tenía cien.
Desde el momento en que Aqua empezó a herir a Adremmelech, la batalla de Makoto y Azrael se había inclinado sin contestación hasta el lado de la plata. Los puntos cósmicos del ángel estaban marcados en la gloria, todos ellos, solo que eran producto de diversos ataques. En guerreros sagrados comunes eso sería suficiente, en quienes dominaban el Séptimo Sentido, por otra parte, era requisito indispensable golpearlos en un breve espacio de tiempo, pues el dominio de un cosmos despertado hacía posible restaurar los puntos cósmicos. Aun así, Makoto no se daba por vencido: mantener vivo al clon provocaba a Azrael unas muy oportunas jaquecas, solo necesitaba seguir intentándolo.
Entonces, como era costumbre en esa batalla de locos, las cosas empeoraron. Adremmelech extendió desde el corazón reventado dos brazos para golpear la cabeza de Aqua desde los dos lados, resultando en las hombreras manchadas de sangre y una indudable pérdida del sentido del oído y el equilibrio. Mientras la santa de Cefeo, desesperada, cercenaba con la Daga Real aquellas extremidades de imposible longitud, el clon creció hasta una altura de seis metros. De cada herida recibida, además, surgieron brazos como ramas de un árbol inmenso. ¡Solo de las rodillas desgarradas ya nacían dos grupos de seis! Con el codo hacia arriba y las manos originando otros doce brazos que llegaban hasta el suelo del navío, como patas de araña. Siete de las manos se abrieron, mostrando los restos de los horrores que se habían alimentado con su cosmos.
—Sí, la muerte del gólem me da dolor de cabeza —admitió Azrael—, pero vale la pena.
Como un monstruo sacado de la era mitológica, Adremmelech, el gólem, saltó sobre Aqua, cuya velocidad era insuficiente para cercenar todos los brazos. Enseguida la nereida vio apresados los brazos, las piernas y el cabello por la multitud de manos en que acababa el sinfín de extremidades nacidas de la espalda, los costados y el pecho, de modo que Cefeo empezó a vibrar con intensidad, agitadas por el aura destructora.
«Tengo que ayudarla —pensó Makoto, lleno de preocupación.»
—¿Qué pasó con todo eso de que ni siquiera tendrías tiempo de curarte? —le recordó Azrael, lanzándose al ataque con una violencia inusitada.
Si antes era él, Makoto, quien atacaba y veía repelidos noventa de cada cien golpes, ahora era al revés. El ángel cargó hacia él rompiendo a través del Asedio del Señor de las Moscas. Todos los ataques del santo de Mosca fueron desviados, unos por la habilidad marcial de Azrael y otros por la única ala, y cuando este se vio cara a cara con el guerrero celestial, todo lo que pudo hacer fue cruzar los brazos frente al rostro a modo de defensa a la vez que retrocedía. Un gesto inútil: Azrael no apuntó a la cabeza, sino que aprovechando la neutralización entre la Muralla Real y el aura destructora, rasgó el cuerpo entero de Makoto con un millar de cortes en un nanosegundo.
Parecía un verdadero demonio, uno de los makhai del dios de la guerra, ahora que la sangre de Makoto lo había bañado y se mezclaba con la de la única herida de importancia que había recibido, cortesía del santo de Aries. Azrael apuntó a la yugular de Makoto aprovechando el impulso de los previos ataques, descuidando empero la defensa y subestimando lo que podía hacer la adrenalina con un santo de Atenea en pleno combate. Evocando la batalla contra Jäger de Orión, Makoto golpeó el cuello descubierto del ángel poniendo en ello todas sus esperanzas, toda su fuerza.
Tan solo llegó a rasgar la garganta con los dedos. Azrael vio el ardid a tiempo y saltó hacia atrás. La Muralla Real se había restaurado para entonces, todo volvía a empezar.
Tres segundos más y moriría. La Muralla Real podía contrarrestar el efecto pasivo del aura destructora de Azrael porque era algo ajeno a Makoto. Por el contrario, Aqua y el manto de Cefeo eran un solo ser. Las ondas sísmicas, pues, le recorrieron el cuerpo entero, agitando la estructura atómica a fin de causar una destrucción absoluta. No recurrió a la Horrible Guardia Real, en parte por el riesgo de dejar restos de horrores por el barco, en parte porque no podía: un cosmos sublime rodeaba el navío, fruto de los esfuerzos aunados de todos. Allá donde miraba, había un ceto chocando contra una barrera invisible, siendo imposible incluso para cinco de esos monstruos alcanzar el barco. Los horrores comunes no tenían mucho mejor éxito, sin importar el número, mientras que los argos, llevados a la altura de los defensores del navío gracias a los cetos, ni alcanzaban los corazones de los más débiles, ni lograban causar el menor daño al barco mediante el vasto poder mental reunido. Llegados a ese punto, todo lo que necesitaban hacer los argonautas era derribar a los más pequeños y destruir, con sumo cuidado, las cabezas de los geriones que los argos en las profundidades elevaban mediante telequinesis para devorar esa energía ilimitada que los repelía una y otra vez.
Primero pensó que aquella maravilla era semejante a la temprana era mitológica, cuando el valeroso Pueblo del Mar unió fuerzas para aniquilar a hordas de salvajes, más numerosos que fuertes. Luego recordó que esos salvajes eran la vieja humanidad, de la que venían los santos de Atenea, y rio. ¡Los responsables de hacer que temiera la superficie estaban ahora en el lado atlante de la balanza, el lado justo! La risa debió molestar al gólem, porque con el canto de una de las múltiples manos le golpeó la garganta, dejándola sin habla. Con toda la fuerza psíquica que poseía bloqueó esa mano y los dos puños que estaban por reventarle la cabeza, siéndole imposible prever una cuarta, final de cuatro brazos encadenados nacidos desde el talón. De un momento para otro, el gólem atravesó con sendos dedos los visores de la máscara, dañándole los párpados. Ese era el tercer sentido que perdía y solo le quedaba un segundo de vida.
Sí, eso era, ella estaba viva. Por eso gritaba, lanzando un aullido ahogado que aún nadie escuchaba. Por eso sangraba, ríos de sangre desde los oídos y los ojos dañados. Por eso sentía miedo, dolor y rabia. Porque estaba viva, porque era un ser vivo.
Aqua, hija de Nereo y Doris, comprendió a las puertas de la muerte cuán maravilloso era participar del mayor milagro de los dioses. Y recordó, llena del orgullo que aquellos transmitieron a sus inmortales hijos, que ella era también una diosa que velaba por ese milagro. La maravilla que contempló con los ojos, ahora la sentía, aunque débil, según el dolor intenso de las células al incinerarse inundaban el sentido del tacto hasta volverlo inútil. Era algo fantástico, y ella misma, más que poder serlo, tenía el deber de serlo. Nobleza obliga, decían los humanos; bien, la divinidad obligaba todavía más.
Toda la cubierta, así como los cielos bajo los que el barco navegaba, se tiñeron del azul de los océanos. La sangre dejó de salir del dañado navío, secándose enseguida. También se acallaron los sonidos que, sin poder ser oídos, se infiltraban en los cerebros de todos de forma subliminal, instándoles a hacer todo lo contrario de lo que estaban haciendo, procurando alimentar la oscuridad que todo ser humano llevaba en el interior. El propio ego humano, que anhelaba la destrucción como único medio de escape para la maldad definitiva que representaba Aquel que se desliza en la oscuridad, se alivió bajo la sagrada bendición de una nereida, de una hija de los dioses.
A dos nanosegundos de la extinción, el Sello Real reapareció, transformadas las moléculas de agua en la atmósfera por el renacido cosmos de la santa de Cefeo. Eran siete cadenas, cada una de mil metros de extensión y diez veces más potentes que las anteriores. Como el rayo al retornar, el regreso del cielo al océano de aquel cosmos marino alcanzó los cien mil kilómetros por segundo, resultando en velocísimas estelas de destrucción que podían permitirse desgarrar a los cetos, despedazar a los horrores y aniquilar las bocas de los geriones, como paso previo al desmembramiento del gólem.
«De nada —pensó Aqua, saltando para alejarse de ese enemigo mutilado. Tocaba el peto, sintiendo el agradecimiento de Cefeo—. ¡De nada, tú y yo somos inseparables!»
Adremmelech no tardó en tornar el cuerpo destrozado en un remolino de polvo, atrayendo más y más astillas de los tablones dañados en el combate. Así volvió a ser solo un hombre alto, sin cara y con dos puños lo bastante fuertes para matarla.
—Round Two —dijo Aqua, o al menos quiso decirlo, porque no tenía voz. Tampoco veía, ni escuchaba, solo percibía el mundo mediante el cosmos.
Eso era suficiente para ella.
Toda la sangre perdida hasta ahora, todo el cansancio acumulado, hacía irrelevante el que Azrael solo contara con dos tercios de su fuerza. Siendo imposible neutralizar todos los puntos cósmicos del enemigo, Makoto debió improvisar una variante del Asedio del Señor de las Moscas: usaba los dedos de la mano derecha para tomar energía que hacía fluir hacia el puño izquierdo, encajando poderosos golpes que obligaban a Azrael a protegerse con la única ala. Puñetazo tras puñetazo, le hizo retroceder hasta popa, bien lejos de la zona en que Aqua y el gólem peleaban.
Pero al desplegar el ala, quedó claro que no había logrado causarle ningún daño. A la luz de los cosmos de sombras y santos, los contendientes retomaron el enfrentamiento y regaron la sagrada madera de sangre y fragmentos de gloria. La armadura de un ángel no era indestructible, tampoco lo eran los huesos de un hombre. Makoto ni siquiera comprendía cómo no se había vuelto loco, mucho menos por qué seguía en pie, no era como si estuviese a un paso de despertar una nueva fuerza. Hacía rato que había llegado a su límite y ahora solo iba cuesta abajo. No obstante, seguía luchando, arrojándose con temeridad para que el guerrero celestial no pudiera usar el ala como arma sin desmembrarse a sí mismo. Por Bianca, Mera, Marin y Retsu. Por Aqua. Por Grigori y Pavlin. Por Margaret, Nico y Aerys. Por Nicole y Lesath. Por Llama, Eren, Soma, Fly y el resto de caballeros negros. Por Cristal. Las constelaciones tejidas por cien cosmos entrelazados lo inspiraban, sin más, a luchar hasta que la carne se le cayera de los huesos. E incluso después, más allá del momento en que los huesos fueran polvo y no quedara en él una sola gota de sangre, seguiría luchando, como un alma, como la leyenda inmortalizada por los dioses en los cielos. Podía ser arrogante. Era arrogante. Sin embargo, así se sentía: nunca antes fue tan consciente de lo que en verdad representaban los mantos sagrados, nunca antes había tocado la eternidad.
—¿Es que nadie va a ayudar a mi amigo? —exclamó Azrael, pateándolo.
Para cuando Makoto fue consciente de que le habían roto las costillas, ya estaba a dos metros de aterrizar en proa, y Azrael había volado hasta posicionarse detrás. De un codazo lo estampó contra el suelo, donde hizo el intento de pisotearle la cabeza.
—Ya me están ayudando. —El santo de Mosca, tras esquivar el pisotón, se puso en guardia. No se sentía mareado, ni veía borroso, el Séptimo Sentido estaba despierto y el mundo entero poseía para él una claridad única y maravillosa—. Puedo darlo todo gracias a que ellos nos protegen de quienes tú deberías estar destruyendo. ¡El auténtico Azrael lo haría! —aseguró, bloqueando una nueva patada con el dedo derecho y ejecutando un gancho en plena cara del ángel con el cosmos robado.
—Te equivocas —dijo Azrael, cruzándole la cara con otro puñetazo—. A mí no me importa esta gente. Que el héroe gane al monstruo, o que el monstruo gane al héroe, no cambia nada. —Ambos intentaron un nuevo ataque, chocando el puño desnudo y herido del hombre con el platinado metal del guerrero celestial. No fue la primera vez. Ambos se golpearon con todo, representando alrededor el aura destructiva y la Muralla Real un perfecto ejemplo del ciclo de la destrucción y la creación—. Toda mi vida, mi fuerza y mi alma están dedicadas a una sola persona. ¡El resto del mundo puede arder en lo que a mí respecta! —El último golpe solo pasó de refilón el rostro del santo de Mosca, dándole la oportunidad que había estado esperando.
Había visto los puños sangrantes del ángel, tras unos guanteletes agrietados. Había visto la mortalidad del enemigo. Aquello le dio el impulso que necesitaba para sujetar el brazo de Azrael, quien de inmediato contrarrestó la llave sujetándole el otro brazo. Imposibilitados de dar más puñetazos, Azrael le encajó un rodillazo en la boca del estómago, haciéndole vomitar sangre, pero sin lograr el objetivo principal.
—Si tú te conviertes en el enemigo del mundo —susurró Makoto, alzando el rostro—, soy yo quien debo detenerte. ¡Eso es lo que me dijiste!
Usó su propia cabeza como arma, amartillando con la frente el rostro sorprendido de Azrael. La sangre de ambos se mezcló, mientras hombre y ángel reían.
—Eso dije —reconoció Azrael—. Tienes que impedir que conquistemos el mundo.
—Sí. —Makoto lo soltó y le dio la espalda—. Tengo que impedirlo, así que… ¿Qué tal si te dejas de juegos? —Con pasos torpes, se alejó de la lucha frenética de proa, viendo con una sonrisa que Aqua estaba aventajando a Adremmelech.
—¿Qué estás haciendo? —cuestionó Azrael.
—Usa todo tu poder —replicó Makoto—. No te contengas.
Hubo de cuidar por dónde pisaba. Entre las batallas anteriores y la violencia con la que Adremmelech combatía a Aqua y las veloces cadenas, el centro de la cubierta era una red de huecos oscuros. Abismos que no daban a los camarotes, sino a otro espacio.
Así como la humanidad, los nuevos argonautas estaban entre el cielo de los dioses y el infierno de los demonios. Unos demonios que nada tenían que ver con el Hades. Invulnerables cuerpos de imposible estructura interna, cabezas de pescado con ojos humanos. Unos eran grandes y otros pequeños. Unos eran una gran boca, devoradora de energía, y otros solo un centenar de ojos, ruina de la mente humana. La única diosa que velaba por ellos tampoco tenía mucho que ver con la clase de divinidad a la que la humanidad rezaba en tiempos modernos. En muchos sentidos, era igual que cualquier chica, capaz de enfadarse y de alegrarse. Sangraba cuando estaba herida, reía cuando estaba alegre. No era invencible. Un mal incognoscible, un bien por el que se podía sentir empatía. En el epicentro de ese caos, se detuvo el hombre.
—Morirás —aseveró Azrael, despertando a la Octava Consciencia—. Tú y todos los que estáis tras de ti, incluida esa deidad y la mitad del barco. Desapareceréis.
Makoto sonrió. Enfrente, el remolino que hacía las veces de rostro para el gólem se abrió en una gran boca de lado a lado, en cuyo interior se abrió otra, de arriba abajo. Una de las siete cadenas del Sello del Rey acabó dentro y fue devorada, reducida a una pila energética. El breve espacio de tiempo en que el sagrado cosmos de Aqua mantuvo su forma, empero, causó una mutación en el gólem: la piel alrededor del rostro se escamó, las heridas abiertas por la Daga Real y el Sello del Rey fueron sustituidas por ojos de diversos tamaños, los cuales miraban en todas direcciones de forma frenética. Aquella mezcla de la maldad de los horrores y un tercio de la fuerza de un ángel, aquel soldado de más allá de las estrellas, era el resultado de la loca idea de Aqua. En otros tiempos, Makoto se habría enfadado muchísimo, ahora solo dio la vuelta.
No tardó en sentir la espalda de Aqua contra la suya. La nereida temblaba, encendida de adrenalina, también lo hacía Makoto. Tenía un rival muy poderoso delante.
Octavo Sentido. Una velocidad superior a la de la luz. ¿Podría ganar contra eso?
—Tengo una idea —dijo Aqua, mediante telequinesis.
—¿Una idea loca? —cuestionó Makoto.
—Creo que es muy cuerda y sensata.
—Piénsalo mejor. Necesitamos ideas loquísimas para esta locura.
—Eres un guerrero excepcional, Makoto —afirmó Azrael, cruzando los brazos—. Tu resistencia, tu tenacidad… Supongo que era de esperar, la señorita te tenía en gran estima. Para honrar eso, usaré mi mejor técnica, la Marca del Caos.
Entretanto, Adremmelech consumía otras dos cadenas del Sello del Rey. Las palmas de las manos se abrieron con nuevas bocas, semejantes a las de los geriones.
—¿Piensas que soy mejor que los demás? —cuestionó Makoto.
—Sé que lo eres —respondió Azrael.
—Entonces deberías prestar más atención. Yo nunca habría podido hacer lo que mis compañeros han logrado todo este tiempo. Esos monstruos que llamabas tu ejército no han podido cobrarse más vidas, ni volver a pisar el barco.
—Han luchado bien los últimos diez minutos. Quince, a lo sumo. No tengo reloj. No tienen tu fuerza y velocidad, porque carecen de voluntad. Si luchan en grupo es porque son débiles. —Hacía rato que lo brazos, dorados de cosmos, habían alcanzado el punto álgido de la fuerza cósmica del ángel. No obstante, este parecía dudar en ejecutar la Marca del Caos. Dudaba de matar a su amigo—. ¿Cuánto tiempo vas a seguir engañándote, Makoto? Sin los caballeros negros, sin ese yunque hecho de pecados, hace tiempo que habrías empezado a volar. Tienes el potencial de alcanzar el cielo, al igual que hizo Pegaso. ¿Por qué lo desperdicias protegiendo a esa gente? El mundo no merece tanto sacrificio. La corrupta humanidad no merecía que ella se sacrificara. —Los ojos húmedos de Azrael se endurecieron—. ¡Yo no la merecía!
—No has prestado atención —dijo Makoto—. ¿Por qué existen las sombras? Porque hay luz. Los caballeros negros, Hybris, la Cacería, la Semana Sangrienta... Los santos de Atenea somos responsables de todo eso, es nuestro pecado.
—La estupidez humana solo es responsabilidad de los humanos.
—Ahí te equivocas, pienso que los dioses tienen parte de la culpa. El mundo de los inmortales es demasiado opuesto al nuestro, mezclarlos fue un error, no estábamos preparados. Imperfectos, los humanos no pudimos hacer otra cosa que imitar a los amos del universo, tan perfectos, aunque no teníamos ni su poder, ni sabiduría. Decidimos arreglar nuestro imperfecto mundo con métodos imperfectos.
—Veo que no vas a entrar en razón —advirtió Azrael, interrumpiéndole—. En ese caso, Adremmelech, te autorizo a exterminarlos a todos.
El gólem, habiendo devorado tres de las siete cadenas, se arrojó sobre Aqua a velocidad endiablada, clavando los colmillos empero contra la Muralla Real. Mientras la técnica defensiva se tornaba en ofensiva, introduciéndose en el interior del gólem, Aqua fue rasgando con la Daga Real todos los odiosos ojos que buscaban paralizarla.
Makoto, por primera vez desprotegido y a un mero instante de ser golpeado por la Marca del Caos, apostó todo a su corazonada. Como la mosca sorbe la sangre de los seres vivos, él golpeó con el dedo el suelo del navío, bañado de un centenar del cosmos. Multitud de imágenes le vinieron a la mente. Horrores barridos por el fuego, el hielo y el rayo. Campeones de la talla de Marin, Lesath y Mera derribando mediante la velocidad y la fuerza a los cetos. Los débiles corazones de guerreros como Mirfak, Menkar, Tokisada, Miguel, Naoko, Güney, Michelangelo Lisbeth, Spear y Argo, fortalecidos por la comunión de otros como Kazuma, Eren, Fly, Almaaz, Llama, Soma, Mirapolos, Luciano, Luna y Yoshitomi, lograban que todos resistieran el pérfido embrujo de los argos. Las bocas de los geriones, devoradoras de cosmos, quedaban paralizadas por los estremecedores aullidos de Bianca y Nico, y selladas por un sinfín de triángulos que Noesis había ido creando sin descansar un solo segundo. Todo ello le sobrevino, cada batalla, cada victoria, cada milagro. Y no solo en cubierta, también las fuerzas de quienes se recuperaban bajo el cuidado de Minwu. El poder de Rin le causó una gran impresión, la fuerza que aún guardaban dentro de los castigados cuerpos hombres como Zaon y Joseph le provocó una sonrisa, y algunas sombras como Yuna también contaban un gran potencial, aún dormido. Una estrella cruzó el firmamento, acaso una buena señal mandada por los dioses. Tras separar el dedo del suelo, se sintió lleno de un poder infinito, mayor al que jamás podría alcanzar solo.
El problema era que la Marca del Caos también cumplía con esa descripción. Una fuerza sin par, que bordeaba el límite de la fuerza de los hombres. Tan pronto vio la cruz de cosmos a punto de golpearle, supo que no podría detenerla sin quemar su propia vida, pero tal cosa nunca había sido su intención. A una velocidad sobrenatural, la energía de todos los nuevos argonautas pasó a la mano izquierda a tiempo de que Makoto pudiera golpear el centro de la Marca del Caos con el dedo extendido.
Más cortes se abrieron por todo el cuerpo del santo de Mosca, mero efecto colateral del desgarro interno que le producía manejar tal cantidad de poder. Por un picosegundo, estuvo igualado con la Marca del Caos. Ceder, así fuera un poco, resultaría en una explosión que aniquilaría el barco por completo, con todos los que navegaban en él, lo que sería una suerte. Una vez superada la velocidad de la luz, las leyes de la física dejaban de ser barrera y distorsionar el tiempo y el espacio pasaba a convertirse en algo natural como el mero acto de respirar. Lo más probable era que se abriese una grieta que devorase los restos del canal y el río, mandando a todo aquel desgraciado que sobreviviese a aquella oscuridad que con tanta temeridad pretendían cruzar.
Quizá fue eso lo que lo impulsó a probar el Asedio del Señor de las Moscas, devorando la energía súper lumínica de la Marca del Caos parte a parte, acostumbrándose a esa energía sin par al tiempo. El dolor desapareció, el mundo dejó de importar, y cuando ya no estaba la cruz de cosmos entre él y un sorprendido Azrael, atacó.
Todos los puntos cósmicos de Capricornio fueron marcados, salvo uno; Azrael pudo golpearle el brazo con el canto de la mano, más afilado que una espada. Si bien logró alejarse a tiempo de perderlo, el brazo quedó inutilizado, reducido a un peso muerto.
Había valido la pena, en cualquier caso. El Asedio del Señor de las Moscas, o el estilo combativo de Makoto para el caso, se basaba en la precisión. No necesitabas grandes muestras de poder en técnicas basadas en los puntos de presión. Sin embargo, la velocidad a la que Makoto se había movido era tan grande que ya apenas podía controlar su fuerza, de modo que el peto del ángel caía a pedazos, bañado en sangre.
Azrael, resistiendo el dolor y apretando los dientes, se preparó para ejecutar la Marca del Caos una última y letal vez, mientras que Adremmelech, un amasijo de mutilaciones y heridas mortales que de algún modo se mantenía en pie, lo agarraba desde atrás. ¡También el gólem se potenciaba con el Octavo Sentido! Pudo zafarse, sobre todo porque el enemigo ya estaba en las últimas antes de que Azrael empleara toda su fuerza, pero lo hizo tarde y a costa de que le partieran algún hueso más. Había alcanzado una dimensión de poder en la que cada segundo era eterno. Se alistó para repetir el milagro, decidido a no desfallecer…. Y los dioses, por una vez, le sonrieron, o más bien la diosa.
En condiciones normales, la patada que Aqua le encajó a Azrael en la cabeza no tendría que haberle hecho nada, ni siquiera tenía sentido que llegara a golpearle. Pero ya llevaba el guerrero celestial mucho tiempo combatiendo, y el Tritos Spuragisma volvía a florecer, aprovechando el agotamiento físico que suponía la Octava Consciencia. Velocidad y fuerza mermaron a la vez, de modo que el ataque de Aqua dolió mucho, lo bastante como para que la Marca del Caos se interrumpiera y Makoto pudiese atacar.
Fue un caos. Azrael se protegió con el ala, debilitada por el sello, y Makoto ejecutó el Asedio del Señor de las Moscas, sin imaginar que podría aniquilar esa pieza sagrada. El ángel, regando la cubierta de plumas metálicas, quiso retroceder, siendo recibido por Aqua e iniciándose un veloz combate del que el santo de Mosca no pudo ser partícipe, pues Adremmelech, renacido, llegaba con el propósito de devorar su vasto cosmos. Tal fue el sino del combate, con ambos, Mosca y Rey, intercambiándose para luchar con el ángel y el demonio. Gozaron los primeros de una notable ventaja mientras el Tritos Spuragisma estuvo presente, como estrellas manifestadas a lo largo del cuerpo del ángel. La Muralla Real se había transformado en la Jaula del Rey, una variación más refinada de la Perdición de Tormentas usada durante la guerra, cruce entre la técnica defensiva de Aqua y el Sello del Rey, con igual número de barrotes uniendo dos piezas hechas de agua sagrada. Entre dichos barrotes se generaban vibraciones capaces de enturbiar los sentidos, de modo que Adremmelech y Azrael se encontraron golpeando el aire mientras que Aqua y Makoto recuperaban el aliento.
—No me queda más remedio. ¡He de despedirme de mi gloria! —lamentó Azrael, a quien Aqua estaba por encajar una patada en pleno rostro.
Conjurado por el hechizo del ángel, surgió un fuego blanquísimo a partir de los restos de la gloria, aniquilando el Tritos Spuragisma y liberando a Azrael de toda atadura. Acto seguido, el ángel expulsó su cosmos en una oleada de poder omnidireccional.
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Makoto de Mosca despertó, tal y como esperaba. Y siguiendo esas mismas expectativas, pensó primero en sus compañeros que en sí mismo.
Aqua estaba tendida sobre un charco de sangre, viva solo gracias a que usó a Adremmelech como escudo humano. Con todo, el manto de Cefeo era una ruina. No duraría mucho en eliminarla si es que se levantaba.
Todos los santos y sombras los rodeaban. Los horrores dejaron de aparecer poco después de que Azrael borrara la Jaula del Rey de la faz de la existencia. A ellos les debía Makoto que no lo hubiese rematado después de que el muy insensato tratara de absorber por segunda vez la Marca del Caos. Si debía ser sincero, sintió un aguijonazo de culpa al ver que los brazos y piernas de aquel bravo guerrero eran cortados. Él mismo adelantó el puño hacia el pecho del santo de Mosca para neutralizar la Marca del Caos antes de que le reventara el corazón. Todavía tenía algo que decirle.
—El oro vence a la plata, la plata vence al bronce, el bronce vence al hierro —explicó Azrael—. Es curioso que las únicas excepciones sean los juguetes del dios innominado que ha jugado con todos nosotros, ¿verdad? Has desperdiciado tu vida, Makoto.
—No hagáis nada —pidió Makoto con voz débil. Estaba más muerto que vivo, ni siquiera podía sentir dolor ya—. No podéis morir, hasta que pongamos fin a la Guerra Santa. Es nuestro… —No fue capaz de terminar la frase.
Con cierta tristeza, Azrael dejó que el cuerpo de su amigo cayera al suelo. Sin consciencia. Sin vida. Se quedó allí parado, importándole poco que una cuadrilla de envalentonadas sombras lo rodease. Lei He de Dragón Negro, Shaun de Andrómeda Negro, Asceta de Cisne Negro, Shirley de Fénix Negro. Habían hecho grandes cosas esa batalla, todo bajo la dirección del oficial Schiller de Cerbero Negro, quien miraba de lejos mientras maquinaba cómo bañar a un ángel sin armadura en su corrosiva técnica.
Eran insignificantes. E imbéciles. Oficiales de mayor sensatez como Kazuma, Eren y Llama les decían que se apartaran, pero ellos no hicieron caso, ejecutando cada cual su técnica refinada a través de seis años de vida indigna.
Azrael pasó a través de un puño duro como el diamante, entre serpientes sorbedoras de fuerza vital, negros cristales de nieve y oscuras llamas. Llegó hasta Aqua, que se levantaba con dificultad. La máscara había sido aniquilada junto a la mayor parte del manto de Cefeo, de modo que la nereida podía clavarle aquellos ojos cegados llenos de… No estaba seguro de qué sensación le transmitían. La santa de Cefeo no le odiaba, ni quería verlo muerto. Parecía más bien triste y abatida. Sí, eso era, una tristeza infinita, insondable, que no casaba con la sonrisa que formó mientras se ponía de pie.
—Tu sitio es el suelo —advirtió Azrael, pateándole la cara con tal fuerza que la hizo volar más allá de la borda. Él no dejó que cayera al río, empero; no era idiota. Le agarró la pierna al vuelo y la devolvió a cubierta sin ningún cuidado—. Si te quedas ahí, por respeto a Makoto te dejaré vivir. —La santa de plata no hizo caso. Trató de levantarse. Azrael, cansado de tanta batalla inútil, le golpeó la columna, quebrándosela—. Quédate ahí —ordenó, siendo una vez más ignorado. El cosmos era un poder magnífico, capaz de movilizar un cuerpo destrozado hasta el último hueso. La nereida pudo dar la vuelta y verle, de verdad verle, pues sus ojos se habían restaurado—. Ah, es verdad, estabas sorda. Lee mis labios, entonces: el oro vence a la plata. No vas a alcanzarme.
Una sonrisa se formó en el rostro de Aqua. Estaba loca, de verdad.
—Me gusta esa frase —dijo Aqua, usando una voz que no era suya—. Pero hay una que me gusta más. —Con un esfuerzo tremendo, alzó la mano, apuntándole a él, al ángel de la Audacia. Sin gloria, con un cosmos debilitado que estuvo a merced de las vibraciones de la Jaula del Rey todo el tiempo—. Los santos no gasean pueblos.
Baal Zebub, la máxima técnica del santo de Mosca, se manifestó de pronto. Miles de criaturas microscópicas revoloteando por el estómago del ángel, quien sentía disminuir sus fuerzas. Para confrontar la somnolencia repentina, cabeceó de un lado a otro, hasta que vio lo que por su arrogancia no quiso ver antes: Aqua estaba entre los santos de plata, con la máscara apenas cubriéndole de la nariz para abajo, pero vistiendo un manto de Cefeo aún vivo y brillante. Miró de nuevo el cadáver de Makoto, encontrándose con un charco de agua sagrada. Entonces comprendió todo, supo quién era aquella Aqua de Cefeo que usó a Adremmelech como escudo y que se empeñaba en levantarse por mucho que lo golpease, sin por ello profesarle la más mínima pizca de odio.
—¡Tú…! —Las vibraciones de la Jaula del Rey habían distorsionado sus sentidos, convenciéndole que estaba luchando contra dos oponentes y ocultando la identidad de aquel al que tenía que golpear con mayor fuerza—. ¿Desde cuándo? —maldijo Azrael. Verla allí de pie, con los ojos, oídos y garganta restaurados, era la prueba más aplastante de su fracaso, del ridículo que había hecho—. ¿Cómo he sido tan idiota? ¿¡Cómo!?
Los ojos se abrían y cerraban. Todo daba vueltas. Se sentía cansado, muy cansado.
—¿Pude salvarte? —dijo Makoto, pues era él quien estaba en lugar de Aqua, un cuerpo desgarrado por un sinfín de heridas que ya no podía moverse de ninguna forma—. ¿Pude detener tu malvado plan y salvarte, Azrael?
Después de oír eso, el ángel dejó de resistirse. Cayó al sueño, rendido a Morfeo.
Tan pronto el ángel cayó, todos los santos y sombras se empeñaron en socorrer a Makoto, apoyándose en Bianca y Nico para sortear los vórtices oscuros en cubierta.
Aqua no necesitaba ningún apoyo, y era la más rápida de todos, así que fue la primera en ayudar a ese loco que le hacía parecer cuerda. ¿Cómo se le ocurría luchar él solo con Adremmelech y Azrael a la vez? ¿Qué sentido tenía eso de perder para poder ganar? ¿Quién aseguraba que un ángel del Olimpo no se daría cuenta del engaño? Demasiada incertidumbre, pensaba ella, seguía pensando que arrojar al ángel hacia el río y mantenerlo allí un rato habría sido mejor opción. Pero Makoto había absorbido una fracción del cosmos de todos y comprendía el estado de la batalla: la coalición de guerreros sagrados solo necesitaba un empujón para barrer con la eterna marea de horrores, y solo Aqua, hija de dioses, podía ser el empujón. Así que diseñaron juntos la Jaula del Rey, primero para ocultar que el Sello del Rey estaba actuando sobre los horrores, después para sustituir a Aqua por una réplica de la Guardia Real y a Makoto por Aqua. Todo un logro. ¡Habían modificado el cerebro de un soldado del Olimpo!
—No tiene pulso —notó Aqua, aterrada.
—Hazle el boca a boca —sugirió Güney, ganándose un golpe de Lesath. No fue el típico coscorrón: le había dado un puñetazo en toda la cara, derribándolo.
En lo que Delfín Negro se levantaba, cabizbajo, la santa de Cefeo decidió que era una buena sugerencia y obró en consecuencia, quitándose la máscara y usando esa curiosa técnica médica de los humanos. Era una suerte que el tiempo que jugó a los mercenarios con Alexer, Terra e Ignis hubiese incluido una lección exprés de primeros auxilios. Tres empujones en el pecho, juntar los labios, soplar, comprobar los latidos del corazón. Tres empujones en el pecho, juntar los labios, soplar, comprobar los latidos del corazón. Tres… ¡Makoto despertó, viéndola con los ojos muy abiertos! Veloz, Aqua se los tapó y siguió el trabajo, primero golpeando los puntos cósmicos con la mano libre, a fin de reconectar al santo y la constelación, y después usando la modalidad curativa de la Muralla Real para regenerar el tejido destruido en la batalla, no estaba muy segura de por qué no empezó por ahí. Ella era una diosa, no un médico. El caballero negro de Delfín la había confundido sin necesidad, ya tendría unas palabras con él.
El proceso de curación debía estar haciéndole cosquillas al santo de plata, porque empezó a reír sin control y movía el brazo con torpeza, como pidiéndole que parara, pero ella no le hacía caso y él acabó dejando que la mano descansara sobre la mejilla.
—¿Verdad que tengo la cara más suave que has tocado nunca? —dijo Aqua, henchida de orgullo—. Espero que esto no cuente como ver mi rostro.
No le apetecía nada casarse. Y estaría feo matar a un amigo.
—Es un rostro muy suave. Y hermoso —sonrió Makoto—. Pero descuida, no puedo verlo. No puedo ver nada ahora mismo. —Si bien eso no era lo que la nereida había preguntado, asintió conforme, después de todo había dicho que era hermosa.
Dejó caer la mano. La nereida también dejó de taparle los ojos, lo que facilitaba mucho la sanación. Tenía que tratar muchísimas heridas solo en la superficie.
En medio de la operación, alguien le tendió una máscara nuevecita.
—Gracias —asintió Aqua, colocándosela—. No sé por qué huele a vómitos, pero gracias. —Lisbeth, la mensajera, dedicó una mirada ceñuda a Arne de Liebre Negra, cuyo rostro era más bien rojo mientras balbuceaba algo sobre marearse.
—Ha sido divertido —decía Makoto, cediendo al sueño—. Team Azrael.
Por alguna razón, todos alrededor empezaron a mirarse entre sí, incómodos. No entendían nada. Apenas Lesath de Orión se atrevió a decir algo.
—Descansa, Mosca. Yo tomaré el relevo.
—Team Azrael —repitió Makoto—. Go, go, go.
Debieron pasar algunos minutos más antes de que Aqua quedara conforme. Algunos de los cortes eran de una escala para la que ella no estaba preparada. Tampoco podía hacer mucho por el daño interno causado por un súbito incremento de cosmos, ni por la pérdida de sangre. Las zarpas del Hades no lo soltarían con facilidad, y necesitaría descansar como poco lo que quedaba de viaje, pero su corazón latía con normalidad.
—Que lo vea un médico —dijo Aqua—. Yo ya hice todo lo que pude.
—Nuestro médico no se compara contigo —comentó Margaret, ceñudo—. ¿De verdad está bien? Parece… —Había cadáveres en el cementerio con mejor color. Sin duda el santo de Lagarto estaba paladeando esa afilada descripción, sin atreverse a decirlo.
—Sobrevivirá —decidió Aqua, limpiándole el rostro ensangrentado—. Sobrevivirá.
Los santos de Atenea asintieron, desde el más optimista al más escéptico.
—¿Hemos ganado? —cuestionó Soma, sin poder creérselo.
—Parece que sí —dijo Cristal, provocando una serie de susurros.
—Todavía no —les interrumpió Aqua, poniéndose de pie. Azrael, o más bien el farsante que se hizo pasar por Azrael, seguía durmiendo. Volvía a verse como quien era en verdad: Aubin, ángel de la Audacia—. ¡Ahora eres mío!
La nereida, señalando con el dedo al guerrero celestial, invocó una versión mejorada del Sello del Rey: primero, siete gruesas cadenas lo ataron a lo que quedaba del mástil, arrastrándolo con cuidado; después, siete mil cuerdas de grosor microscópico formaron los más intrincados nudos para paralizarlo desde los pies a la cabeza; y para finalizar, la joya de la corona: setenta mil hilos introducidos por todos los orificios del cuerpo humano. Pulmones, corazón, riñones, cerebro… Todos los órganos de importancia estarían bajo el control del Sello del Rey. Si aquel sujeto de belleza andrógina osaba despertar, moriría antes de siquiera saber que estaba despierto.
—¿Todos los orificios? —preguntó Kazuma, boquiabierto.
Bianca, Lesath y algunos más rieron como un grupo de chiquillos.
—Exacto —asintió Aqua—. Nariz, oídos, boca… ¡Todos! Esta vez no escapará.
Güney, a punto de hacer una pregunta inoportuna al respecto, cerró la boca al sentir las miradas desaprobadoras de Cristal, Mera y Eren, contundentes como puñetazos.
Por primera vez en hora y media, el Argo Navis Negro navegaba un río libre de monstruos. Incluso si ninguno de los santos de oro había regresado, la victoria que habían logrado les animaba a tener esperanzas. Los soldados miraron con ansiedad a sus oficiales, que a su vez miraban a los santos de bronce y plata junto a los que habían luchado. Todos estaban a la expectativa de que alguien dijese algo.
—Joder, panadero, démosles una lección a estas gallinas. A la de tres. Tres, dos, uno… —Lesath y Aerys se coordinaron a la vez, pero entre las once voces que corearon los títulos que las amazonas dispusieron para Makoto, en otro barco y en otro mundo, ellos estuvieron bastante lejos de ser los primeros—. Vencedor de Ángeles —concluyó el santo de Orión, granjeándose al menos el mérito de darle un nuevo título.
Los antiguos oficiales de Hybris se unieron al griterío de forma unánime, salvo uno.
—Viva Aqua —dijo Almaaz, el desorejado caballero negro de Auriga—. ¡Viva Aqua, la diosa del mar! ¡Viva Aqua, nuestra salvadora!
Algunos santos sonrieron, otros miraron a Aqua, que se había vuelto a agachar y sostenía la mano de Makoto. La nereida, sin poder esperar eso, miró a todos lados azorada. Nunca antes había visto tanta utilidad a tener una máscara.
Ellos la estaban celebrando. Los santos y las sombras. Incluso el estirado Luciano, con esa cara de profesor amargado, y el recto Kazuma, siempre tan formal, le daban una palmada y le sonreían, agradecidos. Ella no había luchado sola, en algún rincón del mundo que nadie más podía defender, había combatido al lado de todas esas personas como luchó a la diestra de Makoto, el único hombre junto al que había podido pelear desde que volvió a la vida como una Campeona de Hades. ¿Era esa la fuerza de los humanos? ¿Era ese el valor que Zeus y Atenea les daban, así tuvieran que oponerse al resto de los olímpicos? No lo sabía y no le importaba. Se sentía bien y punto.
Una voz, empero, surgió por encima de los vítores. Ni sombra, ni santo, Cristal de Bluegrad quiso encumbrar a unos héroes demasiado cansados como para recordar el milagro que habían logrado mediante la unión de sus fuerzas.
—¡Que vivan los nuevos argonautas! —gritó Cristal—. ¡Que vivan los santos de plata, de bronce, de negro y azul! ¡Vivan la Tierra y la humanidad!
Todos se sumaron a ese jubiloso grito, una luz en medio de las tinieblas en las que seguían adentrándose, un faro acaso para todas las almas perdidas con las que debían reencontrarse. Un momento para soñar y reservar fuerzas.
Rato después, Aqua y Makoto fueron transportados por Margaret hacia el hospital improvisado de Minwu, donde otro caluroso recibimiento les esperaba.
