Capítulo 211. Jueces del Hades
En un tiempo remoto, cuando era Tea el satélite que orbitaba alrededor de la primigenia Tierra, el ciclo de la vida y la muerte era dirigido por los ángeles de la Segunda Orden, mortales unidos a los espíritus según la voluntad de Zeus.
Tal situación de las cosas llegó a su fin debido a un mundo cuya historia ya no era recogida por ningún hombre mortal. Demasiado lejana a la Tierra como para ser notado, Aselia estaba controlada por dos clanes enfrentados a través de eones, los silvanos y los malakhim. Los primeros, chamanes, buscaban una relación igualitaria con la realeza del mundo espiritual, ayudando a los espíritus a manifestarse en el universo material para que pudiesen dirigir la naturaleza en la dirección correcta. Estaban satisfechos con llevar al planeta a su punto álgido, mientras que los malakhim, provenientes de otro mundo más allá de las estrellas, soñaban con la conquista de la galaxia. Ellos no aceptaban las migajas de los espíritus, sino que los sometían con su fuerza, fundiéndose en una unión que difería de la normal entre hombre y espíritu en que era el humano la parte dominante. Eran los ángeles caídos del Gran Espíritu Maotelus, demonios conocidos por su longevidad, poder y codicia ilimitada.
De hecho, malak era en realidad el nombre bajo el cual se hacían llamar los espíritus que Maotelus mandaba a setentaidós mundos con vida inteligente en la galaxia, como mensajeros y observadores, mientras que la denominación silvano nacía del Espíritu Superior Sileno, padre de las sílfides, gnomos, ondinas y genios que dieron forma al mundo de Aselia. Malakhim y silvanos eran los términos adecuados para nominar a los espíritus destructores y creadores, pero para las dos facciones imperantes en Aselia, era lo mismo hablar de espíritus que de poder, fuera en un sentido reverencial, fuese desde el punto de vista del sometimiento, así que los dos clanes terminaron olvidando su humanidad y sometieron, ora con sabiduría, ora con fuerza bruta, a todas las criaturas del planeta, incluidos los gigantes y las deidades menores de los bosques, las montañas, los ríos, los lagos y las nubes, todos ellos fruto de la acción de los espíritus en el planeta. Con todo, mantenían un delicado equilibrio de destrucción y creación que complacía a los dioses, o al menos a sus emisarios, que no tomaron en consideración lo que ocurría en ese planeta hasta que el malak Yuan contrajo matrimonio con la silvana Martel, formándose una insólita alianza que concedió a los malakhim el favor de las ninfas, amigas y amantes del clan de los silvanos. Unidos, iniciaron lo que consideraban una rebelión justa contra la tercera fuerza de ese planeta, responsable de condenar al olvido a quienes morían. Los Kharlan, que así se llamaban, fueron pronto sometidos.
Hasta entonces, el Árbol del Mundo, plantado por el Espíritu Superior Silvano con su último aliento tras una dura batalla, filtraba las almas de toda maldad, de todo arrepentimiento, transformando aquella energía negativa en nutrientes para el planeta. Es decir, los muertos pasaban un tiempo fluyendo en el interior del planeta en una corriente de sangre espiritual hasta que quedaban limpios y podían renacer. Los desechos del espíritu, causa de la caída de otros muchos mundos como parte de la maldición que Tifón arrojó sobre todo el universo, adquirían una función práctica. Sin embargo, el precio eran los recuerdos de las personas, tanto los que se iban como los que se quedaban. Los silvanos y los malakhim hicieron pedazos ese sistema derrocando a los Kharlan, guardadores del Árbol del Mundo, y forjando un pacto con el planeta mismo, consistente en fundir a la primogénita de Yuan y Martel, Tabatha, con el alma originada por todos los viejos pecados purgados por el viejo sistema. El resultado fue doble: nació el Espíritu Superior Martel, valedor de los malakhim y los silvanos, y se rompieron las barreras entre ambos clanes, dando origen al clan de Yggdrasil y un nuevo sistema de vida después de la muerte en que el recuerdo vencía al olvido. En él, los muertos combatían y celebraban por siempre en un limbo localizado en las raíces del Árbol del Mundo, en un inframundo de batalla interminable que habría de separar a los héroes de los grandes héroes que formarían el mayor ejército jamás visto.
Pasaron los años, los siglos y los milenios, mientras una escisión estuvo a punto de acabar con la unidad del clan de Yggdrasil. Controlaban el mundo de los muertos, pero no el de los vivos, siendo ese un milagro vedado a los mortales. Cuando tuvieran suficientes héroes para librar la última batalla profetizada por el Espíritu Superior Martel, ¿qué cuerpos podrían albergar tal cantidad de almas, si todos los nacidos ya tenían una a pesar de que habían acabado con el ciclo de reencarnación? Unos se atrevieron a sugerir que debían apartarse de la senda marcada por Martel, de vivir siempre dependiendo de la magia y los espíritus, de nunca crear una tecnología que les hiciese abandonar ese mundo y atraer la cólera de los dioses. Todos ellos fueron ejecutados por una facción más tortuosa, que enmascaraba un plan igual de blasfemo con una apariencia de fe incuestionada. Si las peores emociones de los seres humanos se daban en la guerra y la vida más allá de la muerte era en esencia un mundo de guerra interminable, ¿por qué no aprovechar tal exceso de energía negativa, como hicieron los antiguos? Primero unieron el planeta entero en un recelo contra el nuevo sistema, logrando que las almas de los muertos, entregadas a la guerra, fraguaran una nueva rebelión. Para sofocarla, los líderes de la facción imperante, pidieron a Martel que convocaran al Gran Espíritu Maotelus, guardador de la galaxia. Ella estuvo de acuerdo.
Cuánto de lo ocurrido después entraba dentro de los planes de los Yggdrasil, nadie podía saberlo. Maotelus llegó al limbo de la batalla interminable, Valhalla. Se corrompió, volviéndose una amenaza tan grande que vivos y muertos debieron unirse bajo la dirección de Martel para solo lograr sellarlo. Muchas vidas se perdieron, la propia Martel quedó incapacitada y el Árbol del Mundo fue incinerado por el empeño de Maotelus en destruir aquel mundo en honor a su rol como guardián del sello. Por primera vez desde que los silvanos llenaron el planeta de vida, este ya no contaba con un sistema que regulaba lo que sucedía tras la muerte. Los muertos empezaron a andar entre los vivos, como almas errantes a las que los Yggdrasil ofrecieron cuerpos incomparables hechos de los restos del Árbol del Mundo, a cambio de obediencia plena para librar la batalla que habían esperado desde la caída de los Kharlan. La madre de todas las guerras: Ragnarok, el fin del reinado de los dioses, donde los más grandes héroes lucharían hasta que cayeran los cielos y el propio mundo se hiciese polvo.
Cien mil años de maquinaciones concluyeron en un ejército de un millón de einherjar marchando hacia el dominio del caído Maotelus, donde esperaban derrocar al Concilio de los Setentaidós Espíritus Superiores que en su ausencia dirigían la galaxia. Los Yggdrasil iban al frente de la esperada batalla, la soñada guerra eterna.
Los combates no duraron más de una hora.
El Concilio de los Setentaidós ya había convocado a los Jueces, de manera que el ejército de einherjar, al ingresar en el entramado que unía los setentaidós planetas con vida inteligente de la galaxia, lo que se conocía como el dominio de Maotelus, encontró no a Espíritus Superiores, sino a los auténticos emisarios del Olimpo.
Para empezar, el ángel de la Vida, blandiendo un arma formidable capaz de aniquilar la materia con el extremo superior y asesinar espíritus con el inferior, exterminó a veinte mil einherjar en tan solo cinco minutos. Los Yggdrasil, asustados, se retiraron al Valhalla. Sin embargo, ahí estaba ya esperando el Gran Espíritu Aizen, con su voz ponzoñosa. Al que fuera uno de los miembros de la Raza de Oro descartados por Zeus en el albor de los tiempos le complació mucho ver cómo todas las almas que aquellos chamanes habían separado de la élite y abandonado en el infierno para siempre, devoraban a sus amos. Tal vez era porque en cien mil años un planeta podía originar muchísimos héroes, tal vez era porque sellar a Maotelus había menguado el poder de los amos del mundo, pero lo cierto fue que Aizen no necesitó ayudar a ese sinfín de desgraciados. Se limitó a observar, en silencio, cómo caían los tiranos una vez más.
En cuanto a las criaturas que se habían inclinado ante esos traidores, de ellos rindió cuenta el Rey Demonio Adremmelech, por cuyas venas fluía la sangre de la Tierra. Ninguna ninfa sobrevivió a su cólera, pues tras un terremoto que agitó el planeta entero, toda la tierra se hundió en un mar emponzoñado bajo un cielo sin nubes.
—Eres un animal —saludó Aizen, quien lo esperaba en el palacio del Valhalla, satisfecho. Metro ochentaiséis de altura, engañosos cabellos castaños de erudito y mirada astuta tras unas lentes mágicas capaces de horadar los corazones de hombres y dioses, él había sido uno de los dieciocho Espíritus Superiores bajo el mando del Gran Espíritu Yhwach, hasta que aquel infame, deseoso de crear un nuevo orden sin muerte, liberó a El anciano de los días, a quien custodiaba. Fue en ese entonces que Aizen conoció al ángel y el demonio que cumplían la voluntad de Hades galaxia a galaxia, junto a los cuales resolvió el entuerto de la forma más insólita posible: convenció a El anciano de los días para que se pasase al bando de Zeus, de modo que aquel terminó ocupando el puesto de Yhwach y el que fuera un Gran Espíritu fue sellado sin que hubiese una guerra. ¿El resultado? El anciano de los días recibió el puesto y la gloria de Yhwach, Wandenreich, siendo el único caso de un Rey Durmiente sirviendo en la Segunda Orden de Ángeles, mientras que Aizen, por recomendación de los dos Jueces de Hades, ascendió a Gran Espíritu y recibió la gloria Seiretei, que lo señalaba como el ángel del Combate. Desde entonces había pasado muchísimo tiempo, pero seguía pensando en sus compañeros como las personas más interesantes que había conocido. Por eso podía tener ciertas confianzas con ellos—. ¿Qué ha pasado con la sutileza, amigo mío? ¿Nunca dejarás de ser el digno hijo de tu madre, la violenta Bía?
Antes de responder, el Rey Demonio miró hacia abajo. Se encontraban en uno de los múltiples balcones del palacio, desde el que podía verse el páramo infinito de Valhalla. Allí, los héroes descartados y el clan de Yggdrasil disfrutaban de la lucha eterna con la que siempre soñaron. A Aizen se le antojaba divertido, porque se veían como hormigas; Adremmelech, en cambio, se encendió, aplastando la barandilla de oricalco sin querer.
—Cortaron el árbol —replicó Adremmelech, con esa voz gutural tan propia de él naciendo de la misma tierra; carecía de rostro, pues su existencia era una deshonra para sus abuelos. Como un demonio, no tenía derecho a llevar gloria, así que iba con lo que encontraba a su paso. En esta ocasión solo unas gastadas botas y las pieles de un animal local cubriéndole de cintura para abajo. Quedaban al descubierto el pecho marcado por cicatrices de mil batallas y la espalda intacta, donde descansaba el largo cabello rubio.
Aizen no tuvo tiempo de insistir, pues el ángel de la Vida apareció ante ellos, sin una sola herida tras aplastar al ejército más poderoso del mundo. De ese mundo.
—Basta de discusiones —dijo el recién llegado—. Tenemos trabajo.
No era la primera vez que se excedían tanto con el juicio divino, así que Aizen no se molestó en hacer ningún comentario mordaz, limitándose a preguntar:
—¿Sobrevivientes? —preguntó Aizen.
—Ninguno —respondió Adremmelech.
—Dos —dijo el ángel—. Un hombre y una mujer.
Aizen asintió. Más adelante, él mismo se encargaría de escoger a una muchacha dulce llamada Lif para casarla con un hombre aguerrido conocido como Lifthrasir, de entre el clan de Yggdrasil, por supuesto; los muertos no debían concebir. En su opinión, no hubo nada malo en las nupcias de Martel y Yuan. Ella era tranquila y bondadosa en grado sumo, él tenía el carácter ardiente de un hombre de las batallas, solo que sosegado por el amor. Cuando la unión ocurrió y la estructura de la vida después de la muerte pasó de ser de un perdón generalizado a una prueba de coraje, él sugirió a Hades que esperara y convenció al ángel de la Vida de apoyarlo contra el voto de destrucción que Adremmelech siempre daba en cada juicio. Así que volverían a repetir la situación, solo que sin esa relación demasiado íntima entre espíritus y humanos. Los mortales necesitaban dioses más cercanos a ellos que los amos del universo, mas al tiempo inalcanzables. Los mundos que aún no habían sido purgados coincidían en que hasta las fogosas ninfas que correteaban en los bosques eran veneradas como diosas importantes.
Sin embargo, por ahora decidió buscar otro foco que distrajese a aquel par de planes más elevados. Era habitual que ellos tres fueran unos radicales, pero no lo era tanto que los humanos llegaran tan lejos. Castigaban a los malvados, no derrocaban falsos dioses.
—Me parece que es tiempo de que hables con Hades —dijo Aizen.
—El señor Hades —corrigió el ángel.
—Lo que ha pasado aquí es peligroso —prosiguió Aizen, sin hacerle caso—. Cien mil años y reunieron suficiente poder para derribar a un Gran Espíritu. ¿Y si hubiesen esperado un millón? La vida y la muerte no pueden confiarse a los humanos.
—Tampoco a los espíritus —advirtió Adremmelech, pillando al vuelo en qué estaba pensando su astuto compañero—. Tú no decidirás sobre la vida y la muerte.
—Los hombres crean su propio infierno, por eso cada mundo tiene sus propias leyes —dijo el ángel—, leyes fijadas por los espíritus siervos de los dioses. Si en esta ocasión se han inclinado ante los hombres, podría ocurrir de nuevo. Sí, mi señor Hades atenderá este consejo, Aizen, te lo aseguro. Hay un mundo en la Vía Láctea que ha empezado a albergar vida. Puede que sea un buen punto de partida.
—Ajá, qué interesante —dijo Aizen—. ¿Qué tal si yo…?
—Me aseguraré de que el poder pase de las manos de los espíritus a las del señor Hades —interrumpió Adremmelech—. Sabes que soy la mejor opción.
Aizen no pudo menos que sonreír.
—Si nos rigiéramos por tu sistema de pecados capitales, la humanidad no tendría por qué existir. Puedo entender que te perturben la lujuria, la envidia, la avaricia, el orgullo, la gula, la vanidad y la pereza, no obstante, ¿la ira? ¡Si nadas en eso día a día! ¿Y qué hay de la tristeza? ¿Cómo estar triste es un pecado? No sabes lo que es vivir.
—Soy un demonio. Peco, como los hombres respiran, para que otros no tengan que hacerlo —respondió Adremmelech—. Tu sistema de una justicia objetiva se queda corto en comparación. ¿Ojo por ojo, diente por diente…? Eres un blando.
El ángel no prestó atención a esa discusión, ya la había escuchado varias veces. Miraba abajo, donde los héroes, aun conociendo el engaño al que fueron sometidos, seguían luchando como almas consagradas a la guerra, porque no tenían nada más que hacer. Pensaba en cuántos mundos habían arrasado, cuántos limbos debieron reorganizarse bajo la autoridad de los Jueces del Hades, cuántos Grandes Espíritus le cuestionaron cuál era el sentido de que existiese la humanidad si al final siempre vendrían ellos a destruirla cuando algo les disgustaba. Por fortuna, al menos en esa ocasión los Espíritus Superiores estarían de acuerdo con su actuar; la otra cara de la moneda era que la corrupción de Maotelus complicaba las cosas en cuanto a la restauración del mundo y el estado del sello del Rey Durmiente.
«Tal vez Martel sí esté disgustada —teorizó el ángel—. ¿Qué le diré? ¿Qué razón podría darle para que ayude a reconstruir este mundo?»
No lo sabía, no tenía idea de por qué Zeus necesitaba de una humanidad tan vil.
La Raza de Oro era buena. Lo sabía porque él, Titán, pertenecía a ella. La Raza de Plata ya era de un orgullo desmedido que arrastró consigo a muchos espíritus, hasta que el correcto estado de las cosas llevó al nacimiento de la Segunda Orden. Y la Raza de Bronce, nacida tras la derrota de Tifón, era la peor de todas. Desconocían la magia y el cosmos que despertaban, semejante al nimbo, solo servía para destruir. Y destruían.
Se le ocurrió que la guerra que acababan de librar, era una parodia del plan de los dioses. Martel y Yuan no querían un ejército de einherjar para desafiar a los cielos, sino para proteger el planeta el día en que el Rey Durmiente, Quien roe los cimientos del mundo, despertase en el centro de la galaxia. No descartaban la basura de lo que servía, sino que uniendo a todos los héroes en un solo lugar, buscaban sublimar el alma de uno solo de ellos, revelar la virtud de una raza considerada malvada e inferior desde que nació de la voluntad del dios de la destrucción, moldeada por Prometeo según la dirección de Zeus. Incluso si ahora el rey de los dioses y el titán estaban enemistados, algunos como el ángel de la Vida recordaban que fueron ellos quienes crearon a la nueva raza humana a partir de la arcilla, de modo que la Raza de Plata pudiera cumplir su rol junto a los espíritus para contener por la eternidad a los Reyes Durmientes.
«Tal vez —reflexionaba el ángel—, tal vez esa sea la idea. Ver si una raza humana dominada por el pecado puede superar todas sus fallas, redimirse y convertirse en lo que fuimos nosotros. Si ese el caso, todo lo que ha pasado hasta ahora era una prueba. —Una prueba de que tal idea era absurda. Los humanos nunca se redimirían. La corrupción de sus mejores deseos era siempre una mera cuestión de tiempo—. El señor Hades debe encargarse de esta prueba. Más aún: debe convertir el mundo de los vivos en una prueba en sí misma. Es la única manera de conseguir resultados.»
Tardó solo un segundo en descartar la idea de proponérselo al dios del inframundo. Perséfone, su bien amada esposa, lo descartaría como una opción aburrida, tal y como descartaba cualquier acción preventiva contra mundos condenados. Podía enfrentarla en lo que respectaba a que Hades diseñase un sistema de vida después de la muerte universal, para todos los planetas que albergasen vida inteligente desde ese día hasta el fin de los tiempos, pero, ¿traer el infierno a mundos jóvenes como la Tierra? Ya podía escuchar la risa de la reina del inframundo, haciendo eco en el reino que gobernaba.
«¿Hace falta que pida permiso? —se preguntó el ángel, sopesando por primera vez la petición de Adremmelech—. Si yo soy la mano derecha del señor Hades, él es sin duda la izquierda. Destruiría el universo entero si él se lo pidiera. Y aun si no fuera así, lo haría de todos modos, si tan solo pensaba que así lo quería.»
Quedaba un problema: Aizen. El Gran Espíritu era los ojos de la reina del inframundo. Era a ella y no a Hades a quien debía lealtad, pues más que la cuestión del crimen y castigo, adoraba los combates. Su aspecto técnico, cuando menos. ¿Cómo no iba, pues, a venerar a la diosa de la guerra y la sabiduría? No podía ser demasiado obvio en sus intenciones, para así poder defenderse de cualquier acusación frente a Perséfone mientras que con hechos puros y un discurso preparado hacía que Hades abriese los ojos a la realidad: los mortales eran un error, debían ser destruidos y hechos de cero. El universo necesitaba una nueva Raza de Oro y esta solo podía existir sin un pasado.
Tal y como era la humanidad de ese planeta antes de que los silvanos y los malakhim sustituyesen el viejo sistema por el nuevo de los einherjar. Desde ese punto de vista, incluso si Yuan y Martel habían tenido buenas intenciones, había hecho mal en tomar en consideración las palabras de Aizen por sobre las de Adremmelech, tanto tiempo atrás.
—Me equivoqué —hubo de reconocer el ángel—. Tu juicio era acertado… —Miraba al Gran Espíritu, de modo que este guardó las esperanzas de que su deseo de controlar el ciclo de la vida y la muerte de los mundos pudiera cumplirse pronto, hasta que oyó las lapidarias palabras finales—. Adremmelech. La unión de Yuan y Martel fue un error, la lujuria, la codicia y el orgullo se alinearon y no lo supe ver.
—Un hombre quiso acostarse con una mujer —replicó Aizen—. No tiene nada que ver con la astronomía, es biología. ¿Podrías dejar de ser tan pomposo por una vez?
—Si me envías a ese nuevo mundo, no permitiré que se repita —juró Adremmelech.
El ángel de la Vida estaba convencido de que así sería. Adremmelech trataría a la humanidad con una dureza sin par, ya que no estarían ni él, ni Aizen, para mitigar su cólera. Ese mundo joven se volvería un infierno donde la virtud de los justos se pondría a prueba. O Zeus veía cumplido su plan, o el resto de dioses verían que la humanidad no tenía futuro y se pondrían del lado de Poseidón y Hera. Una u otra cosa, le daba igual.
—Ve al tercer planeta en la órbita de la residencia terrenal de Helios —ordenó, satisfecho, el primero de los Jueces de Hades—. Allí, instálate en la luna. Puedes llevarte a los númenes que se han ocultado en el cielo y el mar de este planeta como sirvientes. Desde las alturas, observarás la obra de los humanos de esa tierra joven y fértil, mientras yo me aseguro de que el señor Hades comprenda nuestro parecer.
En el asentir de Adremmelech, pudo ver una guerra terrible entre los demonios y los hombres en ese mundo tan tierno. No le importó.
—Siempre actuamos los tres juntos —intervino Aizen—. ¿Por qué cambiar ahora?
Hablaba con una envidiable serenidad, como siempre. Aizen era un Gran Espíritu, lo que quedaba reflejado en los dos pares de alas que surgían de la gloria del Combate. Sin embargo, en comparación a los tres pares de alas de la gloria de la Vida, eso no era nada. Ni Aizen, ni Adremmelech, trabajando juntos podían desafiar a su líder.
—Como has dicho, las cosas han cambiado —dijo el ángel de la Vida—. Adremmelech hará lo que debe y yo haré otro tanto.
—También yo sé cumplir con mi deber —observó Aizen.
La risa de Adremmelech hizo estremecer el balcón en un leve temblor.
—En ese caso —dijo el ángel, pensando en la estrategia adecuada para distraer a la reina de ese asunto—, sustituirás al Gran Espíritu Maotelus. Quien roe los cimientos del mundo es una amenaza muy superior a El anciano de los días, como recordarás.
Para empezar, los Reyes Durmientes pudieron ingresar en el universo material gracias a que Quien roe los cimientos del mundo desgarró las barreras dimensionales.
—Haré algo mejor —replicó Aizen, viendo una oportunidad en un castigo—. Purificaré a Maotelus para que podamos regresar a la normalidad lo más pronto posible.
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Los Jueces de Hades nunca volvieron a juntarse. Tras estrechar las manos en el olvidado planeta de Aselia, Adremmelech fue a la Tierra, donde cayó de la gracia de los dioses junto a la primera luna terrestre, Tea, en el Gran Impacto. Tal fue el final de la Raza de Plata en ese joven planeta, que al punto albergaría a la más belicosa Raza de Bronce. Muchos problemas se sucedieron después a lo largo del universo, de modo que Aizen, una vez logró su ambicioso propósito de purificar a Maotelus, siempre estaba en un rincón del macrocosmos distinto al que vigilaba el ángel de la Vida. La última misión del ángel del Combate lo llevó a la galaxia de Andrómeda, refugio de la secta de R´lyeh. Tan cerca estaba de la archiconocida Tierra, que no pudo evitar descender al mundo y liberar al gruñón del grupo, sellado por el dios Poseidón tantísimo tiempo atrás.
Después vinieron el diluvio universal, las discusiones de los dioses del inframundo con quien siempre les había sido leal, el alzamiento de los falsos dioses… Quien portó la gloria de la Vida fue transformado en el ángel de la Muerte, errando por el mundo como un anciano siempre achacado por la vejez y sin alas que ningún mortal pudiera ver al que los hombres conocieron como Sariel. Cuando Hades, predispuesto al fin a tomar en consideración los consejos de su lugarteniente, le devolvió las alas, él ya estaba tan acostumbrado a actuar como un humano que propuso infiltrarse en la Tercera Orden de Ángeles, con la misión especial de vigilar y ejecutar a los Grandes Espíritus que como Yhwach, Maotelus y Aizen se hubiesen corrompido.
—¿Y qué hay de los hombres? —cuestionó Sariel—. Con esas vidas tan cortas, sois mucho más peligrosos que los espíritus.
Kanon de Géminis permanecía de pie, sin reaccionar a nada, pero vivo. Eso no tenía sentido. El Noveno Mandamiento destruía la mente del objetivo a un nivel físico, astral y espiritual. Todo lo que un hombre fue, quedaba en manos de Leteo, dejando solo un cadáver. Pues el instinto animal era también parte de lo que era ser humano.
Los ojos del ángel y el demonio se habían cruzado, así que tendría que haberse producido el efecto. Kanon de Géminis, o lo que quedaba de él, tendría que estar muerto. Pero esa era otra imposibilidad más que sumar a la lista. Había luchado mucho y muy bien aunque el dolor debía ser insoportable. Géminis no lo abandonaba, aunque el lazo que unía hombre y constelación había sido cortado.
—Yo no soy malvado —respondió Géminis con una voz débil. El manto de oro era una ruina agrietada y ensangrentada—. Tampoco bueno. Ambas cosas.
—Ya veo —dijo Sariel. La estructura muscular, desgarrada por el combate, empezó a ensancharse mientras dos nuevas alas emergían bajo las anteriores, apuntando al suelo—. Ninguno de mis Mandamientos es del todo efectivo en ti, que llevas la sangre de Atenea como protección. —La primera capa de la gloria de la Muerte eran los Huesos, tan resistentes como la gloria de un ángel de la Tercera Orden. La segunda capa eran los Músculos, que le permitían emplear los Mandamientos en un grado acorde al poder de los ángeles de la Segunda Orden. La tercera, la Piel, desbloqueaba ese límite, pues los Mandamientos estarían impulsados por el nimbo de sus alas—. No cometeré más errores, ya te he juzgado indigno, así que es tiempo de que me convierta en tu verdugo. —La Piel recubrió por igual las partes dañadas e intactas de la gloria con un recubrimiento oscuro y brillante, como una sobrepelliz. Los dedos, negros como la condena eterna, entrechocaron como las afiladas hojas de diez guadañas—. No cometerás actos impuros —recitó, retumbando su voz desde el yelmo que le cubría la cabeza sin dejar pasar un solo resquicio de luz—. Juicio Divino.
Solo tuvo que tocar el manto de Géminis con uno de sus dedos para que este empezara a arder, repitiendo su mantra de no ser malvado, ni bueno.
Quedó el hombre que no era un hombre, con el cuerpo y la mente rotos.
—No tomarás el nombre de los dioses en vano —dijo Sariel—. Juicio Divino.
El Segundo Mandamiento era el único que podía emplear con los Huesos, ya que provenía de la bendición que recibió de Hades donde otros de su orden recibían de forma unánime la de Hermes, también conocedor de la vida después de la muerte. Sin embargo, era una versión muy limitada, que Kanon de Géminis pudo contrarrestar cerrando el portal antes de ser arrastrado por él.
En esta ocasión, no hubo sorpresas. Aquel ser, despojado de sus técnicas, sus recuerdos y su constelación guardiana, desapareció de la faz de la tierra.
Notas del autor:
Shadir. Enfrentando Kanon a uno de los jueces primigenios, previos a la existencia de Radamantis, Minos y Aiacos, creo yo que no podía esperarse menos.
A veces me pregunto si esta historia ha perdido lectores por culpa de que FFnet dejó de mandar avisos, en tanto no es raro que un fanfic de larga duración deje de publicarse de forma súbita, sin llegar al final. Sea como sea, siempre es un gusto leer tus comentarios.
