Capítulo 182. A prueba
El dolor era el principio y el final. También el camino. El dolor lo era todo y todo era el dolor, desde que empezó a descender de las aguas pestilentes que le dieron vida. Como un niño que volviese al vientre de su madre, nadando en líquido amniótico, Nimrod de Cáncer descendía hacia el momento mismo de su nacimiento.
No estaba vivo, el cuerpo que cubría su alma era, por ahora, una ilusión. Aun así, el sufrimiento tenía mucho de ilusorio también. Todo en el mundo, si lo pensaba, podía ser solo un espejismo, al fin que sin sentidos un hombre dejaría de percibir otra cosa que sus propios pensamientos. Sin poder ver, oír, hablar, oler y sentir, nada existiría más allá del ego, así que tal vez el mundo era solo un sueño desde un principio. Visto desde esa perspectiva, tener o no un cuerpo en el inframundo era irrelevante, se sufría de todos modos, y Nimrod de Cáncer sufría más que nadie.
Al principio, en la superficie, pasó lo más simple. Estaba preparado para ello. Las aguas amarillas pronto derritieron la piel de su viejo cuerpo, libre de toda prenda para no manchar sin necesidad el manto de Cáncer. Sintió los órganos rebotar entre los huesos que poco a poco se licuaban, el estómago encogiéndose y el corazón palpitando sin ninguna razón aparente, al ser la energía vital de Nimrod sorbida por el dios del dolor. Entonces pudo ofrecer resistencia, y todo lo que se le había quitado, regresó a él de inmediato. El cuerpo se restauró, cada chispa de cosmos robado volvió a darle fuerzas para nadar más y más hondo. Por descontado, los pulmones pronto se inundaron de esa sustancia vampírica y respirar era morir, eso tampoco lo detuvo. Mil veces mil murió y revivió, porque él y el río eran lo mismo, como lo eran vida y muerte.
Diez mil batallas libró Nimrod cuando ya volver atrás era imposible. En un punto en el que el río arrastraba a las almas al fondo, los condenados demasiado miserables en su tormento eterno como para haber escuchado la orden de Caronte, el Barquero, de no tocar a esa alma en concreto, se arrojaron hacia él. Nadaban de forma lenta, sin embargo, el cuerpo de Nimrod era un despojo y también iba lento. Enfermo, viejo hasta lo imposible, en la frontera entre la vida y la muerte, luchó no obstante con valor, quebrando el hierro del infierno, partiendo cráneos, brazos y piernas. Y nadando, sobre todo nadando, porque todo lo que mataba regresaba a aquella no vida en un instante. Porque si perdía demasiado tiempo, el cosmos que le arrebataban y él tenía que luchar por recuperar, acabaría en manos de esos innumerables rivales.
Muy pronto comprendió el santo de Cáncer que los dolores ya no eran la suma de los sufrimientos padecidos por los que no pudieron aceptar la muerte. No solo los guardias del Santuario a lo largo de diez mil años de vivir a la sombra de héroes vivientes, sino también otras muchísimas personas que consideraban injusta la muerte, y aún más, la vida después de la muerte. Al principio, esas fueron las sensaciones que recibió, el simple aliento del río del dolor, pero conforme más se acercaba a las profundidades, más se hacía palpable que aquellas aguas eran algo más que el infierno personal de las almas débiles. Era un dios, la encarnación del sufrimiento. En comparación a aquel despreciable hijo de Océano y Tetis, todos los dolores padecidos por los seis mil millones de hombres de la superficie eran solo una gota. El dolor de las muertes de Nimrod sucedidas hasta ese momento, un escupitajo que lanzara aquel segundo padre en la cara del hijo malagradecido en que se convirtió. Aqueronte era un dios, y por tanto, reaccionaba a los intentos de un mortal por verlo en todo su esplendor, manteniéndolo lo bastante débil como para que cada movimiento le costara. Sin destruirlo, para que no se reconstruyera una vez más. Sin atacarlo en persona, para que la reina no interviniese.
El dolor que estaba sintiendo, era todo el dolor del mundo. Y lloraba, Nimrod lloraba sus propios ojos derretidos. Escupía sus muelas pulverizadas. Vencido, y al tiempo, negándose a reconocer la derrota.
—Si ya estás así después de conocer el dolor de la humanidad —cuestionó el viejo dios a Nimrod, quien nadaba para escapar de millones de almas en pena—, ¿cómo superarás el sufrimiento del universo entero? —Dondequiera que Nimrod mirase, había hombres pálidos armados con los hierros del infierno. Armas de todo tipo removían las aguas, enviándole burbujas que eran enfermedad para su cuerpo marchito; los huesos le colgaban de un saco abierto en mil heridas supurantes e infectadas. Los sentidos, colapsados por tanta información, ya no le transmitían nada. La mente empezaba a embotarse. Solo le quedaba el Séptimo Sentido, más despierto que nunca; por él era consciente de lo embadurnado de excremento que estaba ahora mismo—. Después de todo, no eres más que un humano. En la muerte, hasta el máximo cosmos se extingue.
Y ningún humano podía cargar con todo el dolor del universo. No importaba que fuera inmortal. Vivir era algo más que sobrevivir y seguir adelante, arrastrando un cuerpo vacío de voluntad. Vivir era resistir, era luchar. Y él no resistiría mucho. No solo.
«¿Alguna vez he estado solo? —se preguntó Nimrod, sonriendo con esa boca de labios ennegrecidos—. No, nunca, no puedo estarlo.»
Llegó un punto en el que era imposible ir hacia abajo sin chocar con alguna de las amenazas que lo rodeaban. Demasiadas almas para un solo combatiente. Matarlas en el estado en que se hallaba era posible, en tanto siempre podría reconstruir su cuerpo, pero no tenía la eternidad necesaria para lograrlo. Así que hizo la primera cosa que hizo en la no vida previa a su nacimiento, cuando la gloriosa luz de la Égida bañó el líquido amniótico que era el río del dolor y juntó diez mil almas en un solo embrión. Los humanos no recordaban su vida en el vientre de su madre, él sí, incluso sabía lo que era antes de ser un recién nacido alumbrado por la constelación de Cáncer. Antes de ese momento, el inicio de la redención, él invocó soldados. Volvió a hacerlo.
Sin voz, sin fuerzas, el general llamó a la guerra a todos los que como él alguna vez creyeron en algo. Una mujer, una diosa. El único ser capaz de amar a toda la humanidad sin cuestionamientos. El único ser capaz de perdonar al más malvado de los hombres.
Nadie acudió en su ayuda, y el héroe fue engullido por los simples hombres, débiles y numerosos. Aplastado por la derrota y abrumado de dolor, cedió a la inconsciencia.
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En un tiempo anterior a los héroes y los hombres mortales, los viejos dioses y los nuevos se enfrentaron en una guerra sin parangón. Dirigía a los primeros el rey de los titanes, Crono, mientras que los más jóvenes olímpicos eran acaudillados por el poderoso Zeus. Incluso si la fuerza del portador del rayo excedía a la del dios del tiempo, necesitó ayuda para llevar a buen puerto la rebelión contra quienes gobernaban entonces la Creación. La primera en aliarse a él, aun antes de que se intuyera siquiera que la victoria del bando rebelde era posible, fue Estigia.
De todos los hijos de Océano y Tetis, entre los que se incluía Aqueronte, dolor ilimitado, Flegetonte, cólera sin fin, y Cocito, el del lamento interminable, Estigia era la más poderosa y terrible. Aun Leteo, el olvido, se inclinaba ante la única diosa que, sin ser de su propia sangre, ni una antigua fuerza de la que dependiese el orden de las cosas, como las Moiras y las Erinias, Zeus respetaba. El rey de los dioses no olvidó jamás el gesto de Estigia, convirtiéndola en la pura encarnación del juramento divino. Cuando un dios quería jurar, no podía hacerlo por los dioses, ni siquiera por Zeus, Poseidón y Hades, los más grandes entre ellos. Debía hacerlo, pues, en nombre de Estigia. Y hacer ese juramento en vano tenía muy alto precio, como bien descubrió Ares en el pasado.
Sin embargo, Estigia ya era una diosa antes de que invocar su nombre fuera algo que sus pares inmortales temiesen. Diosa del odio, pues todo cuanto existía en la Creación, tenía un reflejo divino más allá de esta, que lo sustentaba por sobre el caos al que el universo está abocado. La laguna negra en la que confluían todos los ríos del infierno era el río del odio, capaz de destruir a los indignos más allá de toda esperanza. Cuerpo y alma eran consumidos sin dejar rastro, la misma existencia era negada.
Caronte, el Barquero, era viejo. Muy, muy viejo. Nació de la Noche, que era anterior a Titanes y Olímpicos. Por eso se preciaba de tener algo de perspectiva, de poder apreciar el orden que Hades y Perséfone representaban sin deberles una lealtad ciega.
—Habéis cometido un error, majestad —dijo Caronte a la reina del inframundo, una hermosa diosa de fría mirada y corazón frente a la chiquilla que fue—. Él ha muerto.
Perséfone, es decir, Atenea, no le contestó. Permanecía de pie, con una versión carmesí del uniforme que llevaba como prenda cuando era mortal. Tras morir, el alma de la humana Akasha se había representado no como portadora de un manto dorado, sino como un soldado más. La diosa Atenea, verdadera identidad de esa chiquilla miedosa de su propio genio, no había cambiado más que el color de aquellas ropas, ahora del color de la sangre. Otro santo femenino la acompañaba, misteriosa como un fantasma con aquel largo y fino cabello, y la máscara que llevaba. Vestía el manto de Piscis.
—Sigue vivo —dijo Shizuma—. Lo sé, señora Atenea.
Tampoco a su fiel sierva respondió la diosa de la guerra, la sabiduría y el infierno. Los ojos grises que la caracterizaban seguían fijos en el río oscuro, encarnación del odio y los juramentos divinos, en los que su más querido sirviente se había zambullido sin dudar. El Barquero respetaba a ese loco. Nadar por el Aqueronte, bucear por el Estigio, eso era valor digno de los héroes de antaño, los que le entretenían de verdad. Y si lo pensaba bien, incluso el formidable Aquiles fue introducido en las aguas del Estigio como un bebé por su hermosa madre, no hubo ni un gramo de valor mortal en ello.
Las ropas que Azrael trajo consigo estaban desperdigadas por la barca, la cual el Barquero había atracado en el punto en que el Aqueronte se unía al Estigio. Lamento e ira, dolor y olvido, todo se unía allí, para volver al Tártaro y el Elíseo, la entrada y el final del Hades. A diferencia de los santos de Leo, Cáncer, Piscis y Acuario, poseedores de la Octava Consciencia, él no había arrastrado consigo el manto zodiacal, y las ropas eran solo una proyección de cómo se veía a sí mismo. Con todo, era la primera vez que veía que los humanos se traían una pistola. La dichosa arma seguía allí, sobre la chaqueta. Caronte la movió un poco con su remo, deseoso de echarla río abajo.
—Barquero —dijo Atenea, provocándole un sobresalto. Ella nunca lo llamaba por su nombre, jamás, lo que era bueno—, ¿llegó mi orden a todos los muertos del Aqueronte?
La reina del inframundo debía estar refiriéndose a alguno de los desgraciados que mandó a conquistar los ríos del infierno. Pensó un momento y enseguida notó cuanto ocurría en el río del dolor, que él navegaba desde que el mundo era mundo.
—Vuestra voz solo llega a la superficie —se excusó Caronte—, los de más abajo ya no temen nada. Añoran la vida, buscan una nueva oportunidad.
Si tuviese saliva, el Barquero sin duda habría escupido en ese momento.
—Una nueva oportunidad tendrán —declaró Atenea. Y no habló más.
El Barquero negó con la cabeza. Por lo que sentía, al viejo se lo estaban merendando los muertos. Lo mismo le pasaría a aquella diva arrogante; aplastada por los guardianes centímanos, despedazada por el látigo de la benévola Tisífone o triturada por las fauces de los monstruos, tanto daba. En cuanto al que luchaba en Cocito, el Santuario llevaba enviando almas al Hades a ese río diez mil años. Ningún mortal podría vencerlas a todas. Conquistar los ríos del inframundo era imposible, sin más. Quizá por eso la de la máscara sin rasgos se limitaba a estar a la diestra de la reina; debía saber que hacer frente a Leteo era imposible y prefería fingir que servía para algo.
Entonces una mano salió de las aguas oscuras, aferrándose a la barca. Tan conmocionado quedó el Barquero que, antes de que reaccionaran la reina y la sierva, asió la mano humana y lo alzó como si fuera un peluche, ligero como una pluma.
Azrael no era ningún peluche, claro. Era un hombre que tendría que mostrar un mínimo de vergüenza por mostrarse así, sin prenda alguna, a su diosa.
—Lo has logrado —dijo Atenea, observando cómo la negra sustancia que empañaba cada palmo de piel de su siervo iba formando un uniforme militar de imposible tono oscuro. Las viejas ropas se habían esfumado al tiempo, perdida ya su función.
—Así es —respondió Azrael mientras el Barquero lo bajaba hasta la superficie. El hombre era ligero como cualquier mortal, pero invulnerable.
—Su majestad no te lo preguntaba —replicó Caronte—. No tenías otra opción.
Por instinto buscó la dichosa pistola, sintiendo cierto alivio de no verla hasta que la notó enfundada en la cintura del nuevo uniforme. Un arma humana reconstruida por el Estigio. Solo los dioses sabían para qué pensaba usar algo así.
—¿Cuál ha sido tu juramento? —quiso saber Shizuma.
La reina del inframundo miró en silencio a su siervo, que clavó la rodilla en la barca.
—Velar por su sueño —dijo Azrael, ambivalente—. Lo he jurado por Estigia.
—Un mortal jurando por Estigia —susurró Caronte mientras la diosa y la sierva asentían. El hijo de la Noche asió con fuerza el remo, para contener las ganas que tenía de abrirse la cabeza a golpes. ¡El regreso de Perséfone no tenía que ser así!
—Eres el primero —dijo Atenea mientras Azrael se alzaba. Después, mirando de reojo a Shizuma, añadió—: Cuando caigan los otros tres…
—Sí —se adelantó Shizuma—. Entonces estaréis a salvo y yo podré cumplir mi cometido. Odio, ira, lamento, dolor y olvido estarán en vuestras manos, Atenea, y entonces podremos dar el siguiente paso. Será el fin de las Guerras Santas.
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En el otro extremo de la Creación, Seiya, Ikki y Hyoga se detenían a medio camino, sobre la escalera celestial que daba a la Esfera de Mercurio.
Dos autómatas clase Ex les salían al paso, el modelo masculino y el femenino. El primero despedía relámpagos, que evocaron en Ikki el intenso cosmos de Ícaro, mientras que la segunda poseía tras su sencilla sonrisa la sabiduría de Teseo.
—¿Teseo no era…? —preguntó Seiya cuando oyó las explicaciones de sus amigos.
—Eres demasiado gentil para tu edad —dijo Ikki, tronando los nudillos—. Ya me encargaré yo de la reina de Atenas.
—No, no, no digo eso —aclaró Seiya alzando las manos—. Son máquinas, sean hombres o mujeres, lucharé de todos modos. Incluso si son mujeres de verdad —reconoció, sorprendiéndole lo seguro que estaba de ello—. Lo que digo es… ¿No usaban modelos femeninos para replicar las técnicas de ángeles…?
El silencio de los santos de Cisne y Fénix fue todo lo que Seiya necesitaba. Por supuesto, no tenía la menor importancia por qué había modelos de seres artificiales según el género. Eran enemigos. Un obstáculo antes de entender la verdad de esa guerra que tanto daño había causado al mundo que amaban. Pasarían por encima de ellos.
—Mi nombre es Adán —dijo el hombre—. Sobre mis hombros han descendido veinticuatro bendiciones, incluida la Altitud Máxima de Ícaro.
—Mi nombre es Eva —dijo la mujer—. Sobre mis hombros han descendido veinticuatro bendiciones, incluido el Laberinto de Teseo.
—Somos autómatas de clase Ex—dijeron a la vez—, los originales creados por el dios del fuego. Volved a la Tierra, simios adoradores del fuego. Aquí solo muerte hallaréis.
Escupiendo una maldición, Ikki acometió contra ambos, siendo transportado al punto a un espacio infinito donde la luz jugaba a placer con la mente del prisionero. Seiya, que quiso superarlos de un salto, hubo de retroceder cuando una multitud de rayos y de haces de luz ardiente estuvieron a punto de interceptarlo.
El santo de Fénix regresó del Laberinto en el momento justo en que el santo de Pegaso volvió a pisar el peldaño previo a donde estaban los dos autómatas; no era la primera vez que luchaba contra un maestro de las ilusiones y el espacio-tiempo.
—No soy Saga de Géminis, tampoco Kanon de Géminis —negó Eva, como leyendo la mente de Ikki, quien se encogió de hombros.
—¿No vas a luchar, santo de Cisne? —preguntó Adán—. Las bendiciones de Faetón, hijo de Helios, también están en mí. ¿Pondrás a prueba las llamas del sol?
—Creía que preferíais que los simios regresaran a la selva —respondió Hyoga, sin mucha paciencia a decir verdad. Los autómatas no rieron la broma, todavía no les llegaba la actualización del sentido del humor—. Ikki, Seiya, dejadme esto a mí.
Mientras que Seiya lo miraba con los ojos muy abiertos y la boca lista para decirle si se había dado un golpe en la cabeza, Ikki, más suspicaz, preguntó:
—¿Estás pensando en lo que dijo Shiryu? Un enemigo que suma toda nuestra fuerza.
—Creo que los autómatas clase Ex han estado copiando técnicas para otorgárselas a otro, que pueda hacer algo más que imitarlas. Alguien que pueda recogerlas y mejorarlas, alguien como el enemigo que enfrentó Shiryu. Machina.
—Todos son máquinas —dijo Seiya, impaciente.
—Deus ex machina —dijo Hyoga—. Un elemento del teatro griego. Ah, ¡no importa! —Él había aceptado confiar en aquel caballo mágico, ahora le tocaba a Seiya confiar en su intuición—. Después de estos dos hay un enemigo aún más peligroso. Y después, la Esfera de Mercurio, la verdad que buscamos. Tú debes conocerla, Seiya. ¡Debes!
Los dos autómatas esperaban en silencio, muy pacientes. A Hyoga le daban ganas de abrazarlos. Se notaba que solo podían obedecer órdenes simples.
—Llegaré a la Esfera de Mercurio —prometió Seiya—. Abridme camino.
—Así me gusta —dijo Hyoga, sonriendo cuando estuvo a punto de darle un buen puñetazo en la cara—. Ese es el Seiya al que tanto esperamos
—Hyoga —dijo Ikki—. No los mates.
No hizo falta decir nada más. Los santos de Cisne y Fénix asintieron, comprendiéndose, mientras que el santo de Pegaso ya fijaba la vista más allá, a donde debía estar.
Destruir a los Ex, haría que toda la información recopilada fuera a parar al autómata de clase Machina que les esperase más adelante. Por tanto, solo Hyoga, experto en el arte de congelación, podría hacer tiempo de la forma más eficiente. Estaban siendo demasiado optimistas al pensar que solo había un autómata de clase Machina cuando habían destruido a cien de clase Ex, pero aceptaban el riesgo, no les quedaba otra.
—¿Volveréis a intentarlo? —preguntó Adán, al ver que Seiya e Ikki se adelantaban.
—El Laberinto tiene cinco grados de dificultad —advirtió Eva—. Hierro, bronce, plata, oro y… —Meneó la cabeza con aire complaciente, sin siquiera susurrar el resto.
Sin hacer caso a tales bravuconadas, Hyoga rodeó de Anillos los cuerpos de ambos oponentes. Piernas, brazos, torso cuello se vieron rodeados por círculos de hielo que la energía eléctrica despedida por Adán vaporizó en un mero nanosegundo.
Para entonces, sin embargo, ya Seiya e Ikki, rápidos como la luz, habían cruzado por mucho la frontera que los autómatas defendían. Adán miró a Eva, la más rápida de ambos, como indicándole que los persiguiera, y Hyoga aprovechó ese momento crucial para descargar sobre el modelo femenino la Ejecución Aurora, congelándola por completo en el preciso instante en que asentía y flexionaba las rodillas para el salto.
—¿Crees que puedes…? —En mitad de la frase, Hyoga ya estaba frente a Adán, liberando contra su rostro apenas sorprendido el Polvo de Diamante.
Como estelas de luz, los santos de Fénix y Pegaso fueron recorriendo una escalera interminable, hasta que comprendieron estar siendo presas de una ilusión.
—Maldita sea la mano de Buda —exclamó Ikki, deteniéndose.
—No se me había ocurrido que Buda estuviera también por aquí —comentó Seiya. Al ver que Ikki lo miraba con cara de pocos amigos, añadió—: Es una broma.
—Has crecido en unas cosas, y en otras eres igual, ¿no te da vergüenza?
—Si perder el sentido del humor ayuda a descubrir uno nuevo, avísame.
De pronto, una portentosa voz hizo estremecer todo aquel abismo:
—¿Es que los simios de la superficie no saben lo que es el silencio?
Apareció como venido de la nada, aunque era probable que siempre estuviese ahí, oculto bajo la técnica ilusoria de uno de los ángeles del Olimpo. Alto, medía dos metros y medio y lucía una notable musculatura bajo la armadura negra, con los miembros bien proporcionados. Un puñetazo de aquel hombre de rostro severo, como tallado en roca, sería pesado como el proverbial yunque que medía la distancia entre el cielo y el Tártaro. Y a pesar de eso, por el cosmos que despedía era claro que se hallaban ante un rival más rápido que ambos, sin llegar a ser inalcanzable como Daphnel.
—¿Quién eres? —cuestionó Seiya, que ya se había puesto en guardia.
—Machina —respondió el sujeto con irritación—. Veintidós bendiciones pesan sobre mis hombros, incluida la velocidad del de pies ligeros.
—Aquiles —gruñó Ikki entre dientes—. Te hemos preguntado…
Pero, así como Hyoga no había dado tregua a Adán y Eva, el autodenominado Machina golpeó al santo de Fénix en el estómago; el manto de bronce aguantó de milagro, agitándose por el duro impacto. Solo el orgullo de Ikki le permitió mantenerse firme ante aquel golpe terrible, por el que escupió sangre contra el negro peto del enemigo.
—Despreciable simio —soltó Machina antes de lanzar un nuevo puñetazo. Ikki pudo retroceder a tiempo, pero no fue capaz de evitar un corte cerca del ojo.
—Diablos, ¿dónde estaban estas cosas cuando la Tierra era amenazada por las fuerzas del mal? —acusó Seiya—. ¿Es que el Olimpo no quiere mantener la paz y la justicia en el mundo, tal y como promueve Atenea?
—Cuando yo vivía, la paz y la justicia se mantenían solas. Después llegó Zeus y los míos ascendieron. Me quedé solo errando en un mundo extraño, hasta que la dama Astrea me acogió. La cuidé de todo mal, la serví en todo lo que pude e incluso acepté a ese otro simio que la cuidaba junto a mí. Y ahora estás tú aquí. —Los ojos de Machina centellearon, fijos en Seiya—. ¡Tú! —bramó el autómata, cargando contra Seiya a la vez que Ikki acometía como el ave llameante, liberando el ardiente cosmos de Fénix. Machina lo esquivó a él como pasó a través de los cien millones de Meteoros de Seiya, agarrándole el rostro y estampándolo contra el suelo—. ¡Deja de mancillar mi paraíso, simio, vuelve a donde perteneces! ¡Suficiente carga es habitar el cuerpo creado por un diosecillo que nada sabe del Cielo, la Tierra y el Mar!
—¿Das la espalda al enemigo, Machina? —preguntó Ikki, cuyo cosmos crecía más allá de los límites del Séptimo Sentido, tal y como hiciera Shiryu al combatir a otro de esos autómatas clase Machina—. En la superficie, subestimar al enemigo se paga caro.
—Ridículo si… —Una patada alta de Seiya interrumpió a Machina, aunque sin moverlo. Aquel autómata era tan resistente como veloz.
En lugar de retomar el discurso, alzó a Seiya y lo arrojó como si fuera un trapo viejo.
—¿Ikki? —preguntó Seiya tan pronto aterrizó al lado de su amigo. Había recuperado el equilibrio en el aire, aunque sabía que el autómata ni se había molestado en herirlo.
El santo de Fénix asintió. Shiryu lo había hecho, aunque fuera de forma inconsciente. Su cosmos, sereno como el dragón, había llegado al paroxismo, la frontera entre la fuerza de los guerreros sagrados y el milagro de Elíseos. Habían visto el poder de los ángeles del Olimpo, aquellos que estaban más allá de los santos de Atenea, los espectros de Hades y los marinos de Poseidón; ninguno de ellos, ya fueran los héroes originales, ya las copias artificiales, podía compararse con el poder que por sus esfuerzos y su lealtad a Atenea habían alcanzado. Con esa fuerza, estaban convencidos, era posible desafiar incluso a los Astra Planeta, por eso el Hijo los había salvado.
No recurrirían a ese poder, no se convertirían en los peones de ese dios innominado.
—Tendré cuidado —dijo Ikki, lleno de un cosmos tranquilo, extraño en él. Incluso quien vivió una infancia tan tormentosa, hallaba la paz cuando entraba en comunión con la sangre de Atenea presente en su manto de bronce—. ¿Lo tendrás tú? Es una mujer.
Quien les esperaba más arriba. La que ordenó a todos esos autómatas que tomaran las técnicas de los ángeles y les hicieran frente, era Astrea, ángel de la Justicia.
—¿Piensas que no haré lo que tengo que hacer? —cuestionó Seiya, molesto—. Shiryu lo hizo. También Hyoga lucha y tú harás otro tanto. ¿Crees que no puedo…?
Sin poder terminar la frase, el santo de Pegaso sacudió la cabeza.
—Eres todo un caballero, Seiya. Eso no es malo. Quisiera librarte de ser como yo.
El interpelado no pudo menos que reír.
—Tranquilo, amigo, ¡nadie podría ser tan huraño como tú!
En eso, Ikki se permitió una sonrisa. Machina no se había movido hasta ahora, observándolos con los brazos cruzados, pero ellos tampoco habían cruzado el punto que él defendía. Al igual que Adán y Eva, aquel autómata seguía las órdenes al pie de la letra, carecía de la forma de pensar de los humanos actuales.
—¿Piensas darme la espalda, simio? —dijo Machina al ver que Seiya miraba arriba.
—Parece que lo robáis todo —espetó Ikki, interponiéndose entre el santo de Pegaso y el autómata—. ¿Ni siquiera puedes inventar tus propias bravuconadas, hojalata?
Era ahora o nunca. Más allá de Machina estaba la posibilidad de lograr para la Tierra una paz perdurable. Ya había habido una guerra entre los vivos y los muertos, ya habían muerto muchas personas. Harto de las pruebas de Narciso de Venus, se llenó de un cosmos avasallador, semejante a aquel que despertara Shiryu y el que despedía Ikki, igual al que sentiría muy pronto en Hyoga, sin duda alguna. En ese estado en el que los límites de las leyes físicas se volvían relativos, saltó, más rápido que la luz.
Machina también acometió contra él a esa velocidad imposible. De Aquiles le venía la rapidez, así que sin duda habría podido cortarle las alas antes de emprender el vuelo, si Ikki no hubiese placado la espalda que con tanta soberbia le revelaba, desprotegida.
Fue un impacto brutal. Las Alas del Fénix consumieron por completo al autómata, el propio Ikki y la plataforma sobre la que ambos estaban. Seiya pudo ver de reojo cómo los combatientes seguían intercambiando golpes en otro de los peldaños de la escalera celestial, la cual no tardó en ser borrada la faz de los cielos. Aquello tenía tan poco sentido como que los hombres se movieran más rápido que la mayor velocidad del universo, hasta alguien como Seiya sabía que la luz se componía de fotones, una partícula semejante a las que componían los átomos. Una partícula que no podía ser destruida, y que sin embargo, había sido borrada ante sus propios ojos.
Siendo testigo de tal poder, Seiya pudo comprender por qué su existencia y la de sus hermanos era tan peligrosa. Pero comprender no era lo mismo que aceptar, él quería la paz para la humanidad y la obtendría, al costo que fuera.
Tras diez asaltos en que destruyeron igual número de peldaños de luz, sin que ni el robusto cuerpo de Machina ni el manto de Fénix, bendito por Atenea, sufrieran daños severos, Ikki dejó de percibir a Seiya. Había llegado hasta Astrea, sin duda.
—Que un simio vaya a respirar el mismo aire que la dama Astrea —lamentó Machina, sacudiendo la cabeza—. Incluso si así debía ser, se siente como un fracaso.
—¿Así debía…? —Por esa vez, Ikki se permitió mostrar asombro—. ¿Dices que tú y aquellos dos, que todos vosotros esperabais que Seiya llegara a la cima? ¡Responde, Machina! ¿Todo este tiempo habéis jugado con nosotros?
Esa información no estaba entre lo que descubrió gracias al Puño Fantasma, aunque bien pensado, la mente de un ser artificial no tenía que ser fiable.
—Ipsen.
—¿Qué?
—Ese es mi nombre, simio. De cuando era humano, un humano auténtico.
—El mío es Ikki. Ikki de Fénix.
Era un principio elemental entre los guerreros sagrados. Algo que los diferenciaba de simples máquinas de guerra. Eran hombres, seres con pensamientos propios que habían decidido seguir a un dios porque comulgaban con su forma de ver el mundo.
Si lo pensaba, Ikki no seguía a ningún dios, ni siquiera a Atenea. Luchaba en el bando que luchaba por él mismo. Y por sus hermanos.
Aun así, en ese momento, se enorgulleció de luchar como un santo de Atenea.
Los combatientes retomaron la batalla, que redujo a la nada toda la escalera celestial.
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A la sombra de la Esfera de Mercurio, meditando sobre una flor de loto hecha de luz dorada, un ser celestial esperaba paciente la llegada de Seiya.
Tan pronto el santo de Pegaso aterrizó en uno de los pétalos, sintió dos agitaciones en su alma. La primera lo afectó como hombre, pues más allá de la delicada armadura que cubría al ángel, la mitad de ébano con detalles de brillante bronce, la otra mitad de puro blancor con figuras doradas, estando ambas partes unidas por líneas argénteas, se hallaba ante el ser más hermoso que había conocido. El cabello, de un imposible tono azul, le caía lacio por la espalda. Los ojos lo miraban, limpios bajo largas y cuidadas pestañas. Los labios carnosos le sonreían, insinuando unos dientes blancos como perlas. La piel carecía de mácula, por supuesto, y todo el cuerpo de la guerrera celestial se adecuaba a la proporción ideal de la que Seiya no tenía la más remota idea.
Pudo reponerse de esa primera impresión, porque Seiya no era un hombre de mujeres, como nunca fue de esos jóvenes que vivían en torno a las fiestas, las mujeres y otras frivolidades. La segunda fue más acuciante: aquella mujer le recordaba a Shaka; la misma sensación que tuvo en el templo de Virgo, cuando era solo un novato que apenas se iba abriendo a los secretos del cosmos, la tenía ahora.
—Astrea —se presentó el ángel, alzándose con una elegancia sin par. Una espada de cosmos apareció en su mano, la cual la tomaba como un ramo de rosas—. Ángel de la Justicia, sexta virtud zodiacal y guardiana del cielo. ¿Y tú eres Seiya, verdad?
En lugar de responder, Seiya, con la vista fija en la Esfera de Mercurio, ejecutó los Meteoros. Cien millones de puños de luz atravesaron en un segundo la distancia que separaba al mortal del ángel, deteniendo esta todos y cada uno de los golpes. Negándose a retroceder, Seiya fue una vez más a aquel estado que excedía el Séptimo Sentido, decidido a tratar a ese enemigo como trató al mismo Caronte. Por un rato, Astrea siguió deteniendo los ataques, también más rápida que la luz, también poseedora de la Octava Consciencia, todo con una sola mano, hasta que falló una sola vez.
—¿Qué? —exclamó Seiya, sorprendido. Ninguno de sus puños había alcanzado a Astrea, pero la energía que proyectaba sí que llegó a impactar contra su ojo, sin siquiera estremecerlo. Era como si nunca se hubiese dado el impacto.
—Veintiocho bendiciones anidan en mi pecho —aclaró el ángel—. La invulnerabilidad de Gautier es una de ellas. No vas a dañarme, no sin el milagro de Elíseos.
—¡Lo sabía! —En vez de irritarse, Seiya soltó un aplauso que asombró a Astrea, volviéndola aún más odiosamente encantadora de lo que era en reposo—. No eres una mujer, eres un robot, como los otros.
Astrea pudo contener a duras penas las ganas de reír.
—Me has descubierto. Sí, soy un ángel del Olimpo y también uno de los doce autómatas creados por Hefesto para honrar a su esposa, la diosa del amor. Los de clase Ex recogen la información de quienes enfrentan, para copiarla y transmitirla; no les es posible usar más poder que el que copiaron, por eso habéis podido derrotar a tantos de mis amigos, a pesar de que algunos portaban armas sagradas. En cambio, los de clase Machina, reciben esa información y la mejoran.
—¿Entonces tú eres como el robot que enfrentó Shiryu? ¿Y el que pelea con Ikki?
—Mi querido Maurice, tan apasionado —dijo el ángel, alzando la espada de cosmos con aquella mano oscura que contrastaba con la otra, la que detuvo la mayoría de los golpes de Seiya—. Mi bien amado Ipsen, tan leal. Los amo, por eso los rescaté de la vil tempestad de Crono, mas te equivocas, Seiya de Pegaso, no soy igual que ellos.
—Ya, eres un robot femenino.
—Autómata de clase Deus. Soy capaz de recoger, recibir e incluso crear información. Soy la élite del ejército de Venus, que ahora está al mando de Narciso.
Fue ese el momento en que la lucha entre Ikki e Ipsen se recrudeció. Una nova de destrucción ilimitada consumió la mitad superior de la escalera celestial, negando cualquier retirada. Seiya, que nunca pensó en tal cosa, no miró atrás.
—¿Y eso nos convierte en enemigos? —cuestionó Seiya.
—Dentro de doce minutos —empezó a decir el ángel, prosiguiendo incluso cuando el santo de Pegaso puso los ojos en blanco—, tomaré el cosmos de tus amigos, Hyoga de Cisne e Ikki de Fénix. Con ese poder, incluso podré desafiar la voluntad de Narciso y tomar a tu otro amigo, Shiryu de Dragón. A ti te dejaré para el final. Estoy muy sola en el cielo y cuatro guardianes ya no son suficientes.
—¿Cuatro guardianes? —preguntó Seiya con asombro.
—Por cada raza humana, un elegido —dijo Astrea—. Tú eres de la raza de héroes. Te quiero para mí. Si aceptas, podrás vivir aquí en el cielo conmigo.
—Ni loco.
—Sabía que dirías eso.
Sin pensarlo, pateó el suelo. Notaba los esfuerzos de Hyoga e Ikki, así no los viera. Los dos luchaban contra los tres autómatas con todo su ser. No sobraba el tiempo.
—Apártate —dijo Seiya—. O te aparto.
—De entre mis veintiocho habilidades, ver el futuro es mi favorita —comentó el ángel, sonriendo al ver que Seiya volvía arrojarse hacia ella, golpeando cada vez más y más rápido, aunque siempre de frente. Le era fácil, por tanto, bloquear todos los puñetazos mientras hablaba—. Si entras en la Esfera de Mercurio, el destino del universo será tan azaroso como lanzar una moneda al aire. Todo podría ser destruido, o más bien, todo será destruido, la diferencia radica en qué mundo sustituirá a este.
Concentrando todos los golpes en un solo Cometa, Seiya impactó contra el dedo extendido de Astrea, el cual ni tan siquiera se dobló.
—¿Dónde estabas tú cuando Caronte hacía pedazos el cielo? —cuestionó Seiya.
—Esperándote —respondió el ángel, sincera—. Deja de esforzarte. El poder necesario para vencer mis bendiciones, no lo vas a usar, así que mejor dejemos esto.
—Ya, ya, déjame adivinar. Eres la más fuerte de todos los ángeles. Invencible.
—¿Qué? No, Cratos es el más fuerte de todos los ángeles. Y yo no soy invencible, ganaría ochenta de cien encuentros contigo, si no usas todo tu poder.
Todo lo dijo Astrea con una honestidad que desarmaba a Seiya. No esperaba eso.
—¿Perderíais veinte…? —preguntó Seiya, dejando caer lo que eso implicaba.
—Sí, y nunca he perdido una pelea, porque no lucho cuando puedo perder —aclaró el ángel—. Así que te lo repito: dejemos esto y vete.
—¿Puedo seguir?
—Claro. Tienes diez minutos antes de que me coma a tus amigos.
—¡Tenía doce hace un momento!
—Y tendrás nueve si no corres.
Seiya no podía creérselo. Tanto tiempo perdido solo por capricho de aquel robot. Mientras las batallas de sus hermanos alcanzaban su punto máximo, él corrió hasta adentrarse en la Esfera de Mercurio, al tiempo que oía una voz en su mente.
—Segunda prueba concluida —aclaró Narciso de Venus.
xxx
Desde la muerte de la primera astral, Galatea, durante la Guerra del Hijo, nadie había visitado la Esfera de Mercurio, enlace entre Creador y Creación; si acaso, se quedaban en la superficie, la capa externa. Incluso con la capacidad profética que había obtenido, Astrea era incapaz de saber lo que ocurriría dentro del último peldaño entre el universo y los dioses. Solo veía las consecuencias. Un nuevo conflicto, más vasto y sanguinario que cualquiera de los que hubo antes, todo a merced del azar. Cincuenta contra cincuenta, como lanzar una moneda al aire.
Y Narciso de Venus estaba de acuerdo con eso. Ella le había advertido de las implicaciones, mientras los invasores se entretenían con los amigos de Maurice. Él se unió al autómata que tomó tiempo ha la técnica de teletransporte automático de la chica inalcanzable, Daphnel, como un caballo, volviéndola todavía más inalcanzable, aunque sin advertirle del ataque traicionero del chico de hielo. Después, ayudó a uno de esos cuatro mortales tan peligrosos, sin duda sabiendo lo que se proponía.
Devorar los cosmos de los peones del Hijo le daría acceso al milagro de Elíseos. Una vez lo poseyera, Maurice, Ipsen, Heldalf y Luceid podrían ir con ella a todas partes, y al Tártaro con todos los que lo vieran mal, fueran los Astra Planeta o los dioses ausentes. Sería una heroína llegados a ese punto, habría detenido los planes del dios innominado para alzarse de nuevo, ¿quién podría negarle un premio? Ella, que siempre había servido con lealtad a los dioses, había recibido a cambio un puesto condenado a la soledad. Solo aquellas máquinas le daban el dulce calor de la obediencia, y estaba obligada a mantener en secreto a las más amorosas, las más queridas.
Claro que era culpa suya encandilarse de los hombres que desafiaban a los dioses. Esa forma de vida tan antinatural le resultaba fascinante. Un autómata no podía ser así, un autómata seguía unas órdenes claras y precisas.
Las suyas eran guardar la Esfera de Mercurio durante milenios. A veces lo hacía con la fuerza, otras con el engaño. Cansando a cien ángeles con igual número de autómatas, incluyendo a su guardia personal, bien pertrechada con armas sagradas menores, envió a Heldalf y Luceid para que les sirvieran de guía al interior de la Esfera de Mercurio, en cuya frontera ahora dormían como un anillo de cien hombres. Había dioses en el reino de Morfeo, mil, de hecho, así que no era ninguna mentira decir que estaban con los dioses. Tan benévola era la Hipnoterapia con los seres humanos.
—Menos mal que no insistió en pelear conmigo —confesó el ángel haciendo un mohín—, me habría metido en un buen lío si esos ángeles despertaban.
Todo sería distinto una vez pasaran los ocho minutos necesarios, aunque ya ella misma se sentía henchida de cosmos. Las fuerzas de los santos de Cisne y Fénix eran tremendas de por sí. Cuando tuviera todo, podría convertir a Ipsen, Luceid y Heldalf en autómatas clase Deus, como ella. Con ese cosmos infinito y el Templo de Hefesto, no habría límites. Y Maurice, su querido Maurice sería el mejor de todos.
—Baila para mí —pidió el ángel, apuntando con la espada hacia el abismo en que luchaban aquellos hombres mortal—. ¡Baila, como la primera vez!
Sería maravilloso, si ella salía triunfante, todo sería maravilloso.
No obstante, ella se contaba entre las mejores obras de Hefesto. Ni se limitaba a copiar, ni a recibir, pensaba. Podía entender, así que las posibilidades estaban en su contra. Seiya de Pegaso había salido airoso de muchos desafíos. Incluso del mismo Hades.
Miró a la Esfera de Mercurio, ya habiendo bajado la espada de cosmos en que dormitaba el alma de Maurice, herida por las fauces del dragón.
—Si tú triunfas, yo fracaso —dijo el ángel—. Si tú fracasas, el universo entero desaparecerá ante mis ojos. En un mundo sin tiempo, ni espacio, ni materia, ¿a dónde irán mis amigos, a dónde irán mis amores? Lucharé, pase lo que pase, lucharé. Aun así… Yo… —Bajó el rostro, teñido de un encantador rubor.
Descubría entonces que aunque no llegara a ser poderosa y libre como quería, esperaba que el santo de Pegaso supiese qué hacer con la verdad que le sería revelada. Fuera la que fuese. De eso dependía toda la Creación, de lo que un mortal hiciese con la verdad.
—¿Una moneda? —rio el ángel—. ¡Nada de cincuenta contra cincuenta!
Las posibilidades de todos, incluida ella, eran de noventa y nueve contra uno.
Notas del autor:
Shadir. FFnet lleva algunas semanas comportándose de forma extraña. Entre otras cosas que han pasado, hubo un período en que los capítulos del volumen actual, Venus, desaparecieron. Pero bueno, bienvenida.
Me alegra, pues es el principio del la última aventura de nuestros héroes. Soy el primero en sorprenderse con el crecimiento de Makoto, ¡ese chico superó mis expectativas!
Después de miles de años de Guerras Santas, y un último choque tan salvaje como el que vimos en el tercer volumen, no podíamos esperar que el Hades se pacificara solo porque Perséfone se unió al chat. Va a ser una dura batalla, donde cada uno de los heraldos de la ahora reina del inframundo tendrá que poner todo de sí. ¿Espectaculares? ¡Estupendo! Saint Seiya lleva más de treinta años encerrado en el Hades (el manga, las OVAS, Lost Canvas, Next Dimension…). Es todo un reto poder seguir dándole un giro a ese reino tan conocido por el fandom.
