Capítulo 184. Promesa del Elíseo
—Nunca antes había visto a un mortal sobreviviendo al Estigio sin un cosmos —comentaba el Barquero, amigo de la charla ociosa sobre todo en un momento como aquel, en que no podía ir a ningún lado hasta que la reina lo ordenase.
—¿Y habías visto a un mortal sin cosmos cruzar el Aqueronte? —Azrael, guardando las distancias respecto a Atenea, lanzó la réplica con el ceño fruncido, lo que daba la impresión de que estaba molesto. En realidad, le parecía complicado mirar a aquel hijo de la noche a los ojos, no podía adivinarse nada bajo el embozo—. ¿Tenía Aquiles un cosmos cuando su madre lo bañó en las aguas del Estigio, siendo un bebé?
—De hecho, sí, todas las almas reencarnadas de la vieja humanidad tienen un cosmos desde que nacen. Están destinados a ser guerreros sagrados para compensar sus faltas.
—Ajá.
De algún modo, Azrael pudo mantener la mirada en la oscuridad infinita el tiempo suficiente para que el Barquero se pusiera nervioso, antes de que él empezara a estarlo.
—Para nada, tú también eres el primero que cruza a nado el Aqueronte.
—Puede que tenga que cruzar los otros tres también.
El Barquero se rio de la bravuconada, y Azrael sonrió a su pesar, pues de lo que escuchaba hasta ahora, no le iría muy bien en ningún otro río que no fuera Estigia. Allí, la diosa del odio lo aceptó como penitente. Del Aqueronte solo sufrió la superficie y aun no entendía muy bien por qué, solo sintió que era necesario llegar a la barca. Necesitaba hablar con Akasha una última vez antes de desaparecer. Ni siquiera eso le permitieron los dioses, o quizá era culpa suya, quizá había llegado demasiado tarde.
En todo ese tiempo, la barca permanecía atracada entre la laguna Estigia y el río el dolor. El Barquero aguardaba las órdenes de su reina, Azrael se mantenía a la expectativa y Shizuma iba relatando a la diosa los acontecimientos más relevantes. La misteriosa santa de Piscis, presente en todo lugar y en ninguno a un tiempo, lo veía todo. Incluso debía a estar al tanto de qué ofreció Azrael como prenda de su juramento.
«Mi cosmos queda en manos de la diosa del odio —pensó el santo de Capricornio, sintiendo ganas de reír. ¿Qué cosmos? Ya no quería hacer uso de esa cosa abominable de la que rehuyó media vida. Ya no quería hacer nada, en realidad.»
Pero vivía, así que trabajaba, siempre lo había hecho y nunca dejaría de hacerlo, en un sentido u otro. Así, escuchaba con atención a la santa de Piscis.
El primero en salir airoso fue Nimrod de Cáncer. Aquel viejo, en realidad encarnación viviente de todas las almas que enfrentara el Santuario durante la Noche de la Podredumbre, había tenido su historia con Azrael, cosa nada extraña si se tenía en cuenta que él dio algún quebradero de cabeza a esas almas en forma de gas somnífero. Por si no quedara lo bastante claro que era leal como nadie, al haber renacido con el único fin de servir a Atenea, Nimrod demostró una vez más aquella entrega sin parangón, padeciendo dolores y sufrimientos inimaginables. Tanto detalle ponía Shizuma al describir la odisea de su compañero, tanta viveza le imprimía al informe, que Azrael no pudo evitar sentir un estremecimiento. Él mismo había sucumbido al dolor, no pudo vivir con él, mucho menos fue capaz de aceptar la soledad del futuro que se abría ante él, así que habría sido devorado por Aqueronte, sin duda alguna.
Los sellos de Atenea eran clave en ese plan. Sin la Enfermedad, potenciada por la sangre y el dunamis de la hija de Zeus —¡qué irónico resultaba que fuese su última encarnación, carente de todo rasgo de divinidad, la que hiciera uso de tales tesoros!—, la proeza de Nimrod habría sido imposible. Demasiadas almas que confrontar, sobre todo si detrás de estas hubiese estado el dios del dolor en la plenitud de sus fuerzas. Del mismo modo, si el Hambre no hubiese mitigado las llamas de Flegetonte, Lucile habría tenido que lidiar con algo más que una Abominación desproporcionada durante su concierto. Ella fue la segunda en lograr la conquista de un río del infierno, y Shizuma, aunque indiferente a la leona de oro, describió con suma dulzura y franca admiración la voz incomparable de aquella diva caída del cielo. A Azrael le habría gustado poder participar de esa alegría, pero como conocedor del Götterdämmerung, era incapaz de dejar de sentir cierto recelo por la voz de la Bruja, aun ahora. Sobre todo ahora.
Cólera, eso era el Flegetonte, ira pura. Si la mejor forma de atravesar el Aqueronte era resistir el dolor, hacerse uno con él, las llamas del río que bebía las orillas del Tártaro requerían justo lo contrario. Calma, tranquilidad. Azrael había cedido a la furia, aunque no la auténtica, no la ira proverbial de Aquiles matador de hombres. Enfermo de rabia, destruyó cuanto se puso en su camino hacia la venganza, comprendiendo solo al final que prefería ir allá donde estaba cuanto había perdido que cualquier clase de retribución. Hacía mucho que la justicia humana dejó de importarle, incluso si era por su provecho. Como esclavo de una ira humana que era apenas una ilusión, jamás podría haber doblegado a Flegetonte, habría ardido y se habría desvanecido en un suspiro.
—¿Qué hay de Sneyder? —preguntó Atenea. Según Shizuma hablaba, la diosa desviaba la vista hacia uno de los afluentes de la laguna Estigia. A pesar de la amplitud, aun más grande que la de los ríos infernales que más bien asemejaban mares infinitos, ella sabía a la perfección dónde conectaban Cocito y las aguas del Estigio.
—Combate contra los peores especímenes entre los santos de Atenea —respondió Shizuma, debiendo luego hacer una corrección—. Los segundos.
Por alguna razón, Shizuma miró a Azrael, que tuvo un ligero sobresalto. Tras recomponerse, haciendo caso omiso a cómo el Barquero lo miraba con más atención que antes si es que eso era posible, volvió a escuchar en silencio. Resultaba que el decimotercero entre los santos de oro, Asclepio de Ofiuco, había resucitado aprovechando la lucha de Sneyder contra los espectros de Cocito. Era un hombre de gran poder, cuyo manto de oro fue forjado por el mismo Hefesto empleando todos los tesoros de los falsos dioses que los Astra Planeta pudieron recopilar, lo que si bien no los incluía todos, como el testamento de los Mu transmitido por Belias de Aries, seguía suponiendo un poder descomunal y una carga inhumana. Así se lo hizo saber Atenea a Shizuma con sencillez, mirándola al rostro como si la máscara no significara nada.
—Su verdadero nombre es Elidibus, el mejor discípulo del más grande de los médicos de la Antigüedad, Asclepio. Necesitaba esa nueva identidad para soportar el peso que le impuse. Decía que no era nada, que estaba acostumbrado.
—No salió bien —dijo Shizuma.
—No, desde luego que no —hubo de admitir Atenea.
Aunque no dijera más, era claro por el tono que empleaba que la diosa apreciaba a aquel sabio extraordinario capaz de sanar cualquier herida y vencer cualquier enfermedad, incluyendo la propia muerte. Que Elidibus hubiese renacido como el decimocuarto Campeón de Hades era solo la punta del iceberg: así como Sneyder había purgado todas las almas malditas por los dioses a lo largo de tres milenios, el santo de Ofiuco había reclamado para sí las de los santos de Atenea que vivieron y murieron en la era mitológica, antes de la caída de Troya. Usando tan vasta cantidad de cosmos pudo traer de vuelta a doce santos de oro que contra la tradición intervinieron de una u otra forma en la historia humana, todos con un historial manchado por la rebelión hacia el Santuario, o lo que este representaba, aunque el proceso tardaría un tiempo y por ahora eran en parte seres vivos y en parte meros espectros de vidas temporales.
Si bien el Oro Impío, como se denominaban aquellos caballeros malditos, había terminado recuperando la fuerza que tenían en vida, la fuerza de Sneyder había crecido más allá de las medidas humanas. Era uno con los ocho sentidos, había alcanzado el paroxismo más allá del cual reposaban los grandes milagros de la humanidad. Pudo eliminar a Neoptólemo de Aries, Gilles de Cáncer, Alhazred de Virgo, Cu Chulainn de Escorpio, Artemisia de Sagitario y Mordred de Capricornio. Shizuma los contó a todos y recitó sus palabras y ambiciones con neutralidad, aunque era de esperar que Atenea, traicionada por todos ellos, sintiera el rencor sobrehumano por el que la diosa de la guerra y la sabiduría era conocida en la era moderna. Y sin embargo, no había nada de eso, más bien con un solo vistazo se adivinaba que amaba a todos los caídos y a los seis que le hacían frente a Sneyder en ese momento. Sin importar cuántos pecados cometieran los seres humanos, ella jamás dejaría de apreciarlos. Atenea era una diosa única, y terrible, capaz de encontrar belleza en la más profunda oscuridad.
No era de extrañar, entonces, que se hubiese desposado con Hades en tiempos remotos.
—Si los caballeros malditos accedieran a las tumbas de los falsos dioses…
—Sneyder no lo permitirá —cortó Atenea—. Confío en él.
Azrael hubo de apretar los puños para contenerse. Y dejar de escuchar, escuchar lo estaba volviendo loco. No supo cuándo cerró los ojos, pero desde entonces trató de hacerse una imagen de lo que era pelear con miles y miles de espectros de Cocito, no en la superficie, sino a un paso del dios de las lamentaciones. Este estaba inhabilitado, la Muerte lo mantenía sellado y por tanto doblegar a su hueste era doblegarlo a él. Aun así, resultaba imposible imaginar tamaña batalla. Solo alguien sin arrepentimientos, alguien que no lamentara nada y pudiera seguir hasta el final, mientras su propia humanidad era despedazada y servida como sacrificio a un dios del infierno, podría hacer algo así.
Él no habría sido la persona indicada. Él no habría podido gozar de esa confianza de la que hablaba la diosa, ni, si lo pensaba bien, quería recibirla. Demasiados lamentos había arrastrado en la vida y en la muerte. Por toda la eternidad, siempre se arrepentiría como cualquiera de los miserables prisioneros de Cocito.
—¿Majestad? —El Barquero, cansado del mutis de Azrael, agarró valor por fin para dirigirse a Atenea—. ¿Por qué hacéis todo esto? Aunque vuestros campeones pudieran vencer a todos los ríos del infierno, cosa que no pueden, seguiría quedando Leteo.
—El más fuerte de los hijos de Océano y Tetis, al que solo Estigia se compara —dijo Shizuma—. A diferencia de Aqueronte, Flegetonte y Cocito, él no puede ser vencido en combate, está más allá de eso. Es el olvido, incluso el universo en que vivimos será olvidado un día. No pensamos luchar con él, mas agradecemos tu preocupación.
La santa de Piscis concluyó la respuesta al Barquero con una inclinación. Este se quedó más confundido que antes, porque no le habían aclarado nada.
Azrael, en cambio, sabía cómo Shizuma enfrentaría a Leteo, sabía lo que ella estaba dispuesta a sacrificar. ¿Él podría hacer algo así? No. Ni siquiera tras morir había aceptado ser una mera sombra errando por el Hades, deseó estar donde debía estar y se movió en consecuencia. Tenía miedo del olvido, porque en él se perdía no solo lo malo, sino también lo bueno, todo aquello por lo que mereció la pena que un asesino sin ninguna habilidad positiva hubiese nacido. Él sacrificaría cualquier cosa, excepto eso, por tanto sería un endeble muñeco en las manos de Leteo. Lo sería para cualquiera de los cuatro hermanos, cuyas aguas abominables jamás podría conquistar.
—Creo que es tiempo de que vayas con él, ¿no lo crees? —preguntó Atenea, dirigiéndose a la santa de Piscis.
Esta asintió, y sin decir nada más, dejó de estar presente. Al menos a la vista.
—¿Qué es eso? —preguntó Azrael, señalando el cielo.
—Pues son los recuerdos de las almas que no estoy transportando ahora mismo a ninguna parte. —Según hablaba, el Barquero pasó de un tono alto y seguro a uno cada vez más bajo, de modo que la última palabra fue apenas un susurro.
Un sector del cielo sobre la laguna Estigia se había colmado de estrellas. Brillantes luces que servían de guía a los navegantes. Azrael tuvo una intuición, atendiendo a los informes de Shizuma sobre la batalla de Sneyder. Por cada una de esas estrellas había el alma de un santo purgado por la espada del santo de Acuario. Libres de los lamentos del pasado, los guerreros sagrados llamaban a su diosa, grabando en lo alto su deseo de unirse a ella en una nueva batalla. Ninguno imaginaba, incluso si Sneyder se los hubiese dicho, el regalo que estaba por darles, la vieja promesa que se disponía a cumplir.
—Barquero —dijo Atenea, obstinada en no llamar a la criatura por su nombre.
—¿Sí? —respondió el hijo de la Noche.
—Retoma la marcha —ordenó Atenea—. Cruzaremos el río Cocito.
—Ah, sí, claro. —El Barquero hundió el remo en las oscuras aguas del Estigio, dirigiendo no obstante una advertencia a Azrael—. Tú ten cuidado, no he sabido de nadie que haya sobrevivido en Cocito sin poseer un cosmos.
Por toda respuesta, Azrael se encogió de hombros.
Pasó un tiempo, tal vez mucho, tal vez poco, hasta que por el descenso de la temperatura comprendió Azrael que estaban en el afluente de Cocito. Fue hasta ese momento que al Barquero se le ocurrió increpar:
—Vencer al dios de las lamentaciones tendrá consecuencias.
—Está bien —respondió Atenea, sin mirarle. Alzaba el rostro hacia el cielo, donde reposaban los recuerdos de tantas almas, viejos conocidos—. Todo está bien. Todo está yendo de acuerdo a mi plan, ¿recuerdas? —preguntó, evocando una charla anterior.
—¿Todas esas almas van a ir a…? ¿De verdad…?
—Todos vais a descansar. Es la hora. Mi promesa, la razón tras todos mis actos.
El Barquero siguió remando, servil. Azrael, en cambio, daba la espalda a quien se suponía que debía seguir hasta el fin de los tiempos. Todavía creía ver las oscuras aguas del Estigio. Odio. Dolor, ira, lamento y olvido eran reyes a los que se había inclinado, mientras que el odio era el compañero, o compañera más bien, que había estado junto a él, ayudándolo a levantarse. Con esa antigua fuerza sí que podía identificarse, porque no había necesitado conquistarla, estaban hermanados desde el mismo momento en que murió y fue a parar al profundo Hades, desde que se arrojó al río del dolor para buscarla y hablar, solo hablar una última vez. Solo quería eso, nada más, nada menos..
«Hablar —pensó Azrael, dando la vuelta—. Yo solo quería… solo quiero…»
La diosa que miraba al cielo con añoranza dejó de ser tal. Estaba en la misma barca, no importaba que navegaran otro río, ni que el Barquero hubiese aprendido a mantenerse callado. Era la misma barca, por tanto, tal vez viajaba en ella la misma persona.
Más baja que él, mejor de lo que él podría ser jamás. Los cabellos castaños le caían en la espalda con suaves rizos en las puntas. Acercó la mano para llamarla.
—Yo… —trató de decir Azrael.
—¿Sí? —Ella giró la cabeza hacia él. Era un rostro descubierto y de insondable mirada gris, diferente a la máscara dorada que en su delirio esperaba encontrar—. ¿También crees que es pronto para que ocupe Giudecca? ¿Dudas de Sneyder?
—Yo. No. Creo que todos lo lograrán.
—Claro.
Le sonrió, y en aquella sonrisa, de algún modo, se superpusieron dos imágenes. La mortal que fue, la diosa que era. Azrael bajó la mano, derrotado.
«Sí —pensó, llevando las manos a la espalda—. Él y yo somos uno.»
Era Azrael, Señor del Odio, campeón del inframundo.
—¿Juraste por mí, Azrael? —preguntó Atenea, mirándole con fijeza.
La pregunta lo pilló por sorpresa. No pudo evitar tartamudear al responder:
—Mi juramento fue…
—Olvídalo —negó Atenea, sonriendo—. Ya te lo habían preguntado.
Y volvió la vista al frente, de modo que la respuesta del Señor del Odio murió entre sus labios. Porque también era Azrael, el asistente, un hombre común sin cosmos.
Quien lucharía por Atenea, mientras hacerlo supusiera velar por el sueño de Akasha.
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Lo primero que hizo Sneyder fue eliminar al más peligroso de los siete, si bien no el más fuerte. Alhazred de Virgo había tratado en el pasado abrir los Jardines de Azathoth, tal como ocurriera en la Guerra de las Estrellas, solo que entonces los ejércitos de los dioses ya no tenían la fuerza de antaño para salir airosos de un conflicto así. Hubo de ser Atenea, debilitada por la guerra contra Poseidón, quien se sacrificara en el dominio de los Reyes Durmientes, mientras el más bravo de sus campeones hacía frente al dios del inframundo en su aspiración de ascender a la superficie para juzgar a los mortales en vida. Fueron luchas desiguales, aquellas; nacida mortal, Atenea sufrió padecimientos que los mortales no conocían todavía, en la lucha con tan ignominiosos seres, mientras que el santo de Pegaso de aquella época era como una mosca tratando de frenar a un gigante que caminaba, ignorándola. La proverbial lucha de David y Goliat, en la que la vida y el alma misma de un simple hombre fueron puestas a prueba. Como resultado, los Jardines de Azathoth no llegaron a abrirse, aunque Atenea tardaría trescientos años en volver a andar por la Tierra; Hades regresó al inframundo, victorioso, con el alma de Pegaso apartada del ciclo de reencarnaciones durante mil años, pero con una herida que le haría reconsiderar el peligro que eran los humanos.
Los dioses eran seres más allá de la comprensión humana, si andaban y obraban con cuerpos de hombres era solo por el bien de las Creación que idearon. Los Reyes Durmientes podían trastornar el universo material, cambiar las leyes del juego y enfurecer a los inmortales, animándolos a borrar todo y empezar de nuevo. Para evitar que tal cosa sucediera, hombre y diosa, el santo de Pegaso y Atenea, hubieron de combatir separados y más unidos que nunca. Tal relación tardaría dos milenios en rehacerse para trastocarlo todo, debido al mal obrar de un simple hombre. Por esa razón Sneyder fue a por él con todo su ser, importándole poco el resto del mundo. Con solo verlo a los ojos dementes intuía lo primero que haría Alhazred al obtener una nueva vida: abrir las puertas del Tártaro, desatar el caos primordial en el cosmos olímpico. Ya estaba invocando a una antigua fuerza mediante su cosmos, en realidad.
—¡Déjalo ya, hombre, ya está muerto! —exclamó Sun Wukong, antes de soltar la carcajada. Al atravesar la Espada de Cristal el corazón de Alhazred, un frío sin igual consumió todos sus fluidos, que se alzaron como estacas carmesí por todas partes.
—Uno menos —dijo Sneyder, mirándole—. Quedan seis.
El cristal de brillante rojo estalló, girando los restos en un círculo perfecto del que emergió un sinfín de finísimas agujas que se proyectaron contra el caballero maldito de Libra. Este silbó, divertido, antes de arrancarse unos pelos de las abundantes patillas y masticarlos en su boca. Los proyectiles enviados por Sneyder, que contenían en sí el cosmos cristalizado de Alhazred de Virgo, no habían llegado todavía al objetivo cuanto este escupía tantas copias en miniatura de sí mismo como agujas a destruir. Todas armadas con barras de combate, que emplearon con una maestría marcial impecable.
—Se dice que el universo nació de una gran explosión, el Big Bang —dijo Rómulo, caminando hacia él desde otra dirección—, ¿qué generó tal evento? ¿Fue el Padre Tiempo? ¿Fue alguno de los reyes, Urano el tirano, el taimado Saturno o el todopoderoso Júpiter? ¿O tal vez solo fue un evento natural, la consecuencia de dos universos antiguos chocando entre sí? —Los lobos que lo acompañaron aullaron, a la vez que el caballero maldito de Géminis chocaba las azuladas armas de Libra que llevaba, escudo y espada; la presión gravitacional aumentaba por segundos—. ¡He aquí el máximo fratricidio, la muerte de dos dimensiones gemelas! ¡Colisión Universal!
Ni siquiera a la velocidad de la luz podía escaparse del peso que ahora sometía a Sneyder, el peso de los cielos generado por el cosmos descomunal de Rómulo. La realidad se combó, dividiéndose en dos paredes deformes que se perdían en un infinito oscuro e insondable en el que orbitaban los más extraños mundos. Era semejante a la Otra Dimensión; su maestro, Ikki de Fénix, le había hablado de la técnica del Sumo Sacerdote y cómo lidiar con cualquier truco semejante, aunque nunca le había preparado para tratar con dos. El manto de Acuario, golpeado con severidad por las armas de los caballeros malditos durante su carga temeraria contra Alhazred, vibraba. ¡La gravedad seguía incrementándose, sin límite, hasta un punto en que toda materia quedaba descompuesta, reducida a las más elementales partículas! Si seguía en ese lugar sería destruido sin que quedara nada de él, su alma erraría por el infinito por siempre.
Si seguía en ese lugar. Sneyder extendió las manos en ambas direcciones, bloqueando el avance de la Colisión Universal el tiempo suficiente para poder escapar.
—Te lo dije —susurró Sneyder, al tiempo que clavaba la espada en el costado del sorprendido Rómulo mientras toda materia allá donde había estado era consumida en medio de una luz imposible de mirar—, soy más rápido que vosotros.
—Lo eres —advirtió Krest de Acuario, que agarraba a sus piernas; siendo más lento que el santo de oro, se había arrojado a él para tener una oportunidad.
Desde el mero contacto, el manto de Acuario alcanzó su punto de congelación y se volvió cristal. Ni siquiera Sneyder pudo impedirlo; desde siempre para él el Cero Absoluto había sido un accesorio, no la carta magna. Ya había un mago del agua y el hielo en el Santuario, no hacían falta más. Así, el santo de Atenea vio que sus piernas se iban cubriendo de hielo y cargó el más letal e imperceptible de sus ataques.
—¡No lo creo! —gritó Sun Wukong, arreándole un golpe con su barra dorada en pleno rostro. El único ojo que le quedaba quedó cegado por la sangre derramada.
—¡Este es el final! —gritó Rómulo, golpeando con el escudo el brazo de Sneyder.
De haber tenido que lidiar solo con el caballero maldito de Géminis, habría apuñalado con más fuerza. Pero Sun Wukong seguía golpeándole en la cara, riendo, mientras que el Escudo de Hielo avanzaba, implacable. Gilgamesh, Aléxandros y Enkidu, aunque despreciando esa treta, no hicieron el menor intento por intervenir. Las copias de Sun Wukong saltaban y aplaudían por doquier, sin animarse a unirse.
A decir verdad, todo ocurrió muy deprisa. Si las palabras podían ser pronunciadas era porque todos se hallaban en aquel estado sobrenatural que era la Octava Consciencia. Cuando el Escudo de Hielo estuvo a punto de completarse, Krest soltó su presa, tomó los tridentes y los clavó en los hombros de Sneyder, a fin de destrozar su concentración. Aquel guerrero experimentado había comprendido a la perfección por qué el santo de Atenea pudo escapar de la perfecta prisión de Rómulo y no pensaba permitir que ocurriera una segunda vez, incluso si tenía que sacrificar sus armas.
Menos de un nanosegundo después, el Escudo de Hielo era un ataúd semejante a los que conservaban por la eternidad las almas de los dioses del Zodiaco. Tras él se adivinaba el brazo y rostros machacados de Sneyder, así como reflejaba la sonrisa de Sun Wukong.
—Eso enseñará a ese mequetrefe —asintió el caballero maldito de Libra—. ¡Hay que ponerle sal a la vida! No se puede estar serio todo el rato.
—Por Júpiter, Juno y Minerva —gritó Rómulo, con la mano en la herida abierta—. Creía que la fuerza de los santos de Atenea había mermado con el paso del tiempo.
—Y así era —dijo Krest, mirando los tridentes y la Espada de Cristal emergiendo de tan vistoso ataúd—. Se nota que él pertenece a la generación en la que esa mujer reencarnó. —Miró a Gilgamesh y Enkidu, los únicos que conocían en persona a los dioses del Zodiaco. Los primeros en convencer a Asclepio de apropiarse de esa fuerza ilimitada. Ninguno dijo nada, ni para alabarlos, ni para recriminarles nada.
Era una victoria deshonrosa, pero ellos eran hombres sin honor. Todos.
De repente, algo alertó a los tres compañeros. Sneyder, el hombre que había sido llevado al punto de más baja temperatura, en el que el movimiento de los átomos se reducía a cero, estaba moviéndose. No rompía el Escudo de Hielo, sino que se despegaba de él y avanzaba, con la piel pálida y el manto azulado.
—Esto es imposible —dijo Krest—. Incluso con el Octavo Sentido, un hombre sigue siendo un hombre. —El caballero maldito de Acuario negó con la cabeza. No tenía sentido quejarse. Juntó las manos, listo para ejecutar la Ejecución de la Aurora.
—¿Creéis que eso era un ataúd? —cuestionó Sneyder. La voz gélida, la piel tirante.
Tras el santo de Acuario, el resto del Escudo de Hielo junto a los congelados tridentes de Libra se convirtió en una tormenta de aire helado, cargado del Lamento de Cocito en cada soplo de viento. Comandada por los meros pensamientos de Sneyder, tal fuerza natural del infierno se liberó como una insólita variante del Polvo de Diamantes capaz de llenar todo aquel hondo valle de muerte. Los caballeros malditos hubieron de retroceder, aunque Krest, en plena posición de ataque, no pudo. Sin apenas poder darse cuenta, quedó convertido en una estatua de cristal y colapsó al segundo siguiente, momento para el cual Sneyder ya volvía a la carga.
Aléxandros se le interpuso, ansioso por librar tamaño combate. Bloqueó la Espada de Cristal con el escudo y luego contraatacó con su propia espada, llena de una energía relampagueante. Un indicio del Rayo, la máxima técnica del caballero maldito de Leo, tan seguro de ser hijo del rey de los dioses. Sneyder sintió que era una suerte haber podido desviar el tajo, no estaba en posición de recibir muchos más golpes.
En cuanto a los otros, Sun Wukong se encargó de ponerlos a trabajar con palabras burlonas y una lengua que enseñaba sin el menor reparo. Trece almas malditas habrían podido poner el mundo del revés. Seis lo tendrían más bien difícil.
El problema era que ya Sneyder no peleaba como un ser humano. Los cinco quisieron unirse a la batalla y un muro inmenso y sólido como las murallas de Troya se levantó alrededor de los combatientes. Acto seguido, de las alturas empezaron a caer peñascos del Cocito. Enkidu saltó, grácil como era su costumbre, y reventó uno a uno los descomunales glaciares a Cero Absoluto con las barras dobles que tan bien sabía emplear. Sun Wukong murmuró algo sobre que se suponía que era con él y la guerra contra Ares cuando se empezaron a usar esas armas, pero al final soltó la carcajada y se ocupó de lo que tenía adelante, ordenando al Batallón de la Montaña de Flores y Frutas que echara abajo la fortaleza. Las numerosas y diminutas copias golpearon el muro a la vez desde todas las direcciones posibles, sin poder hacer la menor mella y recibiendo en cambio un soplo de aire gélido que los congeló al instante.
Temiendo ser presa de semejante poder, Sun Wukong dio un enorme salto con el que en un visto y no visto llegó hasta los cielos. Desde esa ventajosa posición, pudo ver a Atenea navegando junto al Barquero y un tipo tan raro que no pudo sino quedársele viendo. Tanto rato estuvo así que la diosa se dio cuenta de su existencia y lo miró.
—¡Ay, Kwang Ing, nada de jarrones, por favor!
Tan rápido como si hubiese visto al mismo Buda, el caballero maldito de Libra descendió hasta las profundidades. En el camino vio que Gilgamesh y Enkidu destruían una constante lluvia de meteoritos mientras que empleando a aquellas extrañas bestias que dirigía, Rómulo fue capaz de vencer el muro de hielo. Era fascinante, en verdad: un lobo atravesaba el hielo y al instante este era consumido de adentro hacia fuera.
—La gravedad es una fuerza universal —dijo Rómulo a modo de saludo—. No puede congelarse. ¡Dioses, el león se defiende bien!
Aunque la espada y el escudo de Libra lucían numerosas grietas, Aléxandros había podido mantenerse con vida todo ese rato. ¡Y todavía se guardaba más de una técnica bajo el bolsillo! Sun Wukong lo sabía bien. Tenía buen ojo para esas cosas.
—Será mejor que lo ayudemos —dijo el caballero maldito de Libra, arrancándose unos pelos de la mejilla. Estaba por masticarlos cuando el suelo empezó a temblar.
Todo ocurrió a la vez, sin tiempo para que los lobos regresaran. Gilgamesh y Enkidu, llenos del orgullo de luchar otra vez juntos, se vieron inmersos en una tempestad glacial aún más terrible que la que extinguió al Batallón de la Montaña de Flores y Frutas. El suelo bajo los pies de Sun Wukong y Rómulo se elevó a las alturas a la velocidad de la luz, mientras Sneyder partía a consciencia la Espada de Cristal en un mandoble brutal solo para elevar a los cielos a Aléxandros encajándole una patada en el estómago.
Sneyder vio la imagen como una fotografía. Era consciente de todo lo que ocurría en Cocito, él era Cocito y Cocito era él, un ser capaz de vencer a trece santos de oro.
Miró en derredor, sin encontrar a Asclepio de Ofiuco por ninguna parte. Podía hacer eso, distraerse. Más arriba, Cocito obedecía su voluntad y encerraba a los cinco caballeros malditos en una gran esfera de puro hielo que unía los dos extremos del partido río de las lamentaciones. La Luna Blanca.
—¿Cómo hicieron los santos de Atenea para vencer a Hades en el pasado? —se cuestionó Sneyder, juntando las manos.
La Luna Blanca estaba hueca por abajo, donde podía verse a Rómulo, Sun Wukong, Aléxandros, Gilgamesh y Enkidu zarandeados por aquel Polvo de Diamantes maximizado. Para potenciar ese particular infierno de hielo, el santo de Acuario desató la Ejecución de la Aurora, completando un ataúd en cuyo interior todo cuerpo era congelado hasta el Cero Absoluto y toda alma hasta el Lamento de Cocito. Solo necesitaba mantenerlos un rato allí, en la flotante Luna Blanca, para lograr la victoria.
—Haciendo milagros, claro —dijo Asclepio, apareciéndosele. Usó el báculo para golpear el suelo una vez, como llamando a alguien—. Lo que deberías preguntarte es otra cosa. —Volvió a golpear, manteniendo la mirada y la expresión tranquilas—. ¿Cómo pensáis derrotar al monstruo que mantenía el control sobre todos los ríos del inframundo, desde el Tártaro? —Un tercer golpe fue el preludio de la destrucción.
La Luna Blanca fue desintegrada por un ataque quíntuple. Gilgamesh, Enkidu y Sun Wukong con barras triples, dobles y de combate cercano; Aléxandros y Rómulo con sendas espadas de oro azulado. Todos carecían de aquella pálida imitación de mantos de oro, pero descendieron al suelo más vivos de lo que nunca habían estado, con la piel quemada por el frío intenso, el sudor fruto de un esfuerzo sumo y las radiantes sonrisas de quienes habían salido victoriosos contra el ardid de un espectro.
Porque, ¿qué otra cosa podría ser el receptáculo de un río del infierno, sino un espectro? Sin el menor interés en ceder a esas alturas, Sneyder dio una nueva orden al río: cerrarse, aplastar con sus dos extremos a todas aquellas almas malditas.
—No lo creo —dijo Rómulo, cuyos lobos se habían dispersado para impedir tal evento. Cada palmo que avanzaba el río, era un sinfín de hielo consumido por aquellos agujeros negros de cuatro patas—. Esta batalla no seguirá sucediendo bajo tus reglas, ¡la resolveremos en la Otra Dimensión! —exclamó el caballero maldito de Géminis.
A Sneyder no le pasó desapercibido que el punto en que antes chocara la Colisión Universal se ensanchó a una velocidad imposible, transportándolos a un espacio que no era dominio del dios de las lamentaciones, sino del olvido.
