Capítulo 186. Revelaciones

Tan pronto entró en la Esfera de Mercurio, Seiya se vio embargado por el asombro y la quietud. La injerencia de Narciso de Venus durante el viaje por los cielos había sido sutil, aunque presente en todo momento. Ahora, Seiya se supo sometido a las leyes de ese mundo, comprendía de forma instintiva que podía ser expulsado de allí en cualquier momento sin que oponer resistencia tuviera algún sentido. Más que reglas que uno podía saltarse si lo consideraba correcto, desafiar a la voluntad de la Esfera de Mercurio era como esperar que una manzana no cayera tras soltarse del árbol.

Avanzó por un camino hecho de nubes, que se iba formando según avanzaba sobre un abismo color verdoso. Esos peldaños eran de una consistencia similar al suelo del cielo, por lo que, más que una característica de la Esfera de Mercurio, debía tratarse de una última ayuda de Narciso de Venus. Aquello gustaba a Seiya tan poco como la propia sensación de ser una marioneta enredada en los hilos de un ser que ni conocía. ¿Qué le esperaba más allá de ese horizonte que siempre parecía estar en el mismo lugar? Caminó, corrió e incluso voló. Rápido como el rayo, veloz como la luz y aun más raudo. No importaba, el camino se iba haciendo según andaba y las distancias apenas cambiaban. Cuando dejaba de mirar al frente y observaba alrededor, tenía la misma vista que tuvo durante el primer paso: había cuerpos flotando en ese lugar, distantes uno de otro a pesar de que se hallaban, estaba seguro, a la misma altura.

—Cincuenta —dijo Seiya tras la última parada, acariciándose el cuello. Le iba a dar tortícolis si seguía girando la cabeza—. Y siento un gran cosmos.

A decir verdad, se sentía como tres cosmos. Uno venía de fuera y lo reconocía como el de Astrea, la sexta virtud zodiacal, los otros dos estaban ocultos más allá de los cuerpos que veía flotando a la derecha e izquierda. Y no era como si estuvieran cerca, ni los cuerpos, ni el origen de aquellos cosmos. Si tenía que hacer una analogía, era como ver las estrellas en el cielo nocturno: estaban allí, podía taparlas interponiendo la mano, pero también estaban a una distancia inabarcable para los seres humanos y poseían un tamaño inconcebible para la gente de la Antigüedad. Los cuerpos no tenían por qué ser tan grandes como estrellas, pero sí que estaban muy, muy lejos, y si los veía debía ser porque al que fuera que se le ocurrió pintar todo ese mundo de verde le pareció buena idea que fuese así. De modo que Seiya los contaba, una y otra vez, siempre distinguiendo a cincuenta y descartando entonces que fueran lo que pensaba.

—A no ser —soltó Seiya, retando una vez más sin éxito a aquel camino mágico—, que haya otros cincuenta. ¡Si tan solo llegara al centro!

Pensando en la Esfera de Mercurio como una esfera en sentido literal, podía imaginarse a un total de cien cuerpos flotando, todos a la misma distancia unos de otros y a la misma altura, como un anillo de satélites alrededor de un planeta. ¿Eso significaba que aún no entraba en la Esfera de Mercurio, sino que estaba en la capa exterior?

—¡Qué lío! —maldijo Seiya tras dar el salto más largo de su vida. Fue un movimiento suicida, porque si el camino no hubiese llegado hasta el punto en que aterrizó, habría caído a través del abismo y no estaba seguro de que volar fuera posible allí, pero esa situación le gustaba tan poco que no podía dejar de desafiar a esas leyes—. Más que nada porque no me dejan llegar a donde debo. ¿¡No hemos tenido suficientes pruebas, Narciso de Venus!? ¡Vencimos a cada robot que nos mandaste y ahora estoy aquí! ¿Dónde? ¿Dónde están…? —Calló. ¿Con quién se supone que iba a hablar? ¿Con Narciso? ¿Con el regente de Mercurio? ¿Con los dioses?

Los cien ángeles que había en los cielos desaparecieron en el Cielo Empíreo, según había dicho Shiryu. Seiya sospechó desde un primer momento que los cuerpos que flotaban en la lejanía eran esos guerreros celestiales, sometidos a un sueño eterno por Astrea y quienes fueran que le estuviesen ayudando. Eso era aterrador. Ellos no habrían podido vencer a cien ángeles y Astrea, o la Esfera de Mercurio azuzada por Astrea, los había sometido en lo que ellos viajaban hasta llegar a ella.

—Puede que fuera por eso por lo que no quiso pelear conmigo —se le ocurrió Seiya, en lo que pateaba el último peldaño del camino y se preparaba para un nuevo intento.

Cuando se despertaba la Octava Consciencia, era posible superar incluso la velocidad de la luz. Sin esa última barrera a la velocidad, cualquier cosa era posible si el cosmos ardía con la suficiente pasión, era como moverse en medio de una teletransportanción. Incluso atacar en tiempo cero era posible, en teoría. Sin embargo, eso tenía graves riesgos, por lo que los cinco acordaron junto a Kanon aconsejar el uso de esa velocidad solo para distancias cortas. Cruzar mil metros en picosegundos era una cosa, acabar asfixiado en el espacio exterior después de haber atravesado un meteorito era otra muy distinta. Por lo que Seiya sabía, la Esfera de Mercurio podía ser tan vasta como la Vía Láctea, si no es que más, así que solo le quedaba ese recurso para atravesarla.

Narciso, los dioses o un nuevo miembro de los Astra Planeta, quien fuera que se encontrara más allá merecía un buen derechazo. Tomó impulso.

—Estás tardando mucho —dijo una voz conocida—. Seiya.

El timbre de voz lo dejó paralizado, oír que lo llamaban por su nombre le hizo perder el equilibrio y caer al suelo como si fuese un chiquillo. Tuvo que contener las manos para no sobarse el trasero, y más bien, dejar de perder el tiempo y ponerse de pie.

Entre miradas de reojo, la vio: llevaba un vestido de una sola pieza, a juego con el camino de nubes blancas, el cabello castaño le caía a través de la espalda, y los ojos eran de un gris único y mágico, semejante a un cielo tormentoso. Era la misma persona junto a la que luchó veinte años atrás en las profundidades del inframundo, la misma a la que llegó a apreciar más que nada en el mundo. Ella era, sin duda alguna, Atenea.

—Saori —saludó Seiya, paralizado. La joven era bella para estándares humanos, pero le producía mayor impresión de la que podría causarle jamás la perfecta Astrea.

—Siempre fui esa persona para ti, para todos —dijo la recién llegada, curvando con suma alegría los rosados labios—. Saori Kido. No Atenea, que ha renacido una y otra vez a lo largo de los milenios, sino Saori, la nieta de Mitsumasa Kido.

—Un desastre de niña —soltó Seiya con un carraspeo—, pero una gran mujer.

Él mismo había sido testigo del coraje de aquella joven. Criada para ser una simple adolescente hasta la muerte de Mitsumasa Kido, acabó desafiando al Santuario y a los propios dioses. No solo eso, también se había sacrificado para evitar a los seres humanos más sufrimiento. Esa decisión, según entendía Seiya, correspondía a esa encarnación de Atenea, no podía verlo de otro modo. Incluso si era el mismo ser que había protegido a la humanidad tantas veces, Saori era un caso especial.

—¿Vas a plantarte ahí todo el día? —preguntó Saori—. Te veo perdido, Seiya.

—¡Es que…! —Para taparse el sonrojo, el santo de Pegaso hizo como si se sobara la cara y miró a otra parte—. ¡Tanto verde hará que me lloren los ojos! ¿Quién pintó esto?

—Narciso de Venus reforzó la capa exterior de la Esfera de Mercurio —dijo Saori—. Él debió darle un tono aguamarina para honrar a la última regente, Galatea, hija de Nereo.

—Ajá, claro, tiene sentido.

—¿Ya sabes quiénes son los cien prisioneros?

—Los ángeles que usó Astrea para potenciar a sus máquinas —respondió Seiya, satisfecho de sus propias deducciones—. Aquiles, Odiseo, Ícaro…

—Asclepio —dijo Saori, con un hilo de voz.

—Sí, me suena que había un ángel llamado así… ¿Ocurre algo?

De pronto, el rostro de Saori estaba marcado por la tristeza.

—Es irónico. La técnica que mantiene dormidos a los ángeles la ideó él. Asclepio, hijo de Apolo, el más grande de los médicos. Como ángel del Olimpo, descendió a la Tierra durante una guerra singular junto a su discípulo, Elidibus, bajo una identidad falsa. —La mirada de Saori se perdía en el horizonte, allá donde flotaban los cuerpos de los ángeles. Tal vez podía distinguir a Asclepio entre todos los demás, aunque Seiya sospechaba que no era él quien le producía tanta inquietud—. Elidibus era un hombre sabio, puro de corazón, que rechazaba toda forma de violencia. Lo escogí como contrapeso para los santos de oro, para mitigar la desconfianza que los dioses del Olimpo sentían hacia el Santuario. Era un sanador y lo convertí en juez. La técnica que heredó de su maestro antes de que volviera a los cielos, la Hipnoterapia, capaz de sumir bajo el dulce sueño a cualquier mortal, se convirtió en un medio de control. Tenía el deber de impedir que hubiese traición en el Santuario y se convirtió él mismo en traidor, porque a pesar de sus muchas virtudes, el Sumo Sacerdote no lo tomó en cuenta como sucesor por no ser parte de los doce santos de oro. Suena familiar, ¿verdad?

Antes de que Saori lo mirara, Seiya ya sabía en qué estaba pensando.

—Saga.

—Sí —dijo Saori—. Saga de Géminis temía tanto fallar, que reprimió esa otra personalidad con la que convivía. Le arrojó todo lo malo, cada pecado, por minúsculo que fuera. Es tanta la presión que pongo sobre los hombros humanos que ellos acaban aplastados —lamentó, para luego negar con la cabeza—. Perdóname, Seiya, aquí en la Esfera de Mercurio todo lo que fui, soy y seré es lo mismo y me distraigo.

—Pues nunca fuiste muy distraída, que yo recuerde —se atrevió a decir Seiya—. Hasta en buscar tu propio caballo humano le pusiste empeño.

Los dos se miraron. Saori muy seria, Seiya enseñando todos los dientes.

—Me gustaba mucho la leyenda de Pegaso —confesó Saori—. Quería volar a lomos de un caballo volador y tú jurabas que irías volando a buscar a tu hermana.

—¿En serio era por eso? —dijo Seiya—. ¡Menuda…!

Tontería, iba a decir, aunque de pronto se dio cuenta de que le gustaba mucho perder el tiempo si estaba con ella. Que todo el rato estaba evadiendo lo importante. Ya debían haber pasado de sobra los doce minutos dados por Astrea.

—Descuida —dijo Saori—. El tiempo aquí avanza más lento.

—¿Me lees la mente? —preguntó Seiya, más azorado que nunca.

—Solo los apuntes que veo en tu cara —señaló Saori—. Aunque tienes razón, la Hipnoterapia que Astrea tomó de Asclepio le exige a ella y sus dos autómatas clase Machina, Luceid y Heldalf, toda su concentración por ahora. Si llega a absorber los cosmos de Shiryu, Hyoga e Ikki, ya no necesitará mantener dormidos a los ángeles, podría someterlos a punta de fuerza bruta, como creo que pretende hacer.

—Está mal que yo lo diga —dijo Seiya, con los ojos bien abiertos—, pero, ¿somos tan fuertes? ¡Estamos hablando de cien héroes de la mitología!

—Oh, Seiya, el cosmos no tiene límites cuando se lucha con el corazón, y no creo haber conocido nunca guerreros con más corazón que el vuestro, excepto… —Saori se mordió los labios, pensativa. Dudaba de si contar algo—. Imagino que tendré que decírtelo todo, pero, ¿por qué no caminamos? Hay algo que me gustaría que vieras.

—Caminar aquí es un dolor de pies inútil —acusó Seiya—. Es un sitio muy grande.

—Te quedas corto —rio Saori—. Las Esferas de Crono son los nueve aspectos de la vieja Creación, anterior al reinado de mi padre. No cualquiera pude recorrerlas sin ayuda divina, pero tú cuentas con mi ayuda, Seiya.

El susodicho asintió, conforme.

—Bueno, entonces vamos, porque tengo muchas preguntas que hacer.

Saori sonrió, iniciando la marcha. El camino, en vez de formarse lo justo para que sus pies no cayeran al abismo, se adelantaba por bastante.

—Y yo responderé las que pueda, mas primero deja que te cuente una cosa.

Así, mientras hombre y diosa avanzaban, Seiya conoció el mayor secreto de los dioses.

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Similar viaje realizaban Shizuma y Leteo, a través de un mar de estrellas y mundos.Estaban en el río del que manaban por igual recuerdo y olvido. Un lugar más mental que físico; debido al sello de Atenea, no era posible ir más allá del Muro de los Lamentos de otra forma, del mismo modo que el resto de ríos habían quedado sellados en el Hades, con sus rescoldos en la Tierra siendo controlados por otros.

—¿A dónde me llevas? —quiso saber Shizuma.

—Tus amigos han muerto —respondió Leteo, que volaba un poco más adelante. La miró solo para confirmar que le estaba escuchando—. ¿Lo sabes, verdad?

—Sí. Por eso están aquí.

—No me refiero a la primera muerte. Nimrod de Cáncer fue fulminado por la flecha Enfermedad de Triela de Sagitario. Akasha de Virgo halló su final a manos de Azrael. Lucile de Leo cayó bajo la cólera de Adremmelech de Capricornio, potencial regente de Marte. Sneyder de Acuario murió presa del veneno de Shaula de Escorpio. Azrael fue ejecutado por Hipólita de Hércules. Y tú, Aoi, te perdiste a ti misma luchando contra el ángel de la Violencia, Bía. No me refiero a nada de eso.

—Entonces, ¿qué? —dijo Shizuma, sintiendo curiosidad.

—Quienes han alcanzado el Octavo Sentido, pueden llegar vivos al Hades —explicó Leteo, paciente. Parecía disfrutar ese simple paseo por el infinito, lo bastante para no tener ninguna prisa—. También, quienes lo despiertan al morir, mantienen fuerte el hilo que une alma y cuerpo, de modo que ambos acaban en el Hades, aunque no siempre al mismo tiempo. Es lo que ocurrió con algunos de vosotros, también es lo que pasó con Shaka de Virgo y la anterior reencarnación de Atenea.

—Creía que ese milagro se debía a la propia intercesión de Atenea —comentó Shizuma. Conocía la historia por boca de su maestro, Shun de Andrómeda. A él mismo le sorprendió saber que Saori hubiese regresado del inframundo para vivir un tiempo más en la Tierra. Todo ese asunto del Octavo Sentido le resultaba muy confuso.

—Interesante —dijo Leteo, guardando silencio por un minuto, como reflexionando—. Puede que sea por eso que algunos llegasteis con vuestros cuerpos. El arma que acabó con la vida de Akasha de Virgo cortó el lazo de cuerpo y alma, imposibilitándolo. Solo era un alma imitando la persona que fue mediante un envoltorio espiritual. Eso nos vino bien —admitió el dios sin el menor tacto—. Despojada de su última vida mortal, los rescoldos del tiempo que Atenea reinó sobre el inframundo se sumaron a su alma, despojada ya de divinidad por los dioses del cielo. Gracias a eso el Hades volverá a tener una reina, cosa que unos agradecen y otros rechazan.

—¿Y qué hay de ti?

—Creo que sabes bien lo que pienso, Aoi.

¿Qué podía importarle al dios del olvido si había una reina que pusiera orden en el reino de los muertos? Todo y nada. Porque para Leteo los mejores recuerdos eran un manjar; cuanto más perduraban en la memoria de los hombres, más valiosos eran para él. Sin embargo, si el Hades colapsaba sobre sí mismo, merced del caos, sería olvidado pronto y acabaría uniéndose con él, tal y como ocurría con todas las cosas. Él ganaba siempre, por lo que no tenía que preocuparse demasiado por esas cosas.

—No me has respondido —cayó en la cuenta Shizuma tras un rato.

—Las muertes de Nimrod de Cáncer, Lucile de Leo y Sneyder de Acuario son muertes verdaderas —aclaró Leteo—. Un hombre no puede luchar con un dios del infierno y esperar conservar su alma. Para lograr su cometido, han perdido la opción de reencarnar. Mis hermanos, incluso sellados por una diosa del cielo, son muy fuertes.

—Los he visto morir —asintió Shizuma—. Y renacer.

—Renacieron en el Hades, son parte del Hades ahora —insistió Leteo—. Ya no tienen el derecho a caminar bajo la luz del sol. Aunque si la reina tiene éxito, dejará de ser una tragedia formar parte del inframundo.

Shizuma asintió. Aquello tenía sentido. De las aguas del Aqueronte, el hielo de Cocito y el fuego de Flegetonte, construyeron Nimrod, Sneyder y Lucile nuevos cuerpos. La materia no se creaba ni se destruía en el universo físico, y era de esperar que la materia espiritual del Hades obedeciera reglas similares. Por tanto, ellos habían convertido los ríos del inframundo en sus cuerpos empleando su propia existencia como molde.

Ella tendría que pasar por lo mismo. Vencer al recuerdo y renacer en el olvido, vencer al olvido y renacer en el recuerdo.

—¿Qué eres en esto, Leteo? ¿Un aliado o un enemigo?

—Soy el altar, Aoi. Para el sacrificio que planeas hacer.

Palabras sencillas que confirmaban sus temores. Siguieron viajando.

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Entretanto, en la Esfera de Mercurio, Seiya tenía muchísimo en lo que pensar. La verdadera naturaleza de la Guerra del Hijo no lo cambiaría, él siempre sería Seiya, sin embargo, sí que le hacía replantearse la justicia de obrar como pensaba obrar.

Y luego estaba todo lo demás. Mientras entrenaba, Seiya había escuchado muy de vez en vez a algún guardia borracho soltar que Atenea era tan bondadosa con los hombres de bien como despiadada con los orgullosos, que así se la retrataba en la mitología. Que todos los que hablaran de ese modo de la diosa protectora de la humanidad acabasen recibiendo un buen rapapolvo, cuando no desapareciendo de la faz de la Tierra, no ayudaba a que el pequeño Seiya pensara que estuviesen mal. Incluso cuando Saori les reveló a todos que era Atenea, esos recuerdos infantiles le sobrevinieron y lo primero que pensó fue que tenía sentido. La niña que quería usarlos de monturas y que lo chantajeó para luchar a cambio de encontrar a su hermana, era caprichosa como una de esas diosas griegas de las que hablaban los borrachos.

Pero todo fue cambiando más adelante, comprendió lo mucho que Saori se había esforzado por estar a la altura de esa identidad sobrehumana, habiendo sido criada como un ser humano más. Sintió la calidez, el cariño y también el valor de esa muchacha, solo para ahora descubrir cuán certeras podían ser las palabras de aquellos miserables. Sin ocultarle nada, Saori admitió haber engañado en el pasado a Poseidón para que la antigua humanidad, irredimible, manchada desde el nacimiento por impulsos destructivos, sobreviviese al castigo divino. Lo hizo no porque creyera en que algún día los seres humanos se volverían gente de bien, sino porque le parecía fascinante esa tenacidad a prueba de todo, esa capacidad para adaptarse tanto a la ayuda como a la indiferencia de los dioses. Gracias al fuego de Prometeo, el motor del espíritu humano, los hombres aprendieron a prosperar de un modo u otro, aunque tropezaban. El fruto de la jugarreta de Atenea a Poseidón fueron doce santos de oro enfermos de poder y orgullo que por su codicia provocaron no solo su propia ruina y la Guerra de Troya, sino también la Guerra del Hijo en sí. El desastre de los autoproclamados dioses del Zodiaco fue tan grande, al involucrar más de un solo universo, que Atenea hubo de luchar en la línea de frente, cuando por miles de años había sido una simple observadora.

—Tuve muchos trabajos —dijo Saori con añoranza—. Enseñé, tejí y hasta serví. ¡Cómo se habría reído Poseidón de mí entonces! Una vez fui doncella de Pirra de Virgo, aunque eso nadie más lo sabe. La escuché y no supe ver con claridad lo mucho que esa niña me necesitaba, aunque no dejaba de hablar de su esposo, al que aún esperaba tras cinco mil años. Para Atenea, después de haber conocido la vida mortal, aquella falsa diosa la había traicionado y no merecía más que el olvido. Tras la Guerra de Troya se fundó el Santuario sobre el cementerio de los dioses del Zodiaco. Recuerdo haber rasgado la lápida de su líder con mis propias manos —admitió la joven, mirando cómo estas temblaban—. Otros sufrieron mis desaires, es muy difícil vivir como un dios si eres humano, tardé miles de años en llegar a donde quería. Y habría tardado más de no haberos conocido. —Se giró hacia él, sonriendo—. Gracias, Seiya.

—Yo no merezco esas palabras, Saori —respondió el santo de Pegaso. Estaban más cerca del horizonte, ya hasta podía adivinar la silueta de los dos autómatas clase Machina que sustentaban la Hipnoterapia, así como otros ángeles dormidos—. Más bien, debería disculparme contigo. Yo, lo siento mucho.

Desde hacía mucho, mucho tiempo, tal vez desde el mismo momento en que cierta niña se abrazara a él, desesperada, Seiya necesitaba expresar esas palabras.

—Nunca me has hecho ningún mal —aseguró Saori—. Al contrario, llegasteis a los Campos Elíseos desafiando a la misma Muerte y me otorgasteis Almagesto. Gracias a eso pude poner fin a la Guerra Santa. Pude hablar con Hades de igual a igual.

—Pudimos haberte ayudado entonces. El Sueño nos venció. Nos olvidamos de ti, del mundo y de nuestros amigos por muchos, muchos años.

—Lo sé, te vi.

Por un momento, Seiya dejó de hablar, faltándole la respiración.

Él ya apenas recordaba esa vida en la que nunca llegó a ser un santo de Atenea. Era un sueño, después de todo. Pero evocó cierta conversación casual, un uno de diciembre.

—Desde entonces, siempre te he buscado —admitió Seiya—. Año tras año.

Después, despertó en un mundo extraño. La Noche de la Podredumbre acababa de terminar, llevándose consigo a Shaina. Ni siquiera pudo hablar con ella, aunque sin duda le habría hecho daño al lamentar que Saori no estuviese con ellos.

—Seiya —dijo Saori—. Yo siempre he estado con vosotros. Todo el tiempo.

Inseguro, el santo de Pegaso se rascó la cabeza.

—Sí, claro. Atenea vela siempre por la humanidad.

—Es humano cometer errores —dijo Saori, cambiando de tema, o más bien, retomando el asunto original—. Yo no creo que hayas hecho nada malo. Más bien, me habría gustado que ese sueño fuera real.

—Era lo que esperabas de nosotros —entendió Seiya—. Querías que viviéramos una vida normal. Pero es imposible, somos lo que somos.

—Lo sé. Y es mi culpa.

—Se ve que estamos empeñados en echarnos la culpa los unos a los otros.

Ella sonrió ante la ironía y también lo hizo Seiya, sintiendo, no obstante, cierto recelo. En el momento en que Saori habló de culpa sintió que ya habían tenido esa conversación. Cuándo, no pudo decidirlo, pues se distrajo pensando en cuál era la palabra que describía la sensación de haber vivido dos veces una misma experiencia.

—¿Eres tú de verdad? —se le ocurrió preguntar a Seiya. No había dado con la palabra.

—¿Preguntas si soy Saori Kido, aquella por la que luchaste y sangraste tantas veces?

—Se suponía que aquí podríamos negociar con los dioses. O algo así.

Para reunirse con los dioses del Olimpo viajaron los ángeles, aunque Astrea les reservase un destino distinto. Ellos cuatro también habían llegado al cielo con ese fin, para determinar hasta qué punto Caronte de Plutón hablaba por los inmortales, y si era el caso, alcanzar la paz del modo que fuera. Todos estaban dispuestos a sacrificarse.

«Hasta Shiryu —lamentó Seiya. Era desagradable decirlo, pero el resto no tenían tantos lazos con el mundo de los hombres. Su hermana había rehecho su vida y era feliz, mientras que él no podía dejar de pensar en…—. Es ella, tiene que ser ella.»

—La Esfera de Mercurio ofrece los dones divinos de Hermes, mensajero de los dioses.

—¿Cómo? Creía que las Esferas de Crono estaban relacionadas con los titanes.

Que fuera un ignorante en cuanto a mitología pese a criarse en el Santuario no quitaba que supiese quién era Hermes. Hijo de Zeus, era uno de los doce olímpicos.

—Para mantener bajo control el poder de los titanes que subyace a las Esferas de Crono —explicaba Saori con suma paciencia—, es necesario del dunamis de los olímpicos. Hades y Plutón están ligados, por eso Caronte emplea a las huestes del inframundo como ejército, mientras que Urano y Neptuno, al estar bajo mi autoridad y la de Poseidón, no pudieron actuar de forma tan directa. Apolo y Artemisa para Saturno, Zeus y Hera para Júpiter, Ares para Marte, Afrodita y Hefesto para Venus, Hermes para Mercurio. Todo esto es parte de un plan de contingencia contra fuerzas que trastoquen el orden universal, por no decir sin más, contra los reveses del destino que derrocaron a Urano y Crono. Mientras sigan pudiendo usar a los Astra Planeta como vanguardia, el reinado de los dioses del Olimpo sobre la Creación jamás terminará. Esa es la verdadera razón por la que mi hermano Apolo fundó la orden. Vencer a los dioses del Zodiaco, que habían trastocado el sentido de las Guerras Santas, fue un asunto menor en comparación. Una prueba de fuego, por así decirlo.

Con cierta reticencia, relató la auténtica Guerra de Troya, que no tenía mucho que ver con la que le habían contado al propio Seiya. Cosas del cine moderno, supuso. Falsos dioses protegiendo una ciudad condenada; la Atenea de entonces, con la ayuda de solo cinco santos de plata, tratando de arrojar una luz de justicia sobre héroes que no veían nada más allá del saqueo, la conquista y el hastío de una guerra demasiado larga. Y ese era solo uno de los frentes que se dieron a lo largo de diez años, pues se libraban batallas en las Otras Tierras gobernadas por los dioses del Zodiaco. Durante aquel conflicto sin parangón en la historia de la humanidad, Apolo reunió a campeones de diversos dioses en una sola orden, siendo el noveno y último miembro quien puso fin a la rebelión que le dio origen. A partir de entonces, cualquier problema que excediese los límites de una Guerra Santa, sería atajado por la recién fundada orden de los Astra Planeta. Ellos eran la línea defensiva no del planeta, sino del universo entero.

—No estoy seguro de si está bien que sepa esto —decidió Seiya, frunciendo el ceño.

—Tienes preguntas y yo respuestas —dijo Saori.

—Bueno, yo sigo esperando una —acusó Seiya.

En lugar de avergonzarse, Saori lo miró de hito en hito, como si no se creyera que Seiya desconociera de lo que estaba hablando. Seiya frunció más el ceño, enfurruñado.

—Hermes es el mensajero de los dioses, yo soy un mensaje. No, este lugar entero es un mensaje que trasciende el tiempo y el espacio. No te habrías sentido cómodo escuchando a antiguos enemigos, ni hablar de auténticos desconocidos y Zeus podría ser demasiado similar a mi abuelo para tu gusto, así que decidimos de forma unánime que fuera yo quien se comunicara contigo, desde mi regreso a los cielos.

—¿Zeus, rey de los dioses, parecido a Mitsumasa Kido? ¡Menuda broma! —rio Seiya. Calló solo un momento para decir—. No, no me pienso disculpar por eso.

¿Así que todo ese momento eterno, mientras sus amigos peleaban sin descanso y Astrea contaba los segundos contenidos en doce minutos, era un mensaje de los dioses? Tenía sentido, más o menos; se suponía que los dioses podían hacer cualquier cosa. Incluso el hecho de que no hubiesen puesto fin a la humanidad no cambiaba eso, en tanto que Atenea siempre había estado allí para apoyarlos. Durante miles de años.

De pronto tuvo sentido que la superficie de la Esfera de Mercurio fuera un camino interminable de nubles rodeado de verde. Saori misma le estaba dando tiempo para aclarar sus ideas antes del momento de la verdad.

—Si quieres una respuesta más directa —dijo Saori, malentendiendo su silencio—, sí, soy yo quien habla contigo ahora, desde el pasado.

—¿Sabes dónde estás ahora? —preguntó Seiya, intrigado.

—Claro.

—¿Dónde…?

—Ya te lo he dicho, Seiya, con vosotros. Todo este tiempo.

—Ajá.

Siguieron hablando de temas que dolían menos, por no ser personales. Tras la caída de los dioses del Zodiaco, el espíritu de la Guerra de Troya, Ilión, persiguió a los santos de Atenea por todo el mundo. Por ese motivo, Neoptólemo de Aries, Eneas de Libra y Odiseo, quien adoptó el nombre de Nadie al ser nombrado Sumo Sacerdote, fundaron el Santuario para mantenerse siempre unidos. Se sucedieron las Guerras Santas, con Atenea reencarnando para defender a la humanidad una y otra vez. En cada vida equilibraba mejor la divinidad y la mortalidad, tras cada muerte, más pecados cometía y menos derecho tenía a ascender a los cielos, lo que era parte del plan.

A lo largo de diez mil años, Atenea había estado errando a propósito para acabar administrando el Hades y poder destruirlo. Decía haber defendido a la humanidad por un sentimiento muy distinto de la compasión humana, que los hombres no podían entender teniendo vidas tan fugaces; sin embargo, incluso si diez milenios eran un parpadeo en la vida de un inmortal, aquella diosa había dedicado cada día desde el diluvio a reparar mil millones de muertes, salvándolas del tormento eterno.

—Estamos cerca —comentó Saori.

Seiya tuvo que taparse la cara, pues de repente el horizonte resplandecía con un odioso color rosado que además latía como un corazón humano.

—¿No estás en el inframundo, verdad? —preguntó Seiya. El silencio que obtuvo como respuesta le heló la sangre—. ¡Es injusto! ¿Qué esperaban los dioses que hiciéramos con Hades, después de que tratara de matar toda la vida en la Tierra? ¿Es eso? —exclamó, apartándose la mano para poder mirarla. El color rosado que lo bañaba todo desde la distancia realzaba su perfil—. ¿Los dioses te enviaron al inframundo por haberte enfrentado a él? ¡No pueden haber sido tan…, tan…!

Solo que podían. Así como los hombres obedecían leyes humanas, los dioses tenían que seguir sus propias reglas. De lo contrario, cualquier dios podría hacer lo que quisiera y el universo sería aún más caótico de lo que ya era.

—Hades… —dijo Saori, tardando en decidir cómo continuar—, ya no actuará en este universo. Él se fue con los demás.

Ella no podía describirle la Guerra del Hijo, nadie podría poner en palabras el daño que esta causó en la Creación. Lo que sí podía decir era que los dioses habían tomado la decisión de reparar ese daño, razón por la que habían abandonado el universo, uno tras otro. Hades, rey del inframundo, había sido el último en hacerlo.

—Así que es verdad —dijo Seiya—, ya no hay dioses en el cielo.

—A mí y a Poseidón todavía nos queda algo que hacer —replicó Saori.

—Sí, de eso me había olvidado —admitió Seiya, rascándose la cabeza—. Poseidón actúa a través de un nuevo avatar, el hijo de Julian Solo, Adrien. ¡Todo es cosa de la nueva Suma Sacerdotisa! Es mi discípula, bueno, mía y de varios más. —La idea le hacía sonrojar, ¿qué tan malos podían ser como maestros? Lo normal era que bastase uno por santo, aunque Shaula tuvo dos—. Es muy lista y aún más buena, solo que a veces toma unas decisiones muy, muy raras, como liberar a Poseidón.

Por alguna razón, Saori no dijo nada a ese respecto, limitándose a sonreír. Debía estar tomándole el pelo porque la mención de Adrien la había sorprendido; no conocía todos los detalles del futuro, es decir, el presente que para ella era el mañana.

Aprovechando que surgió el tema, Seiya contó a Saori todo lo que sabía sobre la nueva generación de santos, tanto lo bueno como lo malo. Habló de aquellos jóvenes, y no tan jóvenes, con cierto orgullo, sobre todo, expuso la victoria del Santuario sobre el reino de los muertos como si él mismo hubiese estado en ella y no combatiendo contra Caronte junto a sus compañeros. Allí se lió un poco, hablando de un lado sobre el juramento de no seguir los planes del Hijo, fueran los que fuesen, y aun así ir al Olimpo a buscar respuestas, cuanto todas las desventuras que debieron ocurrir para que surgiera el nuevo Santuario. Santos de Atenea en el exilio y bajo sospecha, un cisma, ejecuciones en masa, la extraña rebelión de una inocente aspirante, la Noche de la Podredumbre, Hipólita y Jaki… Había oscuridad en el hogar de los héroes, una tan profunda que ni Seiya ni los demás pudieron despejar del todo. Tal vez Akasha pudiera.

—Ethel —dijo Saori, deteniéndose de pronto.

—Sí, ella es la que… —Seiya hubo de callar al ver lo que estaba señalando su guía. Ya se había acostumbrado a ese horroroso rosado que lo llenaba todo. Ahora que estaban más cerca, si por cerca se podía decir a estar a un millón de kilómetros de distancia, pudo ver que era una especie de estrella, o planeta, que albergaba dentro de sí un poder que lo animaba a recular—. ¿Astra Planeta? ¿El regente de Mercurio?

—La Esfera de Mercurio es el enlace que une Creación y Creador, así como Hermes une entre sí a todos los dioses del Olimpo. Muy pronto nacerá la regente de Mercurio y campeona de Hermes, cuando llegue ese momento tendrás que tomar una decisión.

—¿Decisión? Saori, si he venido aquí ha sido para garantizar la paz. No queremos guerrear con los dioses, nunca lo hemos querido. Lo sabes.

—¿Perdonarás a Caronte de Plutón? —cuestionó Saori, mirándolo a los ojos. Aquella estrella, planeta, o lo que fuera aquella mancha rosada gigantesca, la favorecía un montón—. La guerra que dirigió. La Noche de la Podredumbre. ¿Lo perdonarás todo?

Aquella no era una pregunta fácil. Todo el cuerpo del santo de Pegaso tembló de rabia.

—Si es necesario —dijo Seiya—. Haré incluso eso, por el bien del mundo.

—Porque no quieres seguir los planes de otro —advirtió Saori.

—Así es —dijo Seiya—. Es obvio hasta para mí. El Hijo nos liberó del Sueño Eterno sin pedir nada a cambio, provocando que uno de los Astra Planeta se fije en nosotros y nos ataque. ¿Qué íbamos a hacer sino responder? Tal vez, luchando los cinco juntos habríamos podido vencerle. Tal vez, sí, si no es que hacerlo convertía la Tierra en la diana de todos los ejércitos del cielo. Por eso fuimos ascendiendo aquí año a año, aunque a mí me costó soltar la mano de nuestros compañeros, para encontrar respuestas. Bueno, ahora tengo algunas y siento que estuvimos bien todo este tiempo. Tú no buscas más Guerras Santas, sino todo lo contrario, buscas la paz. Ahora que hemos vencido a Hades y su hueste, ahora que Caronte está sellado y Poseidón es un aliado, creo que es el momento de obtenerla. Por fin, después de tantos sacrificios. Los santos de oro, Geki, Nachi, Ichi, Shaina… —Siguió nombrando a otros más, tardando en oír las palabras que le dirigía quien hasta ahora lo observaba en silencio.

—Shaina está viva —dijo Saori—. En algún lugar, Shaina está viva.

—¿Cómo…?

—Lo sé porque tú lo sabes. Lo leo en tu corazón.

En lugar de decir nada más, volvió la vista hacia la fuente de luz rosada.

Seiya cayó en la cuenta de algo, algo que creía importante.

—¿Por qué mencionaste a Ethel?

—Porque es Ethel —dijo una voz conocida, surgiendo de un ser de luz que recién llegaba—. O, siendo más específicos, es el recuerdo de la niña conocida como Ethel.

Seiya había recibido bastantes sorpresas ese día como para no caerse de espaldas porque un caballo le hablara con la voz de Narciso. Que el equino, tras un destello, adoptara la forma de un apuesto caballero de aire principesco, con una corona de laurel metálica ciñendo los cabellos castaños, ayudó bastante a mantener la calma. Narciso de Venus despedía una presencia similar a la de la fuente de luz rosada y Caronte de Plutón. Por instinto, sabía que era un ser peligroso, mucho.

—Narciso de Venus —saludó Saori, a lo que el interpelado inclinó la cabeza, llenándose la frente con flequillos castaños—. Esto es poco convencional.

—Una Esfera de Crono conteniendo otra. Lo es, sin duda. En mi defensa, no soy el primero en saltarse las reglas, aunque desconozco si eso está en vuestro libreto, diosa de la guerra —dijo Narciso, mirándola con intensidad un momento. Pronto volvió la atención a la luz rosada, sobre la que dijo—: Tomé el recuerdo de Ethel que conservaba su madre, Hipólita. Es el vestido que los recuerdos de mi señora siempre merecieron. Como ya te han informado, santo de Pegaso, la regente de Mercurio pronto nacerá y podrás decirle lo que harás en adelante con toda confianza.

Más confundido que nunca, Seiya no pudo menos que soltar:

—Con todo el respeto, lo que buscamos es acordar la paz con los dioses, no hablar con recaderos. Además, Saori ya ha escuchado lo que tengo que decir.

—Atenea —corrigió Narciso, inclinando no obstante la cabeza al ver que Saori le restaba importancia al asunto—. Sea, diosa de la guerra. Bien, santo de Pegaso, dices que quieres la paz y que perdonarás los crímenes de Caronte. ¿Te mantendrías firme con esa decisión incluso sabiendo que Shun de Andrómeda ha muerto? —La pregunta sorprendió por igual a Saori y Seiya. Y había más—. ¿Aceptará Caronte, es decir, mi hermano, esa paz de la que hablas ahora que se ha liberado del sello?

Notas del autor:

Shadir. Como decía una amiga, Azrael, Nimrod y Lucile se dieron un baño (en el Estigio, miasma y fuego, pero sigue siendo un baño (?), ¿Sneyder? Él tiene que enfrentarse a todos los santos de Atenea, fallecidos tiempo ha. ¿Por qué será?

Deseémosle a Shizuma la mejor de las suertes.

No había visto bajo esa perspectiva la, digamos, ¿reconquista?, del Hades. Pero admito que es gracioso. Imagino a Hades tirándose de los pelos.

«¿El dolor, Perséfone? ¿¡Dónde quedó el dolor!?»