Capítulo 193. Lo que esconde el corazón de los héroes
Primero, el barco hizo movimientos bruscos, virando de lado a lado, como si fuera a hundirse. Luego vino la calma, y más tarde, un sonido desagradable que escuchó como si lo tuviera delante de la oreja y a la vez lejos. Algo se arrastraba, una serpiente tal vez, o un gusano, o alguna otra cosa. Era imposible saberlo, pues ni se veía nada en el camarote, ni sentía algún cosmos desconocido fuera.
Otro habría teorizado que el movimiento de aquel ser no era tridimensional. Minwu de Copa no comprendía los entresijos del universo tan bien como para llegar a conclusiones tan peregrinas. El sanador se limitó a aceptar la solicitud de Grigori de Cruz del Sur para inspeccionar el terreno. Desde entonces, esperaba en aquel solitario camarote en donde en vano había tratado de encontrar una forma para retrasar el envejecimiento acelerado de un joven prometedor.
Grigori no estaba a la par de dos veteranos como Zaon y Marin, era normal que si uno de esos tres iba a recibir más golpes que los demás, siendo quienes más demonios habían cazado en la Tierra, tenía que ser él.
—Demonios —paladeó Minwu, sentado en la silla y mirando siempre la puerta entreabierta—. Qué buena palabra para describirlos. Demonios.
Los poderes de los ríos del infierno, unidos. Incluso si el Lamento de Cocito no se había manifestado en los espectros que el Santuario combatió tras la guerra entre los vivos y los muertos, o mejor dicho, después de que la Suma Sacerdotisa sellara la frontera entre el reino del Hades y la Tierra, aquellos enemigos eran de temer. No en vano fueron originalmente llamados Hijos de Fobos. Todo lo que podía dañar el espíritu humano, lo poseían ellos, así que Minwu había asumido que el estado de Grigori era un reflejo de su alma maltratada. Demasiados golpes recibidos, demasiadas luchas. Pensó que era una buena cosa descubrir que el problema, en realidad, era físico: envejecimiento acelerado a nivel celular. Pegó un grito entonces, faltando a su papel como médico:
—¡Eureka! —recordaba haber dicho, chocando las palmas.
Para ese momento, llegó Bianca en compañía del oficial Kazuma de Cruz del Sur Negra con unas inexplicables quemaduras de hielo, los habituales intentos de seducción de esa pobre muchacha y una exanimación rutinaria. De cintura para arriba, tenía algunas heridas que pudo tratar allí, con el equipo rudimentario que había sacado del aprovisionamiento de ropa, comida y utensilios de primera necesidad que había en el barco, dispuestos en los diversos camarotes y en el almacén de abajo. El cosmos era algo maravilloso que cambiaría la medicina para siempre si el Santuario decidiera romper algunas barreras, cosa harto difícil ahora que la Suma Sacerdotisa se había muerto. Una fuerza universal que podía detener el movimiento atómico y destruir los propios átomos, por supuesto que podía reparar el tejido dañado hasta cierto punto, siendo una cuestión de precisión y técnica, más que de fuerza. Una vez acabó, vendó el cuerpo de la santa de Can Mayor para que terminara de sanar mejor y volvió al asunto principal. Oyó, de pasada, una invitación indecente hacia el caballero negro, quien por lo menos la acompañó hasta fuera, pero eso le importaba poco.
El estado de Grigori era lo que importaba. Había luchado mucho durante los Días de Locura. El último, cuando se decidió el viaje que ahora realizaban, recibió instrucciones de descansar un poco y él aprovechó para ayudar a la Guardia de Acero en diversas partes del mundo. Como el brazo militar más visible del Santuario, los santos de hierro trataban de reparar las relaciones entre el mismo y los gobiernos mundiales haciendo control de daños. Muchísimos informes pasaron por las manos del santo de Cruz del Sur antes de que una batalla ocurriera demasiado cerca de la ciudad en que estaba. Junto a Zaon y Marin, Grigori era invencible, solo estuvo a punto de perder la vida. Admitió dormir solo después de que le jurasen que no lo dejarían atrás.
Tras terminar de examinarlo, Minwu de Copa decidió que tal vez habría sido lo mejor dejarlo atrás. Grigori de Cruz del Sur estaba, a falta de un término mejor, maldito. No tenía la mente dañada, como el maestro herrero de Jamir, Kiki, ni arrastraba una herida en el alma, como Joseph de Centauro, sino que todo él estaba maldito. Cuerpo, mente y alma apuntaban a la misma dirección: el fin. Lo sometió a un duro interrogatorio con un doble propósito: entender qué había sucedido en cada uno de sus combates contra los demonios y cansarlo, para poder mandarlo después a dormir. Nada en claro sacó de las explicaciones de Grigori, tan llenas de orgullo incluso si la tos lo interrumpía en los mejores momentos, pero sí que logró que al final accediera a descansar.
—Sí —dijo Grigori entonces—. Tengo mucho sueño.
—Puedes dormir aquí —aseguró Minwu, aunque él ya se había tendido en la cama sin apenas darse cuenta—. A menos que a algún otro idiota se le ocurra atacar a un compañero, dudo que nadie más necesite mi atención por ahora.
Sin embargo, era todo lo contrario. El santo de Copa pudo darle vueltas al asunto, sentado en la silla sin que un solo ronquido quebrara el preciado silencio. Si no había nada raro en la batalla de Grigori y los demonios, si el envejecimiento había sido paulatino y no producto de aquella última batalla con un rezagado de los Días de Locura, entonces todos los que los habían combatido estaban en la misma situación. La mayor parte de los santos de Atenea, en ese barco, estaban condenados a morir de la misma forma pasara lo que pasara. Todos estaban malditos, condenados. Todos necesitaban la ayuda de Minwu y este sabía que podría salvarlos, accediendo a la Fuente de Atenea. Si actuaba a tiempo, ninguno acabaría como quien dormía allí, tan apacible que tanto podría estar en brazos del Sueño, como de su hermano gemelo, la Muerte.
Luego empezaron a pasar los eventos inesperados, una especie de tormenta en medio del universo, más allá de donde distaban las últimas galaxias conocidas por el hombre.
Minwu sentía que hacía una eternidad desde que Grigori se presentó voluntario para resolver el misterio, aludiendo a su sueño infantil de ser un detective incorruptible como si de verdad fuera tan viejo como aparentaba. Conmovido por ese recuerdo y harto de darle vueltas a un imposible, Minwu se apresuró hasta la puerta.
Esta se propulsó contra él, lanzándole al suelo de bruces. Quiso levantarse, sintiendo que la madera lo aplastaba, pisoteada por un gigante.
—Me duele —dijo Jaki, el salvaje Jaki, con la armadura de entrenamiento reducida a jirones de cuero y metal abollado—. Me duele, creo que me han roto un hueso. —Aumentó la presión sobre la puerta; la madera empezó a astillarse—. Cúrame, sanador, para que pueda darle una paliza a ese enano japonés que osa hablarle a mi mujer. ¡Cúrame, sanador, para que pueda matar y torturar! —El pisotón hizo estallar la puerta y se enterró contra el estómago de Minwu, quien se quedó sin aire—. ¡Cúrame, sanador, mi cómplice! Tú sanas a todos, ¿no? A los buenos y a los malos. A los leales y a los traidores. Tú no eres un ser humano. —Grande como era, Jaki apenas necesitó estirar el brazo para agarrar uno de los pedazos de madera, el más afilado y relamerse ante la idea de clavárselo al sometido santo de Copa—. Eres igual que esto, una tabla salvavidas a la que se agarran los justos y los malvados. ¡No puedes juzgarme, por eso nunca lo hiciste! Me duele —repitió entre gemidos—. ¡Cúrame!
Minwu debió hacer acopio de toda su fuerza de voluntad para apartarse, oyendo cómo el arma improvisada de Jaki se detenía a centímetros del suelo. El gigante rio, divertido, girando la cabeza hacia él.
Tenía esa misma cara cuando, sanado por el propio Minwu, puso fin al sueño del joven Makoto de convertirse en santo de Atenea. Un fin temporal, gracias a Akasha, pero fin de todas formas. Muchos le preguntaron a Minwu por qué curó a Jaki para esa batalla, si la paliza que le dio Shaina era bien merecida: ¡un aspirante, así fuera por accidente, había muerto combatiendo con él! Minwu podía oírse diciendo con su propia voz que esas cosas siempre habían pasado en el Santuario. Cassios dio muerte a nueve aspirantes. La vida era dura, y diez veces dura debía ser para quienes querían alzarse sobre sus semejantes, para protegerlos. Él era sanador, no juez; si Shaina no había querido matarlo, entonces él no tenía que dejarlo morir. Era así de simple, y las consecuencias de esa decisión, si debía ser honesto, nunca le habían atormentado.
—Esta ilusión es una ridiculez —dijo Minwu, levantándose. Sentía el cosmos de Grigori muy cerca, tanto que era un sinsentido que no hubiese llegado ya—. Sí, te sané. Sanaría a cualquiera que visitara la Fuente de Atenea, porque eso es lo que soy.
—No siempre sanaste —espetó Jaki, agarrándole la cabeza por las orejas y alzándolo tal que fuera una pluma. No podía usar su cosmos, no contra ese monstruo. Ni una pizca. Era igual que un simple humano, en manos de un gigante—. Para apropiarte de ese manto de plata, dejaste morir a un muchacho, ¿me equivoco?
No le dejó hablar. De un cabezazo, le abrió la frente en un corte terrible. La cara se le bañó de sangre, llena de recuerdos dolorosos.
—Déjame morir —pidió Laphicet, aspirante al manto de Copa, mucho tiempo atrás.
—El veneno es mortal —concedió Minwu—, pero puedo tratarlo. No te preocupes.
—Debo morir —insistió Laphicet—. Lo vi en la copa.
—¡Insensato! —exclamó Minwu—. Se dice que si se vierte agua en el manto de Copa, el reflejo le muestra su futuro. Es por eso que nadie lo hace. La incertidumbre sobre el mañana es la única garantía de los mortales contra la indiferencia de los dioses.
En aquel momento, golpeado sin piedad por aquella existencia imposible que se veía y movía como Jaki, Minwu entendió al fin que había hablado como un imbécil. Profesor, antes que amigo; santo, antes que médico. La tradición le hizo censurar algo que ya no podía cambiarse, negándole la oportunidad de al menos ofrecer consuelo.
—Por favor —rogó Laphicet, tomando las manos del quien lo condenaba sin escucharlo—, dame al menos una muerte pacífica. Es necesario.
—Yo… —Minwu no tuvo entonces valor para enfrentarse al destino. Tampoco lo tenía en el presente. En eso y en muchas cosas no cambió lo más mínimo. El sanador que dejó morir a un muchacho enfermo, acaso delirante, era el mismo que ahora era vencido por un fantasma del pasado. Peor, era el mismo que no podía confrontarse ni siquiera a sí mismo—. Si me contaras la profecía, tal vez haya otra opción —fue todo lo que pudo decir. Demasiado tarde, según vio en los ojos del aspirante.
En el presente, Minwu cayó al suelo. Las ropas rasgadas y sangrantes. Resultaba ser él quien necesitaba una visita al médico. Mareado, vio imágenes dobles reflejadas en el líquido carmesí, la de un médico y su paciente. Un penitente y su confesor.
—Si yo vivo, no vestirás el manto de Copa. Tú que eres el mejor de nuestro tiempo, tú debes ocupar mi lugar. De lo contrario, todo será un desastre.
—¿Yo, un santo de Atenea? ¡Solo sé curar a la gente, no sirvo para luchar!
Era una imagen descorazonadora. Minwu sintió el mismo frío que entonces, cuando percibió que el cosmos de Laphicet se alzaba como una tenue luz argéntea. Aquel que había entrenado para recibir el único manto sagrado que reunía las facultades de la sanación y la lucha, usó todo cuanto había aprendido para garantizar aquello que le negaban, si bien no pudo evitar el dolor. Puesto que ni siquiera un veneno mortal escapaba a la habilidad de Minwu, debía ser drástico. Casi podía oír todavía el sonido del corazón del aspirante al desgarrarse, presionado desde fuera, junto a otros órganos vitales. Casi pudo sentir la sangre que aquel desgraciado vomitó, diciendo:
—Esto… también… lo vi…
Laphicet, aspirante al manto de Copa, murió ese día y Minwu fue testigo. Cerró los ojos del muerto, anegados de lágrimas y sangrantes. Más adelante, anunció su deseo de completar lo que aquel no pudo hacer, ocultando a todos un sucio secreto que ahora Jaki, desde arriba, anunciaba:
—Incluso entonces, pudiste haberlo salvado.
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El brusco movimiento del barco no bastó para despertar a Kazuma; como un buen soldado, el caballero negro seguía al pie de la letra las órdenes de su general.Bianca de Can Mayor, en cambio, no había sido invitada al reino de Morfeo, y ante semejante evento buscó saltar al suelo y ponerse en guardia.
El temblor fue breve, en todo caso, y ella no pudo zafarse del abrazo del caballero negro. No estaba en sus cinco sentidos, la cálida piel de ese hombre amable la turbaba. Por instinto, buscó la máscara en su rostro, tan odiada, sin encontrarla.
Con sumo cuidado, se deslizó a través del engaño del amor, vistiéndose después en la oscuridad con toda la habilidad de una ladrona furtiva. El uniforme tenía las rasgaduras cosidas, una pequeña sorpresa de parte del irrelevante Grigori de la Cruz del Sur. ¡Aquel joven con cara de anciano resultó ser habilidoso con el hilo y la aguja! Ni siquiera las sugerencias que Bianca le dedicó, sabiéndose ignorada por el centrado médico, lo distrajeron lo más mínimo y ella no pensaba jugar con el libido de quien le estaba haciendo un favor gratis. Mientras, ya vestida, buscaba la máscara, perdida en un rincón, rio para sí, era una total, completa e incorregible desgraciada.
—Puede que hayas sido un siete —murmuró Bianca, mirando hacia su amante dormido—. Sí, puede que haya sido un siete.
Tenía la máscara entre los dedos. Se planteó lo divertido que sería solo pasearse por ahí sin ella, sobre todo si se encontraba con el más fuerte de los caballeros negros. Al final, empero, recordó sus propias palabras, introduciéndose en su piel a través del uniforme:
—Si ella la llevó todo el tiempo, entonces yo debo.
Cuando abrió la puerta, era un santo femenino desde los pies a la cabeza.
No podía ser de otra forma tras el desagradable sonido que había recorrido todo su mundo. Semejante al paso de una serpiente, o de un gusano.
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Tras horas de vigilia, Mera había sopesado la idea de transmitirle su tarea a otro cuando el barco se ladeó. No esperaba eso, no lo esperaba para nada, por eso tropezó y estuvo a punto de caer al suelo, siendo detenida por aquella pesada insufrible.
—Deberías descansar —le dijo Yuna, ayudándola a enderezarse.
—Gracias —replicó Mera con sequedad. Luego vio su rostro, sintiéndose juzgada en todo momento. Percibiendo la lástima que los jóvenes confundían con la compasión—. ¿Por qué me persigues? No te has separado de mí en todo momento.
La sombra de Águila la miró en silencio, como meditando.
—Crecí en una zona de guerra, viviendo de la rapiña como todos los demás. Sin familia, sin amigos, sin país. Todo me fue arrebatado, así que pensé que arrebatar estaba bien.
—No tengo tiempo para esto.
Pero antes de que Mera terminara de girarse, Yuna la tomó del brazo. Era fuerte, como todos los caballeros negros del barco. Se decía que las sombras solían estar por debajo de los portadores originales de los mantos sagrados, siendo escasas las excepciones. Era parte de la maldición de Atenea para aquellos que osaban corromper las leyendas celestes que ella y los Mu hicieron descender sobre la Tierra. ¿Era posible que eso hubiese cambiado, así como ahora sus auténticos rostros se revelaban al fin? Incluso las armaduras negras lucían como mantos sagrados.
—Sí que estás agotada —dijo Yuna, acaso dudando de su propia fuerza—. Para mí la santa de Atenea que me rescató era una diosa, una valkiria que vino a recogerme a mí, su einherjar. Me enseñó a domar el viento que antes temía. Después de un año de entrenamiento, fui capaz de detener yo sola un huracán que habría arrasado mi pueblo. Entonces comprendí que mi maestra no era ninguna diosa, que el poder que ella tenía, también lo tenía yo y que podía ser mejor que todos aquellos que me rodeaban. Me ofreció un camino de redención, una forma de pagar mis deudas.
—Yo no te conozco —espetó Mera, convencida de ello. La división Cisne estaba centrada en vigilar el posible regreso de Poseidón, no se involucraban en asuntos mundanos. Ella e Icario siempre respetaron ese código. La única excepción era…
—Tú eres igual que mi maestra. Tan segura de ti misma. Siempre firme, entregada a tu deber, sin titubeos. Verte me trajo recuerdos, los mejores recuerdos de mi vida.
—No serían tan buenos, si…
Un desagradable sonido la hizo callar. Algo se deslizaba, en alguna parte, enrareciendo el ambiente. Después, nada, solo silencio.
—Podía convertirme en santa de Atenea, con el tiempo —prosiguió Yuna. La guardia alzada, los sentidos alerta—. Si aceptaba la máscara que mi maestra me ofreció, lo sería. Yo la rechacé. Incluso siendo tan joven, rechacé esa fría máscara.
—Fuiste débil —acusó Mera, colocándose no obstante espalda contra espalda de quien sabía una guerrera capaz. Algo iba a atacarlos, algo peligroso.
—Con mi fuerza y mi talento, fui saltando de grupo mercenario en grupo mercenario hasta que conocí a Padre. Él mismo supervisó el resto de mi entrenamiento.
—Desperdiciaste tu vida, muchacha. Ese hombre solo estaba criando monstruos.
Un aplauso resonó en el pasillo, donde reinaba un silencio extraño, antinatural.
—Bravo —dijo Icario, manifestándose de la nada como un fantasma—, bravo. Esa es la palabra perfecta para describir a esa pobre chica. —Aunque vestía el manto de bronce, avanzó hacia ellas con las manos a la espalda y la expresión que solía tener como capitán de la guardia, sabiendo de antemano que alguien se iba a ganar una reprimenda y fingiendo pese a todo que estaba de buen humor—. Ese manto sagrado es un insulto cuando tú lo llevas, Yuna. ¿Águila? —Icario rio—. Eres un ave de rapiña.
Extendiendo la mano derecha, el santo de Boyero invocó una vara de castigo, toda hecha de metal. Esta también apareció sin ninguna explicación.
—Incluso entre los caballeros negros, que querían parecerse a los santos de Atenea, mi decisión era mal vista —admitió Yuna, todavía unida a Mera, confiando en ella—. ¿Qué tiene de malo? ¿Por qué Atenea odia a tanto a las mujeres?
—Débil —sentenció Icario—. Nunca habrías podido portar el manto sagrado.
La vara de castigo se alzó, negra, toda hecha de gammanium. Yuna quiso atacar, a esa distancia podía encajarle a aquel viejo una buena patada allá donde se halla la debilidad de los hombres, pero no pudo moverse. Todo el cuerpo quedó paralizado, la armadura negra de Águila, similar en apariencia al manto de Águila tras el Milagro de Mu, empezó a aplastarla, ejerciendo una presión terrible. En ese estado bastó un golpe para derribarla; Yuna de Águila Negra cayó al suelo con una herida abierta desde la frente hasta la ceja, de modo que vio borroso cómo Icario volvía a golpearla.
—¿No lo entiendes, verdad? —Otro golpe—. ¡Mera de Lebreles es fuerte! —Más—. Está. —De nuevo—. Orgullosa. —Tres barridos seguidos—. De su máscara.
Una y otra vez, el arma bajaba y subía. Una y otra vez, los intentos de Yuna por liberarse eran confrontados por su luminosa armadura, como si considerara indigna a quien nunca había dejado de ser una sombra.
—¡Basta! —dijo Mera, interponiéndose entre quien fue como su padre y aquella desconocida. Solo verla de reojo le dejó claro que estaba reaccionando tarde. Aquella cara desafiante y valiente, ahora estaba tan hinchada por los golpes que ni siquiera podía abrir bien los ojos y ella se había quedado sin reaccionar—. ¡Basta, Icario nunca fue así! ¡Era un buen hombre, el mejor de los hombres! Esta vil ilusión…
El cuerpo de Yuna se alzó hasta arriba como un guiñapo. Los brazos extendidos a los lados como parodia de crucifixión. En el rostro, deformado por las heridas, se adivinó una sonrisa desafiante. Los ojos brillaban bajo la piel hinchada.
—Eso digo yo —asintió Icario, a la vez que retorcía el extremo de la vara de castigo, tornándola una lanza. Lo hizo con aquel poder suyo capaz de señorear cualquier metal. Aunque sus palabras reflejaban un alma oscura, por lo demás era en verdad el santo de Boyero. El mismo cosmos, la misma voz, el mismo cuerpo. Hasta en los más mínimos gestos se parecía aquella aparición al hombre al que Mera conocía—. Basta de violencia gratuita. Acaba con esta chica que tanto enturbia tu corazón. Tienes una misión importante y ella solo te estorbará.
Le tendió la lanza con afecto. La misma sonrisa paternal. Mera no pudo creérselo cuando aceptó aquel regalo envenenado, su cuerpo se movía solo, merced de la ilusión.
—Te está engañan… —trató de decir Yuna, siendo interrumpida por el dolor.
Algo increíble ocurrió. Apretando los dientes entre los labios agrietados, la sombra sacó fuerzas renovadas, llenándose de un cosmos lleno de esperanza que casaba bien con la nueva apariencia de la armadura negra. Poco a poco, muy poco a poco, pues su carne y huesos resistían a duras penas la presión, Yuna movía los brazos, preparando alguna clase de técnica. Icario, observador de ese fenómeno, la apuntó con la palma abierta, que empezó a cerrar, subiendo la presión y arrancando un grito a la joven.
—Esta ave de rapiña morirá —afirmó Icario—. ¿Aplastada por sus pecados, o con la misericordiosa parálisis de su corazón? Decide pronto, Mera. Hasta los cuervos pueden sacarles los ojos a los héroes si los pillan dormidos.
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—Esto es inaceptable —dijo Ícaro, no por primera vez, cruzado de brazos frente al camarote que una joven compartía con un anciano. El asesino de su hermana, nada menos—. ¡Inaceptable! Los santos de Atenea son como bestias. ¿Qué derecho tienen a juzgarnos a nosotros? —Sintió que le llegaba una fragancia imposible. Las provisiones del Argo Navis Negro eran bienes de primera necesidad: ropa, comida y medicina. Nada de perfumes. En todo caso, el aroma le llegaba, haciéndole recordar aquella visión en aquel otro camarote. Esa mujer, esa hermosa mujer, que tenía la poca cabeza de hacer esas cosas en un viaje como aquel—. Inaceptable. La misión lo es todo.
Oyó unos pasos y miró a los lados. Le pareció que las distancias se habían incrementado mucho desde que el barco virara, como si hubiese un mundo entre puerta y puerta. Siguió oyendo un rato las pisadas hasta que divisó a la mujer. Bianca de Can Mayor vestía el uniforme militar del Santuario, remendado y con un par de botones desabrochados. Icario apartó la vista, encontrándose con el rostro descubierto de la santa de plata, tan sugerente como era de esperar de aquella mujer.
—Hola, general —saludó Bianca. Una cicatriz le afeaba la cara, cruzando la mejilla desde el ojo como una media luna, o una lágrima. Icario no pudo evitar mirarla; era mejor que distraerse con lo demás—. ¿Cómo te trata la vida?
—¿Es que los santos de Atenea no dormís? —dijo Ícaro, inundado por ese aroma artificial, producto del cosmos de la santa de plata. ¿Era esa la forma en que podía controlar a los hombres? ¿Y por qué lo revelaba ahora con tanto descaro? Hasta donde sabía, Hybris nunca descubrió cómo Can Mayor podía hacer lo que quisiera con los oficiales masculinos de la organización hasta ahora, lo que significaba que podía enmascarar su habilidad—. Es tan… inaceptable… todo… —Empezaba a sentir que su cuerpo y su mente se separaban. No iba a permitirlo—. Lárgate.
—¿Inaceptable? —repitió Bianca cuando estuvieron cara a cara—. ¡Qué recuerdos, Ishmael siempre me decía eso. ¡Ishmael, qué hombre! ¡Tan recto, tan varonil, tan…! —De la emoción, se derramó algo de vino de la única copa que traía—. En fin, que no había nada mejor en mi vida que hacerlo rabiar. Dilo otra vez, general. Dilo y puede que te premie con beso. —Bebió algo del vino, sin dejar de observarlo.
—Lárgate —insistió Ícaro, aquel asalto sin sutilezas no lo turbaba en absoluto, si bien se condenaba por no haber visto la copa. Si ese detalle se le escapaba, ¿qué pasaría si alguna amenaza viniera en ese preciso instante?
Oyó un fuerte golpe atrás, contra la puerta, aunque sin ningún otro sonido. Otro ruido extraño más, como aquel deslizamiento que se imaginó, como de serpiente.
—Ya he probado a tu oficial —dijo Bianca, tranquila antes de arrojarse hacia él, empujándolo contra la puerta. Tenía una mano apoyada en esta, la otra sostenía la copa, agitando el contenido—, me apetece general para postre.
—¿Es que estás sorda? —cuestionó Ícaro. Bianca terminó la copa—. He dicho que…
Aprovechando que Sagitario Negro hablaba, Bianca lo besó. El vino que estaba degustando fue de su boca a la de Ícaro, quien la apartó con brusquedad, tosiendo.
En el proceso, la copa había caído contra el suelo. Era de buen cristal y había resistido la caída, pero Bianca la partió del pisotón que dio para volver a acercarse a Ícaro.
—¿Paramos, o continuamos?
El caballero negro siguió tosiendo mientras Bianca mordía su cuello.
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Lesath podía dormirse donde hiciera falta, estaba acostumbrado a la vida austera, pero pasado un nivel de cansancio le gustaba dormir de un tirón como a cualquiera. Por eso, que su cama, cuarto y casa se ladearan de un momento para otro, tendía a ponerse de mal humor. Si, además, un ruido proveniente de otro mundo le obligaba no solo a abandonar el reino de Morfeo, sino también el merecido descanso, el enojo se mezclaba con la preocupación y empezaba a actuar como un héroe descerebrado. Se levantó de la cama con una sonrisa: ¿cómo se le ocurría quedarse dormido con el manto de Orión puesto? Para él no pesaba nada, su cosmos y la sagrada vestidura estaban conectados por el destino. Para la cama, bien, era una suerte que fuera robusta.
De un solo vistazo, entendió que estaba en un camarote ajeno. Rin de Caballo Menor permanecía dormida, aunque estaba sentada en la silla. Otro santo de Atenea de la cabeza a los pies, si bien santo femenino. De todos modos, le pareció que esa postura no era nada buena para el tortícolis, así que se acercó a la santa de bronce.
Alguien llegó hasta ella antes que él, alguien que jamás habría esperado ver. La debilidad de la niñez había cambiado con los años, resultando en un cuerpo, si bien todavía delgado para un guerrero, sano y entrenado. El manto de Hércules la cubría desde los pies a la cabeza, si bien no ocultaba algunas cicatrices, resaltando en especial una que le bajaba desde el rostro cubierto por la máscara hasta la clavícula. El cabello, corto y revuelto a primera vista, le caía tras la espalda como dos trenzas formadas por hilo de plata. Era la misma persona que Lesath había visto morir, si hubiese sobrevivido a aquel mal golpe. Era, sin lugar a dudas, Ethel, vistiendo su manto sagrado.
—El rostro de una mujer al servicio de Atenea es como una isla —declaró la supuesta Ethel, desprovista de casco. Lo tenía bajo el brazo, como si estuviera por marchar al combate y ahora se despidiera de una vieja amiga. La mano libre la usaba para acariciar el borde de la máscara de Rin—. Aislada en el mar, sin que nadie pueda llegar a ella sin mediar primero cierto esfuerzo. Ocultando un tesoro, para el que sabe buscar. Ese tesoro se llama conocimiento. El conocimiento que lleva a la paz.
—No eres ella —decidió Lesath, relajándose—. Esa niña tan dulce no se habría convertido en otra filósofa más.
—Asha hablaba de cosas complicadas, después de la rebelión —aclaró Ethel, mirándole—. Cambié mucho, con los años. Ah, tú tuviste que dar muchas explicaciones al Sumo Sacerdote y esos héroes legendarios, por el bien del Ocaso de los Dioses. Lamento que nuestros compañeros aceptaran con tanta facilidad que tú, viendo repetida la tragedia de mis padres, pensaras: «Anda, ahora el buenazo de Tiresias tendrá que enamorar a una niñita. Qué gracioso.»
—Eso no es lo que pensé —dijo Lesath, recordando aquellos días—. Yo… lo que viste… lo que Ethel vio en mi mente… —No se atrevía a decirlo, ni siquiera ahora que sabía muerta a la Suma Sacerdotisa. Él había aceptado su odio, considerando incluso la posibilidad de que la Tejedora de Planes hubiese hecho de algún modo que todo ocurriera así. Fuera ese el caso o no, Lesath de Orión necesitaba que el Ocaso de los Dioses ocurriera, ¿qué importaba si engañándose, Akasha de Virgo podía seguir adelante? ¿Qué importaba si no era ningún engaño y otro había puesto fin a la tragedia? Aquellos tiempos de horror terminarían con el tiempo, solo tenía que esperar—. ¿Quién te mató? —preguntó al fin, porque descubrió que eso sí lo importaba.
—El hombre de mis sueños.
—¡No juegues conmigo!
—Asha no sabía nada. Me lo prometió. Volvimos a ser amigas y ahora el mundo es un lugar mejor. ¿Quieres verlo? Solo tienes que salir de este barco.
—En eso estaba pensando, solo deja que busque mi traje de astronauta.
—Tiempo y espacio se retuercen aquí, por el cosmos de oro y el poder de los dioses que vuestro nuevo Papa sostiene en su mano —explicó Ethel—. Huye de este futuro truncado y ven al nuestro. Asha te extraña, muchos murieron en la Guerra Santa. El Ocaso de los Dioses agotó demasiados recursos y el enemigo atacó con más virulencia.
—No existe tal futuro —negó Lesath, aunque las imágenes aparecían en su mente. El mundo soñado por Akasha. El mundo al que rindió su propia alma—. Sal. ¡Sal, bruja! —gritó, llevándose las manos a la cabeza. No estaba solo viendo ilusiones. Aquel ser que decía llamarse Ethel estaba dentro de su cerebro. Retrocedió, espantado, comprendiendo que desde un primer momento fue él quien le dio tal nombre y ella solo reaccionó a sus propias palabras. ¿Por qué había estado siempre allí, paseándose en su cerebro? ¿Qué era? ¿Alguna clase de parásito?—. ¿¡Qué eres!?
La santa se alzó del suelo, moviendo las manos con aire teatral.
—Soy Ethel de Hércules, comandante de la división Pegaso al servicio de Akasha, diosa de la guerra y la sabiduría. Y la mayor maestra de telequinesis que existe en la Tierra, pero eso es lo de menos, ¿verdad?
Lesath gritó de pura impotencia, llenándose de un poderoso cosmos. Si no podía sacársela de la cabeza, al menos cortaría el problema de raíz. Veloz como fue en aquel combate contra Makoto, el santo de Orión cargó con aquel ser sobrehumano.
Detuvo el puño ante su máscara, no porque Ethel lo detuviera, sino por algo mucho más simple y vergonzoso.
Él nunca, jamás, golpearía a esa niña.
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Rin de Caballo Menor era un ser diminuto. Más que diminuto, insignificante. Ni siquiera destacaba demasiado entre sus compañeras de bronce. De hecho, sin ellas a su lado, se sentía una mota de polvo estelar flotando a merced del viento.
Así era en ese preciso momento. Algo muy pequeño en un mundo de gigantes de plata y titanes de oro. Su padre la esperaba lejos, en el infinito, a los pies tenía la mortaja bajo la cual descansaba por siempre la Suma Sacerdotisa. Rin llevaba mucho tiempo corriendo hacia allí, observada por el resto de portadores del manto zodiacal, pero siempre veía lo mismo, porque era tan pequeña que no adelantaría siquiera a una hormiga en una carrera tras un millón de pasos. Llamó al cosmos, la fuerza universal que unía a todos, que engrandecía lo insignificante, expandiendo el espíritu tal y como el universo se expandió en los albores del tiempo. Así obtuvo el impulso para seguir corriendo, sin descanso, sin mirar atrás.
Atrás estaban los felices recuerdos del pasado, cuatro amigas maravillosas con las que compartió por igual aventuras y pesares. Con ellas se vio a sí misma fracasada, con ellas se levantó una y otra vez para seguir intentándolo.
Atrás estaban los malos recuerdos del pasado, habladurías en susurros, mitigadas por el paso de los años hasta el punto en que nadie parecía recordar que las hubo. Un santo de Atenea se casó con una mujer y formó una familia.
—Venga, Rin, ya verás que con tiempo y esfuerzo le damos una lección a Aqua —aseguraba Elda, palmeándole la espalda.
—¿Tu padre es consciente de lo que ha hecho? —preguntó Faetón, una vez que hacía de mensajero—. Casarse, siendo un santo. ¡Debería consagrarse solo a Atenea!
«Corre.»
—Eres la mejor líder que podríamos tener —aseguró Alicia—. Haces que lo mejor de nosotras se una en un solo puño. ¡Contigo podríamos alcanzar las estrellas!
—Bueno —dijo Icario cuando le preguntó, el año de la Rebelión de Ethel—, Ban formó una familia antes que tu padre. Las viejas tradiciones se agotan, es ley de vida.
«¡Corre! ¡Corre! ¡Corre!»
—Cómo te envidio —dijo Xiaoling—. Los ataques a distancia son mi punto flaco. ¿Podrías enseñarme algún truco? ¡Si me tocara con esos soldados apestosos, no sabría que hacer! Ay, aunque en ese caso lo mejor que podría hacer es correr, ¿verdad?
—¿Tú eres la hija de ese que usa las reglas del Santuario como papel higiénico? —preguntó Celeris, el hombre que habría portado el manto sagrado de Caballo Menor si nunca hubiese habido una Pacificación—. Menudo ejemplo da, el Santuario está patas arriba. No tardaremos en ver a otra Hipólita y otro Jaki. —El tiempo le dio la razón, aunque no sintió por ello ninguna alegría.
«¡Más rápido!»
—Contigo pudimos volar —dijo Presea.
—Allá va la hija del Juez —comentó el público, el día en que luchó para vestir el manto de Caballo Menor—. ¿Peleará sin máscara? Las reglas no existen para esos héroes.
«¡Mucho más rápido!»
Había corrido toda una vida, buscando su meta, segura bajo la máscara. Aquella pieza de metal la protegía de las tontas recriminaciones que solo una tonta como ella tomaría en serio. Ella había nacido de una tradición rota, así pues, conservaría con orgullo otra, para que todos la vieran. Para que todos supieran que Arthur de Libra era un hombre de justicia, un hombre de ley al que todos habrían de respetar.
Presionando las rodillas, forzando los músculos agarrotados, rompió la barrera del sonido de un salto y siguió corriendo, acelerando paso tras paso. Mach 10, mach 100… Su padre la esperaba a lo lejos, pero esa no era su meta inmediata. Más allá de los titanes de oro que la vigilaban como columnas inamovibles, había el cielo estrellado de la noche. Allí colgaban unos puntos, diminutos como ella, inmensos en realidad. Saber lo inmensas que eran las estrellas de las que su alma era hija en lo espiritual, fue una de las razones por las que decidió convertirse en santo femenino de Atenea. Ella quería ser así de grande, un ser inmenso que alumbraba con sus sueños y esperanzas cuanto estaba en el otro extremo del universo, donde orbitaban otros mundos.
La otra razón, la leyó en las estrellas, que dibujaban una carta que leyó seis años atrás, a la sombra del árbol de hojas azules que puso fin a la Pacificación.
«Mi estimada Rin, hija de Arthur de Libra, el Juez, hija de Seika, la alcaldesa. Sobrina de Seiya de Pegaso, el héroe legendario que desafió a los dioses. Se dirige a ti en estos días extraños el humilde Celeris, hijo de un hombre y una mujer sin riquezas, ni gloria. Sobrino de nadie, hermano de todos los que sueñan con el cielo y padre de mis propios sueños frustrados. Como mis padres, no poseo nada, por no tener no tengo ni buen porte, vaya. Hay tantísima gente queriendo convertirse en santo de Atenea hoy en día, que a mí no me notan, ni del lado de fuera, el Santuario al que debo mi lealtad, ni del de dentro, la niña a la que ofrezco toda mi compasión. Porque, perdona que te lo diga a ti que sabes mucho de reglas y esas cosas complicadas, pero para mí Ethel es una niña todavía, una niña asustada. La gente que hoy se ríe de mí, mañana pensará igual que yo y eso es muy triste, porque sé que el corazón de Ethel es tan fuerte como bondadoso. Para que no quede reducida a la víctima que ahora es, yo, Celeris, me infiltraré entre su grupo, le tiraré de las orejas y la llevaré conmigo hasta Su Santidad en persona. Estoy seguro de que eso se puede arreglar por las buenas, y es más importante para mí que mi Prueba de Armadura, tan próxima. ¡Vaya, si habría sido mañana si esta Ethel ahora tan famosa no hubiese abducido ya a todos los otros aspirantes! Si me pasara algo…»
Rin cerró los ojos, dejando de ver las estrellas. Al ver enfrente, supo que seguía sin avanzar lo suficiente. Tal y como era, diminuta, incluso la velocidad de la luz no cambiaría nada. No tenía sentido pensarlo, pues la velocidad de la luz era una constante y el tamaño poco tenía que ver, pero estaba en un mundo extraño, presa de poderes extraños. Las estrellas cayeron del cielo como lucillos, trazando alrededor de ella el resto de la carta, mojada por sus lágrimas la primera vez que la leyó.
«Si me pasara algo, ¿podrías ser tú la que me sustituyera? Eres una buena persona, y solo una buena persona puede cabalgar por el cielo a la par de Pegaso, como yo soñé con hacer. Desde que lo vi derribar a Cassios, siendo yo un guardia, lo admiré. La gente me trataba de tonto, porque había perdido mucho dinero apostando al obvio campeón. Ah, puede que no debiera decir eso, la guardia del Santuario no hace apuestas, ni bebe en acto de servicio. El caso es que desde entonces he querido luchar al lado de ese hombre, algún día, y ahora siento que ese día no llegará, así que… ¿Por qué no legarte a ti, su sobrina, este tonto sueño mío? La gente piensa en quién eres y quiénes son tus padres, la gente se da cuenta de que el Santuario entero está cambiando porque a la fracasada pupila del Sumo Sacerdote y otros seis maestros se le antojó. Aquellos que nos beneficiamos, lo celebramos por ahora, aquellos que fracasemos podríamos sentir celos de los que triunfen en nuestro lugar. Son tiempos locos, incluso sin esta rebelión, así que permíteme confesarme el primer y único admirador de una niña que hace oídos sordos a todo eso. Si el barco se hunde, sé que tú serás de las que ayuden a recomponerlo, porque eres muy valiente y muy buena, como Ethel. Si no puedo rescatarla, si no puedo lograr que esa niña se convierta en soldado, ¿puedo irme pensando que tú sí lo lograrás? Ahora eres una niña, y estoy seguro de que serás una gran mujer, o un gran soldado, o ambas cosas. No lo sé, ya te dije que a mí todos esos asuntos me parecen demasiado complicados. Solo puedo decir lo que siento.»
Agotada por completo, lanzó un grito desesperado. Su voz alimentada por un alma forjada en los cielos, debía alcanzar a su estrella guardiana, tan lejana.
Pero las estrellas que acudieron en su auxilio no estaban lejos, sino alrededor. Se unieron a la santa de Caballo Menor, todas a la vez, encendiendo su cosmos, diminuto e inmenso al tiempo. El compañero de Pegaso surcaba el infinito, la santa de bronce aceleraba más allá de sus propios límites, sintiendo que el cuerpo se le desgarraba.
«Postdata: He dejado instrucciones de que quemen esta carta si no me pasa nada drástico. En ese caso, dejaré que me recuerdes como el patán que te ve como una niña mimada que pisoteará todas nuestras reglas. Total, al menos seré el más sincero de todos los patanes que te lo dicen, ¿cierto? Estos comentarios despectivos traumatizan a los niños que aspiran a ser adultos, pero para ti, que tienes alma de soldado, tal vez sean el impulso que te llevará muy lejos. Tal vez en esta generación, sean tres los caballos que alcancen las estrellas, iluminando este mundo tan loco.»
—No hay tres constelaciones del caballo —recordaba haber dicho Rin cuando acabó de leer la carta. El recuerdo de la cabeza decapitada de Celeris estaba grabado en su mente. Aquel hombre había sido suprimido por Ethel tan pronto se acercó a su territorio.
Él era insignificante, como ella, como las estrellas. Pequeño, visible solo en la lejanía, y sin embargo, capaz de arrojar sus esperanzas desde una distancia lejana en tiempo y espacio. Así debía ser ella, incluso si a lo lejos se veía como nada más que un puntito colgando de la inmensidad del cosmos, debía poder recorrer el infinito. Lanzó un nuevo grito, no para pedir ninguna clase de poder, sino para expulsar el suyo propio.
Rin rompió el hechizo mental justo antes de que el cuello de Lesath, sometido a la aparición, terminara de torcerse. Su cosmos se liberó sin mesura, haciendo estremecer el camarote entero. En ese mismo instante, contenido en una insignificante fracción de segundo, la santa de Caballo Menor llegó a golpear a aquel nuevo y extraño enemigo a una velocidad tal que no podía reconocer nada a su alrededor.
Cayó al suelo tras ese único puñetazo, vomitando sangre. Todo su cuerpo lucía cortes, los huesos le temblaban, los músculos se sentían agarrotados. Miró hacia arriba, mareada. Vio por partida doble a Lesath cayendo al suelo. ¡Estaba tan débil!
Entonces fue elevada hasta chocar contra el techo, bañando con numerosas gotas de su vida todo el suelo. El enemigo la miraba a través de la grieta de la máscara.
—Velocidad relativista, ¿eh? Asha tenía razón.
Lesath reaccionó pronto, dando honrosa prueba de que era todo un veterano. Sin embargo, el cosmos del santo de Orión, de natural superior al de la propia Rin, se esfumó por un simple gesto del enemigo, quien lo sometió de nuevo.
«No —decidió Rin—. Antes de que ese ser atara los pies y manos de Lesath con telequinesis, su cosmos ya se había dormido.»
—La sangre de Kido —continuó Ethel—, es muy fuerte
Notas del autor:
Shadir. Ah, perfecto, entonces.
Una de las cosas que quería mostrar en esta historia, en el tiempo ya alejado en el que empecé, era lo que a mi parecer de entonces debieron ser las Guerras Santas. Como lo que sabíamos de la Guerra Santa de 1743 antes de Lost Canvas y Next Dimension; Lucharon los 88 santos, todas las constelaciones. Esto se consigue, en parte, mostrando ejércitos con sus tácticas y estrategias, pero sobre todo conociendo a los soldados como individuos, con sus propios sueños, miedos y esperanzas. Agradezco mucho haberme dado la oportunidad de profundizar en esto en el presente volumen, con los personajes que ya conocíamos y los que empezamos a conocer ahora.
Leía tu comentario y no pude dejar de pensar que la actitud de Narciso es antinatural. ¡Los soldados enemigos apenas tienen reparos en intentar secuestrar y asesinar a Atenea, pese a que luego los humanos son muy malos por desafiar a los dioses! Es curioso si lo pienso, imagino que ayuda que Atenea encarne como una humana.
Bien por Narciso, que por esta vez fue sabio.
