Capítulo 227. Un momento de paz

Poco a poco, los tripulantes se fueron haciendo a la idea de que habían escapado del infierno. El sol brillaba, de nuevo, también volvía a haber oxígeno en abundancia. Lesath de Orión quiso ir enseguida a dar la buena nueva a los de abajo.

—Menudo hielo más duro —alabó Lesath, después de verlo resistir una patada leve.

—Lo lamento —se disculpó Cristal—. Debía proteger el único hueco del barco mientras… —El siberiano no pudo continuar, nadie sabía con exactitud qué esperaban lograr mandando a los más débiles y agotados abajo. Cuando el mundo se acababa, se acababa para todos. Tal vez la falta de oxígeno les hizo perder la cabeza.

Ningún hielo en la Tierra podría resistir la fuerza que el santo de Orión había obtenido, ni siquiera en esas circunstancias en que solo funcionaba a la mitad de la potencia. En el segundo intento, redujo el apaño de Cristal de un puntapié.

—¡Ay! —gritó Aqua, que se había acercado al par y le llegó uno de los pedazos del hielo en pleno estallido—. Menudo recibimiento, si solo iba a ver cómo estabais.

El santo de Orión dio la vuelta, enarcando las cejas.

—Eso tendría que decir yo, ¿cómo estás tú?

—Tan bonita y fuerte como siempre —asintió Aqua.

—Después de todo este tiempo debes de estar agotada. —Aun si Cefeo era el manto sagrado en mejor estado del barco, al menos entre los de bronce y de plata, su portadora no podía estar bien. No solo había luchado contra un ángel y tratado a quién sabe cuántos heridos, sino que parte de ella había formado el río que después se transformó en un enemigo. El santo de Orión no se decidía entre si aquella actitud despreocupada era el temple de un guerrero o la arrogancia de una diosa. Se decantó por lo primero—. Sería mejor que descanses —dijo Lesath—, los chicos de la división Dragón podrán contarte las delicias de una buena siesta. ¿Verdad, Noesis?

El santo de Triángulo asintió para indicar que lo había oído, que no escuchado. Luego siguió conversando con Retsu de Lince sobre algún asunto intrascendente.

—Soy de los que sí trabajan —replicó Aqua—, la división Pegaso

—Otros buenos para nada —dijo Lesath, encogiéndose de hombros—. Mira, ahí viene Fang de Cerbero, buscando una cama en la que dormir. ¿Qué tal si te conviertes en una hamaca acuática y así ambos descansáis con comodidad a la luz del sol?

Por toda respuesta, Aqua ladeó la cabeza. ¡Ni siquiera se indignaba por la broma!

—Sí que sois vagos en la división Andrómeda si ya tienes sueño —dijo Fang en cuanto llegó—. Solo venía a decirte que si no vas a bajar, puedo bajar yo.

—Para dormir —insistió Lesath, todavía boquiabierto por la sorpresa.

—No tengo nada de sueño.

—¡Eso es absurdo!

—Yo diría que convertir a una compañera de armas en una hamaca es más absurdo.

—¡Solo quiero que descanse, joder! —exclamó Lesath, atrayendo la atención de algunos que los observaban con atención—. El río que acabamos de abandonar eras tú —se explicó, mirando a Aqua—. Tú y tu hermana.

Eso pareció esclarecerlo todo para los curiosos, aunque era difícil saberlo con Fang de Cerbero. De repente, el más vago de los santos de plata había olvidado parpadear.

—Me desconecté de esa parte de mi cuerpo cuando el Rey Durmiente lo corrompió, mi hermana debió haber hecho lo mismo —comentó Aqua, sin sonar muy convencida.

Algo le distrajo de seguir dándole vueltas al asunto. En el centro de cubierta, Aubin, ya liberado, y Cethleann, habían pedido de forma respetuosa perdón por los daños causados y las vidas perdidas, recibiendo reacciones más bien ambiguas. Los caballeros negros, sobre todo, estaban demasiado confundidos sobre qué hacer con el par de guerreros celestiales y preferían disfrutar de ese soplo de aire fresco, de modo que se dispersaron, algo incómodos. Mientras que Aubin se quedó ahí de pie, sin saber bien qué más decir, Cethleann se dirigió hacia Ícaro de Sagitario Negro, quien llevaba ya un buen rato moviendo la perla de Aqua como si fuera a decirle algo en algún momento.

—¿Te arrepientes de regalarla? —preguntó Lesath.

—Solo quiero que quede en buenas manos —dijo Aqua.

Según la conversación entre el ángel del Agua y el caballero negro, esta pretendía quedarse con la perla en la que también se hallaba sellado su padre, Cichol del Aire.

—Anda, vete, yo me ocupo de ver cómo están nuestros compañeros —dijo Lesath.

—Todos están bien —replicó Aqua, encogiéndose de hombros—. La humedad del barco es parte de mí ahora mismo, así que puedo verlo todo. Gracias de todos modos.

Diciendo tal cosa, la santa de Cefeo giró y se dirigió hacia Cethleann e Ícaro.

—Había dicho que estaba dentro de mí —murmuró Lesath.

—Señor —dijo Cristal—, ¿podemos acompañarle?

Había varios caballeros negros en espera, así como Fang de Cerbero, que seguía quieto y con los ojos bien abiertos. Lesath habría puesto la mano en el fuego porque no había parpadeado en todo ese tiempo. A lo mejor era otra forma de dormir de pie.

—Podemos, ¡poneos en fila detrás de mí!

Sin tiempo para excentricidades, el santo de Orión saltó por la trampilla decidido a hacer una nueva ronda de vigilancia. Cristal y los demás lo siguieron pronto.

Algunos minutos antes, Soma era el único caballero negro que estaba como pez fuera del agua. Tanto en el Santuario como en Hybris había hecho pocos amigos, algunos de los cuales estaban muertos. Asesinados, no, derrotados por Makoto de Mosca. Nico de Can Menor debía estar con su hermana abajo, y en cuanto a Retsu de Lince, el hijo adoptivo del santo de Triángulo seguía tan jovial como siempre. Chocaron puños por la victoria después de la disculpa de los ángeles, sin embargo, se tuvo que alejar de él cuando Noesis se le acercó para ver cómo estaba. Le pareció lo correcto.

Paseaba de un lado a otro, reflexionando sobre las vidas que se habían perdido en esa batalla, cuando topó con Margaret de Lagarto. Tendidos los brazos sobre la barandilla y con el rostro reflejado en las aguas del tiempo, el santo de plata dijo:

—Pronto nos veremos. Joseph. Yu. Ishmael. En los Campos Elíseos. Pronto.

A Soma le dio un escalofrío, no quería acabar así. Incluso si su hermana y su padre estaban muertos, más allá del océano, tenía que luchar. Tenía que vivir al límite.

Así que se tomó el saludo de Eren de Orión Negro como una invitación a unirse a la charla de un grupito de sombras. Había luchado con ellos y le había ido bien. Si eso no contaba como amistad, al menos debía ser una prueba de camaradería.

Desde popa, aliviado por primera vez en dos horas, Gestahl Noah observaba la reunión de caballeros negros. Eren, Yuna, Soma, Yoshitomi. Un grupo con potencial. Algunos de ellos lograron cosas por separado en la primera y segunda campaña de Mu. Juntos, acaso podrían equiparar la fuerza de un verdadero santo de Atenea. En eso también debía estar pensando la otra observadora del encuentro: Mera de Lebreles, acompañada por el oficial Kazuma de Cruz del Sur Negro, veía a la cuadrilla como un verdadero lebrel. O al menos dirigía hacia ellos la cabeza; ni siquiera él, siendo el primer y tal vez último Sumo Sacerdote, podría acabar con la Ley de las Máscaras.

Garland de Tauro era el único que le acompañaba, intranquilo. Cethleann pudo convencer a Indech, después de cerrarle la herida, de que estar demasiado cerca de los mares olvidados era una temeridad. No obstante, le fue imposible convencerle de subirse al barco, mucho menos de descansar. El ángel de la Tierra, de forma paradójica, alzó el vuelo y ocupó el rol que mejor se le daba: francotirador de los cielos, con unos sentidos prodigiosos capaces de percibir a cualquier enemigo sin importar la distancia. Resultaría todo un alivio de no ser porque el arma sagrada que portaba, el Inagotable, se había perdido en el Caos durante la huida. Así se lo hizo notar el único santo de oro en condiciones de luchar en cubierta, tan pronto vieron a Indech perderse en las nubes.

—Ha salvado a mi hijo —replicó Gestahl Noah—, tiene toda mi confianza.

—¿Cuándo eso fue algo bueno? —dijo Garland de Tauro.

Ese intercambio ocioso fue lo único que ambos dijeron en voz alta. Lo demás, por el bien de todos los que habían luchado hasta la extenuación, fue a través de la telepatía. El Sumo Sacerdote le contó cuanto le habían informado sobre la batalla, así como el resultado del encuentro con Titania de Urano.

Pueden morir —dijo Gestahl Noah—. Los Astra Planeta pueden morir.

El santo de Tauro le dijo que había muerto y resucitado.

Ya sé qué dirás —rio Garland—. Eres inmortal, eso no tiene nada de raro. Excepto que sí lo tiene, porque solo dejaron mi alma. Nunca había regresado de algo así, ni siquiera cuando luché con ese rey indolente y su amante. Alguien no me quiere en el inframundo —aventuró, mirando hacia el horizonte ceñudo.

Por mucho que dijera el santo de oro, entre las cosas extraordinarias que habían pasado en ese viaje, incluida la formidable armadura que su hijo vistió en combate, que el santo de Tauro no muriese era algo más bien común. Le interesaba más bien saber qué había sido de Kanon de Géminis. El santo de Aries, a pesar de su estado, se había comunicado con él desde la bodega, informándole del número de muertos y el estado de los supervivientes. Triela de Sagitario también estaba allí, aunque inconsciente, como ya le habían dicho, pero no había ni rastro del antiguo Sumo Sacerdote y contra Caronte de Plutón cada santo de oro contaba. El Ermitaño también le ofreció disculpas por las muertes de las sombras en la mente de Macuil, disculpas que Gestahl Noah rechazó con vehemencia. Kasumi, Érika, Sabrina… Todos ellos habían muerto como querían vivir, como santos de Atenea, logrando quizá el mayor beneficio que esa batalla sin sentido había dado, a menos que el Espíritu Divino Sothis tuviera el mismo sentido del honor que los Astra Planeta. Tritos de Neptuno no intervino según lo acordado.

¿Esperabas otra cosa? —dijo Garland—. ¡Vamos a matar a su amigo!

—respondió Gestahl Noah, con una sonrisa quizá demasiado siniestra, en tanto Aubin, el ángel de la Audacia, apartó la mirada después de estar un rato observándoles. Iban a eliminar a Caronte de Plutón, iban a darle una lección a los cielos inclementes. Si Sothis se dignaba a hablarles, a darles la pista que necesitaban.

—A veces Padre me da miedo incluso a mí —admitió Kazuma. Otros oficiales, como Llama y Luciano, se habían retirado al otro extremo del barco con mucha sutileza.

—Ajá —respondió Mera, que no lo estaba escuchando.

El poder de las máscaras era algo fascinante. Hacía tan solo unas horas, pudo sentir hasta qué punto había una mujer bajo esa fría pieza de metal. Sin embargo, en ese momento, no podía pensar en la alta guerrera de rojos cabellos trenzados como una chica. En ningún sentido. Claro que Mera era tan distinta a Bianca como lo son el fuego y el hielo. La santa de Lebreles exudaba profesionalidad incluso en un momento como este, donde a las claras el hielo se estaba derritiendo.

—Ve a decirles algo —sugirió Kazuma, palmeándole la espalda.

Mera giró hacia él después de dar un par de torpes pasos. La máscara ocultó si lo miraba con sorpresa, agradecimiento o instintos asesinos, y ella no dijo nada al respecto, limitándose a ir a donde quería estar.

Viéndola acercarse a Yuna y extender la mano, Kazuma dio en silencio gracias a los dioses por haber podido conservar la cabeza.

«Tenía ganas de hacerlo —pensó el caballero negro—. Yo solo la empujé.»

En ese momento, Lesath de Orión partió el hielo que cubría el hueco de la trampilla, causando un notable estallido. Kazuma se descubrió pensando que quería bajar, al igual que varios oficiales que estaban preocupados por el destino de las sombras abajo.

«No te engañes —dijo Kazuma, sumándose a la fila—. No quieres ver a una sombra.»

Soma estaba acostumbrado a sentir desconfianza por las enmascaradas. Uno nunca sabía qué estaban pensando tras esa pieza de metal. Incluso su hermana le daba miedo, aunque estaba seguro de que eso no habría cambiado si no la llevara puesta.

Cuando Mera vino de improviso, tendiendo la mano, se quedó muy callado. ¿Qué quería? ¿Amistarse con ellos? ¿Retarlos a un pulso?

—Hola —saludó Yuna, jovial—. Buen trabajo.

—Buen trabajo —susurró Mera, dejando que la sombra de Águila le estrechase la mano. No hubo pulso, y de hecho, pronto acabaron hablando los cinco sobre los logros de la batalla como si hubiesen sido camaradas toda la vida. El caballero negro de León Menor buscó con la mirada a Kazuma, esperando ser rescatado para alguna charla hombre a hombre, pero la sombra de Cruz del Sur bajaba entonces de un salto, con cara de bobo.

«Si tan solo los Reyes Sombríos no hubiesen cortado el enlace, sabría en qué está pensando —reflexionó Soma—. Bueno, la batalla ha acabado, ¿no?»

Al final, él mismo entró en el debate sobre quién aportó más a la lucha.

—Te aseguro que mientras yo esté aquí no vas a morir —dijo Cethleann—. Te lo juro por mi padre, que es la persona a la que más quiero en el mundo.

Mientras hablaba, el ángel del Agua no apartaba la vista de la perla.

—Te creo. —Ícaro estaba destrozado, no había mejor forma de describirlo. Sin embargo, a aquella chica de verdes cabellos y orejas puntiagudas le bastó tocarlo con el caduceo que llevaba para que toda hemorragia, interna o externa, se detuviese. También el dolor había desaparecido. Según comentó entonces, después de que sanara a Indech y este se fuese volando, el poder de esa arma sagrada era rechazar la visita de la Muerte. Muy pocas heridas podían resistirse al aura sanadora de la Vara del Géminis; por desgracia, los ojos de Ícaro, quemados por el verdadero poder del rayo, eran una de esas excepciones—. No me importa dártela, solo que espero que el espíritu cumpla su palabra. —Volvió a agitar la perla, con más brusquedad que nunca.

—Según decía mi padre, el Espíritu Divino Sothis siempre cumplió su palabra —argumentó Cethleann, sin poder ocultar la mirada anhelante.

Ícaro dudó por un momento, conmovido por aquella voz tan dulce. Aquel ángel les estaba prestando una ayuda inapreciable, se sentía ruin negándole lo que tanto anhelaba. Antes de decidirse a entregar la perla, empero, Aqua se la quitó de las manos.

—¿Todavía no le has curado los ojos al ciego? —espetó la santa de Cefeo, apareciendo en la espalda de Cethleann—. Dicen que eres mejor curandera que yo.

Recuperado de la impresión, Ícaro dejó que las dos se entendieran, mientras pensaba en esa comparación. Que él supiera, el número de muertos se habría elevado bastante más de no ser por las habilidades de la hija de Nereo. No obstante, mientras que Aqua podía curar a los hombres uno a uno, Cethleann los podría mantener vivos a todos con solo estar en el barco, incluso si hasta el último tripulante estuviera al borde de la muerte.

—No puedo restaurar partículas elementales —admitió Cethleann.

—Anda, justo la última lección para diosas sanadoras —decía Aqua, haciendo saltar la perla de una mano a otra para evitar que el ángel del Agua pudiese verla siquiera—. Yo tampoco llegué a ese grado de excelencia. ¿Eso nos hace iguales?

—Lamento no haber podido curar a tu amigo, mas despreocúpate —decía Cethleann con un leve tono de irritación—. Quienes despiertan a la Octava Consciencia tienen una imagen mental de cuanto les rodea, más nítida de lo que los cinco sentidos convencionales pueden llegar a captar. Está viendo lo bonita que eres ahora mismo.

—No es mi amigo, tonta —dijo Aqua, dándole un golpecito en la cabeza—. Es mi paciente, le pienso tratar en cuanto acabe contigo.

Por alguna razón que el caballero negro no pudo entender, el ángel del Agua tuvo un estremecimiento, como si de verdad la santa de Cefeo pudiera hacerle algo a toda una guerrera celestial. La hija de Nereo era fuerte, para ser santo de plata, pero seguía siendo solo eso. En contraste, si bien Cethleann poseía un cosmos inferior al de Cichol, Indech y Macuil, más bajo incluso que el de Noa y Aubin, quizá por estar relajada, seguía siendo peligrosa incluso para los santos de oro que dominaban el Séptimo Sentido.

Como fuera, la hija de Nereo no tenía intención de pelear con Cethleann. Sin dejar de mover la perla de mano a mano, Aqua formó espuma sobre uno de los dedos. Con gran habilidad, y algo de poder de diosa menor, la santa de plata creó un lazo con la espuma y ató la perla sobre la cabeza de Cethleann, formando una coleta alta. Luego, chocó palmas, muy satisfecha del trabajo realizado.

—Gracias —dijo Cethleann, enrojecida.

—¡Oye, el Espíritu Divino no ha hablado todavía! —gritó Ícaro, malhumorado.

—Cuando hable, Cethleann nos lo dirá —aseguró Aqua, a lo que el ángel del Agua asintió. La santa de plata no la estaba viendo, en cualquier caso, sino que rauda se puso frente al caballero negro y empezó a examinarlo—. Ahora lo importante es tratarte, debes de tener más heridas internas que órganos, y… ¿Eso es un mordisco?

De nuevo, el recuerdo de Bianca de Can Mayor apareció en la mente de quien era, al fin y al cabo, solo un muchacho en lo que refería a cuestiones amatorias.

—Creo que a tu hijo le gusta tu novia. O la nereida. O las dos —decía Garland, sin duda notando, como él, la tensión en el más fuerte de los caballeros negros—. Salió al padre.

—No siempre fui así —replicó Gestahl, sonriendo a su pesar—, como vosotros.

Antes de ese último beso, durante la Guerra de Troya, solo había en su corazón espacio para amar a una mujer y venerar a una diosa. Dos personas distintas, por desgracia. Después no le fue posible dejar de amar a las mujeres. Necesitaba, de forma desesperada, llenar el vacío que su esposa le había dejado al marcharse, al morir. Esa necesidad de afecto se había vuelto más acuciante después de saber muerta a Akasha de Virgo. La anterior Suma Sacerdotisa lo despreciaba hasta la médula, jamás se habrían hecho amigos, mucho menos amantes, o esposos, sin embargo, sabiéndola viva, un hombre como él que arrastraba diez mil años de pecado podía tener esperanzas.

¿Pensando en ella, eh? —adivinó Garland. No estuvo seguro de por qué retomó la vía telepática hasta que añadió—: Dime, Utnapishtim, ¿qué tan improbable piensas que sería que hubiese conquistado el inframundo?

Un escalofrío le recorrió el cuerpo. El día en que Akasha de Virgo se reveló, sin saberlo, como la reencarnación de Pirra acudió a su memoria, atormentándolo.

Tendría que decirte que es una locura —respondió Gestahl Noah—, mas me encuentro aquí, diciéndote: Si ella ha tomado el reino sin rey, la vida después de la muerte va a volverse muy interesante. Lástima que yo nunca la conoceré.

Bendito por los dioses —entendió Garland.

También maldito.

En eso nos parecemos. Por cierto, no me gusta esto.

Gestahl Noah enarcó las cejas. ¿Después de pasar tanto rato ceñudo, como si fuera a matar a todo aquel que se les acercase, le decía lo que ya era obvio?

Ya me había dado cuenta.

Se necesita un milagro para sobrevivir a semejante cantidad de entropía.

¿Entropía?

Se le dice así al Caos cuando entra en el Cosmos. No fue Aquel que se desliza en la oscuridad el que lo invocó, sino Macuil. El ángel del Fuego sabía que yo era peligroso porque al igual que él podía recurrir a la fuerza primigenia que tanto los Reyes Durmientes como los guerreros celestiales han de temer. Por eso me mató, para que nadie pudiera cancelar su as bajo la manga por si todo se torcía.

El Caos se manifestó porque las paredes dimensionales de la Senda de Oro se vinieron abajo —mientras argumentaba eso, Gestahl Noah se dio cuenta de que era absurdo. La Senda de Oro era una distorsión que atravesaba el universo. Si colapsaba, el Caos no lo alcanzaría, salvo que alguien lo invocase y ese alguien no había sido el santo de Tauro—. ¿A dónde quieres llegar?

Garland le sonrió, enseñando todos los dientes.

Si tuvieras Niké, esto tendría sentido. Abandonamos la Senda de Oro en el momento justo y acabamos en medio de los mares olvidados. Lejos, por cierto, del otro extremo del túnel de gusano que creamos uniendo seis cosmos de oro.

Abriendo y cerrando la mano que no asía ningún báculo, Gestahl Noah asintió.

La victoria no nos sonríe a los humanos. No más. Ese fue el precio a pagar.

En consecuencia, habían escapado de un hechizo que llevaba la destrucción a dimensiones enteras por sus propios medios. Si ellos, simples mortales, podían lograrlo, ¿qué cabía esperarse de una entidad inmaterial y malévola que precedía al universo?

Yo solo digo, que esta salida exprés a mar abierto es demasiado misteriosa.

Él no pudo menos que concordar. Miró arriba. Indech sobrevolaba los cielos como una sombra diminuta, bajo un sol que se le antojaba cada vez más grande y ardiente.

Nada, no quedaba nada en absoluto. Todos los voluntarios que les asistieron a ella y su padre en la reparación de mantos sagrados estaban muertos. Las herramientas, así mismo, al igual que los recursos que quedaban, se habían perdido en uno u otro momento. Lisbeth tenía ganas de llorar. El manto de Orión era un lastre, varias de las armaduras de los caballeros negros tenían daños severos y según había comentado Aqua de Cefeo, incluso el manto de Aries estaba muerto. Vaya, pero si se encontraban en una situación peor que cuando empezó a trabajar. Por lo menos no tendría que pedirle más sangre a aquel enorme guerrero de piel oscura.

Como el rayo de luz que anuncia el amanecer —aunque ya hacía rato que navegaban bajo un maravilloso sol de justicia, un poco grande y caluroso—, le llegó un mensaje telepático de su padre. Michelangelo de Escultor Negro daba fe de las malas noticias, como el estado del manto de Aries y el fallecimiento de muchos de los antiguos compañeros de Lisbeth, pero al tiempo anunciaba la supervivencia de otros muchos. Los cadáveres, fueran los transportados desde cubierta, fuera de los que murieron luchando en alguna de las batallas que debieron darse abajo, desaparecieron, según la opinión de los testigos, a la par que el caballero negro de Sagitario combatía al enemigo. Como si el cosmos de los vivos no fuera suficiente, como si las almas de los muertos hubiesen querido unirse en ese último lance para obtener venganza. Para Lisbeth de Cincel Negro, ese milagro era motivo de orgullo, la prueba de que la diosa Atenea velaba por ellos, los parias, como velaba por el resto de santos de bronce, plata y oro. Entre los más jóvenes, como ella, había estado pasando de boca en boca un título nuevo.

Santos negros —dijo Michelangelo—. Esta juventud está cada vez peor.

Gracias —replicó Lisbeth, haciendo un mohín que su padre, en la bodega, no pudo ver—. Sí, ya sé, no estabas pensando en mí. Entonces, ¿todos están bien, verdad?

Solo hasta que Michelangelo se lo confirmó tres veces, Lisbeth se atrevió a ir a dar el informe a Padre. Por el camino oyó algunas conversaciones curiosas. El grupo de Eren tenía el ego por las nubes, el santo de Lince no paraba de decir que hacía calor, la dignidad del general estaba en algún lugar entre él y dos mujeres… Tuvo un momento de parálisis cuando el de pronto enorme santo de Tauro enseñó los dientes. Con lo grande que era el llamado Gran Abuelo, podría zampársela sin masticar siquiera, tenía unos pectorales más grandes que toda ella y su cabeza cabría en cada abdominal. Tanto miedo tenía, que cuando se decidió a acercarse al líder de Hybris dijo lo primero que se le pasó por la cabeza, la mayor idiotez que había dicho en toda su vida.

—¿Todo en ti es así de grande?

Los chicos reaccionaban de todo tipo de formas cuando una chica tomaba esa clase de iniciativa. Timidez, orgullo, embelesamiento… Garland de Tauro se limitó a decir:

—Soy célibe.

Ella se le quedó mirando, boquiabierta.

—¿Quieres algo, Lisbeth? —preguntó Gestahl Noah.

—Ah, sí, Padre —dijo la sombra de Cincel. Que el Sumo Sacerdote del Santuario se acordara de alguien como ella bastaba para restaurar la autoestima de cualquier daño. Claro que ahora el representante de Atenea en la Tierra era el mismo que dirigió a los caballeros negros por trece años, si no más—. ¡Lisbeth de Cincel Negro se presenta para dar el informe de daños en los niveles inferiores! —exclamó, cuadrándose.

Los dos la escucharon con atención con los brazos cruzados, realizando gestos casi a la par de asentimiento, asombro y lamento. Cualquiera que los viera habría dicho que eran camaradas de toda la vida, lo que considerando el misterio detrás de ambos personajes no sería descabellado. Lisbeth, empero, no tenía tiempo para hacer de detective. Se limitó a indicar el número de muertos, incapacitados y combatientes sanos con los que contaban. No había mucho que decir respecto a los daños materiales; el Argo Navis Negro, como un manto sagrado auténtico, se había restaurado gracias a la sangre de los héroes y la inestimable ayuda de una deidad. A falta de oricalco, gammanium, madera sagrada y otros recursos, Aqua de Cefeo había ofrecido parte de su fuerza, la misma que había usado para formar un río de agua sagrada al inicio de ese viaje de locos.

—Me alegro de que Zaon y los demás estén bien —dijo Garland. Tenía una voz gruesa, de las que se sentían en la cara, como una tempestad; a Cincel Negro le habría gustado tener máscara en ese momento—. Les fallamos estas dos horas. Los santos de oro…

—Cada uno hizo lo que le tocaba hacer —le interrumpió Gestahl Noah, severo—. Estoy seguro de que Kanon de Géminis estará haciendo su trabajo.

—Tu chica dijo que había derrotado a Sariel, ¿puede regresar?

—Ningún santo conoce mejor el espacio-tiempo que Kanon de Géminis. En esta época.

Mientras los dos seguían conversando, Lisbeth aguantó la postura. Era un soldado, no una niña. Con todo, no pudo evitar ver de reojo a Cethleann, bellísima con el arreglo en el pelo que le había hecho Aqua de Cefeo. En comparación, ella era común y corriente. No le extrañaba que un guerrero veterano como el Gran Abuelo la hubiese rechazado.

—Utnapishtim —gruñó Garland, causándole un sobresalto.

—Ah, sí. —Gestahl Noah la miró—. Si eso es todo, Lisbeth, puedes retirarte.

—Ese hombre parece distraído —comentó Noesis, viendo cómo la sombra de Cincel relajaba la postura antes de retirarse, abochornada.

—Ese hombre es el Sumo Sacerdote —corrigió Retsu.

El santo de Triángulo pasó a la vía telepática, por precaución.

¿Le has visto blandir Niké después de que regresara?

Pues la verdad es que no. De por sí es raro que ese hombre tenga a Niké.

El mayor enemigo del Santuario en esa época había robado todos los tesoros sagrados de Atenea, incluida a la diosa de la victoria. Ambos, maestro y discípulo, sabían eso, pero además habían captado toda suerte de rumores sobre las batallas en cubierta. Un ángel con la apariencia de Azrael y los poderes de Adremmelech era el más descabellado de todos, aunque se lo creerían si Makoto de Mosca lo confirmaba. En comparación, que el ex-líder de Hybris, que había ascendido a Sumo Sacerdote del Santuario con la venia del santo de Altar y cuatro santos de oro, tuviese a Niké, o algo que se le pareciese, sonaba incluso racional. Y ese era el problema: que teniendo semejante apoyo, se retirase a pedir ayuda a los Astra Planeta sin obtener nada a cambio. Quizá Noesis se pasaba de paranoico, después de la experiencia con Saga de Géminis, sin embargo, empezaba a sospechar que Gestahl Noah hizo algún tipo de trato. Con los Astra Planeta, o incluso con los Reyes Durmientes, por el bien de sus secretos propósitos. Era el representante de Atenea en la Tierra, como también era el mayor siervo del dios innominado conocido como el Hijo.

¿Y si este enemigo era un soldado de su dios y no podía permitirse actuar con demasiada efusividad? —aventuró Noesis.

Vamos, hombre, si lo vimos sangrar como un cerdo —respondió Retsu, quitándole hierro al asunto—. Además, no es un secreto para quién trabajaba el Sumo Sacerdote. Cuando le preguntaste, antes del viaje, te respondió, ¿no?

Así había sido. Gestahl Noah admitió haber servido a los intereses del Hijo, siempre y cuando estuviesen en sintonía con la voluntad de Atenea. Parecía sincero entonces, al punto que Noesis había creído en él. Justo por eso se animó a unirse al viaje. Más que venganza por todos los daños sufridos, sentía que era su deber proteger a toda la nueva generación de jóvenes de las maquinaciones de quien podía ser otro Saga de Géminis.

«Soy un necio —admitió Noesis—. Si ese hombre nos maneja con sus hilos de oro, yo nada pude hacer. Ni siquiera fui capaz de vencer a mi pasado por mi propia cuenta.»

Miró a Retsu, tan optimista y seguro de sí mismo. No pudo menos que abrazarlo.

—Nunca te di las gracias, ¿verdad, hijo? —preguntó Noesis.

—Ni falta que hace, tú y yo somos un equipo —dijo Retsu—. Padre.

Margaret de Lagarto era un guerrero. A esas alturas conocía bien los vaivenes de la guerra, por lo que no debería sorprenderle que los demás celebraran la victoria, satisfechos de lo logrado. Aun así, no podía evitar sentir desagrado por cada sonrisa y cada palmada en la espalda. Habían muerto muchos, no solo Joseph de Centauro, el último amigo que le quedaba, sino también decenas de caballeros negros. Si las sombras del barco llegaban al centenar ahora mismo sería un milagro, el milagro más inútil del mundo, porque incluso cuando estaban completos y con los mantos sagrados restaurados, eran nada más que un microbio frente al poder de Caronte de Plutón.

Sin abandonar esa posición sobre la barandilla, viendo las crestas de las olas de los mares olvidados, en la lejanía, oyó algún que otro comentario. Retsu de Lince, por ejemplo, opinaba que con la fuerza de Sagitario Negro y la de los santos de oro no tenían nada que temer. Luciano de Norma Negra y los caballeros negros de Centauro concordaban en que el poder combinado de las sombras y santos rompía con todos los límites. Incluso estaba seguro de haber escuchado el nombre de Cristal en la charla que sostenían los caballeros negros de Orión, Águila, Lobo y León Menor, antes de que la santa de Lebreles se les sumara. Todos estaban bastante impresionados con el incremento de fuerza del siberiano, empezando por el santo de Lagarto.

—¿Cómo dominas en ese grado el arte de la congelación? —preguntó, intrigado, Margaret durante la confusión de los primeros minutos en mar abierto.

—Deberías saberlo, gracias al enlace —replicó Cristal.

—¿Cómo…? —insistió Margaret. Sí, sabía que el poder provenía de una esquirla del Trono de Hielo, acaso parte de los cimientos de un nuevo asiento para los Señores del Invierno. No obstante, si fuera tan fácil obtener poder, los guerreros azules de Bluegrad serían mucho más fuertes de lo que habían sido a través de los siglos.

—Está en mi corazón —dijo Cristal, palpándose el pecho—. Inserto en él. Incluso si sobrevivo, moriré dentro de tres, dos días —se corrigió, contando el tiempo de viaje—. Todo mi cuerpo se cristalizará desde adentro hacia afuera.

Como un eco de ese destino funesto, Margaret sintió que un escalofrío recorría su ser.

—Has venido aquí a morir.

—Como todos, ¿no?

Sí. El espíritu de ese viaje era morir por la causa, Margaret de Lagarto lo entendía, pero no tenían que arrojarse al Hades como necios. Ninguno de los que creía que tenían oportunidad contra Caronte de Plutón se había enfrentado a él. Ichi de Hidra, Yu de Auriga, Joseph de Centauro…, ellos lo habían enfrentado y ya no podían contarlo, quizá era lo mismo para Adremmelech de Capricornio. Solo quedaba él, que no tenía deseos de hacer añicos las esperanzas de todos, ni antes ni ahora. No quería ofrecerles la desesperación, ni tampoco quería abrazar la esperanza. Entonces, ¿qué le quedaba?

Hacía un calor de mil demonios. La barandilla, antes fría como la muerte, ahora estaba hecha un horno. Hasta le daban ganas de zambullirse en los mares olvidados, lo que era letal, según le había dicho al ángel ciclópeo cuando caminaba tan campante sobre las aguas. Incluso deprimido, Margaret no era ningún tonto: algo que era letal para un guerrero celestial, lo aniquilaría a él en un abrir y cerrar de ojos. Se apartó de la barandilla y del mar, notando apenas que varios se habían marchado hacia abajo. Cristal no estaba, por ejemplo. Lisbeth de Cincel Negro terminaba de dar un informe a los mandamases. Noesis y Retsu tenían una charla padre e hijo. Un grupo de sombras hacía un pacto de hermandad bajo la atenta mirada de la santa de Lebreles. El mundo, en definitiva, seguía girando a pesar de la muerte de Joseph de Centauro, y era su obligación, como el último de aquella cuadrilla de amigos, los mosqueteros del comandante Ishmael, girar junto a él. Estaba aprendiendo a formar un eidolon que honrara los cosmos de dos compañeros, descubriendo cómo ocultar su presencia en el proceso; ahora tenía que compensar la falta de un tercer compañero. Debía aprender a volver realidad un sueño capaz de vencer a un enemigo invencible.

Entonces, dos personas que erraban sin un norte se encontraron. Aubin, ángel de la Nobleza, tenía una perpetua cara de abatimiento, muy distinta a la triste serenidad del otro ángel, Cethleann. Lucía en verdad arrepentido, lo que no evitó que, al verlo, Margaret de Lagarto recordase el momento en que vio cómo un demonio del Averno destruyó el alma de su amigo, negándole incluso la esperanza de salvación. Se arqueó, revuelto el estómago, y vomitó lo que quedaba en él sobre las botas del guerrero celestial. Que aquel no se ofendiera solo le enfureció más.

—Te he ensuciado, maldito seas —dijo Margaret mientras se levantaba. Ellos tenían la culpa de todo—. ¿No vas a purgarme, soldado de los cielos?

—Mis botas han conocido cosas peores que tus vómitos —aseguró Aubin, mirándole a los ojos—. Ser parte de la voluntad de un Rey Durmiente. No hay nada más nauseabundo que eso y me bañé gustoso en esa inmundicia todo este tiempo.

—¿Crees que eso cambia algo? Nuestros compañeros han muerto por culpa de tu gente. —Margaret no entendía cómo dejaban que campara a sus anchas. Un cosmos gélido empezó a rodearlo, congelando el suelo alrededor de sus pies; era más un esfuerzo por combatir el calor asfixiante que una amenaza, pero mejor para él si el ángel de la Audacia se lo tomaba a las malas—. Deberíamos arrojarte al mar.

—Tu cálida brisa no podría congelarme allí. —Sin cambiar el gesto, Aubin le tocó el peto con un solo dedo. El santo de Lagarto retrocedió varios pasos, mareado y viendo que su cosmos, liberado, se replegaba—. Mis compañeros murieron también, ¿recuerdas? Murieron por mi culpa. —Alrededor, algunas sombras e incluso santos interrumpían sus conversaciones, atraídos por la voz de quien no se había hecho escuchar—. Chevalier, Timotheos… Vaya, hasta Sariel tenía su encanto y ahora lo más probable es que también esté muerto. Me propongo compensar mi ceguera ayudándoos a llegar al Jardín de las Hespérides. Así que no, no puedo darme un chapuzón contigo ahora mismo —concluyó, guiñándole un ojo—. Hace un poco de calor aquí, ¿no?

El guerrero celestial se apartó el sudor de la frente antes de apartarse. Margaret de Lagarto lo vio con los puños apretados. ¿Sus amigos habían muerto? Ese no era el problema. Mientras el alma de un hombre siguiera intacta, al menos podía descansar.

—Ese santo de plata no tiene sentido de la oportunidad —dijo Ícaro, un tanto molesto. Muchos caballeros negros habían muerto por las acciones de los ángeles y las sombras preferían mantenerse al margen, por el bien de la misión.

—Yo creo que con este calor nos venía bien algo de fresco —replicó Aqua, sin entender nada—. Espero que Pavlin se recupere pronto y nos ayude.

—Lo cierto es que entiendo a vuestro compañero —terció Cethleann—. Vi cómo Aquel que se desliza en la oscuridad destruyó el alma de uno de los vuestros. No estoy segura de si se puede reparar algo así, incluso si eres un dios.

El caballero negro de Sagitario asintió con gravedad. Era cierto, Joseph de Centauro sufría el peor de los destinos y él nunca había sido un hombre de fe como para aferrarse a aquella voz celestial que lo guió en el momento oportuno, cuando luchaba con el Rey Durmiente. Sin embargo, tanto como culpaba a los ángeles por la invasión de horrores y todos los sufrimientos que supusieron el enfrentamiento con tan poderosos guerreros, los eximía de culpa por ese último enfrentamiento. Aquel que se desliza en la oscuridad era un enemigo de todos, que había dañado a ambos bandos. Si había que culpar a alguien de cualesquiera daños, debería ser a él, no a quienes manipuló.

Además, como legatario del sueño argénteo de Joseph de Centauro, no tenía tiempo para odiar a nadie. Tenía que cumplir el papel de ambos en la batalla venidera.

Entretanto, llegó una comitiva de seis caballeros negros, un santo y un ángel. Almaaz, el desorejado, presidía a las sombras, siendo el que sostenía el extremo superior de una larga túnica. Grigori de la Cruz del Sur era el responsable de su confección, empleando el tejido que no había sido destrozado a lo largo de las batallas, mientras que Noa, ángel de la Nobleza, le dio el toque de color adecuado para que unos harapos pasaran a convertirse en la genuina ropa de un gigante.

Sin gloria, ni alas desplegadas, quien fuera un poderoso guerrero celestial parecía uno más. Noa vestía una túnica sencilla marcada por desgarrones y manchas de sangre seca. También, pese al tratamiento recibido, lucía algunas cicatrices, así como la suciedad propia de quien ha combatido con su vida. Quizá era por eso que Almaaz y el resto de sombras que cargaban la túnica, color vino, lucían ese orgullo: no sentían estar acompañando a un viejo enemigo, sino un aliado excepcional, el que les llevó a una dimensión que solo estaba reservada para los hombres más poderosos de la Tierra. Fue todo un contraste para quienes en todo momento habían evitado entablar conversación con Aubin de la Audacia. Margaret de Lagarto, en especial, no le quitaba el ojo de encima al avejentado Grigori, como cuestionándole que anduviese a la vera de uno de los soldados del cielo que tantos problemas le habían causado.

Una vez el grupo cruzó el barco, Garland de Tauro dijo:

—¿Eso es para mí?

—Te veo impresionado, gigante —dijo Noa—. Es normal. ¡Nadie menos que un hombre que tuvo el honor de servir en la corte de Artemisa ha labrado estas excelentes…! —Mientras el guerrero celestial seguía hablando, el santo de Tauro tomó con cierto cuidado la túnica y se la pasó por encima de la cabeza, aprovechando que carecía de mangas. Por escasos segundos, a todos los caballeros negros se les detuvo el corazón, pues el respeto que podían sentir por un santo de oro se convertía en pavor por lo grande que se había vuelto de pronto—. ¿Y bien? ¿Te pica? Es normal, ¿a quién se le ocurre llevar calzones hechos de tu propia piel? —susurró el ángel—. Cuando recuperes tu tamaño normal, la ropa se ajustará de forma automática gracias a…

—Es estupendo. ¡Tienes buena mano para hacer ropa, Grigori! —exclamó Garland, entusiasmado, sin hacer el más mínimo caso a lo que le decían.

El santo de plata asintió con solemnidad, los caballeros negros volvieron a respirar con normalidad y Noa… Noa se quedó quieto, boquiabierto y sin fuerzas para siquiera indignarse. ¡El santo de plata había creado harapos, fue él quien lo convirtió en ropa! Ropa robusta, mas ropa al fin y al cabo.

—Debes disculpar a mi amigo —dijo Gestahl Noah, provocando un alzamiento de cejas en el santo de Tauro—, la costumbre de crear ropa a partir de su cuerpo viene de antiguo. A las mujeres no solía gustarles que anduviera por ahí como los dioses le trajeron al mundo cada que una batalla le dejaba sin prenda alguna.

—A algunas mujeres les gustaba —replicó Garland. Un susurro que pareció un grito. En algún punto del barco, una muchacha soltó un gritito.

A Noa la referencia le pasó de largo. Tampoco entendió por qué de pronto el líder del barco miraba con incomodidad al grandullón, si antes le había parecido bien que fuera por ahí con la ropa de un salvaje. Así que obvió los detalles y fue al grano, incluso si en su fuero interno esperaba algún halago. ¡La ropa nueva le quedaba muy bien! Solo la parte superior del pecho, los brazos y las piernas de rodillas para abajo quedaban al descubierto, lo que era una gran mejoría. El color, como suponía, le quedaba perfecto con el tono de la piel. ¡Tendría que estar deshaciéndose en halagos por su magia!

—Aún quedan recursos en la bodega para confeccionar ropa —decía Noa mientras pensaba en todo eso—. Unas botas te vendrían bien. —Miró los pies, grandes como las piernas de un hombre promedio—. También nos queda algo de comida. Podríamos celebrar la victoria con una cena. —De repente, se le ocurría que el tal Grigori de Cruz del Sur podía haber hecho la túnica más cerrada. El gigante tenía una musculatura espectacular—. Soy tan buen cocinero como modista. Después de todo, al final todo es arte y no hay mejor artista en el universo material que el mago.

Los dioses, por supuesto, estaban fuera de esa aseveración.

—Pues me vendrían bien unos calzones —dijo Garland, como si solo hubiese oído la mitad—. Sí que me pica un poco la ropa que me hice.

Gestahl Noah formó una sonrisa triunfante y acaso cruel. La misma chica de antes soltó un gritito. Grigori de la Cruz del Sur asintió, conforme, mientras que los caballeros negros se miraban, inquietos. ¿Cabría Garland de Tauro abajo?

—Unos calzones —comentaba Noa, abatido—, no me necesitas para eso. Me quedo.

A medio camino hacia los camarotes, Garland de Tauro agarró con la mano a la santa de Cefeo, que seguía conversando sobre lo sucedido con Cethleann e Ícaro.

—Eso también viene de antiguo —comentó Gestahl Noah, sin que nadie le oyera.

Las sombras y Grigori se quedaron pasmados, mirando la escena.

—¿Qué haces? —preguntó Aqua, también pasmada.

—Tienes que descansar —dijo Garland—. No aceptaré réplica.

—Soy de la división Pegaso —le recordó Aqua.

—Y has referido a los míos como unos vagos —repuso Garland.

Por un momento, la santa de Cefeo tragó saliva.

—Puede que lo haya hecho. Sí, es posible.

—No te guardo rencor.

—¡Claro que no, faltaría más!

—Solo digo que debes descansar, en el Jardín de las Hespérides nos harás mucha falta.

Como entendió que se había excedido, el santo de Tauro bajó a la santa de Cefeo al suelo. La hija de Nereo fingió que se quitaba el polvo en lo que reunía fuerzas para replicar al enorme guardián del segundo templo zodiacal.

—Todos sois unos pesados. —Miró a Cethleann e Ícaro, quienes no hicieron nada para ayudarla. Alrededor, se retomaban viejas conversaciones e iniciaban nuevas. Ella alzó un dedo al cielo—. Soy una diosa, no me canso nunca, salvo cuando me canso.

—¿Como ahora, por ejemplo? —Garland de Tauro se cruzó de brazos.

—Ahora estoy dispersa. Toda la humedad del barco, eso soy, este cuerpo que ves es una parte de mí —respondió Aqua—. Por eso no estoy cansada, aunque lo esté.

—Cada vez te contradices más —dijo Garland—. Será por el calor.

Entre los temas de conversación que podían surgir entre los grupos en cubierta, incluyendo una inesperada charla entre Gestahl Noah y Noesis de Triángulo sobre las posibilidades de sellar a un Astra Planeta con el medio adecuado —el Sumo Sacerdote descartó la opción, en vista de lo poco que tardó el regente de Plutón en liberarse la otra vez—; el tema del calor no paraba de salir a colación. También, muchos consideraban que el sol se había vuelto demasiado grande y que en cualquier momento el Argo Navis Negro, ignífugo por los materiales empleados para construirlo, ardería en llamas.

La propia Aqua de Cefeo sudaba, cosa extraña, pues llevaba el manto de Cefeo en mejor estado que cualquier otro manto sagrado en cubierta. Tal vez extrañada por esa contradicción, llevó el dedo con el que había apuntado al sol hasta su frente.

—Siento a mi hermana —dijo Aqua en un tono pausado, ido.

—Imagino que se habrá convertido en humedad —terció Ícaro.

Garland y Cethleann, en cambio, fruncieron el ceño.

—La siento —prosiguió Aqua, caminando hasta la barandilla—. En el mar. Todo este mar es mi hermana, Tetis, hija de Nereo.

No hubo nadie en cubierta que no oyera tal declaración.

Tampoco había, a esas alturas, alguien allí que no entendiese que eso era imposible. Los mares olvidados eran el tiempo. Quien caía en esas aguas, se perdía a través de las eras. Si Tetis era el océano que con calma navegaba el Argo Navis Negro, bajo un sol ardiente y odioso, solo había una posibilidad.

—Seguimos atrapados —dijo Noa, quien había buscado consuelo en su viejo amigo, Aubin, apartados ambos de los demás—. El Rey Durmiente no ha muerto.

Un sonido de deslizamiento recorrió las mentes de todos en ese preciso momento.

xxx

Notas del autor:

Shadir. Justo de eso trata este capítulo, como dices, un breve momento de respiro. Porque incluso los héroes necesitan descansar entre el sinfín de batallas al que les condena este autor tan poco considerado para con su destino.

¡Muchas gracias!