Capítulo 231. Diez mil años

El Viejo Juez había sido testigo de muchas guerras, algunas sagradas y otras solo humanas. Vio a las legiones de los muertos caer frente al coraje de los vivos. Vio el mal que se desliza más allá de las estrellas. Vio a hombres luchando con otros hombres, a antiguos enemigos volviéndose aliados. Vio unidos al cielo, la tierra, el mar y el infierno y vio a los demonios que lograron la desunión y el caos. Vio la conquista de la galaxia a manos de pioneros humanos que nunca consideraron el papel de la vida artificial en los primeros tímidos pasos. Vio que había universos más allá del universo y que aún más lejos había otros que jamás podría conocer. Dragones, gigantes, hombres, espíritus, ninfas, demonios… Incontables pueblos vio el Viejo Juez, observador definitivo, frío e imparcial, enfrentarse y aliarse con el pasar de los siglos y milenios. También vio la decadencia de quien quiso resistir todo eso, hasta su final inevitable.

Los humanos no deberían vivir tanto tiempo, así lo habían dispuesto los dioses, que solo permitían la antinatural longevidad como una forma de esclavitud. El Viejo Juez consideraba sabios a los amos del universo, aunque sin el Misophetamenos jamás habría podido completar la técnica definitiva, el Demonio de LaPlace. De haber sido un hombre común y corriente, habría muerto junto al resto de compañeros, Ofión de Aries, Kanon de Géminis, Nimrod de Cáncer, Lucile de Leo, Triela de Sagitario, Adremmelech de Capricornio, Sneyder de Acuario y Shizuma de Piscis. Tal vez los santos de Tauro y Escorpio habrían permanecido al lado de la Suma Sacerdotisa, de ser el caso, y habrían enfrentado con valentía una muerte honrosa, pero inútil. Lo que tenían, en cambio, era el único medio para confrontar el mal absoluto. Solo quien aprehendiera el universo entero podría enfrentar a una criatura que lo precedía.

Así pues, siguió viendo, extendiendo su cosmos a través del tiempo y el espacio. La Tierra, cuna de la humanidad, murió durante el enfrentamiento entre Marte, Quien roe los cimientos del mundo y Lisandro Lualdi, el Príncipe Durmiente. Tanto la obra humana, cuanto el resultado de eones de evolución natural quedaron reducidos a polvo, yendo la fuerza vital del planeta, Gaia, hacia el cuarto mundo del Sistema Solar, homónimo del autoproclamado dios de la humanidad. Los hombres que la habitaban marcharon con él a esa Tierra nueva, olvidando la antigua, consumida por los males que ellos mismos orquestaron y permitieron. Ya fueran del bando de Marte, ya del de Lady Heinstein, todo su legado a las generaciones futuras fue muerte y destrucción.

Con el tiempo, mientras el poder de Marte sobre la galaxia se asentaba, y Edén, coronado emperador de los hombres, desposaba a una misteriosa doncella de nombre Aria, los océanos devoraron los continentes e islas estériles. El quinto milenio d.C. se caracterizó por una descentralización de la humanidad, de modo que esta no llegó a ver ese nuevo mar, más inmenso y misterioso que nunca, acaso presagio de que el dios que otrora separó Pangea, antes de que los hombres anduviesen por la tierra y soñaran con contaminar los mares y el cielo, un día regresaría. Asumían que, si había agua, esta herviría tal y como hizo la tierra cuando rugieron todos los volcanes. Hubo atlantes que creyeron que un día Poseidón resurgiría, pero eran voces escasas y débiles.

La realidad era que Nueva Atlántida estaba destinada a desaparecer. Así como el Santuario no engendró más santos de Atenea y el Estado Libre de Magog se extinguió sin hacer mucho ruido, los señores del comercio interestelar se consumieron una vez Edelgard von Heinstein, por petición de Ailfread de Dragón Marino, extinguió sus privilegios. Ni Marte, ni Edén se los devolvieron, pues su objetivo, una vez derrotada la traidora, era una galaxia, si no unificada, al menos en paz. Buenas promesa que la Suma Sacerdotisa habría llevado a buen puerto, pero que el Nuevo Imperio Romano no supo realizar. Quienes se oponían a Edén, Emperador de la Humanidad, morían.

Porque todos los héroes de la Tierra, que abandonaron primero la cuna de la humanidad y luego Marte, habían abandonado a los pueblos de la galaxia. Como un rebaño de ovejas guiado por el fulgor de la vida y la muerte, a través de mil años los que debían defender a todos los seres humanos, los legatarios de la promesa, hecha tres milenios atrás, de velar por toda la vida en el universo, se convirtieron en ejecutores de un tirano más. No quedaban héroes genuinos de la era que el hombre creyó dejar atrás junto con el mundo en que nacieron, no quedaba nada de la milenaria lucha entre el mar y la tierra, el dios y el hombre, salvo un débil destello de vida. Un blanco que se alzaba, solitario, sobre el zafiro del mar infinito de Ponto.

La descendencia de Lif y Lifthrasir, el pueblo de Asgard. Custodios de las puertas del Hades a través de la hija de Drbal y Sigyn de Polaris, Hilda.

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No fue hasta el 5000 d.C. que los espíritus, insatisfechos por ser gobernados por un emperador humano e inmortal, abandonaron los nuevos planetas que habían llenado de vida y se desplazaron hacia Vieja Tierra. Viajaban con ellos antiguos campeones de la humanidad, como Cichol y Cethleann, que atestiguaron cómo Eolo recuperó los cielos, Anteo recreaba los continentes y Tetis volvía a formar los ríos y lagos mediante sus numerosos hijos. Gigantes, ninfas, atlantes, autómatas y daemon, viajaron al nuevo paraíso, lo que provocó, primero, roces entre los Exiliados y Asgard, celosos guardianes de su deber, no para con Marte, sino para con el extinto Santuario. Sin embargo, un hombre llegó desde los Nueve Mundos, que habían abandonado el universo a su suerte por temor al Nuevo Imperio Romano. Se trataba de Julian Solo.

Desaparecido desde el fin de la guerra entre vivos y muertos, la reencarnación de Poseidón del final del segundo milenio d.C. se encontró con un mundo donde el fuerte aplastaba al débil. El sueño de Atenea era ya solo un sueño, de modo que era deber de Poseidón re-iniciar la Guerra Santa contra el hombre. Que ahora debiera borrar de la faz de la existencia una población de cuatrocientos mil billones de hombres era lo de menos, en vista de la infinidad de pecados que los Exiliados le revelaban al entrevistarse con él en Asgard, donde era huésped honorífico, cuando no rehén. Sin embargo, contrario a lo que el Nuevo Imperio Romano extendió a través de los planetas, no fue Julian Solo el que atacó, sino que al principio se limitó a defenderse de las legiones de Anteros, Apóstol de la Guerra, quien temía que si Poseidón había regresado de verdad, le sería posible usar a su antojo el ciclo de la vida y la muerte. Que en esas incursiones cayeran la hija mayor de Marte, Sonia, y algunos de los más queridos amigos del emperador Edén, como su instructor, Mykene, hizo que la paz fuera imposible.

Otros mil años de guerra azotaron la galaxia. Julian Solo nunca pudo despertar todo el poder de Poseidón, sino solo una pizca, una gota del océano infinito que era el poder del hermano de Zeus. A su vez, Marte se reveló como la encarnación viviente de todas las Guerras Santas. No era Ares, sino el makhai definitivo, un prototipo de Astra Planeta que en cien ocasiones cruzó su lanza, Áxcalon, con el tridente de Poseidón, sin que hubiera un ganador claro. Al final, el dios de los océanos debía velar por un solo planeta, mientras que el falso dios del fuego y la guerra poseía un ejército infinito. A través de miles de años, aquellas dos fuerzas encarnaron en diferentes hombres y chocaron, sin saber que eran parte de otro ciclo más de Guerras Santas, sin imaginar que la pequeña galaxia por la que luchaban era una costra en el cadáver del universo. Incluso cuando Poseidón logró atraer a su causa a los Nueve Mundos, solo logró que estos sufrieran los mismos males que la Vía Láctea: enfermedad, hambre, guerra y muerte. No había vencedores en las Guerras Santas, sobre todo cuando no había dioses.

El Viejo Juez había sabido eso desde el mismo día en que se unió a Marte. La única duda que tenía era si, en ese nuevo ciclo de Guerras Santas, que no tenía nada de nuevo, ocupaba Marte el rol de Atenea, o este, por ironías del destino, correspondía a Poseidón. Pero cuando se dio el primer choque, cuando el corazón de la imbatible Sonia fue atravesado por el señor de Dubhe y el señor de Alioth desgarró junto a los fantasmas de los lobos del norte el cadáver de Mykene, él ya no tenía interés en la Tierra, Marte, o la galaxia. Buscaba desentrañar lo que había más allá, la galaxia de Andrómeda, las constelaciones, el lado oscuro del universo. Quería observarlo todo, a escala del macrocosmos y el microcosmos, porque, una vez lograra almacenar en su ser toda la información del universo, podría conocer el futuro con una certeza absoluta. El Demonio de LaPlace, un ser que ha trascendido la humanidad y ha alcanzado el Noveno Sentido, la clase de fuerza que podría entender el supremo mal que lo había atrapado.

Tardó seis mil años en lograrlo. En ese tiempo, la guerra entre Marte y Poseidón se fue extendiendo a través de las galaxias y mundos, como llamándole. Una pulsión de vida y de muerte lo llenaba todo. Rebeliones contra los dioses se perpetraban una y otra vez, de los gigantes de Dormin, de las ninfas y espíritus Milla Maxwell y Muzet, de los remanentes de la Guardia de Acero bajo el mando del comandante general Maximillian y la valkiria traidora, Selvaria, descendiente de Drbal y Sigyn de Polaris, del pueblo de autómatas que Adán y Eva iniciaron en la Tierra y que obedecían a un simple humano, analista de las emociones, que hablaba de paz, de los que descendían de portadores de la plaga daemonita, entre los que destacaban Ardyn Izunia, de la rama de los Blaiddyd, Lucina, de la rama de los Charon y un planeta entero de mujeres malditas, cosechados para servir en la Guerra Santa, que halló la libertad gracias a Teresa, de la débil sonrisa, una Fraldarius desde los pies a la cabeza. Todas fueron aplastadas. Como ocurrió en la Tierra, los humanos se agrupaban y diseminaban sin que las voluntades divinas siquiera lo notasen; era lo mismo para los aliados de la humanidad, solo que estos, al sentirse desplazados por el Nuevo Imperio Romano, tendían a unirse a las fuerzas de Poseidón, o a perderse en las Otras Tierras, donde fueron bien recibidos. Fue muy raro que un miembro importante del otrora llamado Pueblo del Mar, después Atlántida y Nueva Atlántida, y ahora Pueblo del Mar de Estrellas, desertase. Un general marino, de nombre Romeo, se desposó con la hija de un cónsul, Juliet, pero dada la escala del conflicto divino y humano, tal romance no pudo apagar las llamas del odio y la guerra.

El Viejo Juez lo hizo. Se reunió con las últimas reencarnaciones de Poseidón y Marte, contándoles que entendía el motivo de su deseo de unificar la galaxia. Ahora veía todo en el universo, él era uno con el universo, al igual que la finada Shaula de Escorpio, solo que con un conocimiento más profundo y menos instintivo. Dos cosas obtuvo de ese logro: saberlo todo para entender que no sabía nada, que ni siquiera reuniendo el conocimiento del universo podía comprender a Aquel que se desliza en la oscuridad, y una certeza absoluta del destino del universo, acabar sin que él pudiera hacer nada. A fin de lograr evitarlo, decidió dejar de observar, y actuar. Ahora entendía que Hades, Poseidón y Atenea nunca habían estado en ese mundo. La diosa de la sabiduría y la guerra justa había sido siempre, sin duda, Niké. Al igual que Marte encarnaba las Guerras Santas, Hades debía ser el inframundo manifiesto en un solo ser que pudiera gobernarlo, y en cuanto a Poseidón, era la consecuencia de un poder que venía de más allá del universo, solo que había habido dos causas. No era lo mismo quien detuvo el avance de la plaga daemonita y expulsó a Aquel que se desliza en la oscuridad, que quien respaldó a Julian Solo y había reencarnado una y otra vez todos estos milenios.

—De hecho, Quien roe los cimiento del mundo no era el auténtico Rey Durmiente —observó el Viejo Juez—, sino alguno de esos otros dioses que abandonaron este universo. Su dunamis permaneció bajo el tejido de la realidad, con una consciencia dormida que un Rey Durmiente podía corromper. ¿Son parecidos, acaso? ¿Son los Reyes Durmientes aquello en lo que los dioses pudieron convertirse, de no ser porque ganaron sus guerras en un pasado remoto, anterior al mismo Big Bang?

No era como si importase. Quien roe los cimientos del mundo fue derrotado en la Tierra y arrojado a las tinieblas del Tártaro, mientras que Aquel que se desliza en la oscuridad se había adueñado del universo y ya no habitaba el inframundo. La victoria que Marte creyó tener sobre los Reyes Durmientes, al ver expulsado el mal supremo de donde las almas de los hombres eran juzgadas, fue un engaño como muchos otros. Ahora, el enemigo era más grande, poderoso y terrible que nunca. Un dios, un verdadero dios, podría detenerlo, pero ni Poseidón, ni Marte, lo eran, al contar con solo una esquirla del infinito. Debido a eso, era indispensable una alianza.

—Jamás he perdido un combate contra ti, ¿por qué no someterte a mí? —acusó el último de los Solo—. En el Olimpo, Ares inclina a la cabeza ante Poseidón.

—Porque eres el dios de la Tierra y los Nueve Mundos —dijo Marte—. Porque los hombres, a pesar de los milenios y el abandono de otros pueblos demasiado débiles para vivir bajo la ley del más fuerte, aún creen en mí. Si tú eres el poder, yo soy los números. ¿Pretendes que nos lancemos a la batalla? No me parecería mal, si estuviéramos solos, si el objetivo no fuese vencer al mal que ha corrompido las huestes del cielo que vigilan los sellos a través de incontables galaxias —arguyó, convencido.

Así pues, los dioses estrecharon las manos. La alianza entre los pueblos enfrentados fue difícil, llena de obstáculos y muy lenta. Sin embargo, cuando los dioses decidían algo, esto se cumplía. La princesa marciana, Mina, se desposó con el sombrío hermano mayor del recipiente de Poseidón, descendiente como aquel del desposorio entre Hilda de Polaris y Julian Solo cuando el ciclo de las Guerras Santas se renovó con un nuevo actor. Se formaron pactos, se compartió el vino y el pan, y por supuesto, se aplastaron las rebeliones en contra, fueran de uno u otro bando. De ese modo, en el decimotercer milenio d.C., se redactó el Pacto de las Diez Tierras, de protegerse contra el mal verdadero, enemigo de toda vida, fuera esta libre o bajo la guía de Marte o Poseidón.

El dios del fuego y la guerra se reunió con el dios del océano en la frontera del territorio humano en el universo que habían tenido a bien denominar Yggdrassil.

—¿Imaginabas un destino así cuando te llamabas Ludwig, Caesar?

—Por supuesto que no, Adrien, esperaba ser yo el que dirigiera a todos los hombres.

Por primera vez, como si hubiesen sido ellos los que cedieron al deseo de las Diez Tierras por hacer la paz, Marte y Poseidón hablaron como uno solo. Los vítores de los incontables pueblos formados a través de diez mil años de conflictos se extendieron a través de las galaxias. La promesa de la victoria anidaba en el corazón de todos, incluido el Viejo Juez, cuyo cuerpo había envejecido treinta años en todo ese tiempo. Vistiendo el manto de oro que usara para dar muerte a la Bruja y la Muerte Roja, el que no vistió cuando la Tejedora de Planes y el Gran Abuelo descendieron al Hades, se convirtió en el campeón de los hombres que nunca quiso ser.

En el 12243 d.C., tras varias incursiones de una raza de hombres informe, capaz de alterar la realidad con los mil ojos que surgían por todos los rincones de sus extraños cuerpos, comenzó la guerra entre Aquel que se desliza en la oscuridad y las Diez Tierras. Cethleann y Cichol lucharon ese día, siendo aniquilados por los Grandes Espíritus Etro, Linzei y Paals que un día fueron aliados de la humanidad.

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La galaxia fue consumida. Las Otras Tierras fueron barridas. Todos los ángeles que custodiaban los sellos, tornados en ángeles caídos mientras los hombres y sus aliados se perdían en sus propios conflictos, fueron demasiado para las Doce Legiones de las Diez Tierras, cada una de las cuales evocaba a un signo zodiacal. Marte y Poseidón habían muerto, también las familias reales del Nuevo Imperio Romano, Asgard y Nueva Atlántida, las más longevas de la historia humana. Los ejércitos eran cenizas dispersas entre el polvo estelar al que quedaron reducidos los mundos humanos.

Así se lo describió Aquel que se desliza en la oscuridad al Viejo Juez, primero de los generales en caer. Atado por las cadenas de la locura, el Demonio de LaPlace observó por dos veces el fin del universo. Una, por sus predicciones, otra, cuando ocurrió.

«Solo es un sueño —pensaba el Viejo Juez—. Creado por ti.»

Como esperaba, Aquel que se desliza en la oscuridad le respondió con imágenes y sonidos, aunque en el plano en que se hallaban, las tinieblas subyacentes al universo material, habría podido hablar. El universo era, en verdad, obra de aquella entidad ignominiosa. Pero los actores no. La vida lo había inundado a partir de los pensamientos del Viejo Juez. Cuanto más expandía él sus horizontes, en su afán por entender el universo, más y más personas aparecían, luchando unas con otras y viviendo la vida que el Viejo Juez se negaba a vivir, por ser un hombre que aspira a ser más que un hombre.

La ironía le hizo sonreír. Todo ese tiempo, el universo que había estado aprehendiendo era, en cierta forma, el suyo propio. Cuando el último ser viviente cayó, muy lejos de la Vieja Tierra, el observador cerró los ojos, aceptando la futilidad de sus actos.

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Despertó bajo las aguas que hacían las veces de cielo para el Reino Submarino. El Sustento Principal estaba cerca, entronado en un pilar unido al suelo, coralino, por imponentes escaleras. Sobre un peldaño de estas se hallaba un viejo conocido.

—¿Verdad que no hay un Tritos tan genial?

Con gran dificultad, Arthur de Libra se levantó.

«¿He estado soñando? —Mientras vivía ese mundo sin dioses, ni Astra Planeta, no recordaba cuándo empezó todo. Ahora lo hacía: Shaula de Escorpio, unida a la naturaleza, exterminaba a decenas de miles de horrores junto a los demás, mientras que él fue a desafiar a Aquel que se desliza en la oscuridad vistiendo el manto celestial de Libra. Recordaba la Senda de Oro, observándole con ojos que se abrían entre los pliegues espacio-temporales. La lucha frenética en que la realidad se torcía alrededor, creando un mundo nuevo—. No era un sueño, y a la vez, lo era.»

Quien lo había rescatado era, por supuesto, Tritos de Neptuno. Vestía como aquella vez tras la muerte de Ío de Júpiter. Con una capa de agua oscura, colgada de unas hombreras que recordaban a conchas marinas. Salvo la cara, redondeada y pálida bajo los rizos coronados de laurel, ningún rasgo quedaba a la vista. Era como si el mar lo envolviese, como si todos los mares de todos los mundos lo envolviesen.

—¡Tú eres Poseidón! —exclamó Arthur, boquiabierto.

—¿En ese mundo? Sí y no —respondió Tritos, manifestando un poder que daba la misma sensación que aquel que respaldó a Julian Solo y la línea familiar que inició junto a Hilda de Polaris—. Poseidón es Poseidón, solo que yo revisto sus dones divinos para los trabajos más delicados. Eso, en teoría, me hace inmune a los poderes de los Reyes Durmientes, que no se encuadran del todo en la magia de los espíritus y los magos, ni en el cosmos de los guerreros sagrados. Mas, este sueño que creó para mí es fascinante, si es que es un sueño y no me ha transportado a otro universo.

Con un solo pensamiento, Arthur pudo saber todo lo que ocurría en la Tierra sobre ese mar. Cada persona, cada pueblo, cada ciudad, así como los valles y montañas, los ríos y los lagos. No vio un solo conflicto. Ninguna guerra. Habría querido saber más, pero entonces, unos ojos aguamarina aparecieron en su mente, ensombreciendo todos sus sentidos y haciéndolo trastabillar. Apenas para ese momento se dio cuenta de que no vestía el manto celestial de Libra, sino que este había vuelto a su forma original.

—¿Qué es este lugar? —dijo Arthur, inquieto. Los recuerdos de tantísimas batallas se desvanecían junto al cansancio psíquico. ¿Había estado cansado, siquiera?

—Este mundo diverge bastante del tuyo, por eso dudo que sea un sueño creado por Aquel que se desliza en la oscuridad —dijo Tritos—. Aquí no hubo Pirra de Virgo, ni prototipos de falsos dioses. De hecho, la primera Guerra Santa no fue el diluvio universal, sino un conflicto similar a la primera guerra atlante de tu mundo. ¿Quién me iba a decir que mi hermano mayor, tan recto y leal, podría enamorarse de Atenea? —El astral se acarició el mentón con aire pensativo. Mientras hablaba, sin duda le daba vueltas a muchas cosas—. Bueno, no es la primera vez que veo algo así, a decir verdad. No todo se perdió durante la Guerra del Hijo, el infinito es inabarcable incluso para los que luchamos por la eternidad. —Sacudió la cabeza, como evitando proseguir por ese rumbo frente a alguien ajeno a los asuntos de los Astra Planeta—. Como decía, este mundo diverge del tuyo e incluso de otros en los que la victoria de Atenea y Poseidón se debió a que mi hermano escogiera ser hombre antes que atlante. Porque nuestro padre escogió castigarle del modo adecuado, usándolo como recipiente.

—Así que la presencia que… —trató de decir Arthur.

—El que te sentó en el suelo por mirón es Atlas, recipiente de Poseidón, vencedor de la Guerra Santa contra Atenea. O un descendiente de Atlas, si es que aquí los reyes atlantes no son tan longevos como en tu universo. No fui a preguntarle, estaba demasiado entretenido disfrutando saber que teníamos razón. —Con una amplia sonrisa, el poderoso astral de Neptuno lució como un niño pequeño a punto de hacer una travesura—. Nuestro padre habría sido un mejor dios para la Tierra que Atenea, los atlantes habríamos sido un mejor pueblo que los hombres.

El santo de Libra lo había visto, sin embargo, intuía algo bajo aquella paz:

—Si perdieran a Poseidón, nadie sabría qué hacer.

—Oh, no seas mal perdedor.

A una velocidad endiablada, el astral le enseñó la lengua.

—Entonces —prosiguió Arthur, tras un silencio incómodo—, ¿tus dones divinos permitieron que Poseidón se manifestara en ese sueño?

—La Esfera de Neptuno lo hizo, sí, nuestro poder trasciende las dimensiones. ¿De qué otro modo los Astra Planeta íbamos a ganar una guerra que abarcaba innumerables mundos y tiempos, eh? —Del cuerpo de Tritos surgieron nueve burbujas, de distintos colores cada una. Tres, aguamarina, roja y negra, brillaban con especial intensidad—. Neptuno trató de despertarte, Marte intentó crear un regente adecuado y Plutón, según veo, se corrompió y preñó a una mujer mortal. Adoraré contarle eso a mi hermano.

—¿Caronte de Plutón me ayudó también? —Se inquietó Arthur. Incluso si quien aparentaba ser Hades acabó tornándose en Quien roe los cimientos del mundo, antes de eso ayudó a la humanidad, accediendo incluso a una alianza imposible en la realidad.

—La Esfera de Plutón lo hizo. Son más poderosas de lo que nosotros fuimos antes de nuestra apoteosis —explicó Tritos—. Como sea, se puede decir que ellas pusieron la dirección, el Rey Durmiente el escenario y tú, santo de Libra, los actores.

Él asintió, porque eso ya lo había deducido por su propia cuenta. Solo el origen de los poderes divinos era un misterio para él. ¿De dónde había venido Niké, por ejemplo?

—Bien, ¿y ahora, qué hacemos? —preguntó Tritos, divertido.

—¿Qué ha pasado con Aquel que se desliza en la oscuridad? —cuestionó Arthur.

¿Era posible que un astral fuera tan poderoso como para matarlo sin despeinarse?

—Sigue en el sueño, mirándonos —respondió Tritos, moviendo la mano en señal de saludo—. Podría quedarme aquí un rato más y ver cuánto tardan los santos de Atenea en venir a arruinarlo todo, si de verdad me hallo en este universo. Si esto es un sueño y Atlas de Poseidón es producto de mis delirios, me parece que estamos en problemas.

Una idea peligrosa pasó por la mente de Arthur de Libra. No venía nadie a ver qué pasaba en el Sustento Principal. Ningún marino, ningún general.

—¿Fue Aquel que se desliza en la oscuridad quien creó ese universo, o solo soñaba el mundo que tú creabas para mí, Tritos de Neptuno?

Era claro que había perdido su duelo contra aquella entidad y que en algún punto el regente de Neptuno lo había rescatado. Así pues, ambas opciones eran igual de válidas. El astral que tenía entre él, podía encerrarlo en su propio universo con un chasquido.

—Mi hermano es el de los chasquidos —dijo Tritos.

—Estás en mi mente —entendió Arthur, viéndolo como una confirmación.

El regente de Neptuno ensanchó la sonrisa de niño.

—Podría decirte la verdad —admitió Tritos—, ¡si tan solo me apeteciera!

—Supongo que no tiene importancia —cedió Arthur, pues alguien debía hacerlo.

A través del conocimiento del universo, pudo alcanzar el estado de Demonio de LaPlace. Marte y Poseidón lo habían descrito como el Noveno Sentido, la comprensión absoluta del universo interior que permitía manifestar el ego como una realidad auto-suficiente. Un poder infinito que le permitiría hacer buen uso del manto celestial. Y aun así, Tritos de Neptuno no sentía por él siquiera un ápice de preocupación.

—Hemos visitado incontables universos, antes y después de la Guerra del Hijo, como asistentes de los Astra Planeta y como los propios Astra Planeta. En unos hay solo ocho sentidos, en otros hay nueve, en algunos hay diez y un millón. Falta ver qué horizontes puede alcanzar un hombre de tu universo que ha dominado el Noveno Sentido.

En opinión de Arthur de Libra, Tritos de Neptuno hacía demasiado énfasis en hablar del universo como si no fuera su lugar de origen. Pero no le interesaba. Tampoco la excesiva confianza del enemigo le influía demasiado: ya arreglarían cuentas, después.

—Solo hay una pregunta importante —decidió Arthur—. ¿Me ayudarás…?

—¿… a que Aquel que se deslice en la oscuridad no te muestre que tu alma racional está tan podrida como la de cualquier hombre? —completó Tritos—. Hay un problema con eso, santo de Libra. Los Reyes Durmientes fueron los enemigos de los dioses en el pasado. En toda la historia de tu universo, solo tres personas se les equipararon.

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Como si fuera un vaso de cristal cayendo al suelo con fuerza, el mundo experimentado por Arthur de Libra se liberó en un sinfín de fragmentos que chocaron contra las mentes de la tripulación del Argo Navis Negro. Se reveló así efímera y fútil la paz de los hombres. El coraje de quienes presentaron batalla a sus propios demonios se puso, una vez más, a prueba. ¿De qué servía todo lo que habían hecho si al final la humanidad sería consumida por aquel enemigo imperecedero e inmaterial, al que nada podía dañar, mucho menos matar? La duda se elevó desde los corazones de los héroes, generando una respuesta en los cielos y el mar.

Colosales olas se alzaron en la lejanía, coronadas por unas crestas de las que no paraban de brotar ojos, todos apuntando al indefenso barco. El sol, cada vez más cercano y ardiente, formó espejismos por doquier, entre las torcidas sonrisas que parecían representar la niebla nacida del océano. Vieron incontables destinos para la Tierra, todos distintos entre sí en forma, pues a veces eran las fuerzas de la naturaleza que ordenaban los dioses las que acababan con la humanidad, y otras era la humanidad la que orquestaba su propia destrucción, pero en esencia eran lo mismo: la muerte, inevitable. Vieron a Tetis, la más fuerte hija de Nereo, retorcerse entre gritos de dolor a la vez que las aguas que rodeaban el barco se tornaban del color de la sangre. Los héroes caían bajo los ojos de la aterrorizada tripulación del Argo Navis Negro: Akasha de Virgo, herida de muerte por Azrael; Azrael, devorado por el rugido de los leones de bronce, plata y oro; Ban, Hipólita y Lucile, consumidos en esa carga demencial; Shun de Andrómeda, derrotado por Ío de Júpiter; Ío de Júpiter, descartado por la Esfera de la Ley y los Héroes; June de Camaleón, ejecutada por el trono del Fervor, Zelo; Zelo, destruido por Azrael. Sariel, ángel de la Muerte, exhalaba su último suspiro, vencido por Kanon de Géminis, que caía agotado, si no es que muerto.

Ya lucharan por el Olimpo, ya luchasen por la Tierra, todos caían sin remedio, mientras que Aquel que se desliza en la oscuridad observaba, reía.

Pero no todos los héroes habían caído. Muchos resistían en la Tierra y en el barco, tal vez incluso más allá. Uno de estos, Makoto, llegó como un destello de luz y bloqueó los nocivos rayos que el sol derramaba sobre la cubierta del Argo Navis Negro. Mediante el Asedio del Señor de las Moscas, absorbía aquella energía lumínica y la devolvía a su lugar de origen, despertando al tiempo a los más capaces —Gestahl Noah, Ícaro de Sagitario Negro, Garland de Tauro, Aqua de Cefeo, Cethleann del Agua, Noa de la Nobleza y Aubin de la Audacia—, para que encendieran los cosmos que destellaban bajo sus cuerpos y formasen una barrera protectora. Quizá ya era tarde, quizá estaban todos condenados, con la radiación bien asentada en los huesos y en los órganos, pero las sombras y los santos quisieron sumarse a ese último esfuerzo. Algunos, al tiempo que encendían un aura de justicia, desafiaron al mal definitivo:

—¡No vamos a caer, hijo de puta! —rugió Soma, alcanzando el cénit de su fuerza. Sus compañeros, empezando por el tuerto Eren de Orión, quedaron enmudecidos.

Las olas chocaron contra la barrera, siendo repelidas una tras otra. Sin embargo, entre la infinidad de burbujas se iban formando sonrisas de todo tipo, a la vez que hasta el último hombre en el barco, desde el más fuerte hasta el más débil, podía escuchar que algo se deslizaba entre las paredes de su cerebro. Si bien Noa y Aubin aseguraron que no había nada allí, algunos se siguieron golpeando la cabeza hasta que Cethleann los forzó a parar. Incluso entonces, ni la mejor sanadora del universo habría podido detener la enfermedad llamada desesperación que se había adueñado del barco. Estaban rodeados por un mar que quería destruirlos, infectados por un veneno que acaso los estaba matando ya y no sabían si el enemigo era el sol que estaba a punto de caerles encima, o las imágenes y sonidos que aparecían en sus mentes, mezclándose con sus recuerdos. Por si eso fuera poco, acababan de salir de un sinfín de combates. Contra sus propios miedos, contra horrores, contra los soldados del cielo, contra el mismo ser que ahora les atormentaba… Todos los recursos de los que disponían, ya habían sido usados, resultando en un ejército agotado que no había logrado nada en absoluto. Enfrentaban a la clase de amenaza a la que solo los dioses podían vencer, el tipo de monstruo que podría guerrear con la humanidad a través de siglos y milenios. Incluso los ángeles del Olimpo y los santos de Atenea podían pensar en rendirse.

—Se dice que los santos de oro pueden destruir estrellas —observó Makoto, acercándose a Garland de Tauro—. ¿Qué tal si destruyes esa?

Para ese momento, no había cielo. Todo el firmamento era como la superficie del sol, cuyo avance frenaba Indech con la vasta fuerza de su herencia ciclópea. La temperatura ambiental era de cientos, si no miles, de grados, aunque el océano de sangre no parecía resentirla, liberando apenas el suficiente vapor para alimentar la niebla que los rodeaba, omnipresente. Garland estaba reuniendo fuerzas para borrar aquella estrella de la existencia cuando esta, con un sonido similar a la risa humana, desplegó una prominencia solar lo bastante vasta como para consumirlo todo hasta el horizonte.

Tabla Rasa —dijo el santo de Tauro, a la vez que le fulgor desaparecía sin dejar el más mínimo rastro al ser aniquilado a nivel cuántico. Indech seguía vivo, por supuesto; para los que luchaban a través de las galaxias, una prominencia solar era poco menos que un día de playa, lo que no cambiaba que el sol seguía ganando terreno.

Por breves segundos, la niebla se despejó, también consumida por el ataque de Garland. Gracias a ello todos pudieron ser testigos de cómo el cielo bajo la estrella empezaba a derretirse. No había otra forma de decirlo: como un retrato recién pintado que fuera arrojado al agua por un artista frustrado, el azul celeste y las nubes se desparramaban.

—Vamos a tener que unir todas nuestras fuerzas —advirtió Gestahl Noah, observando en especial a los tres ángeles del Olimpo—. Respáldanos.

El santo de Tauro asintió. Cethleann, Aubin y Noa formaron la mitad de un círculo alrededor del Sumo Sacerdote, siendo Aqua, Makoto e Ícaro la otra mitad.

—¡No hay… —oyeron todos en sus mentes—… un Tritos… —Lo que parecieron ser cinco dedos humanos, si es que un humano pudiera jugar a la pelota con un sol, se extendieron a lo largo de toda la estrella—… tan… —Indech de la Tierra, tan atónito como los que veían todo desde el barco, dejó de presentar resistencia al avance del sol, frenado en seco—… Genial! —Los dedos, de un reconocible color pálido, se cerraron, achicando la estrella y reduciendo la temperatura ambiente hasta hacerla de unos aún insoportables cincuenta grados centígrados. Así, todos pudieron ver de quién era la mano que los había salvado. Podía ser una proyección astral, o podría ser que esa era la auténtica forma del regente de Neptuno, como una figura celeste a la par de los mundos y estrellas, fuera como fuese, resultaba impresionante de ver. Inconcebible, incluso.

La túnica, de un azul oscuro que recordaba a las profundidades oceánicas, unía los cielos y la tierra a lo largo de todo el horizonte, fluyendo sin parar como una cascada descomunal. Cada una de las hombreras, con forma de concha, bien podría almacenar todas las montañas de la Tierra. El rostro, por el tamaño, la forma de la cabeza y el tono de la piel, recordaba a la luna sobre el cielo. Un sol latía en la mano de aquel titán, quien parecía tratar la estrella de la muerte como una bombilla muy grande.

—Así que estos son los Astra Planeta —dijo Ícaro de Sagitario Negro, hablando cuando incluso Makoto, los ángeles y santos de oro callaban—. Los enemigos que debemos derrotar. —Apretó los puños con fuerza, llenándolos de energía relampagueante.

Ningún guerrero allí presente permaneció impasible ante tal perspectiva. Gestahl Noah, en especial, sintió un estremecimiento; había contemplado su poder infinito.

Acordaos de dar las gracias a vuestro amigo, el santo de Libra —oyeron todos a la vez, una voz sencilla que empero bastaba para ahogar el sonido de deslizamiento—. Si él no hubiese enfrentado a Aquel que se desliza en la oscuridad, ni humanos, ni ángeles habríais podido jugar durante tanto tiempo. Esta escala supera a los meros sirvientes.

—Tú también eres un sirviente —murmuró Gestahl Noah.

En lugar de responder, Tritos de Neptuno abrió la mano inmensa, dejando escapar una estrella que aún alcanzaba los cinco mil kilómetros de longitud. El sol empezó a girar sobre sí mismo, formando prominencias solares que se comportaban como el oleaje de un mar cualquiera. Indech, que había descendido hasta estar entre el astral y el barco, con las alas extendidas a modo de protección por lo que pudiera pasar, hizo notar a viva voz que había no menos de un millón de manchas comportándose como ojos humanos.

El cuerpo entero de Tritos se derritió a una velocidad de vértigo. De su pecho, semejante a un helado tostándose al sol, cayó una doncella que el ángel de la Tierra pilló al vuelto: Tetis, hija de Nereo, se agitaba entre temblores incontrolables, sin poder siquiera hablar. A pesar de eso, la deidad sabía bien lo que era la gratitud y buscó a alzarse para al menos ver a su salvador, quien también sufría sus propios tormentos. El descomunal tamaño que ostentaba solo volvía aún más abominables los dolores que Aquel que se desliza en la oscuridad le aplicaba. El rostro se le hinchaba ora a la altura del mentón, ora en la frente, como un enjambre de gusanos que pasaban bajo la piel, cuarteándola al sobrepasar su resistencia. Cuando los ojos del astral estallaron formando dos descomunales ríos de sangre, quienes veían tan macabro espectáculo temieron que a pesar de todo, los Astra Planeta seguían estando por debajo de los Reyes Durmientes.

Entonces, la cabeza de Tritos se despegó de su cuerpo, tomó para sí todo el aire del mundo y sopló con fuerza hacia el sol, su vela de cumpleaños.

Lo demás ocurrió a una velocidad tan extrema que aun quienes habían despertado el Séptimo Sentido no pudieron seguir todos los fenómenos. Mucho antes de que la titánica forma de Tritos de Neptuno terminara de derretirse, el aliento de este, acaso divino, apagó la estrella, borrándola de la faz de la existencia, barrió los cielos y consumió el mar entero más allá del horizonte. Indech, más rápido que la luz, se impulsó a la vez que se adquiría el tamaño adecuado para cubrir el barco con las alas, pero no habría llegado a tiempo. El mundo creado por Aquel que se desliza en la oscuridad fue reducido a la nada en un espacio de tiempo insignificante. Por fortuna, no fue ese el destino que los dioses tenían deparados para el Argo Navis Negro. Las aguas que navegaba se alzaron formando una burbuja lo bastante grande como para abarcarlo a él y al guerrero celestial, que aún protegía con su enorme puño a la debilitada Tetis.

Tras resistir tamaña fuerza destructora, la burbuja naufragó a través del vacío hasta llegar a otro lugar. Un espacio rodeado de estrellas lejanas, semejante en todo a la Senda de Oro excepto en dos detalles: no había canal, ni río. Toda el agua que existía allá donde mirasen era aquella ensangrentada que la burbuja robó del mundo destruido.

—¿Estamos a salvo? —preguntó Makoto, desconfiado.

Los cosmos de todos se apagaron, uno tras otro. Algunos reaccionaron a ello con alivio, pues si los poderosos podían relajarse, también aquellos que estaban muy lejos de ese grado de fuerza. El santo de Mosca miró a Ícaro; el caballero negro estaba tan tenso que bien podría saltar en cualquier momento. Sin duda, él no había bajado la guardia por gusto. Alguien le había obligado a ello, alguien los estaba controlando a todos.

—Calmaos —dijo Gestahl Noah—. Este es el poder de la Esfera de la Mente y los Vivos, Neptuno. Nos aísla del dominio de Aquel que se desliza en la oscuridad.

Así como el Sumo Sacerdote, los santos, sombras y ángeles miraron al cielo. La figura de Tritos podía adivinarse como una lejana silueta dibujada por las estrellas. En muchos sentidos, era como observar un fenómeno celeste, solo que en lugar de notarse los movimientos a través de períodos de tiempo descomunales, lo veían en tiempo real. Veían a una constelación viviente desgarrar la oscuridad con las cuchillas aguamarina de sus brazos. Veían las tinieblas que tanto les atormentaron, siendo repelidas. Veían, en fin, que el mal no podría alcanzarlos de nuevo, que estaban a salvo. De eso, al menos.

No es tan impresionante como Oblivion —admitió Tritos, dirigiéndose a todos—, mas mi Teogénesis es un dolor de cabeza para los Reyes Durmientes.

Conforme avanzaban a través de la Senda de Oro, como hormigas en un barco metido en una botella, la figura del regente de Neptuno se iba volviendo más difusa. Por supuesto, el camino formado por seis cosmos de oro estaba, por entero, corrompido.

—¿Sigues ahí, verdad? —dijo Gestahl Noah, a la vez que Cethleann iba revisando a los tripulantes del barco uno a uno, purgando la radiación con la que fueron atacados.

Descuidad, muchachos. Venceré —replicó Tritos—. A lo largo de la historia de este universo, solo tres personas tuvieron el poder para desafiar a los Reyes Durmientes. Mas nosotros, los Astra Planeta, no somos personas.

xxx

—Bájame, Indech —pidió Tetis, aún sobre la mano inmensa del ángel ciclópeo.

Este obedeció. Descendiendo con sumo cuidado, sin llegar a rozar las aguas ensangrentadas con las platinadas botas, extendió el brazo hacia el navío. Era un espectáculo aterrador, pues la mano del ángel de la Tierra era lo bastante grande como agarrar el Argo Navis como si fuera un barquito de juguete, no obstante, todos los tripulantes se habían hartado de ver horrores en ese viaje. Cuando el puño del guerrero celestial se abrió, ni siquiera el más débil de los presentes retrocedió un solo paso. De hecho, Aqua, tan jovial como siempre, saltó hacia ella antes de que pudiera bajar de la mano hasta cubierta, abrazándola con efusividad.

—¡Hermana! —gritaba la santa de Cefeo, dándole vueltas y vueltas a la vez que formaba para ella un vestido de espuma. Solo en ese momento pensó la hija de Nereo que andar por ahí desprovista de toda prenda podría ser demasiado hasta para esos héroes supervivientes de mil tormentos—. ¡Me alegro tanto de que estés bien!

Algunos dijeron que estaba muy bien, otros, como Makoto de Mosca, quedaron sonrojados, tan hechizados por verla como lo estaría cualquier mortal. El vestido creado por Aqua, apenas ceñido en una delgada tira sobre el hombro derecho, dejaba al descubierto el izquierdo y no cubría todo lo largo de las piernas. Solo unos pocos apartaron la mirada; no estaba segura de si le sorprendía más que lo hiciera el muchacho cegado por la batalla, o Garland de Tauro, habida cuenta de su salvaje historial.

—Mis problemas de ira empeoran cuando hay mujeres de por medio —dijo el santo de oro, cruzándose de brazos y empeñado en no mirarla.

«Como si tú pudieras hacerme algo… —pensó Tetis.»

Incluso después de perder el regalo de sus padres, la armadura perlada, seguía siendo una diosa. Junto a Aqua, bajó a cubierta, momento que aprovechó Indech para encogerse hasta unos decentes veinte metros de altura que no le exigían estar agachado todo el rato. Tras agradecer la ayuda al guerrero celestial, la en otros tiempos llamada Talasa posó un pie sobre la barandilla. Varios, temiendo que fuera a hacer alguna locura, o movidos por un sentido macabro de la curiosidad, se acercaron.

—Eso es todo lo que queda de las aguas que corrompió Aquel que se desliza en la oscuridad —observó Aqua, la única que se alejaba, la única que entendía.

Ese ser nauseabundo la había arrancado de la Senda de Oro antes de que el Caos la consumiese, para después convertirla en un mar infinito. Su consciencia se disgregó tal y como su padre le dijo que había ocurrido con Urano y Crono tras ser derrotados, llegando a un punto en el que solo podría existir por la eternidad, sin vivir, ni morir. ¡Y no contento con eso, Aquel que se desliza en la oscuridad decidió emponzoñar su cuerpo, mente y espíritu! Un cosmos inmenso cubrió a Tetis, la fuerza que había competido contra Cichol del Aire. Pudo sentir que los tres guerreros celestiales que se habían aliado con los terrestres contenían el aliento, acaso dudando de poder vencerla.

—Eso, hermana, es mi cuerpo. Quiero recuperarlo —señaló Tetis, apuntando a las aguas ensangrentadas que cubrían la mitad de la burbuja protectora de Tritos de Neptuno.

La sangre empezó a burbujear, sintiendo el tacto sagrado de un numen de la más noble ascendencia. Soma, que estaba aturdido desde que visiones tormentosas se deslizaron en las mentes de todos los tripulantes, pudo al fin sonreír, tranquilizando a los amigos que le rodeaban. Muchos hallaron la paz, porque el aura de Tetis tenía por fin devolver a las aguas la serenidad que de forma natural les correspondía. El rojo se elevó desde las profundidades como volutas de vapor, formando una figura macabra, sonriente y de muchos ojos, que evocaba la forma de un espíritu maléfico.

En el preciso momento en que el pequeño mar de la burbuja fue purificado, la vaporosa figura se dispersó, revelando un tótem de anaranjado oricalco.

—Impresionante —dijo Ícaro, percibiendo el poder en el metal.

—¿Eso son escamas? —preguntó Makoto, admirado.

—Lo son —respondió Aqua, maravillada—. Mas no está entre las siete que conozco.

El santo de Tauro y el Sumo Sacerdote se miraron.

—Se parece a las escamas de Dragón Marino —dijo Garland.

—A primera vista —asintió Gestahl Noah—, pero tiene un aura de poder más grande.

Hechizada por la visión, inesperada en quien solo quiso recordarles a todos que era una poderosa diosa con la que podía contar, Tetis susurró:

—¿Tritón?

No —dijo una voz ominosa, al tiempo la de su señor Poseidón y la del actual recipiente de aquel, Adrien Solo—. Los siete mares que gobiernan mis generales en realidad son uno solo, regido por Tritón. ¿Tienes tú el derecho de gobernar los siete mares, Tetis, hija de Nereo y Doris?

—Lo tuve —respondió Tetis, extendiendo la mano hacia el tótem—, mas lo perdí. Renuncié a él, hace mucho tiempo.

Entonces gobernarás los mares de ese tiempo perdido —sentenció Poseidón—. Los mares que siempre fueron tuyos, volverán a serlo, para que cumplas mi voluntad.

—Sí —confirmó Tetis, aunque en eso era, de nuevo, una mera súbdita. El tótem fue hasta ella, pieza a pieza, vistiendo la sencilla túnica que Aqua la creó. Pronto, una armadura completa la protegía, situándola en una posición privilegiada que solo otra mujer tuvo tiempo atrás. Céneo, la doncella que yació con Poseidón y a cambio recibió el cuerpo de un hombre indestructible. Tetis siempre se había burlado de ese deseo; a pesar de que en la larga historia de la Atlántida, siempre habían sido siete hombres los generales del ejército, ser bienaventurada en la guerra no dependía del sexo una vez se dominaba el cosmos. El sentido del humor del Olimpo seguía siendo tan retorcido como siempre—. Acepto tu regalo, Poseidón. —Cerrando los ojos, despertando a la Octava Consciencia ahora que la voz en su mente, como en la de todos, había sido silenciada por Tritos de Neptuno, pudo verse a sí misma. Con aletas dispuestas en el yelmo, las perneras y brazales, además de una larguísima cola de dragón partiendo desde la parte superior del casco, resultaba claro que estas eran las escamas de Forcis, solo que la forma se había ajustado para ser vestida por una mujer—. Ceto. Yo soy Tetis de Ceto, general del Océano Austral, el mar perdido, el mar olvidado.

Poseidón no respondió a su declaración, tampoco lo hicieron los tripulantes, impresionados de que el cosmos de su compañera no dejara de crecer. No obstante, lo hizo el agua purificada. Pues no era esta la misma que resultó de la disgregación del cuerpo, mente y espíritu de Tetis, sino una parte de los mares olvidados que Tritos de Neptuno había derramado al manifestarse en el mundo creado por Aquel que se desliza en la oscuridad. De ese líquido sereno, tiempo manifiesto, surgieron dos cadenas semejantes al Sello del Rey, las cuales se enroscaron en los brazales de Tetis. Luego, como si tuvieran vida propia, tironearon a la hija de Nereo, buscando atraerla a su fin.

—No lo hagas —dijo Makoto, agarrando el brazo de Aqua.

—Es que… —La santa de Cefeo miró, preocupada, aquella extraña lucha entre su hermana y el mar—. ¿Es que nunca vamos a poder…?

El corto duelo culminó. En lugar de atraerla a las profundidades, las cadenas se separaron de estas, revelando su auténtica forma. Las fauces de Ceto, Hydros y Thessis. Ambas eran similares, con mangos oscuros que recordaban a las profundidades oceánicas y que estaban unidos de las cadenas de forma irremediable. El azul iba variando según avanzaba, hasta el suave tono de la superficie marina de las cuchillas, blancas en el fino como las crestas de las olas. No obstante, Hydros servía para cortar a los vivos, dañando cuerpo y mente, mientras que Thessis cortaba a los espíritus. Era uno de los arcanos mayores de la Primera Orden, las armas de Los Amantes.

Al girar, Tetis de Ceto pasó de sentirse herida en el orgullo a cierto bochorno. Todos la miraban como si ella fuera a vencer, por sí sola, a Caronte de Plutón.

—Nuestras opciones han mejorado, mas necesitaré toda vuestra ayuda.

Para tranquilizar a Makoto y Aqua, que no dejaban de mirarla, hizo que Hydros y Thesis se ensamblaran en los brazales. Las escamas, de sólido oricalco, adoptaron de pronto un tono azul que se mezclaba con detalles dorados.

—El poder de los mares olvidados está en ella —dijo Noa.

—Sí que debe quererla el dios de los mares —teorizó Aubin.

—Nada hay en el universo más terrible que el cariño de un dios —afirmó Cethleann, acariciando con aire distraído la perla colgada de su cabello.

Tetis habría querido celebrar la sabiduría del ángel del Agua, sin embargo, comprendía entonces que lo que le apretaba el pecho no era bochorno. Que santos, sombras y ángeles le profesaran un respeto reverencial era justo el orden natural de las cosas, lo que realzaba más la forma en que Gestahl Noah la miraba a los ojos, como si no acabara de ascender varios peldaños por encima del actual estado de sus fuerzas. Lo que la incomodaba no era el poder obtenido como recompensa por ayudar a aquellos mortales, ni la determinación de Poseidón porque los mares los protegieran sin involucrarse él de forma personal, sino que Aqua pasara de preocuparse tanto a solo estar callada.

A decir verdad, su hermana y el santo de Mosca llevaban un rato sosteniéndose de la mano. E Ícaro de Sagitario Negro, que apenas podía fingir no estar sorprendido, sonreía como si estuviera viendo alguna clase de chiste. ¿Podría ser…?

—Todo está bien, ¿verdad, hermana? —dijo Aqua.

—Sí —respondió Tetis. ¿Tenía que darles su bendición o algo?

Makoto y Aqua se miraron por un segundo. Después, relajando los hombros, se dejaron caer. Los dos a la vez, uno al lado del otro, admitieron lo cansados que estaban.

—¡Por fin! —gritó Garland, a punto de llorar de felicidad.

Tetis no entendía nada.

—Una en cada puerto —asintió Almaaz, satisfecho de sí mismo.

Nada en absoluto.

—¡Que vivan Mosca y Cefeo! —corearon las sombras, luego los santos y después los ángeles, contagiados por la risa de los caballeros negros. Incluso quienes, como Soma, no podían reír, pudieron al menos sentir la alegría de los demás—. ¡Que vivan!

Al final, pese a todo, Tetis rio con ellos.

Ese fue el signo de que la larga batalla con el mal de más allá de las estrellas había acabado de verdad. La risa de una diosa, la aprobación del dios de los océanos.

Notas del autor:

Shadir. Muy cierto, para todos los ámbitos de la vida.

Lo segundo también lo es. En general, en esta historia he querido representar mi visión del universo de Saint Seiya como una sucesión de conflictos que parecen no tener fin y que vienen de antiguo. Esta breve serie de capítulos, cuya razón de ser por fin resultó revelada, me permití explorar incluso más allá, en un futuro lejano en tiempo y espacio, y sin embargo, tan familiar en el fondo de su mutable forma.