Capítulo 201. Horrores
A diferencia de todas las situaciones anteriores, esta vez el Muro de Cristal no cedió al tiro del Inagotable. No en vano, Ofión de Aries había escogido anteponer el análisis de ese temible poder, superior al de los santos de oro, a ayudar a los demás con los ángeles que se habían quedado en el Argo Navis Negro. Estaba convencido de que podría sostener una barrera mientras al menos servía de apoyo en combate, pero eso solo serviría hasta que Indech, el tirador de los guerreros celestiales, sopesara disparar dos veces seguidas, así que dedicó la mitad de su concentración al levantamiento de barreras y la otra mitad al estudio del ataque, comprendiendo los patrones de aquel.
Se suponía que el objetivo del Muro de Cristal era devolver los ataques que bloqueaba. Si no podía lograr su cometido, no resultaba tan formidable como otras técnicas defensivas en el Santuario. Shion de Aries lo demostró a la perfección cuando hizo añicos el Muro de Cristal levantado por su alumno, Mu de Aries. La distancia que separaba a Ofión del Inagotable era aún mayor de la que hubo entre aquellos dos, de manera que solo quedaban dos opciones: o aprendía en tiempo récord a crear y sostener una barrera de capa múltiple como hacían los santos de Escudo y Virgo, o se aseguraba de que el ataque fuera devuelto a pesar de su enorme potencia. Por una corazonada, Ofión se decantó por lo segundo, introduciendo a toda velocidad cambios en cada nuevo Muro de Cristal según iba comprendiendo mejor la energía que Indech disparaba sobre el barco, hasta que logró que el último pudiera reaccionar al disparo. ¡Reaccionar, como un ente viviente! Le habrían llamado loco si lo hubiese propuesto, así que nunca pidió permiso, solo lo hizo. Ahora veía el resultado, satisfecho.
El poder total del Muro de Cristal que rodeaba el barco pasó a la zona golpeada por el último tiro del Inagotable, repeliéndolo en efecto a costa de volver vulnerable el resto de la barrera por un único nanosegundo. El haz luminoso, regresado contra Indech donde fuera que estuviese, generó un fuerte viento, además de graves daños estructurales en el canal. Como consecuencia de todo aquello, el barco viraba a uno y otro lado entre pedazos de piedra que caían con pesadez al río, pero por fortuna los horrores aferrados a la barandilla fueron los más perjudicados, logrando los santos y caballeros negros mantenerse firmes de un modo u otro.
—¡Bien, ahora…! —dijo Ofión, buscando al ángel de la Audacia con la vista. Quedó mudo en cuanto detectó al único hombre presente con una gloria—. ¿¡Azrael!?
—Son soldados excepcionales, ¿no crees? —dijo Azrael, viendo cómo los horrores sobrevivientes a la previa tempestad se arrojaban hacia la tripulación del barco—. Si pudiéramos controlarlos de alguna forma, la Guardia de Acero quedaría obsoleta.
—Tú y tus ideas ridículas. Nunca cambias —respondió Makoto, temblando—. No, tú no eres Azrael. El Azrael que conozco ya estaría pateando el trasero a esas cosas.
Él mismo tendría que estar haciéndolo. Marin y Zaon no daban abasto.
—El Azrael que conoces haría lo mejor para la señorita Akasha, ¿yerro?
—Akasha está muerta.
—¿Y qué mejor forma de rescatar a un muerto que asaltando el infierno con un ejército de demonios? —cuestionó Azrael, muy serio. No había ni una chispa de humor.
—¿Por eso moriste? —dijo Makoto—. ¿Para sacarla de allí?
Aquello, de alguna forma, lo inundó de alegría. Una alegría ridícula que estaba por condenar a todos los que le rodeaban. Las Moscas Negras lo llamaban desde algún lugar, diciéndole una locura. Al parecer Marin estaba a punto de morir.
Marin de Águila no podía morirse, era muy fuerte. Con un solo dedo le hizo sentir y desear el poder infinito de un santo de Atenea. ¡Con un solo dedo!
La buscó con la vista, helándosele la sangre. Había tantos horrores que no era capaz de contarlos. Mucho menos distinguir a Zaon, Marin o cualquiera de los caballeros negros que había aprendido a reconocer. Sí que pudo ver, con todo, un sinfín de haces de cosmos dorado ascendiendo a los cielos, donde se entrelazaron formando una espiral que iluminaba el cielo entero, antes de precipitarse como una lluvia de áureas flechas. Cada uno de los proyectiles poseía un grosor equivalente al del destrozado mástil del barco, suficiente para abarcar a varios horrores a la vez. El problema era el de siempre: salvo las cabezas, que explotaban como fruta madura, los horrores salían indemnes de los ataques, que de por sí no eran lo bastante numerosos como para eliminar siquiera a los que ya habían en cubierta, mucho menos los que venían desde el agua.
—Es tal y como yo dije —observó Azrael—. Los soldados perfectos. Resistentes como cucarachas y tenaces como los santos de Atenea.
—¡No bromees! —gritó Makoto, viendo cómo las defensas del barco ya no podían impedir que el centro se infectara de enemigos. Distraído como estaba, habría sido asaltado por un horror si Azrael no lo hubiese partido en dos con una de sus alas, afiladas como una espada legendaria—. ¿Ves? ¡Eso es lo que haría Azrael!
Estaba más confundido que nunca, así que hizo lo único que podía hacer, cargar hacia adelante. Ni siquiera pensó en decirles a las Moscas Negras que dejaran pasar a Azrael, o que lo vigilaran, porque ambas cosas le parecían inadecuadas. Corrió y saltó, rápido como la luz, golpeando a todos los horrores que se le interponían hasta alcanzar a Lisbeth, quien temblaba hecha un ovillo mientras Michelangelo y un escuadrón de caballeros negros luchaban a la desesperada contra todo aquel que la amenazara.
Una imagen emotiva si no fuera porque todos los hombres que comandaba Escultor Negro estaban mutilados en mayor o menor grado, sin sangrar.
—Murieron, sí —explicó Michelangelo—. Estoy controlando sus armaduras.
—Tengo miedo —decía Lisbeth—. Mucho miedo.
A pesar de eso, según notó Makoto, estaba protegiendo algo. Abrazada a Aqua, daría la vida por proteger a aquella que habían puesto bajo su cuidado, incluso si tenía ganas de huir. El santo de Mosca no pudo sino pensar que ese era el auténtico valor.
—Cuidad de ella —ordenó Makoto—. Yo me encargo del resto.
Primero apartó de su mente a todos los demás. Marin, Zaon, Joseph, Ofión y los caballeros negros. Ellos luchaban, cumpliendo la parte que les tocaba. Él debía cumplir la suya. Después, rememorando el estilo combativo de Mera de Lebreles de aquella vez que se enlazaron, empezó a correr en círculos alrededor del centro, concentrándose en golpear de abajo hacia arriba para alejar al mayor número de enemigos. Ofión de Aries debió notar la estrategia de alguna forma, porque las flechas doradas, que no había dejado de disparar en ningún momento, impactaron con especial virulencia sobre los horrores que quedaban lejos del centro. Pero Makoto no pensaba en ello, no pensaba en nada salvo en correr y golpear, a toda velocidad, sin descansar un solo segundo.
Derrotó a decenas, cientos, miles… Era una marea interminable de enemigos, de pronto muy interesada en él, o en lo que defendía. Sin un manto sagrado que bloqueara los colmillos y garras de aquellos horrores, solo podía interponer su propio cuerpo, recibiendo algún que otro rasguño en medio de un millón de fugaces contraataques. Sin un solo instante para respirar, era incapaz de hacer caso al rincón de su mente que se asombraba de que aquella horda de seres sin cosmos pudiera herir a santos de Atenea hechos y derechos. Él solo siguió combatiendo a tal velocidad que todo un ejército de hombres parecía haberse tornado en el escudo inexpugnable de Lisbeth y Aqua, reduciéndose el trabajo de Michelangelo y el escuadrón de zombis a devolver a algún rezagado a la línea de inhabilitación, ya que no mortal. Siguió combatiendo, a sabiendas de que no podía matar a esas cosas, mientras su inconsciente iba atando cabos sueltos. Enfrentaba a enemigos numerosos, sin cosmos y con una resistencia absurda que les permitía vivir sin cabeza y resistir toda suerte de impactos. Solo un cosmos de naturaleza divina podía herirlos. Al devorar a un hombre, el horror adquiría dos nuevos ojos. Todo eso encajaba, de alguna manera, solo que no caía en la cuenta de cómo.
—¡A mi hija no! —gritó Michelangelo de Escultor Negro, arrojándose hacia el horror que había hipnotizado a Lisbeth y abría sus fauces para devorarla.
«Puedo salvarles —decidió Makoto, dando un paso hacia atrás.»
Pero si lo hacía, todos los horrores que había estado conteniendo caerían sobre ellos. No estaba seguro de poder defender a Lisbeth y Aqua en un escenario así. Haría falta concentrar a todos los defensores del barco en esa zona, cosa que era imposible.
Como si tuviera delante hasta el último fotograma de una escena de película, vio cómo Michelangelo saltaba a su inevitable muerte. Para ese punto, se centraba en frenar y apartar a cuantos horrores se ponían en su camino, de modo que el número de heridas se incrementaba, debilitándolo a la vez. Sí, se sentía débil, por alguna razón.
«¡Mi cosmos! —entendió Makoto de pronto—. ¡Están devorando nuestro cosmos!»
No lo buscaban a él, ni por supuesto a Lisbeth y Michelangelo. Tampoco les interesaban los mantos sagrados reparados. Querían devorar a Aqua, consumir su cosmos divino.
En una insignificante fracción de segundo, destrozó las cabezas de un centenar de horrores que abrían y cerraban esas bocas llenas de dientes, devorando la energía desbordada por tantos guerreros sagrados. Un gesto de pura impotencia, nacido del deseo de ser aún más rápido, de superar la velocidad de la luz. Un deseo imposible.
«Perdóname, Lisbeth. Perdóname, Aqua.»
—¡No en mi guardia, hijo de puta! —gritó Retsu de Lince, cercenando a la cosa horrorosa que estaba por comerse a un viejo.
Antes de salir de la Prisión Fantasma, no entendía nada de nada. Fang de Cerbero se había quedado dormido y su maestro, habiéndose librado al fin de sus demonios internos, le contó una historia bastante loca de unas quimeras de simio y pescado que se estaban comiendo a todos. Él quería ir a ayudarles, pero Noesis de Triángulo, con más cabeza que nadie, lo convenció de esperar a que Aerys de Erídano reanimara a Cristal.
¡Menos mal que le había hecho caso! Había una cantidad bárbara de enemigos en cubierta, ni siquiera podía distinguir nada más allá de la línea defendida por Makoto.
—Papá. ¿¡Estás bien, papá!? —exclamó Lisbeth, levantándose.
—Sí. —Michelangelo tardó un rato en responder, ahí de pie con los brazos extendidos, como en shock—. Sí, estoy bien. Solo que hace… calor… ¿o frío?
Hasta para Retsu, que había salido del mismo sitio, fue como si Aerys y Cristal hubiesen salido de la nada. Ambos renovados y muy, muy cabreados. El siberiano, en especial, tenía mucho que compensar después del desastre con el santo de Acuario, quizá por eso estaba concentrando el decente cosmos que poseía mientras el santo de Erídano, más templado por aquella loca batalla de entrenamiento, saltaba a la carga.
Si Makoto luchaba siguiendo el sentido inverso de las agujas del reloj, Aerys liberó el Aliento del Sol Caído siguiendo el correcto, abarcando por igual a las quimeras y los cadáveres que trituraban como si fueran golosinas. La carne y el metal de aquellos caballeros negros fueron vaporizados en lo que dura un parpadeo, mientras que los múltiples ojos de los pescados caníbales estallaban sobre las ennegrecidas escamas. Un espectáculo maravilloso si no fuera porque el resultado era un montón de monos con cabezas a medio derretir y cuerpos encendidos como antorchas.
—Ah, rayos, ¿otra vez peleamos con bichos inmortales? —La maldición de Retsu quedó ahogada por el sonido de la llamarada de Aerys y los constantes golpes que Makoto liberaba sobre aquella horda de criaturas desagradables. Una de estas, justo la que el santo de Lince había decapitado, trató de aprovechar la distracción de este aferrándolo con dos largos brazos, solo para ser mandado hacia las llamas dragontinas de Aerys de una patada lateral digna de una película de acción—. Si es que soy genial.
—Céntrate —ordenó Cristal, henchido de cosmos gélido—. Noesis necesita un poco más de tiempo. —Al santo de Lince le sonó a que debía patear algunos traseros simiescos, pero no veía ninguna abertura entre las llamaradas de Aerys y el ejército de un solo hombre que era Makoto, así que se limitó a observar de cerca a los únicos supervivientes de esa zona —dos sombras paralizadas de miedo y una debilitada santa de Cefeo—, mientras que el guerrero azul liberaba las energías reunidas en un pisotón.
Primero, todo el centro del barco quedó cubierto por una resbaladiza capa de hielo que a punto estuvo de hacer caer a Retsu, quien se valió de su felino equilibrio. Apenas estaba recuperándose cuando los bordes de la zona congelada se alzaron, inclinados hasta un mismo punto, formando lo que Cristal llamó con mucha pompa Tumba de la Reina.
—¿E-es una p-pirámide, no? —preguntó Retsu, muerto de frío como cuando dio aquel paseo con Nico. Entre aquellos muros robustos, la temperatura era tan baja que el Aliento del Sol Caído se había apagado sin más, para sorpresa del santo de Erídano.
—¡Mi técnica está a la altura de las de los santos de plata! —aseguró Aerys con orgullo, viendo sus azuladas manos con gran asombro—. ¿Desde cuándo eres tan fuerte?
—Tengo mucho que compensar —les recordó Cristal, lanzando a Lisbeth y Michelangelo una sonrisa que pretendía transmitir confianza—. Dudo que resista mucho, así que estad preparados. Los dos.
Era fácil decirlo. La pirámide no era transparente, así que Makoto tanto podía estar ganando, como perdiendo. Desde luego, no estaba siendo tan rápido como debería y las ropas de entrenamiento que llevaba estaban más bien rojas la última vez que Retsu las vio, con el cuero, la tela y el metal desgarrados por las garras y colmillos de aquellos enemigos tan odiosos. Necesitaba ayuda, eso estaba claro, por lo que la opción de encerrarse no parecía muy sensata, al principio. Cuando Aerys fue envestido por el manto de Erídano, Retsu empezó a entender la forma de pensar de Cristal.
—¡Claro! ¡Hay muchos santos bajo cubierta! —recordó el santo de Lince, cuyo manto de bronce fue hasta él pieza a pieza, aportándole aunque fuera un poco de calor—. ¡Y caballeros negros! Si suben, las tornas se invertirán.
—Si es que pueden subir —objetó Cristal, sombrío.
Los tres pensaron, tanto como podía pensarse con Escultor Negro y Cincel Negro rechinando los dientes por el frío todo el rato, claro, que si ellos acabaron enfrentándose a todo un clan de chamanes, solo los dioses sabían qué demonios internos habrían traído personas tan tortuosas como Bianca y Lesath. Y eso sin contar a Camus de Acuario, un santo de oro contra el que allá abajo solo Ícaro de Sagitario Negro rivalizaba.
El tiempo para las reflexiones acabó rápido. La pirámide entera fue remecida por un temblor que afectaba a todo el barco, abriéndose fisuras en las paredes de la Tumba de la Reina. Enseguida, Cristal liberó el Polvo de Diamantes a fin de tapar los agujeros, congelando de paso los dedos que las quimeras habían colado en estos.
—Yo ya estoy listo —aseguró Aerys—. ¿Y tú?
—Claro… —respondió Retsu, no muy convencido. La Tumba de la Reina había sido conjurada en medio de un asedio que hasta entonces solo había podido enfrentar Makoto, de modo que varios de los enemigos que se le habían colado, los que Aerys había estado achicharrando, quedaron congelados en medio de saltos y otros movimientos feroces. Por alguna razón, verlos en las paredes con las caras congeladas a medio derretir, le daba escalofríos, como si ser figuras de hielo no cambiase nada en absoluto—. Congelarlos no es la respuesta. ¿Verdad, camarada Cristal?
Antes de que Cristal pudiera responder, una de las paredes de la pirámide, justo la que el guerrero azul acababa de reforzar, saltó por los aires.
El monstruo responsable tenía cien ojos, llenos de un brillo dorado.
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—¿Dónde estabais? ¡No importa! Necesito que alejéis a Aqua de esas cosas.
—Dalo por hecho. Yo también tengo una petición. Necesitamos tiempo.
La corta conversación telepática entre Makoto y Cristal cambió las tornas, si bien el santo de Mosca todavía no podía ver cómo estaban las cosas en proa y popa. Por lo que él sabía, existía la posibilidad de que los santos de Águila, Perseo y Centauro hubiesen muerto junto a todos los caballeros negros, razón por la que luchaba como si estuvieran en tal situación. Incluso cuando Cristal tornó las moléculas de agua circundantes en una pirámide de hielo que protegía los mantos sagrados y algunos supervivientes, Makoto se guardó de siquiera hablar a fin de poder decapitar al mayor número de enemigos.
Entonces ocurrió el primer desastre. La cubierta del barco estaba impregnada de escamas derretidas y ennegrecidas, así como colmillos rotos y algunos restos más. Todo aquello empezó a moverse y fundirse en una sola masa negra y aceitosa que burbujeaba, despidiendo un olor nauseabundo que recordaba al del Aqueronte. La sustancia, al hacer contacto con las patas de algunos horrores, ascendía a través de estos y se concentraba en el cuello, donde se hinchaba. No era como si surgiera una nueva cabeza, sino que era más bien una masa informe que conectaba a varios horrores entre sí, como una versión retorcida del gigante Gerión al que derrotara Heracles. Una vez quedaban unidos los cuerpos de tres lémures, la masa se abría de par en par en una enorme boca llena de colmillos. Justo en ese momento, en el cielo se entrecruzó el sinfín de espirales que precedía la técnica insigne de Ofión de Aries, la Revolución Dorada.
—¡Ermitaño…! ¡Ofión, no lo hagas! ¡Esas cosas…! —Makoto no pudo terminar la frase. El aire, convertido en una espada invisible, le rasgó el cuello.
Las flechas cayeron, implacables, solo para ser devoradas por aquellos nuevos horrores de múltiples cuerpos. Energizándolos, potenciándolos.
—No seas indiscreto, Makoto —dijo Azrael, quien se había acercado hacia él con paso tranquilo. No era como si los horrores le dejaran andar donde quisiera. Al contrario, los monstruos sentían tanta ansiedad por el cosmos de Azrael como la que sentían por el de Aqua, solo que todos los que se le acercaban eran cortados en pedazos por las alas del ángel—. Estos son nuestros soldados. Sus ventajas son nuestras ventajas.
Aquellos simples segundos de distracción hicieron estragos con todo lo conseguido hasta ahora. La pirámide estaba llena de horrores. Makoto hubo de dejar para otro momento el asunto de Azrael y de la herida en el cuello, que no paraba de sangrar, para al menos evitar que los nuevos, en los que pensaba como geriones, se acercaran al hielo. Esta vez no se limitó a despedazar, sino que al contacto con las cabezas expulsaba ondas de cosmos lo bastante intensas como para aniquilarlas por completo, hasta el último átomo. Al menos los cuerpos de cada gerión caían al suelo, inmóviles, después de eso.
Entonces sobrevino el segundo desastre. Tras experimentarlo tantas veces, era fácil presentir cuándo un poder descomunal se avecinaba. El Muro de Cristal volvió a cubrir el Argo Navis Negro justo a tiempo de bloquear, y regresar, el tiro de Indech, con todas las consecuencias que tal duelo sempiterno tenía para todos. Sí, todas, más una nueva, porque sentir tamaña cantidad de energía después de devorar tanto cosmos había excitado a los horrores de la pirámide, incrementando el hambre que tenían hasta hacerla insoportable. Empezaron a devorarse entre sí allí arriba, y los que caían, terminaban arrojándose hacia los patosos geriones, arrancándoles a mordiscos esa especie de cabeza compartida junto al cosmos consumido. ¡Algunos incluso devoraban, de hecho, los cuerpos de los geriones! Aunque eran incapaces de masticarlos y solo acababan teniendo un cuerpo hinchado de más. Una visión salvaje, salvaje y ridícula.
Por lo menos diez geriones habían sido devorados por uno de los horrores caídos de la pirámide, el primer rechazado, de hecho. Aquel ser había mutado a una nueva forma. No solo tenía ojos por toda la cabeza, unos sobre otros, sino que incluso entre los colmillos habían aparecido ojos, doblándolos hacia debajo. Makoto lo identificó como Argos, el gigante de cien ojos que servía a la reina de los dioses, antes de cargar contra él, sabiéndolo muy capaz de destruir incluso el sólido hielo levantado por Cristal.
El puño de Makoto se ralentizó a un solo centímetro de impactar con la cabeza de cien ojos. Una imagen imposible había aparecido en su mente. Una pesadilla ideada por la mente de un loco. Azrael sostenía un cuchillo ensangrentado, ante el cadáver de Akasha.
En el campo de batalla, un instante de duda lo cambiaba todo. El argos le cruzó la cara con el brazo, mandándolo contra la barandilla antes de seguir su camino.
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Por muy sagrada que fuera la madera con que construyeron el barco, esta había recibido demasiado castigo. El impacto de Makoto contra la barandilla la partió en mil pedazos, aunque el santo de Mosca pudo evitar caer al agua en el último momento.
Desde esa posición, pudo ver al fin cómo iba la batalla en el barco. Desde popa salían volando fragmentos de incontables estatuas, aunque era imposible ver desde esa posición a Zaon o a los caballeros negros que dirigía. Sí que distinguió a Marin, con los dedos clavados en la madera de babor muy cerca de proa. Tenía grietas por todo el manto sagrado y la sangre le bajaba desde un sinfín de heridas, pero hacía lo posible por ascender mientras que una esfera de energía eléctrica, la Danza del Trueno de Eren de Orión Negro, repelía a todos los horrores que la esperaban arriba.
—¡Marin, cuidado! —habría querido avisar Makoto, al ver que nuevos horrores salían de las aguas oscurecidas. Solo escupió sangre; no podía hablar.
De todos modos, alguien más acudió en auxilio de Marin. Dos discos que reconoció como las armas de Auriga se posicionaron en dos extremos de un túnel invisible que abarcaba a los horrores que ascendían a por Marin, sometiéndolos a un pulso electromagnético. Los ojos de todos reventaron al momento y la mera impresión bastó para que cayeran de nuevo al río, aunque eso no cambiaba mucho.
«¿Qué ha ocurrido? —Aunque ya no había cadáveres a la vista, el río creado por Aqua se había corrompido por completo. Buscando a Marin con la vista, la encontró ascendiendo a costa de clavar los dedos en la madera, creando unos agujeros de los que de pronto empezaba a bajar demasiada sangre como para provenir de un humano—. ¿Qué está pasando? —Todo el barco expulsaba ríos carmesí, a la vez que emitía un chillido semejante a un grito de dolor, sustituto del coro de antes.»
—Makoto, ¿estás ahí? —oyó el santo de Mosca, reconociendo enseguida la voz.
—Sí, Aqua. —Por fortuna, perder la voz no afectaba a la telepatía—. ¿Estás bien…? —Desesperado, empezó a ascender.
—Me duele todo el cuerpo —respondió Aqua—. Hay millones de horrores abajo. Me están devorando. Necesito tu ayuda, Makoto.
—Lo que quieras —respondió el santo de Mosca, alzando la cabeza por sobre la destrozada barandilla. Quedó petrificado: la pirámide había sido derribada y una marea de horrores entraba en ella, listos para devorar a quienes no pudo proteger.
—Tu cosmos, necesito tu cosmos.
Makoto sonrió con tristeza, bebiendo las lágrimas.
—Si acaso he vencido a diez mil y ya estoy para el arrastre. Tú que has aguantado a millones dentro de ti, juegas en otra liga muy distinta a la mía.
A pesar de ello, avanzó hacia la pirámide, doliéndole cada paso que daba. Como un ángel guardando las puertas del infierno, Azrael se hallaba a un lado, cruzado de brazos. ¿Qué habría más allá? ¿Podría reconocer los cadáveres que había bajo esa tumba? ¿Qué pretendía Aqua hablándole ahora? ¿Despedirse? ¿Por qué no podía correr como un rayo de luz y arreglarlo todo? ¿Por qué era tan lento?
—¿Una liga distinta a la tuya? ¿Me estás jodiendo?
Se detuvo en seco. Aqua nunca usaba palabras altisonantes.
—¿Eres otro de mis delirios? —cuestionó Makoto, recordando la horrorosa visión.
—¡Soy una diosa pidiendo ayuda a un mortal, maldita sea mi suerte! —gritaba Aqua, llena de dolor—. Un mortal que por alguna razón duda tanto de sí mismo que es incapaz de emplear el Séptimo Sentido. ¿Qué tal si le dejas tu enorme cosmos a alguien que sí quiere usarlo, eh? Es… la única manera… ¡Yo sola no puedo!
«¿Estoy dudando? —se cuestionó Makoto, viendo a Azrael—. ¿Tanto me ha afectado verle? —Siguió avanzando solo hasta que el ángel se le interpuso, negando con la cabeza—. ¿Soy así de pusilánime? Dudar a estas alturas…»
—¿Aqua, sigues ahí?
—Sí, oye, siento lo de…
—Si te doy mi cosmos, ¿podrás salvarte? —la interrumpió Makoto.
—Solo necesito un poco —dijo Aqua—. Un poco bastará para reponerme.
Él no necesitaba saber más.
—Toma lo que necesites, diosa del mar.
—Gracias, héroe mosquito.
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En el interior de las mil veces agrietadas esferas picudas de Cerbero, Fang dormía, apacible, mientras miles y miles de horrores se cocían en las llamas de la Prisión Fantasma. Noesis de Triángulo no podía comprender cómo eso era posible.
Por supuesto, no todas las criaturas podían ser encerradas allí. Mientras que la mayoría de horrores había quedado incapacitada por un solo sello triangular, la mitad fácil del trabajo gracias a esa insólita tendencia a devorarse entre sí, los de cien ojos ofrecían cierta resistencia y seguían allí, bajo la pirámide. Retsu era incapaz de atacarlos sin quedar paralizado tan pronto los ojos de aquellos proyectos de Argos se cruzaban con los suyos, y en cuanto al ataque a distancia, ni las llamas de Aerys eran eficientes, ni Cristal podía llevar al punto de congelación a seres que habían consumido un cosmos dorado, así que todo dependía de si Aqua de Cefeo despertaba o no.
—Vamos, vamos, vamos… —rogaba Lisbeth, sujetándole las manos.
—Eres toda una campeona —decía Michelangelo, sujetándole la otra mano—. ¡Tú puedes salvarnos! Bueno, salvarte —se corrigió cuando su hija le dedicó una mirada ceñuda—, y salvarnos, demonios que no quiero que se me muera mi niña.
—Ya no soy tu niña.
—¡Siempre serás mi niña!
En medio de esa simple pelea familiar, el milagro sucedió, iluminando los rostros de todos. Aqua abrió los ojos, cubierta de un cosmos plateado que cerraba las heridas y limpiaba la sangre. Alrededor, los restos de la pirámide se tornaron en agua.
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Makoto no pudo sino sonreír cuando la pirámide se convirtió en el Sello del Rey, una gran cadena de agua que Azrael decidió esquivar volando. No era tanto lo ridículo de la situación como la alegría que le daba no haber fracasado, no del todo.
Por un momento, la vista se le nubló, distinguiendo apenas el contorno de Aqua mientras salía a recibirle. Un nuevo viraje del barco le hizo perder el equilibrio y cayó.
—¡Muchas gracias, héroe! —saludó Aqua, deteniéndolo en seco—. Ahora que me has ayudado, te puedo ayudar yo —aseguró, tocándole la herida en el cuello. No tardó mucho en cerrarse, precediendo a la restauración del daño interno. Aqua se impacientó—. Oye, ¿te pasa algo? —Miró hacia abajo—. Estoy vestida esta vez. Y hasta me dieron una máscara nueva, que apesta a tabaco por alguna razón —observó la santa de Cefeo, inquieta, sin dejar de apuntar al rostro.
Recuperó la vista antes que el habla, permitiéndosele observar un fenómeno asombroso. Las esferas picudas, único resto del manto de Cerbero, se terminaron de quebrar liberando un torrente de horrores, de los comunes y los geriones, apresados en triángulos de energía. Noesis, quien mantenía sellados a los de clase argos, los arrojó mediante telequinesis con el resto tan pronto vio que Fang de Cerbero aparecía entre los mantos sagrados, refunfuñando por qué no lo dejaban dormir. Y en medio de todo eso, Azrael esquivando el Sello del Rey y la Revolución Dorada de Ofión de Aries.
—Es increíble —dijo Makoto.
—Solo es la primera mitad —aseguró Noesis, palmeando el hombro de Aqua—. ¿Estás segura de que no te importa…?
—Los humanos habláis demasiado —le interrumpió Aqua, restándole importancia—. ¡Tú solo hazlo! Tienes mi bendición.
Noesis asintió, comenzando a girar las manos a fin de colocar cada uno de los miles de sellos en el lugar apropiado, para realizar algún prodigio inimaginable.
Entretanto, los horrores que no habían sido atrapados por aquel grupo, oliendo la presencia de Aqua, se acercaron desde proa y poa, babor y estribor, listos para devorar el divino cosmos de la santa de Cefeo. Retsu, Aerys y Cristal se posicionaron como línea de defensa. La atención de Makoto estaba repartida entre aquellos tres, Aqua y lo que sucedía en el cielo. De algún modo, era allá arriba, donde Noesis de Triángulo había dispuesto a los horrores sellados, donde vio lo que tenía que hacer.
—¿Team Azrael? —preguntó Makoto, mirando a la nereida.
—¡Team Azrael! —respondió Aqua sin dudar, alzando el puño—. Go! Go! Go!
El Sello del Rey se tornó en siete cadenas de agua, brillantes como la plata y veloces como la luz. Ahí estaba dirigido el cosmos que Makoto le había otorgado, a distraer al enemigo más terrible de todo el barco.
—Porque es el enemigo —decidió Makoto—. Tiene que serlo. Tuvo que ser una mentira. —Aquella imagen se manifestó ante su mente, helándole la sangre.
—Pues sí —aseguró Aqua—. Es un farsante. ¡Azrael no se mueve a la velocidad de la luz! —Como movidas por el enojo de la nereida, cada una de las siete cadenas se multiplicó por mil, colándose en aquellos huecos que la Revolución Dorada de Ofión no podía cubrir, sin que empero ninguna de las técnicas pudiese alcanzar al veloz Azrael.
—En realidad, sí, Azrael es un santo de oro.
—¿Qué cosa? ¡Ya me estoy arrepintiendo de haber tomado tu cosmos!
«¿Tomar mi cosmos? —pensó Makoto, sonriendo. Tal cosa era imposible. Su universo interior era infinito, con no más límite que aquellos que el cuerpo, la mente, el espíritu y la voluntad de los dioses imponían. Al ofrecerle la energía ilimitada que poseía, lo que en realidad ocurrió fue un enlace. Las constelaciones de Mosca y Cefeo se habían entrelazado y ahora resultaba imposible distinguir donde empezaba el cosmos de uno y dónde acababa el del otro—. Me siento bien. De verdad, me siento muy bien. —No era que hubiese dejado de sentir dolor. Tampoco que se hubiese vuelto más fuerte. Solo estaba en paz consigo mismo. La mejor facultad de Aqua era sanar a los heridos y eso había hecho: lo había sanado, en todos los niveles—. Ya no tengo dudas.»
—Sea el auténtico Azrael, o no, tengo motivos para darle un buen puñetazo —dijo el santo de Mosca, haciendo crujir los nudillos—. ¿Me ayudarás?
—¡Primero explícame eso de que Azrael es un santo de oro!
—Muchachos —les interrumpió Noesis—. No será necesario.
Aun desde la Prisión Fantasma, Noesis pudo conocer lo que les esperaba en la cubierta del barco. De alguna manera, quizá por hacer contacto con lo que quedaba del manto de Cerbero, Aqua había podido contactarle mientras se debatía entre la vigilia y la inconsciencia, mostrándole a él, quien poseía la mayor fuerza espiritual allí ahora que Fang dormía, la clase de enemigos con los que tenían que lidiar. De una parte, el mal de la oscuridad más allá de las estrellas, con una horda interminable de horrores; de otra, un ángel del Olimpo infectado por ese mismo mal de forma acaso irremediable.
Mientras Retsu, Aerys y Cristal ganaban tiempo, el santo de Triángulo había concentrado hasta la última chispa de cosmos que poseía, o al menos eso buscaba. Debió salir de la Prisión Fantasma cuando un horror alimentado por el cosmos de un santo de oro estuvo a punto de masacrar a sus compañeros. Le costó tanto retenerlo, que por un momento creyó un imposible lo que pretendía hacer. Entonces llegaron más y más horrores, lémures con cabezas de pescado y cuerpos fundidos en una sola cabeza que era tan solo una enorme boca siempre abierta; aquellos quedaban incapacitados al mero contacto con los triángulos de cosmos, si bien por si acaso los enviaba enseguida a la Prisión Fantasma. La carga fue excesiva para la técnica insigne de Fang de Cerbero, la había llevado al límite, de hecho, pero era necesario para ocultar la estrategia final.
Ofión de Aries y Aqua de Cefeo sirvieron más que bien como distracción. Atacando al ángel, que por alguna razón inexplicable se veía como el asistente de la finada Suma Sacerdotisa, le negaron un segundo de respiro para pensar en lo que estaba ocurriendo.
El manto de Cerbero explotó, tal y como Noesis esperaba. Fang maldijo a todo el árbol genealógico de quienes estuvieran allí para oírlo, cosa que también esperaba y que por tanto no lo desconcentró. Él enfocaba todos los sentidos en posicionar a los horrores que había sometido de tal forma que pudiera dibujar, a lo largo del cielo sobre el barco, una estrella de seis puntas. Tarea harto difícil si se partía de que el navío estaba en movimiento a pesar de que nadie estaba ampliando el canal. A decir verdad, él solo nunca habría podido lograr algo así; gracias a los dioses, no estaba solo.
—Tritos Spuragisma —recitó Noesis, al tiempo que el cosmos de Aqua fluía hacia él, trayendo las bendiciones de un ser divino. No esperaba que el cosmos de Makoto estuviera entrelazado con el aura de la nereida, mucho menos que un enlace psíquico iniciara transmitiéndole un sueño disparatado sobre Azrael masacrando a setenta mil soldados de Aqueronte, entre otros recuerdos azarosos de aquellos dos excepcionales santos de plata; en realidad, no sabía qué esperaba, porque aquella clase comunión de cosmos no había sido transcrita por el Santuario, si es que había ocurrido antes de que los santos de Escorpio, Escudo y Reloj la practicaran de forma natural. Faltando la teoría, solo le quedaba la práctica, y el puro instinto como única brújula—. Dormid por toda la eternidad, criaturas increadas, ¡yo, Noesis de Triángulo, así lo reclamo!
Por un mero segundo, Noesis pudo sentir cómo era el mundo a la luz del Séptimo Sentido. Los bruscos movimientos del barco y la corriente del río dejaron de importar, porque desde su punto de vista el navío y las aguas estaban detenidos en el tiempo. También los monstruos, que a punto estaban de saltar sobre ellos desde todas direcciones. Noesis decidió ignorar esa amenaza, terminando de dibujar la estrella mediante la suma de los numerosos triángulos en que había sellado a miles de horrores, así como el cosmos que estos habían robado. El resultado fue que toda la energía en el interior del Tritos Suparagisma fue anulada: el Sello del Rey se extinguió sin dejar siquiera vapor, la Revolución Dorada de Ofión fue borrada sin dejar rastro y las propias fuerzas del ángel con la apariencia de Azrael quedaron mermadas hasta una centésima.
Fue aterrador ver cómo el guerrero celestial giraba la cabeza hacia él. ¡Incluso con la centésima parte del poder que ostentaba podía moverse a la velocidad de la luz! En los ojos del ángel podía leerse la voluntad de caer en picado y partirlo desde la cabeza a la entrepierna, cosa que parecía muy capaz de hacer hasta que las constelaciones de Mosca y Cefeo se manifestaron junto a Triángulo en el Tritos Spuragisma, reteniéndolo. La lucha iniciada entonces entre el prisionero y el sello, llena de gritos de dolor, causó tal presión que todos los horrores que servían de vértices a la estrella fueron purificados y luego aplastados hasta quedar reducidos a átomos, una distracción que Noesis no dudó en aprovechar para acabar el conjuro. La estrella de seis puntas se cerró sobre el ángel a la velocidad del relámpago, desapareciendo a la vez que otras estrellas aparecían en las alas del guerrero celestial, que este interpuso a modo de defensa.
El cielo entero se agitó mientras la figura del ángel se distorsionaba, como una ilusión del desierto que desaparecía y regresaba en intervalos demasiado rápidos como para reconocerlos. El ala izquierda empezó a deshacerse, pluma a pluma.
Entonces, Indech decidió disparar una vez más. Dos veces.
Notas del autor:
Shadir. No mentiré, el volumen Venus es así. No era para menos, siendo el octavo.
Manejar todo este asunto del bien y el mal, teniendo de protagonista a Deucalión, me ha resultado muy entretenido. Sobre todo si conversa con los hombres que no debieron sobrevivir al diluvio, y sin embargo, lo hicieron.
Se extrañaban mucho tus comentarios. Lo bueno es que regresaste. ¡Espero que sigas disfrutando lo que se viene!
