Capítulo 235. Rayo de esperanza en un mar de desesperación

Más allá de la zona en torno a donde se hallaban Makoto y Aqua, al igual que Aeson de Copa Negra y Rin de Caballo Menor, cada uno a un lado de la pareja, nadie escuchó el pulso entre la nereida y Lesath de Orión. Esta pequeña gentileza de parte de Aubin de la Audacia, maestro en el arte del engaño, hizo que nadie entre los comensales y los que se habían levantado de la mesa para pasear y reflexionar pudiera explicarse por qué semejante grupo de compañeros derramaba pequeños ríos de agua fresca por cada oreja. Los castigados por lujuria, al tiempo, no quisieron explicar nada y se quedaron conformes con la explicación de la dama Tetis. Era otra travesura de su hermana.

En opinión de Rin, se lo tenían merecido. No tanto por meterse con una compañera —por partida doble; quisiera recordarlo, o no, Aqua de Cefeo pertenecía a la división Pegaso—, como porque fuesen así de brutos todos a las puertas de una batalla tan importante. ¿Podía ser que fuera la única que estaba desgranándose la cabeza para encontrar alguna solución, algún medio para aprovechar los conocimientos de los que ahora disponían? Lo más cercano a conversación con sustancia fue una charla corta entre Ofión y Zaon, sobre la oportunidad de buscar la ubicación exacta del corazón de Caronte entrando en su mente. El santo de Aries insistía en que los Astra Planeta eran un asunto muy distinto a Macuil, que aparte de que no paraba de subestimarlo, fue atacado desde dos frentes de forma simultánea.

—Unidos, lo tendremos difícil para resistir al enemigo. Si nos separamos de esa forma moriremos de forma irremediable —aseguró el Ermitaño.

—Pero es nuestra mejor opción —dijo el subcomandante de la división Dragón.

El momento en que Ofión asintió, dijo todo lo que podía decirse. La única opción de victoria contra el enemigo imbatible era una misión suicida.

Con todo, esa charla era lo que había sobre estrategias a seguir. La mayoría prefería comer, contar batallitas y en general tener conversaciones intrascendentes, como si fueran un grupo de amigos de excursión. Ni siquiera se planteaban la opción de que podrían quedar atrapados por siempre, sin llegar nunca al Jardín de las Hespérides. Los que podrían haber ayudado a redirigir todas esas mentes y energías al problema principal, como Margaret de Lagarto, que tenía el dudoso honor de haber sobrevivido a una batalla contra Caronte, se limitaban a acentuar lo imposible que era derrotarlo.

—Solo caminar cerca de él era difícil, muy difícil —decía el santo de Lagarto—. Mis compañeros y yo sentíamos la imperiosa necesidad de no acercarnos. De huir.

La gente solía responder a esa declaración con pullas y bravatas. Algunos celebraban el hecho de que contaban con tres santos de oro —cuatro, corregía el Sumo Sacerdote, muy seguro de que su antecesor estaba vivo—, otros, como Güney de Delfín Negro, aseguraban que se habían curtido lo suficiente como para que el miedo no los alcanzara. Pero no se le daba la suficiente importancia a la terrible posibilidad de que de tantos guerreros reunidos solo unos pocos pudieran luchar de verdad. ¿Esperaban acaso que sombras y santos de bronce y de plata, al igual que Cristal de Bluegrad, con toda esa sed de venganza tan inaudita en alguien tan tranquilo, se quedaran quietos, fuera del campo de batalla? Entregando sus cosmos a los que de verdad luchaban. Según había escuchado Rin, ese tipo de estrategia funcionó en la lucha de Makoto y Aqua con Aubin de la Audacia, así como en el enfrentamiento entre Ícaro de Sagitario Negro y Macuil del Fuego, pero dudaba que un ángel del Olimpo se pudiera comparar con un astral.

«No —decidió Rin—. No lo dudo, nadie lo duda. Tenemos la certeza de ello.»

Ella no combatió al Rey Durmiente, pero participó de los tormentos que la sola presencia de Aquel que se desliza en la oscuridad generaba. Tritos de Neptuno, otro astral, había derrotado a algo que ni siquiera pudieron dañar de verdad todos juntos. En todo el tiempo que trató de pensar en una solución al problema, no había caído en ese hecho tan angustiante. En ese giro tan inesperado, de un enemigo salvándoles de otro enemigo. Quizá era por eso que nadie quería profundizar en una estrategia: no había ninguna táctica plausible, salvo confiar en Atenea y hacer arder el cosmos hasta el final. Luchar con todo lo que tenían y lograr un milagro, como otros hicieron antes que ellos.

«El tío Seiya y los demás —pensó Rin—. ¿Estarán esperándonos en el Jardín de las Hespérides? Eso sí que sería tener suerte. Suerte —repitió, electrizada. »

Como cualquier soldado creyente a las puertas de una batalla imposible, Rin de Caballo Menor, sin ninguna buena idea en la mente, quizá porque había dedicado tanto tiempo como los demás a comer, se sumó al tren de la suerte. El apoyo de Atenea, un milagro, una casualidad conveniente y útil… Probabilidad favorable, diría su padre, tal vez. En el caso de los santos de Atenea, que Rin supiera la probabilidad de victoria en Guerras Santas era de cien sobre cien. Siempre que Atenea dirigió sus ejércitos contra quien quisiera apoderarse de la Tierra, alcanzó la victoria de forma incontestable. Una y otra vez, incluso dioses más poderosos que ella como Poseidón y Hades fueron derrotados. Ese era el tipo de milagros en los que Rin estaba pensando, los cuales si debía ser sincera estaban más allá de ser milagros, al haberse repetido de forma ininterrumpida a través de los milenios. Sin embargo, ahora que pensaba en ellos, en los relatos que su tío le contaba desde que era muy niña, caía en la cuenta de que incluso si no podían contar con Atenea para derrotar a Caronte de Plutón, sí que poseían el medio por el cual la Tierra nunca había cedido a ningún invasor. Nunca había tenido otro protector que no fuera la hija de Zeus en al menos tres milenios. Gracias a un tesoro, un tesoro sagrado.

—¡Niké! —gritó Rin, levantándose tan deprisa que hasta Aeson tuvo un ligero sobresalto. De pronto, la hija de Arthur se volvió el centro de atención.

Fue horrible. Se habría ido volando si no estuvieran encerrados en una burbuja mágica.

«Eres mejor que eso —se reprendió la santa de Caballo Menor.»

—¿Tienes algo que decir? —preguntó Gestahl Noah.

Al lado, Aqua asintió, golpeando la cabeza de Makoto con el mentón.

—Si lo que necesitamos es un ejército de guerreros sagrados y la ayuda de un dios, tenemos ambas cosas —dijo Rin—. La razón por la que los santos de Atenea siempre nos hacemos con la victoria. ¡Niké!

Hubo un murmullo. Algunos argumentaron que Niké estaba perdida desde la Noche de la Podredumbre, otros señalaron que el Sumo Sacerdote la tenía en la mano.

Según le habían contado Marin y Zaon, lo segundo era cierto. El báculo dorado estuvo en manos del actual líder del Santuario. Se valió de él para eliminar a varios guerreros celestiales, si bien Cethleann pudo revivirlos enseguida. El ángel del Agua mostró cierta agitación, con el arrepentimiento marcando los ojos entrecerrados.

—Ambas cosas son ciertas —dijo Gestahl Noah—. Niké fue robada y estuvo en mis manos. —La santa de Águila, participante de los eventos de la Noche de la Podredumbre, desvió la atención desde Rin al Sumo Sacerdote. También lo hicieron los santos de Perseo y Orión, que libraron sus propias batallas entonces—. Algunos de los presentes recordarán a Orestes de la Corona Boreal, quien junto al predecesor de mi predecesora logró pactar con el dios del sueño y liberar a los santos de bronce que lograron reconquistar el Santuario y vencer a las fuerzas del mar y el inframundo. —Era una historia conocida por todos, en realidad, aunque Zaon de Perseo, responsable de petrificar a dicho personaje por todo lo que ocasionó, fue el primero en asentir—. Él sabía lo que iba a provocar, por eso aceptó el castigo del Santuario, por eso robó Niké.

—Su Santidad, ¿nos estáis diciendo que, ante una amenaza tan terrible, nos dejasteis sin nuestra única defensa? ¿Robasteis los tesoros de una diosa?

Otro habría corrido a través de la mesa para matar a ese hombre. Ella resistió.

—Dime una cosa —pidió Gestahl Noah, sin perder la calma—. ¿Crees que la suerte no os sonrió esa noche? ¿Crees que la Victoria no os respaldaba?

Rin tragó saliva. Muchos hombres murieron en la Noche de la Podredumbre. Santos, aspirantes, guardias, caballeros negros… Shaina de Ofiuco había desaparecido, según se decía; no había una lápida en el cementerio certificando su muerte. Aun así, teniendo en cuenta lo debilitado que estaba el Santuario por esa época, que el único santo de oro, el entonces Sumo Sacerdote, estaba fuera y que los santos de Perseo y Orión debían luchar sus propias batallas, al igual que las fuerzas aliadas de Bluegrad y el bosque de Dodona, era un verdadero milagro que no hubiesen sido masacrados. En particular, la proeza de Ichi de Hidra, quien logró envenenar el río del dolor con su cosmos, sirvió de inspiración a todos los futuros santos de bronce. Sobre todo, fue posible el despertar de cinco hombres malditos por un dios. Como sobrina de estos, Rin había oído esa historia bastantes veces incluso antes de decidir convertirse en santa.

—Niké estaba con nosotros —decidió Rin.

—Es cierto que la idea de despertar a nuestros compañeros nos cegó al principio —reconoció Marin—, sin embargo, nos habríamos dado cuenta de algo así. Además…

—¿Niké estaba en la cima del Santuario? —dijo Gestahl Noah.

La santa de Águila asintió. Niké había respaldado a Shaina de Ofiuco en su combate contra Aqueronte. Ese detalle no solía formar parte de los relatos de la resistencia del Santuario, más centrados en los sacrificios del capitán Docrates y los santos de Lobo, Oso e Hidra. No obstante, ella lo recordaba con nitidez. Fue extraño darse cuenta de que era, quizá, la última superviviente de todos los santos de Atenea enlazados entonces.

—Estoy confundida —dijo Rin, en el otro extremo de la mesa. Hablaba, pese a todo, alto y con decisión, por lo que no era difícil para nadie escucharla.

—Como ha dicho la subcomandante de la división Pegaso, si un completo desconocido se hubiese llevado uno de los tesoros de Atenea lo habría notado hasta el menos avispado. —Gestahl Noah formó una sonrisa, como si estuviera pensando en algo. Marin de Águila, que escuchaba con atención, pensó en Faetón y la desaparición de la máscara de Rangda, trece años atrás. Descartó reclamarlo a esas alturas—. Orestes de la Corona Boreal hizo un sencillo cambio. Niké pasó a un lugar seguro, siendo sustituida por Niké. —Como degustando la confusión que generaba, esperó un par de segundos antes de proseguir, con cada mano apuntando al cielo; la luz del atardecer le bañaba la espalda, dándole el aire de un hombre santo—. La diosa de la victoria, tomada de otro universo. La Guerra del Hijo arrasó con todo lo que existía allí, de modo que Orestes de la Corona Boreal tuvo permiso de llevarse algunas cosas de suma importancia.

En el otro extremo de la mesa, Makoto murmuró unas palabras ininteligibles. El nombre de Hipólita fue todo lo que la santa de Águila pudo entender. Después, a fin de cortar de una vez los demás murmullos sobre la ominosa amenaza que enfrentaban, que iba más allá no solo de la Tierra, sino del universo, Marin dijo:

—Entonces, ¿posees la auténtica Niké, mientras que la falsa está perdida?

—Al revés —rio Gestahl Noah—. La auténtica Niké, la que yo había tomado, está perdida. Se la ofrecí a Titania de Urano para que nos salvara de Aquel que se desliza en la oscuridad. Gracias a los dioses, los Astra Planeta están demasiado pagados de sí mismos como para hacer un buen uso de un tesoro divino. Titania de Urano destruyó el báculo, aprovechando las bendiciones de Niké y sus propios dones divinos.

Se hizo el silencio. El rayo esperanza que Rin había arrojado sobre el barco se extinguía, pero la sonrisa del Sumo Sacerdote no lo hacía. En absoluto.

—Entonces es como ha dicho Lesath —dijo Rin—. Estamos jodidos.

—Cuida esa lengua —ordenó Gestahl Noah, muy serio—. Creía que ya habíamos dejado claro que en la Noche de la Podredumbre os sonrió la suerte.

—Sí —dijo Rin, con algo de hosquedad—. Porque había otra Niké, al parecer.

—Exacto, Niké de otra Tierra, de otro universo, que vela por nosotros. Que sigue velando. —La sonrisa de Gestahl Noah se ensanchó—. De ningún otro modo se explica que Caronte de Plutón se halle debilitado. Sin el alba de Plutón.

En ese momento, mientras nadie sabía bien qué decir, Tetis intervino:

—Luchó contra todo el poder del Trono de Hielo y el Rey de la Magia al mismo tiempo. Ni siquiera quien tú sabes habría salido bien parada de eso.

—Piénsalo con detenimiento, dama Tetis. ¿Qué se necesita para vencer a un astral?

—El poder de un dios y la fuerza completa de un ejército de guerreros sagrados. Te recuerdo que Damon poseía una parte del río del olvido.

—Magro consuelo. Piénsalo mejor.

A Marin de Águila se le antojó que Gestahl Noah estaba, de forma deliberada, aplazando el momento de la revelación para que se diera justo antes de llegar al Jardín de las Hespérides. Además de que mostraba cierto disfrute infantil de tratar de ignorante a quien lo miraba por encima del hombro, como un mortal más, justo lo que era.

—Niké —repitió Rin, cuando ya los demás habían devuelto la atención a los platos. Aqua, sentada donde habían estado Noesis y Retsu, se detuvo antes de probar un bocado que había arrebatado a aquel par—. Niké está dentro de Caronte de Plutón.

—¿Quieres decir que se la ha comido? —rio Soma de León Menor, con la boca llena a rebosar de migas de pan y trozos de carne.

—Niké es un tesoro sagrado —dijo Aqua, moviendo su pollo a modo de vara—. Ni siquiera el aparato digestivo de un astral lo podría destruir. —Incluso si después de esa intervención se puso a comer, Rin le dio, a través de la telepatía, las gracias.

Estaba a punto de pensar que había dicho una tontería —reconoció Caballo Menor.

—Eso lo explicaría todo —intervino Cristal, más refinado que sus antiguos compañeros de Hybris—. Viví la Noche de la Podredumbre. Sé lo improbable que era que ganáramos y sé que a pesar de las pérdidas la vida triunfó sobre la muerte. Si la diosa responsable de ese milagro ha estado en el interior de Caronte de Plutón desde entonces, tiene sentido que él no nos haya destruido sin más en todo este tiempo.

Los comensales se pusieron de acuerdo, por lo menos la mayoría. Rin, tras llevar la voz cantante, recibió felicitaciones de Aqua, Makoto e incluso Aeson.

—Tienes una buena cabeza, cuídala —aconsejó el médico de Hybris.

—¿Gracias? —dijo Rin.

También Marin felicitó a aquella capaz guerrera. El hilo de Ariadna había sido descubierto, podían salir del laberinto que era buscar la táctica adecuada para vencer en la mayor batalla de sus vidas. La última de esa Guerra Santa. Quizás.

Quedaba poco tiempo para llegar a destino. Cinco minutos, como mucho, y aun así había muchísimo de lo que hablar. Lisbeth y Michelangelo, por ejemplo, estaban profundizando con Indech sobre la naturaleza de las nuevas armaduras negras, herederas de la capacidad de Myrddin para evitar ataques enemigos mediante una distorsión espacial. La noción de que había otra Tierra, en otro universo, arrasada hasta un punto en que perder a Niké no suponía ningún problema, hacía que todo el cuerpo de Makoto se estremeciera. El rol de los Astra Planeta era, a todas luces, indispensable. No tenía arrepentimientos de esa misión, pensaba ayudar a los suyos a matarlo, pero esperaba que ello no desembocara en una guerra total contra los cielos. Mas bien, esperaba que el Sumo Sacerdote no los arrastrara justo a esa clase de conflicto.

Sin duda otros también se habrían dado cuenta de que Gestahl Noah ya había pensado todo eso y solo hacía tiempo. Quería que llegaran al final de una vez, viendo que tenían una oportunidad. Así no tendrían que darle más vueltas a la hora de luchar.

«Quizá sea lo mejor —decidió Makoto—. Las dudas nos matarían.»

Al cruzar miradas con él, pese a la distancia, Lesath supo que su recado había sido transmitido. Otro misterio para la lista. Nueva administración del Hades, Hipólita mandándole saludos desde los Campos Elíseos… ¿Era real, o solo un delirio?

—Relájate, Mosca —pidió Aeson—. La Victoria nos sonríe.

—En primer lugar, es solo una posibilidad —susurró Makoto, muy bajito a pesar de que Rin parecía prestar más atención a los halagos—. En segundo lugar… ¿De qué te ríes?

—Oh —dijo Aeson—. Es que por fin entiendo cómo el ejército más poderoso del planeta tardó tantos años en vencer a una simple organización terrorista como Hybris. La Victoria me sonrió entonces y aquí estoy. Me sonreirá de nuevo y aquí estaré.

Parecía lógico, más allá de que eran dos diosas de la victoria distintas, pero la cuestión del Multiverso solo lo complicaba todo, así que Makoto no fue por ese lado.

—Tengo una duda —dijo el santo de Mosca, haciéndose oír por sobre los murmullos de todos. Soma se había acercado a Rin para animarla a ver el horizonte junto a las demás sombras, quedando como todo un necio por el cambio de tono en el ambiente—. Está bien, tenemos a la diosa de la victoria apoyándonos desde algún lugar en el aparato digestivo de Caronte de Plutón —bromeó sin querer. Las risas nerviosas de algunos comensales no le dejaron tan claro que estaba derrapando como el hecho de que Aqua asintiera con energía—. ¿Y qué hay del poder de un ejército de guerrero sagrados al completo? —Asumiendo que el santo de Géminis estuviera vivo, serían cuatro santos de oro. Más cuatro ángeles, una nereida y el Sumo Sacerdote. Diez guerreros que dominaban el Séptimo Sentido y la Octava Consciencia. Después estaban Ícaro de Sagitario Negro, que despertó el Octavo Sentido en la pasada batalla, y el propio Makoto, que conocía el Séptimo Sentido. A ellos dos les seguía Aqua de Cefeo. Trece, trece guerreros notables. Si la comparación fuera con el ejército regular del Santuario, estaban en una buena posición, habida cuenta de que los santos de bronce y de plata restantes habían superado las expectativas de su rango, que Cristal guardaba más de una sorpresa y que las sombras eran todos guerreros diestros, curtidos por la experiencia en el continente Mu y aquel viaje. Sin embargo, un ejército completo de guerreros sagrados era, al parecer, mucho más que eso—. ¿De verdad estaremos a la altura?

—Los guerreros sagrados de la era mitológica eran fuertes, según decía mi padre —advirtió Cethleann—. Los santos de oro y los reyes atlantes podían ser confundidos con dioses. No estoy segura de que podamos vencer.

—Nunca se está del todo seguro sobre cómo transcurrirá una batalla —apuntó Aubin.

—Salvo que luches con hormigas —señaló Noa—. Ups, las hormigas somos nosotros.

Una vez más, Gestahl Noah se levantó, con la taza en la mano. Hubo un momento estrambótico en que miró que el vaso estaba vacío y lo debió poner de nuevo en la mesa. Nada de brindis, ya había pasado el tiempo de eso.

—Shiryu de Dragón —dijo el Sumo Sacerdote, alzando un dedo—. Hyoga de Cisne —otro dedo—. Ikki de Fénix —otro—. Seiya de Pegaso.

Cuatro héroes legendarios, de los cinco que hubo. Makoto sintió la ausencia.

—Es cierto, ¡es cierto! —exclamó Rin, abrazando a Soma, que se había sentado a su lado, y a Aqua, que pensaba ir a picar otra cosa—. Vamos a encontrarnos con mi padre y los demás, pero la misión original…

—¡… era reencontrarnos con ellos! —completó Soma, con una gran sonrisa.

Tenía sentido, él fue parte del viaje original del Argo Navis.

—Dudo que se encuentran en el Jardín de las Hespérides —advirtió el Sumo Sacerdote, templando por un momento las expectativas de todos—. Se hallan ocultos a los ojos de los Astra Planeta. Aun así, en el momento decisivo sé que vendrán.

—Sí —dijo Rin—. Sí, sin duda mi tío se nos unirá en la batalla final. ¡Somos un equipo, el mejor equipo del mundo, nada puede detenernos!

—Qué bonito que al fin me aceptes como compañera —comentó Aqua.

—Creo que ese no es el punto —comentó Aeson de Copa Negra con una seriedad que no reflejaban sus labios, detenidos en una confiada sonrisa.

Con Niké, los héroes legendarios y los efectivos que tenían, podían ganar.

—Podemos matarlo —sentenció Gestahl Noah, cerrando el puño—. Podemos eliminar a Caronte de Plutón de la faz de la existencia.

Tales palabras encendieron los corazones de las sombras, así como alimentaron la esperanza en varios de los santos de Atenea. El momento en que Gestahl Noah dio la vuelta, con aire teatral, hacia el resplandor crepuscular de más allá del horizonte, donde ya podía verse con claridad el portal que daba al Jardín de las Hespérides, estaba cargado de tal solemnidad que nadie quedó indiferente. Aun Lisbeth y Michelangelo, más interesados en desentrañar los misterios de las armaduras negras que en toda esa charla militar, se apuraron a acercarse a la mesa, como ovejas yendo al rebaño.

Entonces, una vez más, el tiempo se detuvo.

—Vaya, vaya, qué violento sonó eso —dijo una voz conocida por todos, a la vez que los rayos de luz se combaban hacia abajo, como una cascada de pura luminosidad.

Tanto Makoto como Aqua se pusieron en marcha de inmediato.

Ícaro de Sagitario Negro saltó a la defensa de su padre en el preciso instante en que Tritos de Neptuno empezó a hacerse visible. Habría luchado contra él solo, de ser necesario, pero agradeció con un gesto de asentimiento la presencia de los santos de Cefeo y Mosca. Aries, Tauro y Sagitario, más cautos, formaron un semicírculo tras el Sumo Sacerdote, mientras que Cristal de Bluegrad pasó de largo al astral a fin de rescatar a los que se hallaban en proa; resultó que no era necesario, Mera de Lebreles y los demás estaban bien y pudieron unirse a la vanguardia de los argonautas.

Todos los demás, fueran sombras, ángeles o santos de bronce y plata, se habían levantado, solo que o bien se sentían demasiado débiles como para importar, o bien debían cierta obediencia. Aubin y Noa parecían querer inclinarse, mientras que Cethleann había retrocedido un par de pasos e Indech apartaba la mirada. Solo Tetis dijo algo, siendo dueña de sí misma, al ser que se estaba manifestando.

—Te doy las gracias, Tritos de Neptuno, por ayudarnos en esta odisea.

—Pues claro que me las das —rio Tritos, ya visible. Antes de que la gente empezara a comentar entre inquietos murmullos la forma que había adoptado, Ícaro ya la veía con nitidez, quizá debido a sus sentidos extraordinarios, quizá debido a que el astral era un ser de tal magnitud que no podría ignorarse. Había sido lo mismo antes, cuando los rescató de Aquel que se desliza en la oscuridad. Exactamente igual—. Eres Tetis, hija de Nereo y Doris. Tú sí tienes educación, no como el resto de salvajes.

El alivio y la inquietud se mezclaban en el ambiente. De una parte, Tetis les había recordado que aquel astral era un aliado, incluso si pensaban asesinar a otro. Sin embargo, el estado de Tritos de Neptuno, con las hombreras, el rostro ceñido por el laurel y la vasta capa del color de las profundidades del océano, era la medida justa del poder que poseía su futuro enemigo. No mostraba el menor signo de que hubiese combatido. Eso bastaba para quitar el aliento al más valiente.

—Disculpa… disculpe… disculpad señor… —decía Lisbeth, tartamudeando—. ¿Habéis ganado la batalla? —Tritos asintió sin abrir la boca—. Es que estáis intacto.

En lugar de explicarse, Tritos siguió asintiendo, a la vez que los mofletes se le inflaban. Cualquiera diría que estaba zampándose un banquete, aunque Ícaro, que tenía todo su ser concentrado en lo que el regente de Neptuno fuera a hacer, no lo había visto coger ningún plato. La explicación tardó poco en manifestarse en forma de murmullos en los que estaban más cerca de la mesa: todas las sobras y platos a medio comer estaban desapareciendo poco a poco, acaso devoradas por un ejército de fantasmas. O un astral.

—Derrotar a un Rey Durmiente no es problema. En comparación con la crisis que resolvió la segunda generación de Astra Planeta, esto fue solo un calentamiento.

—¿Calentamiento? —A Lisbeth se le salían los ojos de las órbitas—. Habéis tardado un montón. Creíamos… —No tuvo fuerzas para decir lo que todos habían pensado. Que luchar contra Aquel que se desliza en la oscuridad lo había llevado, si no a la muerte, al menos a un estado de agotamiento tal que no podría ser un problema para ellos.

Con un gesto nada sutil y poco caballeroso, Tritos de Neptuno tragó lo que estaba masticando. Acto seguido, empezó a gesticular con las manos.

—Estuve ocupado ayudando a la hermana de un empleado nuestro. ¿Y qué hay de vosotros? —Al mismo tiempo, réplicas exactas del astral de Neptuno aparecieron al lado o detrás de cada uno de los tripulantes, con un sonido que recordaba al agua saliendo de alguna fuente—: Todos bien, ¿verdad? Excepto los que se han muerto. ¿A dónde han ido los cadáveres? Esperaba que les dierais un entierro digno. ¿Cuenta como entierro si los arrojáis a los mares olvidados, verdad? El cuerpo es aniquilado, los átomos se dispersan a través del tiempo y el espacio y el alma, si no ha sido reclamada por Hades aún, tiene la opción de reencarnar en un lugar mejor. O puede que me lo esté inventando todo para hacer ver vuestro lugar de destino más interesante.

La salida del sendero ínter-dimensional creado por seis cosmos de oro estaba a la vista. Ícaro de Sagitario Negro podía percibir los bordes del portal, así como sentía en la cara la luz que de ese lugar manaba. Los confines del universo. Tritos de Neptuno había aparecido en el momento crucial. ¿Su padre había tardado tanto en reconocer que sabía qué medios podían usar para vencer a Caronte de Plutón por temor a estar siendo vigilado? Siendo así, ¿de cuánto de lo dicho estaba enterado el regente de Neptuno?

—Como Sumo Sacerdote del Santuario —dijo Gestahl Noah—, extiendo el agradecimiento de la dama Tetis. Has cumplido tu palabra.

—Pues claro que lo he hecho —dijo el regente de Neptuno—, ¿qué esperabas?

Las réplicas de Tritos anduvieron, todas a la vez, hacia el original, el que estaba frente al líder de los santos de Atenea. Al hacer contacto, desaparecían. A Ícaro le pareció una pantomima: todos eran él; no había ilusión, ni imágenes residuales cargadas de una pizca de cosmos como ocurría con Mera de Lebreles. El poder del astral estaba presente en todo el barco, lo envolvía todo, excediendo los límites de un cuerpo humano.

«La parte divina —decidió Ícaro.»

—¡Eso es…! —dijo Indech.

—Nabatea. —La voz de Cethleann sonó llorosa.

Más voces se sumaron, señalando que una galaxia apareció. A través de la Octava Consciencia, Ícaro pudo percibirla como un pulso energético en la capa de Tritos.

—Así es, vuestro lugar de trabajo. —El astral dio una palmada—. ¡Hora de trabajar!

—Yo no… —dijo Cethleann, perdiendo pronto las fuerzas para resistirse.

—Metí al genio maligno en la lámpara, ahora os toca custodiarlo. Los santos de Atenea protegen la tierra, los siete ejércitos de Poseidón protegen el mar, los espectros protegen el infierno y la Segunda Orden de Ángeles cuida los sellos. Supongo que conoces la historia de tu familia. —Ante el gesto de asentimiento del ángel del Agua, Tritos concluyó—: Entonces, todo queda dicho. Yo mismo os llevaré.

Puesto que Indech, Aubin y Noa guardaron silencio, Ícaro de Sagitario Negro no estaba seguro de qué hacer. Sabía que el asunto no gustaba a la mayoría en la vanguardia. En especial, oía a Makoto hacer crujir los nudillos. Pero nadie hacía nada.

«Porque esto escapa a lo que podemos hacer —entendió Ícaro—. Si un guerrero sagrado diera la espalda a la Tierra, sería perseguido y ejecutado como un traidor.»

—¿Se puede saber qué te pasa? —gritó, para sorpresa de todos, Rin de Caballo Menor.

Veloz como una bala, la santa de bronce se plantó cara a cara con el astral.

—¿Qué? —dijo Tritos, con los ojos bien abiertos.

—Es evidente que ella no quiere ir contigo. ¿Quién te crees que eres para raptarla, eh? —exigió saber Rin, importándole poco la diferencia de poder entre ambos.

—Digamos que ella es una santa de plata y yo soy un santo de oro.

—Nuestros santos de oro no van por ahí raptando muchachas.

—Ahora no —murmuró Tritos—. Mira, enmascarada, yo solo estoy haciendo mi trabajo. ¿Podríais ser un poco, poquito más agradecidos? —pidió, acercando dos dedos hasta que las yemas se rozaron—. Arreglé el desastre que provocasteis. Os salvé la vida. Incluso rescaté al santo de Libra. No pido que me beséis los pies —aclaró al ver que Rin retrocedía—, solo que seáis amables conmigo. ¡Tengo la cabeza en muchos sitios por culpa del planeta más problemático de todo el universo!

Todo lo que Rin pudo hacer fue balbucear. Su padre estaba vivo. Vivo gracias a aquel hombre al que nadie parecía tener el valor de desafiar.

«¡No se trata de valor, imbécil, en esto tiene la razón!»

Si los ángeles de la Segunda Orden debían proteger los sellos de entidades como Aquel que se desliza en la oscuridad, dejar que eludieran ese deber implicaba poner todo el universo en riesgo. Aun así, Ícaro no dejaba de sentir que algo estaba mal.

—Ejem, señor Tritos —dijo Indech, con el susurro más sonoro del mundo.

—Tritos está bien —rezongó el astral—. Solo tengo diez mil años.

—Ceth ya no es un ángel —dijo Indech—. Lo noto. Ella ya no tiene alas.

—Lo sé, ¿y? —cuestionó Tritos.

Todo el valor que Indech había reunido se hizo añicos por su mirada indiferente.

—Al cortarle las alas, Titania de Urano cortó las cadenas que la unían a su deber —dijo Gestahl Noah, posando una mano en la espalda del ángel del Agua. Esta se estremeció, agitada por una emoción que era alegría y dolor al mismo tiempo—. Ya no está obligada a obedeceros. Vendrá con nosotros, a matar a tu hermano.

Por un momento, Tritos no pudo evitar una carcajada.

—Sí, bueno, si Dafne de la Tierra no la pone a trabajar tirándole de las orejas antes, seguro que puede hacer de segundo plato para Caronte. Con todo lo que le gustan los árboles. —Mientras trataba de cortar la risa cerrando la boca, al astral le sobrevino una repentina jaqueca—. Ay, ay, ay, tengo muchas cosas en la cabeza así que dejaré que se quede. —A la vez que Aubin y Noa abrían la boca, añadió—: Vosotros me dais igual. Solo los ángeles de la Segunda Orden deben regresar a Nabatea.

—Yo lo haré —dijo Indech, inclinándose.

—Pues claro que lo harás —acusó Tritos—. Tú, Cichol y el alma de Macuil.

Sin dejar de lanzar una mirada severa al ángel de la Tierra, Tritos apuntó a Cethleann con la mano. La perla sobre el cabello empezó a agitarse.

—No —dijo Cethleann, asiendo la Vara del Génesis—. ¡No te llevarás a mi papá!

El cuerpo entero del regente de Neptuno se agitó. Algo le había hecho el arma sagrada del ángel del Agua, aunque Ícaro no habría definido saber qué. Y en cualquier caso no parecía haber surtido efecto en Tritos, quien volvió a reír.

—Como si te tuviera que pedir permiso. —Con un gesto de mano, la perla se elevó, arrastrando algunos cabellos del ángel del Agua.

Contra todo pronóstico, Aqua de Cefeo saltó y la agarró al vuelo.

—¡Con todo lo que me costó que le quedara bien! ¡Ay! —La perla, aún sintiendo la presión psíquica de un Tritos que no dejaba de sonreír, parecía querer escurrírsele de las manos. Solo cuando los cosmos de Gestahl Noah, Makoto, Rin y Cethleann se sumaron al de la hija de Nereo pudo dejar esta de verse arrastrada. Ícaro de Sagitario Negro apenas estaba sorprendiéndose de ese gesto cuando se sumó a tan extraño esfuerzo.

Los santos de oro permanecieron a la expectativa.

Estás yendo demasiado lejos, Utnapishtim —adujo Garland.

Puede que sea mi última amante —replicó Gestahl Noah, envolviendo la perla sostenida por Aqua con hilos de oro—. Nunca he dejado de ser un caballero.

Excepto cuando abandonaste a tu esposa.

Llegas tarde para ganarte su favor, ¿sabes?

No solo los santos de oro se abstenían de intervenir. También los ángeles de la Tierra, la Nobleza y la Audacia. La dama Tetis sacudía la cabeza, desaprobando ese desafío inútil, mientras que el temor era mayúsculo para las sombras y los santos de Atenea. Percibía en Cristal, aspirante a santo, sombra y guerrero azul, el deseo de ayudarles, en pugna con la voluntad de quemar su vida contra otro astral, el que había dañado a su pueblo. Gestahl Noah era incapaz de juzgarlo, al fin y al cabo estaba en la misma tesitura. Era la muerte de Caronte de Plutón lo que le pedía su corazón, así como su impío deber, pero quizá llevaba demasiado tiempo viendo sus sueños aplastados por los dioses como para resistirse a oponerse a ellos incluso cuando sabía que estaba haciendo mal.

Lo peor era que Tritos de Neptuno no se molestaba por ese reto. Todo lo contrario. Movía un solo dedo de lado a lado, como si fuera una varita mágica, de modo que las manos de Aqua, atadas por siete pequeñas cadenas de agua y cosmos, se movían en esas direcciones. Un tirón más fuerte y sería mutilada con todo y manto sagrado.

—Perdón —dijo Cethleann.

—Este es mi tesoro y te lo regalé a ti —replicó Aqua—. ¡No dejaré que te lo roben!

—¡Tritos de Neptuno! —gritó Gestahl Noah, lleno de un sombrío cosmos.

—¿Por qué tenéis que llevarnos siempre la contraria? —se quejó el astral—. ¿Eh?

La perla en discordia empezó a vibrar, anulando por igual los cosmos y ondas telepáticas. Todos los que hasta entonces luchaban, sintieron cómo sus almas encontraban una repentina serenidad. Natural, no invasiva, irresistible.

Al final Aqua de Cefeo dejó por su propia cuenta volar el tesoro de sus padres, hacia la mano de la criatura más hermosa que Gestahl Noah hubo visto.

—¿Dafne de la Tierra? —dijo Tritos, balbuceando.

—No es propio de ti ser tan abusador, Anferes —advirtió la regente de la Tierra. Como su compañero de Neptuno, llevaba una capa amplia y larga que le cubría el cuerpo completo, tan solo dejando ver el brazo que había sacado para tomar la perla. Dicha prenda iba ceñida por unas hombreras que evocaban las imágenes de la Tierra que los presentes habían visto en mapas y documentales. El rostro era impoluto, como cabía esperar de una ninfa, con un aire de majestad gracias a la apacible mirada que dirigía bajo los cabellos castaños ceñidos por el laurel que la distinguía como astral.

Antes de que Tritos de Neptuno pudiera replicar, mientras los nuevos argonautas apenas se recuperaban de la impresión de tener a dos de los Astra Planeta en el barco, empezaron a aparecer ángeles a lo largo del barco. Una vez más.

Cethleann los conocía a todos. Así se lo hizo saber a Gestahl Noah, viéndolo con los ojos muy abiertos y llenos de pavor. No tuvo, sin embargo, que presentarlos.

—Gran Espíritu Maotelus, dominación de la Libertad —dijo un guerrero celestial sobre popa, con el aspecto de un efebo a pesar de los miles de millones de años que llevaba encima. Vestía la gloria Asgard, con dos pares de alas y líneas de negro terciopelo surgiendo desde su peto hasta formar la figura de cuatro dragones en los brazos y piernas. Tendría un aspecto imponente de no ser por un pelo rebelde, siempre alzado.

Dos Espíritus Superiores lo acompañaban, ostentando sus mismos colores. Musiphe, potencia del Poder, era quien más destacaba, con un largo pelo negro y la Devoradora de Soles, un arcano menor que adquiría en sus manos el poder de un arma sagrada como las que llevaban Cethleann y los demás. Iba, como siempre, un paso por delante de Maotelus, sonriendo con aire desafiante a todos. Luego estaba el Espíritu Superior Eumacia, potencia de la Razón; tenía la perpetua apariencia de un anciano sabio, con la cara llena de manchas, la barba amplia y un monóculo de erudito cubriéndole el ojo. Una herramienta mágica que le permitía ver la verdad del universo más allá de toda ilusión. Se mantenía siempre tras Maotelus, no por mansedumbre, sino por la voluntad de ser su sombra y evitar que se corrompiera como ocurrió en el remoto pasado.

—Gran Espíritu Jubileus, dominación del Crepúsculo —se presentó otro guerrero celestial en babor. No era hombre, ni mujer, sino una criatura andrógina ajena a las emociones humanas. El ojo derecho destellaba como un sol, mientras que el izquierdo guardaba el brillo de la luna. Oro y plata se entrelazaban a lo largo de la gloria Paradise, en líneas que parecían representar un mapa celeste nunca visto en nabatea.

Umbra, potencia del Anochecer, y Lumina, potencia del Amanecer, se hallaban a la izquierda y derecha de Jubileus. O así debió ser. La segunda, caracterizada por un cabello rosado sujeto en una coleta lateral, volaba ociosa hacia el santo de Orión, como degustando el franco temor que un hombre tan fuerte les profesaba.

—Gran Espíritu Maxwell, dominación de la Gravedad —se presentó la guerrera celestial que ostentaba con orgullo el nombre de Maxwell, muerto en la primera guerra contra los Reyes Durmientes. Su verdadero nombre era Milla, y aún exhibía los rasgos que la caracterizaron como humana: larga cabellera dorada, mirada segura y un apetito voraz. Su gloria, Exodus, poseía líneas de cuatro colores distintos en honor a los elementos del fuego, aire, agua y tierra. Un signo único, porque con el tiempo Milla cedió a Maotelus la protección de la galaxia donde tantos cuentos se hicieron realidad, volviéndose un ángel errante. No la respaldaba nadie. Aun así, Tetis de Ceto la saludó con una inclinación de cabeza, reconociendo su vasta fuerza.

Tan solo esos siete ya eran algo de temer. Sin contar la verdadera fuerza de Sariel, su poder combinado excedía el que ellos siendo nueve ostentaron. Pero en proa, respaldando a Dafne de Gea, había algo mucho peor.

Tres tronos.

—Cratos de la Fuerza —dijo el más fuerte de los guerreros celestiales, cruzado de brazos. Miraba a Gestahl Noah a los ojos con tal intensidad, que había que admirar al Sumo Sacerdote por no hacer siquiera amago de retroceder.

—Bía de la Violencia —dijo una mujer a su lado, de ojos ambarinos y un cabello verde claro que resultaba casi familiar para la observadora Cethleann.

—Niké de la Victoria —se presentó la última de los tres, la más baja, con un corto cabello castaño y expresión iluminadora—. ¿Esperabas verme tan pronto, Deucalión? —rio la diosa en quien tantos habían puesto sus esperanzas. Vestía, al igual que sus hermanos, una gloria de tres pares de alas, como si fuera una guerrera celestial más.

No lo era. A diferencia de Cratos, Bía y Zelo, el poder de Niké no estaba dormido. No era nimbo esperando un milagro, sino dunamis puro. ¿Por qué vestía una gloria?

—Así que esto es lo que has decidido —lamentó Gestahl Noah.

—Ajá, acudiré si Atenea me llama, claro —sonrió Niké—. Mas, mientras, ayudaré a mis hermanos y a la dama Dafne.

Una nube de pesadumbre descendió sobre los rostros de todos. ¿Niké ayudaría a los Astra Planeta? Además de enfrentar a un enemigo invencible. ¿Tendrían que hacerlo sabiendo que la Victoria no les sonreiría a ellos desde un principio?

—Aun así, lucharemos —gruñó Ícaro.

—Detente, hijo —dijo Gestahl Noah, posando una mano sobre el hombro. Después, le dio una muy necesaria explicación sobre la clase de guerreros celestiales que tenían enfrente. O eso asumió Cethleann, pues la mayor parte fue mediante telepatía—. Es mucho, mucho más fuerte que cuando luchaste con él. Y sospecho que es lo mismo con su hermana —concluyó, a lo que Ofión de Aries asintió apretando los puños con fuerza.

Desde luego, Cethleann nunca dejaría de sorprenderse. ¿Los santos de Atenea habían combatido a los tronos que conformaban el séquito de Zeus en el pasado?

—Dicen que van a matar a Caronte —soltó Tritos, señalando la ofuscada vanguardia—. ¿Te lo puedes creer? —rio un poco, resultándole demasiado divertido.

Dafne ni siquiera sonrió.

—Eso no asunto mío, ni de la Segunda Orden.

—Oh, vamos. Ya que estás aquí puedes mandarlos de regreso a casa —sugirió Tritos—. No es que crea que de verdad puedan hacer algo, es que me dan pena.

A Cethleann le pareció que el astral era sincero, lo que significaba que no oyó todo el discurso de Gestahl Noah sobre cómo matarían a Caronte de Plutón. O bien no le importaba. Nada podía vencer a los Astra Planeta, eso se sabía.

—Ladón está muerto —replicó Dafne.

—Mis condolencias —dijo Tritos—. Le mandaré flores a su madre, que era… ¿Equidna? ¿Ceto? ¿Gea? La genealogía de los monstruos es un poco… —Mientras hablaba, iba bajando la voz. La simple expresión de Dafne era lo bastante elocuente—. ¿La muerte de Ladón es algo muy malo, verdad?

—Significa que nadie vigila los Jardines de Azathoth ahora mismo. Es indispensable revivirlo, así como custodiar el sello del panteón de los Reyes Durmientes hasta que se complete el proceso. He convocado seis virtudes zodiacales, sesenta Grandes Espíritus y seiscientos Espíritus Superiores con ese fin. La mitad ha desoído la convocatoria, parece que las travesuras de Narciso de Venus y el errático comportamiento de los regentes de Plutón, Neptuno, Urano y Saturno han causado estragos en la cadena de mando.

—Oye, primero que nada, no hables de mí en tercera persona si estamos frente a frente. ¿Y qué culpa tenemos nosotros de que Narciso haya estado mandando a todo el ejército de ángeles? ¡Ni siquiera sabíamos del cielo en la Esfera de Venus!

—Narciso de Venus tiene autoridad sobre la Primera Orden, yo sobre la Segunda Orden y el regente de Marte sobre la Tercera Orden —explicó Dafne, mirando a la atribulada Cethleann—. Mas, dadas las circunstancias, he solicitado a Apolo tener plena autoridad sobre las tres órdenes hasta que un nuevo comandante re-organice las responsabilidades de los Astra Planeta. Imagino que eso resolverá el problema de la rebeldía del Gran Espíritu Hyne y la negativa del Gran Espíritu de Bhunivelze de enviar a sus hijos a la batalla. El Gran Espíritu Etro será indispensable, dada su habilidad para viajar a través del Caos sin perder la noción de sí misma. Sea como sea, espero contar con los Espíritus Superiores aquí presentes para esta misión de vital importancia.

A Indech le faltó tiempo para decir que estaba a sus órdenes. Cethleann, por su lado, no sabía qué hacer. La perla, con su padre y el alma de su tío sellados, estaba en manos de Dafne de la Tierra y esta no daba muestras de querer soltarla.

—¿Y qué hay del sello de Aquel que se desliza en la oscuridad? —cuestionó Tritos.

—Los sellos estarán bien mientras el Panteón Perdido vuelva a tener un custodio que les impida tener cualquier clase de injerencia en el universo —dijo Dafne—. Mas aceptaré cualquier ayuda de ti y tus compañeros a ese respecto. Los regentes de Plutón, Neptuno, Urano y Saturno estáis dedicando demasiados esfuerzos a tareas menores. Protegemos el universo, Anferes, no un solo planeta.

—¡Otra vez hablando de mí en tercera persona! ¿Qué hemos hecho para merecer tanto desprecio? Solo hacemos nuestro trabajo. Más o menos —acotó Tritos.

—Fue Caronte de Plutón quien mató al guardián de los Jardines de Azathoth. Desconozco por qué lo hizo, o por qué no permaneció como custodio del Panteón Perdido hasta que se resolviera semejante desastre, mas como ya he dicho, la necedad de vuestras acciones y las de los terrestres escapa a mis deberes para con la Creación. Obrad como os plazca. Cualesquiera que sean las consecuencias, las resolveré.

—Te tomo la palabra. Obraré como me plazca.

Los dos astrales asintieron, una con mayor dignidad que el otro, aunque Cethleann no se engañaba. El poder de Dafne y el de Tritos eran similares. Infinito. Eterno. Un poder tal que se decía que ni siquiera un astral podía matar a un astral. Hacían falta tres.

Atemorizada, miró a Gestahl Noah. Todos los terrestres lo hacían, en realidad.

¡Cuánto lamentaba la decisión de Niké! Cuando Titania de Urano destruyó el báculo, asumió que la diosa de la victoria se volvería una fuerza invisible y omnipresente que tal vez les sonreiría. Cuando la vio con esa forma de doncella, llena en la misma medida de poder y alegría, albergó la esperanza de que luchara junto a ellos. Luego vino la negativa y la aterradora situación de ser simples insectos en medio de dos colosos. Los Astra Planeta no habían hecho más que hablar de sus propios asuntos como si no hubiera nadie alrededor, mientras que los ángeles hacían de carceleros.

En cuanto los regentes de Neptuno y la Tierra concordaron, el Sumo Sacerdote decidió que era el momento de al menos dejar claras las cosas. Si podía evitar que Cratos y Bía se unieran a Caronte de Plutón, estaba dispuesto a perder el apoyo de los ángeles que se habían sumado a su causa. Ni siquiera vestían ya gloria alguna, de todos modos. Harían mejor en unirse a un ejército de guerreros celestiales que ir a morir al Jardín de las Hespérides por una causa que no era suya, que quizá fuera todo lo contrario.

—He escuchado vuestras palabras —empezó Gestahl Noah.

—Pues claro que lo has hecho —dijo Tritos—. No hablábamos bajito.

—Anferes —dijo Dafne.

El regente de Neptuno cerró la boca, gesticulando como si cerrara una cremallera.

—¿Entiendo que vos y los ángeles que os apoyan no pretendéis hacer ningún mal a este barco y a quienes lo tripulan? —preguntó Gestahl Noah.

—Lo que estáis a punto de hacer es un error —dijo Dafne—. Los Astra Planeta son el pilar sobre el que se sostiene el orden en el universo, en nombre de los dioses ausentes. Matar a uno solo de ellos trae el caos, el caos complace al Hijo.

Por cómo lo miraba la regente de la Tierra, parecía claro que sabía quién era y bajo qué órdenes actuaba. Tal vez lo supiera todo de él con un solo vistazo, de modo que en realidad no le estaba advirtiendo de no actuar. Hablaba, más bien, para todo su rebaño, que no debía ni una pizca de lealtad al Hijo. Ni santos, ni sombras, ni mucho menos los ángeles y el siberiano luchaban pensando en el dios sin nombre. Odiarían hacerlo.

«Y nada le complace más que servirse de quienes lo odian —reflexionó Gestahl Noah. Era un dicho muy extendido entre quienes le servían. Honraba su astucia.»

¿Iba a perder ahora la oportunidad de vengarse? ¿Después de todo?

El silencio fue, por mucho tiempo, la única respuesta.

—Si vale de algo lo que pienso yo —dijo Makoto—, Caronte de Plutón no puede seguir vivo. —Aqua de Cefeo asintió, apoyándole, también lo hicieron los santos de oro y la santa de Lebreles—. Los Astra Planeta son el pilar sobre el que se sostiene el orden universal. ¡Me parece perfecto! Entonces, para que el universo esté ordenado, sus guardianes deben estarlo también. No deben ser unos monstruos dementes sedientos de sangre. Acabáis de decir, dama Dafne, que Caronte de Plutón asesinó al custodio de cosas incluso peores que Aquel que se desliza en la oscuridad. Me parece que eso no es muy del orden, sino del caos. Por eso vamos a detenerlo de una vez por todas. Así vayamos al infierno por ese crimen, lo haremos, por nuestro mundo, nuestra gente y el universo entero que los Astra Planeta decís querer proteger. Esa es mi opinión —advirtió Makoto, desviando la mirada hacia Tritos—, he visto lo bueno y lo malo que podéis hacer. No creáis que me quedaré quieto mientras realizáis el mal solo porque de vez en cuando hacéis algún bien, la justicia de los hombres no funciona así.

—Ah, ¿no? —susurró Tritos, sacudiendo la cabeza—. Describes a Caronte como un monstruo demente sediento de sangre, sin imaginar que la manzana nunca cae muy lejos del árbol. —Las palabras, por ciertas, helaron el corazón del Sumo Sacerdote.

Pero nada más dijo el regente de Neptuno. El discurso de Makoto, nacido desde el fondo de su corazón, era su decisión más allá de toda manipulación posible.

—Es propio de seres imperfectos cometer errores —dijo Dafne—. Id, entonces, en paz.

—Si me opongo —cortó Tritos—, si luchara contra ti para impedirles pasar, morirían. ¿Verdad? El barco y todos los tripulantes desaparecerían por accidente.

—No lo harás, Anferes. Tienes honor.

—Pues sí, una lástima. Moriréis todos.

—Puede que lo hagamos —concedió Gestahl Noah—. Llevándonos a tu hermano con nosotros. —Toda la respuesta del regente de Neptuno fue una gran sonrisa. De verdad no los veía capaces de cumplir tamaña empresa.

Entretanto, Aubin de la Audacia y Noa de la Nobleza se apresuraron a comparecer frente a Dafne de Gea. Raudos, los dos ángeles hincaron la rodilla.

—Dama Dafne, ¿debemos unirnos a vos?

—Dama Dafne, deseamos luchar junto a los terrestres.

Aubin y Noa se miraron. Habían hablado a la vez, coordinados incluso, lo que incrementaba la disonancia entre ambas peticiones.

—Por ahora, la Tercera Orden no está bajo mi mando —dijo Dafne—. Id con estas ovejas descarriadas, guiadlos en la oscuridad en que piensan sumergirse y ateneos después a las consecuencias. Ese es mi consejo, como regente de la Tierra.

Los ángeles de la Audacia y la Nobleza asintieron sin dudar un segundo. Acto seguido, para espanto de Cethleann, un fuego blanco, pura luz, los recubrió por completo. Dos nombres surgieron de los labios del ángel del Agua, que poco a poco se calmaba, a la vez que podía adivinarse la figura de Timotheos y Chevalier tras el incendio que recubría a Aubin y Noa. Cuando la sagrada flama se disipó, estos últimos volvían a vestir sus glorias, si bien tan ruinosas como estaban antes de que ardieran.

—El Cáliz de los Comienzos, la gloria de Aelfric de la Fe, dividida en cuatro tiempo ha, os da la bendición, por la sangre de vuestros compañeros —anunció Dafne.

Por cómo reaccionaron los dos ángeles mientras se levantaban, estaba claro que ninguno esperaba que ocurriera eso. Gestahl Noah no pudo menos que conmoverse: él los habría desechado, pero aquellos dos pensaban luchar con un astral desprotegidos.

Si tal prodigio sorprendió a Dafne de alguna manera, no lo demostró.

—Estáis siendo de mucha ayuda —bufó Tritos, girando la cabeza hacia los tronos—. ¿Qué tal si alguno de vosotros nos echa una mano? Para equilibrar la balanza.

—En condiciones normales, lo haría —respondió Cratos.

—Mas liderar un ejército de seiscientos sesenta y seis ángeles es mucho más emocionante —dijo Bía. En cuanto su hermano, el trono de la Fuerza, sacudió la cabeza, añadió—: El Panteón Perdido ya tiene injerencia en el universo. Si no reforzamos las fronteras, dará igual cuántos Astra Planeta haya con vida. Los dioses ausentes regresarán a traer el juicio divino sobre todos los mundos y eso no gustará a nadie.

Tal cosa no parecía causar en Bía ningún pesar. Era un Espíritu Divino, encarnación de la violencia en batalla. Guerra y destrucción eran para ella sus queridos amantes.

—Desagradecida —se quejó Tritos, haciendo caso omiso a la conciliadora sonrisa de Niké—, ¿sabes a cuántos Devoradores de Dimensiones tuve que derribar mientras restauraba tu miserable existencia, dispersa por el Caos? —Según hablaba, con suma vehemencia, iba volviéndose más y más grande, de tal modo que pronto hubo una gran cascada de babor a estribor impidiendo a todos seguir viendo a los tronos y Dafne de la Tierra—. Está bien, idos todos a la tumba, porque este astral que está aquí no piensa rescatar ni un solo cadáver de los Jardines de Azathoth. Ni uno solo. ¡Desagradecidos!

Habiendo acabado con ellos, Tritos de Neptuno dio la vuelta, provocando que el Argo Navis Negro se balanceara. Tenía la cara irritada de un viejo cascarrabias. Era claro que estaba tenso, realizando quien sabía qué trabajos en quién sabía qué lugares.

—Anferes. —A pesar de que el cuerpo del astral la separaba del resto del barco, las palabras de Dafne seguían oyéndose con claridad por sobre el sonido de cascada.

—Los dioses no te perdonarán esto, Deucalión, Segundo Hombre. Tus actos romperán en mil pedazos el corazón de la diosa a la que profesas tu fe. Y te da igual, pastor de hombres, envenenador de almas. ¡Te da igual y lo sabes, maldito seas! ¡Malditos…!

El final del exabrupto fue ahogado en la tempestad de agua y fuertes vientos en que se tornó el cuerpo del astral. Aun los ángeles interpusieron las alas frente a la furia del regente de Neptuno, mientras que los argonautas debieron resistir a la intemperie, con maestros de la telequinesis como Gestahl Noah y Ofión de Aries impidiendo que los más débiles perdieran los brazos y las piernas, y Tetis de Ceto, Cethleann del Agua y Aqua de Cefeo tratando de calmar la furia de los elementos. Con todo, los santos de oro, Ícaro de Sagitario Negro y Makoto, debieron rescatar a algunos que se iban volando a velocidades que ni siquiera podrían soñar con alcanzar por sí mismos. El propio Indech de la Tierra, a pesar de su entendible temor reverencial a los Astra Planeta salvó a varias sombras, entre ellas Lisbeth de Cincel Negro y Soma de León Menor Negro, usando primero la mano y luego tornando su enorme cuerpo en un sólido bastión.

Fue una tormenta terrible que hizo temblar el barco entero, pero como todas las tormentas, llegó a su fin. Tras de sí, dejaba a un centenar de hombres desperdigados por la cubierta. Algunos, como Lesath, de pie, con los brazos cruzados y el cosmos encendido. Otros tumbados y acurrucados, sintiendo en los huesos el frío de una tormenta que dejaba un claro mensaje: «Esta es la fuerza que pensáis enfrentar. Una fuerza a la que no podéis resistiros y contra la que solo podéis sobrevivir. Algunos.» Gestahl Noah, Ofión de Aries, Aqua de Cefeo, Cethleann y Tetis respiraban con cansancio y agitación, mientras que el agotamiento había golpeado a las sombras de Casiopea y Cefeo. Makoto de Mosca, Triela de Sagitario y Garland de Tauro veían a las sombras y santos que habían rescatado con una mezcla de temor y alegría. Estaban calados hasta los huesos, no importaba si llevaban o no un manto sagrado, la voluntad de Tritos de Neptuno los había alcanzado igual, mostrándoles su creciente preocupación, no por su hermano, sino por la Tierra que tanto apreciaba.

—¿Ves? Te dije que era bueno salvar el pan —decía Aerys a Fang mientras lo ayudaba a levantarse. Era lo primero que se decía en minutos de silencio—. ¡Un momento!

Al igual que aquel par de santos de Atenea, todos participaron de una sorpresa mayúscula. Habían enfrentado la mayor tormenta que hubieron visto jamás. Habían sentido que el propio Argo Navis Negro pugnaba entre la vida y la muerte después de haber resistido tantas luchas y tormentos, pero, cosa extraña, la mesa y los alimentos estaban intactos. Como si ni el viento, ni el agua, ni el frío hubiesen alcanzado a los platos en ningún momento. Como si la realidad se hubiese desdoblado, de modo que el poder de Tritos de Neptuno solo hubiese afectado a una parte bien escogida.

—Qué poder —admiró Cristal, cuyas manos, forjadas en las estepas de Siberia, temblaban de frío. El frío impuesto en el alma de todos, como una simple palabra.

«Malditos.»

Uno de los Astra Planeta los había maldecido.

—Se acabará haciendo costumbre —acusó Grigori de Cruz del Sur, aceptando la mano que Eren de Orión Negro le tendía—. Gracias.

Según se iban levantando los argonautas, los ángeles volvieron a una postura relajada. Lumina del Amanecer señaló que tenían el pelo hecho un desastre, ganándose una reprimenda del severo Jubileus. Maotelus se preguntaba si estaría bien que los sanara, frente a lo que Eumacia y Musiphe tenían opiniones dispares.

—Así que todo lo demás era una charada —sonrió Gestahl Noah, cerrando el puño para combatir el frío—. Sí que temes por tu hermano, sí que temes que se haga un milagro.

—Allá donde hay un dios, también hay un milagro —observó Dafne con sequedad.

Tras la tempestad, el tiempo volvía a fluir con normalidad. La burbuja avanzaba hacia el portal del que manaba la luz crepuscular del Jardín de las Hespérides. Apenas ahora Gestahl Noah caía en la cuenta de que el portal era demasiado grande.

—Ha habido ciertos percances —dijo Dafne—. Quien lo sostenía, acabó enfrentado a Aquel que se desliza en la oscuridad. Tritos le salvó la vida.

—¡Padre! —exclamó Rin, quien cargaba con Güney de Delfín Negro y Takeshi de Oso Negro—. Gracias a los dioses. A Atenea —se corrigió.

—Si no hay nada más que decir… —comentó Dafne, elevándose.

—¡Esperad, dama Dafne! —pidió Cethleann, justo mientras los diez guerreros celestiales levitaban e Indech depositaba a Lisbeth y los demás en cubierta, tiritando de frío—. También yo iré con vosotros. Lo sé, tío Indech —se adelantó a la intervención del ángel de la Tierra—, ya no soy un ángel, no podré serlo jamás, pues han cortado mis alas. Uno de los Astra Planeta —lamentó con suma tristeza, sin lograr despertar una pizca de compasión en Dafne de la Tierra—. Mas sigo siendo la actual poseedora de la Vara del Génesis, no hay nadie mejor que yo para regenerar a Ladón, el custodio original de los Jardines de Azathoth. Seiscientos sesenta y seis ángeles de la Segunda Orden vigilando al Panteón Perdido y reforzando los antiguos sellos implican dejar la puerta abierta a más tragedias como la ocurrida en Nabatea. Más ángeles caídos, como el tío Macuil y la tía Seiros. Si puedo impedir eso, creo que la deuda que tengo con los terrestres estaría saldada, incluso si no me uno a esta loca empresa.

Los ojos verdes de Cethleann se desviaron hacia Gestahl Noah, quien no había encontrado modo de interrumpirla. De pedirle que se quedara apoyándolo. Su última amante. Su última compañera. Había supuesto que su cuerpo, herido de muerte, podría descansar en su regazo, recibir un último beso.

Cuán egoísta era, cuán ciertas eran las palabras y la ira de Tritos de Neptuno.

—Una vez ángel, siempre ángel—advirtió Dafne—. Aun así, la pérdida de las alas te apartó de la orden y mi autoridad. Así pues, ¿esperas obtener algo a cambio?

Los ojos de Cethleann brillaron. También ella sabía algo del egoísmo humano.

—Quiero estar al lado de mi padre cuando regrese.

Con un gesto de asentimiento, Dafne dio todo por zanjado. Pero no le otorgó la perla que aún sostenía en la mano, haciéndola desaparecer tras la capa.

En completo silencio, Gestahl Noah vio a Cethleann abrazar a Aqua con efusividad, la escuchó pedir a todos que se cuidaran y agradecer a Tetis que no matara a su padre, cosa que a esta la dejó un poco extrañada, pues nunca había sido su intención perdonar a Cichol del Aire. Makoto de Mosca, tan irregular como solía ser, le tendió la mano, deseándole buena suerte. Cethleann sonrió de vuelta y Gestahl Noah se sorprendió sintiendo un breve ataque de celos, que se disipó por el aroma del ambiente. El barco olía a madera mojada, olía a ella, de algún modo, aunque esto era responsabilidad de Tritos. Cuando el ángel del agua despidió a Aubin y Noa con sendos pares de besos, sintió que aquella criatura estaba, por fin, en paz consigo misma. No estaba hecha para ir a matar a un astral, era un ángel de la Segunda Orden por convicción.

—Ya no es algo impuesto —dijo Cethleann, sonriéndole. Por supuesto, lo había dejado para el final—. Este no es el deber de un esclavo.

—Sino la elección de una heroína —completó Gestahl Noah, antes de ser besado.

Él solía llevar la iniciativa, incluso con mujeres apasionadas como Hipólita. Pero estaba bien a la inversa. Ser amado antes de que pudiera empezar a amar. Era una sensación agradable que le recordaba aquello que jamás volvería a tener.

Los labios de los amantes se separaron y llegó el adiós. Cethleann se despidió con una sonrisa, volteó y anduvo hacia Dafne, quedando a su diestra.

—Las acciones de Caronte de Plutón son contrarias a los dioses. También lo son las vuestras —sentenció Dafne—. En el Jardín de las Hespérides, se definirá quién debe ser salvado y quién será condenado. En el Jardín de las Hespérides, el juicio divino se llevará a cabo. Id a la oscuridad, sumergíos en ella y ateneos a las consecuencias, sabiendo que yo, Dafne de Gea, me ocuparé de lo que sea que venga después.

No hubo réplicas. A pesar del miedo en los corazones de todos, la resolución de los argonautas era firme. Juntos habían sobrevivido a la tormenta. Juntos lucharían.

«Juntos moriremos —reflexionó Gestahl Noah, viendo partir al ángel y la astral.»

Maotelus, Eumacia, Musiphe, Jubileus, Umbra, Lumina, Maxwell e Indech partieron enseguida, con aquellas alas capaces de surcar las distancias del universo. Los ángeles de la Fuerza, la Violencia y la Victoria, empero, les observaron largamente antes.

—¿Quieres empezar donde lo dejamos? —cuestionó Ícaro de Sagitario Negro, adelantándose a los santos de Can Mayor y Can Menor, a los que había protegido.

—Tal vez en otra vida, si el regente de Plutón os concede conservar el regalo de la reencarnación —dijo Cratos—. Incluso un ejército de herejes como vosotros sigue estando compuesto por guerreros. Tenéis mi admiración, terrestres, así que os concederé una gracia. El santo de Géminis, Kanon, se halla con vida. En Palas Belda, la ciudad de los ángeles, halla reposo bajo la supervisión del Espíritu Divino Palas.

Una buena noticia, tras un aluvión de malos augurios. Ícaro no supo qué decir. Los santos de oro, ora con palabras, ora con gestos de asentimiento, lo agradecieron.

—No seas tan hosco —dijo Bía, sonriendo al sombrío Ofión de Aries—. En todas las guerras los hay que mueren y los hay que sobreviven. ¿Deben odiarte los amigos de quien piensas matar? La eterna pregunta que los humanos jamás trascenderéis.

Los ángeles de la Fuerza y la Violencia desaparecieron. Niké abrió los labios, queriendo decir algo, pero desapareció antes de hacerlo, bajo la mirada de Gestahl Noah.

Luego, tras doce horas de intenso viaje a través del universo. Con la caída de ángeles, horrores y un Rey Durmiente a sus espaldas, los argonautas llegaron al fin a los confines de la existencia. Hacia el Jardín de las Hespérides, frontera de la Noche.

Notas del autor:

Con este capítulo concluye el volumen Venus, el más largo de esta historia.

Quiero aprovechar la ocasión para desear, a quienes hayáis llegado hasta aquí, que paséis una Feliz Navidad con vuestros seres queridos. ¡Un abrazo muy grande!

Shadir. Lo titulé siendo muy consciente de ese detalle. Lo que no estuvo calculado (palabra de honor) fue que lo acabara publicando en épocas tan señaladas.

Son justo eso. Un par alocado más allá del control de cualquier autor.

Como detalle que no sé si ya he mencionado (hay algunos que creo que repito con frecuencia sin darme cuenta): Aqua fue la última santa de plata que creé.

¡Feliz Navidad!