Capítulo IV. Encuentro destinado
LAS GOTAS DE LLUVIA CAÍAN SOBRE EL VIDRIO DE LOS VENTANALES DE LA CASA. Cleissy sencillamente se encontraba admirando el paisaje con una taza de café en la mano, aunque no podía ver mucho debido a la espesa neblina. A su lado estaba sentado un gran perro lobo negro, Solomon, su fiel compañero canino de cola bífida.
Acariciando suavemente la cabeza de Solomon, Cleissy no retuvo el pesado suspiro. Ya hace unos cuantos días que habían llegado a Forks, y no era como si Atria y Gomeisa estuvieran muy contentas con el lugar, después de todo la casa estaba casi en medio de lo que se podría decir una frontera de territorios. Tal vez, había tomado una mala decisión al traerlas, sin embargo, lo hecho, hecho está.
—¿Qué dices Solomon, damos un paseo? Solos tu y yo como en los viejos tiempos.
El crup de raza calupoh, al escuchar las palabras de su señora dio un fuerte ladrido moviendo fuertemente su cola.
—Buen chico... —sonrió la asiática para proceder a chasquear los dedos, ante el sonido rápidamente apareció Dala, la elfina que había estado con ella desde que era niña—. Si las chicas se levantan, diles que salí con Solomon. Y preparen cualquier cosa que ellas deseen para desayunar.
—Por supuesto mi ama, Dala cumplirá con las órdenes de mi señora.
Asintiendo Cleissy salió tomando la correa del perro negro, no era necesario colocársela, pero la llevaba en la mano en caso que algún estúpido muggle hiciera alboroto por el tamaño y porte de Solomon, que era realmente intimidante a primera vista. No todo el tiempo se podía apreciar a un perro enrazado con un lobo y lo más llamativo eran sus ojos rojos que hacían contraste a su pelaje negro, ni mencionar su cola bífida debido a su estado como crup.
Solomon llegó a ella como un regalo de su hermano Regulus, en verdad había sido el último regalo que el antiguo joven jefe de la casa Black le hizo. Por ello era tan apreciado por ella, claro y por muchas otras cosas que los habían unido, situaciones que se contrarían a futuro si sus pequeñas le pedían la historia.
Alejando los pensamientos que la llevaban al pasado, Issy se enfocó en su pequeña salida, siguiendo a Solomon que iba al frente guiando el camino a través del espeso bosque, sin alejarse tanto de la carretera principal.
Cleissy había planeado un paseo breve por los bosques cercanos con Solomon, su leal compañero canino. Sin embargo, en el último momento decidió tomar un desvío hacia la playa de La Push, en la reserva Quileute. Algo en el rumor del mar, en la neblina constante y en el aroma salobre del aire le resultaba tentador.
El viaje fue tranquilo. La llovizna ligera cubría el parabrisas de su elegante sedán negro, y el pavimento mojado brillaba bajo las luces amarillentas de la carretera. Era un día típico en Forks: gris, húmedo y melancólico. Sin embargo, Cleissy disfrutaba de la calma que ofrecía esa monotonía climática.
Al llegar a la playa, estacionó el coche cerca de un sendero de madera que se deslizaba hacia la arena oscura. La brisa marina era fría y penetrante, pero a ella no le molestaba. Caminó hacia la playa con Solomon trotando alegremente a su lado, sus grandes ojos ámbar atentos a cada movimiento.
Desde el momento en que sus tacones rojos se hundieron ligeramente en la arena húmeda, Cleissy notó las miradas inquisitivas de los lugareños. No eran los jóvenes quienes la observaban con mayor atención, sino los ancianos de la tribu, que la miraban con una mezcla de curiosidad y cautela. Había algo en ella que despertaba su instinto, como si percibieran un poder antiguo e intangible, pero sin entender del todo lo que estaban sintiendo.
Cleissy ignoró las miradas con la indiferencia acostumbrada. Su cabello oscuro se agitaba con la brisa, y su porte elegante contrastaba con el ambiente sencillo y rural del lugar. Había investigado muy poco sobre los Quileute, más por falta de interés que por desconocimiento. Sin embargo, le había resultado intrigante descubrir que parte del linaje Squib que los Black habían eliminado del árbol genealógico se había entrelazado con la etnia de esta región. De esa unión surgió una magia defectuosa, poderosa, pero inestable: los metamorfo-lobos.
Sabía que podía ayudarles. En teoría, podía mejorar la estabilidad de esa magia latente en ellos. Pero no quería involucrarse. Siempre que ellos no se entrometieran en los asuntos de su familia, ella tampoco lo haría. Era un acuerdo tácito, silencioso, que se había sellado en su primera visita a la reserva. Los Quileute no sabían que ella era una bruja, ni que estaba al tanto de su secreto, pero habían sentido su peligro y se encargaron de correr la voz. No la molestarían mientras ella no interfiriera en sus asuntos.
Dejó escapar un suspiro mientras lanzaba una rama a Solomon, que corrió tras ella con entusiasmo. La fría brisa marina azotaba su piel, pero Cleissy permanecía inmóvil, ajena al entorno, con sus tacones rojos brillando como una provocación en medio de la arena oscura.
Justo cuando se agachaba para acariciar a Solomon, una figura masculina la chocó por el costado, haciéndola tambalear.
—¡Cuidado! —exclamó Cleissy, alzando una ceja, más sorprendida que molesta.
El joven que la había empujado se detuvo en seco, mirándola con una mezcla de frustración y cansancio. Era un adolescente, moreno de largo cabello y con unos cuantos moretones por sus brazos y mandíbula. Su respiración era agitada, sus ojos oscuros brillaban con una rabia contenida, como si estuviera a punto de estallar.
—Lo siento —gruñó, claramente más enfadado consigo mismo que por haberla chocado—. No estaba prestando atención.
Cleissy lo examinó en silencio durante unos segundos, captando detalles importantes: la tensión en sus hombros, la furia que le quemaba bajo la piel, y una tristeza profunda escondida tras esa fachada agresiva. Conocía esa mirada. Ella había tenido esa mirada.
—Estás a punto de explotar, ¿cierto? —comentó Cleissy con calma, como si fuera una afirmación en lugar de una pregunta.
El chico la miró con los ojos entrecerrados, sorprendido por la precisión de sus palabras.
—¿Y a ti qué te importa? —soltó, con el tono defensivo propio de alguien que lleva demasiado tiempo peleando con el mundo.
Cleissy no se dejó intimidar.
—Sé lo que es. Sentir que estás a punto de romperte, como si todo lo que te rodea fuera demasiado... como si nadie pudiera entenderte.
Él frunció el ceño, pero su respiración se hizo un poco más lenta. Algo en ella lo hacía bajar la guardia, aunque no entendía por qué.
—Te doy un consejo, chico —dijo Cleissy, su voz suave pero firme—. La rabia no desaparece. Pero puedes aprender a dirigirla. No tienes que luchar contra todo y todos. A veces solo tienes que pelear por lo que realmente importa.
La miró durante unos segundos más, como si estuviera procesando sus palabras. Luego, bajó la mirada al perro grande y negro que observaba la interacción con atención.
—¿Cómo te llamas? —preguntó finalmente, sintiendo una extraña mezcla de gratitud y curiosidad.
—Cleissy Lestrange —ella lo observó con una leve sonrisa antes de añadir—: ¿Y tú eres...?
—Paul. Paul Lahote.
Cleissy sacó un pequeño trozo de papel de su bolso, anotó rápidamente su número y se lo extendió.
—Si alguna vez necesitas hablar, llámame.
Paul la miró, sorprendido por el gesto inesperado. No estaba acostumbrado a que los extraños se preocuparan por él, mucho menos alguien como Cleissy.
—¿Por qué harías esto? —preguntó, aún desconfiado.
Cleissy lo miró a los ojos, sus propios pensamientos retrocediendo hacia su propia infancia, hacia la soledad que había sentido bajo el techo de los Black, solo mitigada por el amor de sus hermanos.
—Porque sé lo que es no tener a nadie. Y porque no me gusta ver a los jóvenes destruirse cuando todavía tienen tanto por vivir.
Paul asintió en silencio, sin saber qué más decir. Por primera vez en mucho tiempo, alguien había visto más allá de su rabia y le había dado una opción diferente.
Cleissy chasqueó los dedos suavemente y Solomon corrió hacia ella, su enorme cuerpo negro moviéndose con elegancia.
—Vamos, chico. Es hora de volver a casa.
Sin decir más, Cleissy se giró y se encaminó hacia su coche, dejando a Paul parado en la playa, sosteniendo el trozo de papel como si fuera un salvavidas.
Minutos después de salir de La Push, Cleissy conducía en silencio bajo la lluvia. El encuentro con Paul Lahote le había dejado una sensación extraña, un nudo suave en el pecho, como si en ese muchacho vislumbrara ecos de su propia juventud. No era común que sintiera apego por desconocidos, pero había algo en él que la había empujado a ofrecerle su ayuda sin pensarlo demasiado. Tal vez porque también ella había cargado con rabia y soledad cuando era más joven.
Sin embargo, esos pensamientos se desvanecieron cuando el coche dio una sacudida y el motor se apagó. Cleissy intentó girar la llave de nuevo, pero el motor solo tosió en un vano esfuerzo.
—Perfecto... —murmuró con frustración, golpeando suavemente el volante.
Desde el asiento trasero, Solomon dejó escapar un ladrido profundo, como si se burlara de su mala suerte. Cleissy rodó los ojos, dándole un vistazo al enorme perro mágico, cuyo brillo en los ojos siempre parecía más inteligente de lo normal.
—Tú te diviertes, ¿eh? —le espetó, bajándose del coche.
Sus tacones rojos resonaron sobre el pavimento mojado mientras abría su paraguas. La lluvia caía con más fuerza, un aguacero que ahogaba el sonido del mundo exterior. Cleissy suspiró. No era precisamente una experta en arreglos muggles, y aunque la magia podía resolver muchas cosas, no estaba dispuesta a gastar energía en un hechizo de reparación por algo tan trivial.
—Solo falta que el maldito pueblo tenga mala señal para llamar a una grúa —murmuró, sacando su teléfono.
Antes de que pudiera buscar algún número, un vehículo se detuvo junto a ella, y una voz suave la sacó de sus pensamientos.
—¿Necesitas ayuda?
Cleissy alzó la mirada, encontrándose con un hombre cuya apariencia la dejó por un momento sin aliento. Cabello rubio ceniza, peinado con elegancia, una expresión tranquila y empática, y ojos dorados que, por alguna razón, hicieron que su estómago diera un vuelco inesperado.
«Claro, el hombre guapo del pueblo no podía hacer falta».
Aún hipnotizada, Cleissy se obligó a recomponerse. Tras el hombre, otras dos figuras emergían de la niebla y la lluvia. Una chica menuda y vivaz que irradiaba energía contenida, con ojos igualmente dorados y un aire despreocupado. La segunda era una adolescente rubia, imponente como una reina, cuya belleza no se debilitaba ni bajo la lluvia.
—El coche decidió morir en el peor momento —dijo Cleissy, cruzando los brazos con una media sonrisa—. ¿Es normal que pasen cosas así en Forks, o simplemente es mala suerte?
La joven pequeña sonrió ampliamente.
—Un poco de ambas, diría yo.
Antes de que Cleissy pudiera responder, la adolescente rubia se adelantó hacia el coche sin pedir permiso. Con la seguridad de quien sabe exactamente lo que hace, levantó el capó y comenzó a revisar el motor con manos hábiles.
—Esto es fácil de arreglar —murmuró la belleza dorada mientras manipulaba las piezas con destreza—. Solo una conexión suelta.
Cleissy la observó desde la distancia, impresionada por la eficiencia con la que trabajaba. Sin embargo, como era habitual en ella, no mostró su admiración abiertamente.
—Gracias. Aprecio la ayuda.
La vampiresa solo asintió, fría pero elegante, cerrando el capó con un movimiento suave.
—Ya deberías poder arrancarlo.
Cleissy subió al coche y giró la llave. El motor rugió al instante, obediente. Una ligera sonrisa se dibujó en su rostro. —Bien, al menos algo salió bien hoy.
Volviendo a mirar al trío que la había ayudado, Cleissy decidió presentarse. —Por cierto, soy Cleissy Lestrange. Me mudé hace poco a Forks, y... bueno, supongo que ahora ya sé que las esperas no serán eternas por aquí.
El hombre rubio sonrió con amabilidad, aunque sus ojos parecían estudiarla con más profundidad de la que mostraba.
—Soy Carlisle Cullen —Carlisle señaló a las dos chicas con un leve gesto—. Ella es Rosalie Hale, mi sobrina, y esta es Alice, mi hija adoptiva.
Alice le dedicó a Cleissy una sonrisa deslumbrante, mientras Rosalie apenas esbozó un asentimiento frío, manteniendo su distancia.
—Es un placer conocerlas —respondió Cleissy con una leve sonrisa, guardando su sarcasmo por una vez—. Pensé que tendría que llamar a mis hijas para avisarles que no llegaría al almuerzo, pero parece que he tenido suerte.
Carlisle abrió la boca para responder, pero fue interrumpido por un ladrido profundo y gutural desde el interior del sedán. Solomon se había levantado en el asiento trasero, observando fijamente al trío con los ojos encendidos en un brillo alerta. El perro, sensible a las presencias sobrenaturales, sabía que algo no era del todo normal con ellos, igual que Cleissy, pero decidió no actuar más allá de los ladridos.
Carlisle, por su parte, miró al perro con una mezcla de curiosidad y cautela. Cleissy reconocía ese tipo de mirada en él, porque ella también lo sabía. Pero algo en los ojos dorados le hacía imposible enfocar del todo sus pensamientos; era como si mariposas revolotearan en su estómago, haciendo que ignorara deliberadamente las alarmas internas.
—Bueno, gracias por la ayuda —dijo finalmente Cleissy, con un destello de diversión en su tono.
«Creo que Forks será más interesante de lo que imagine».
Dedicando una última sonrisa al grupo, acarició la cabeza de Solomon y se dispuso a arrancar el coche. Mientras aceleraba, los observó por el espejo retrovisor, sintiendo que aquella breve interacción había sido el preludio de algo mucho más grande.
Desde la carretera, Carlisle la observó partir con una expresión pensativa.
—La encontraste —dijo Alice de repente, saltando ligeramente sobre sus pies. Su entusiasmo era casi palpable.
Rosalie frunció el ceño, lanzando una mirada a Carlisle.
—¿La humana?
Alice asintió con una sonrisa traviesa.
—Sabía que se encontraría con ella desde hace unas semanas.
Carlisle no dijo nada, pero una leve sonrisa se dibujó en sus labios mientras observaba las luces traseras del sedán desvanecerse en la niebla.
