Las fiestas en casa de Erza eran ruidosas, repletas de alcohol y de dudosa moralidad. Una contradicción, si te parabas a pensarlo, siendo Erza la persona de moral más recta que había conocido nunca.
Técnicamente, Erza vivía en un bloque de apartamentos para universitarias que tenía el alquiler más bajo de toda Magnolia. Técnicamente, cada universitaria podía alquilar un apartamento por persona, así que, técnicamente, la cuarta planta del bloque de apartamentos para universitarias —con cuatro apartamentos por planta— contaba como un único apartamento, ya que Erza Scarlet, que nunca acepta un no como respuesta, decidió redactar un contrato con el dueño del bloque en el que se derribasen las paredes de la planta cuarta con el fin de crear un inmenso apartamento por el precio de dos.
Erza también era la persona que más miedo me daba en el mundo entero.
Por eso no pude hacer nada cuando Natsu apareció por la puerta de madera clara, caminando resuelto y con un paquete de seis cervezas en la mano, y Levy me dijo por lo bajo que Erza había insistido en que Gajeel lo invitara.
Por supuesto, yo era más que consciente de que todo había sido orquestado por mi mejor amiga, ese demonio pequeñito que se empeñaba en entrometerse en mi vida privada, pero no podía plantarme delante de Erza y explicarle cómo el gremlin de pelo azul había manipulado su voluntad para que acabase invitando a la persona que ella misma quería conocer. Las consecuencias que aquello podía tener no merecían la pena.
—¡Lucy! ¡Esta casa es enorme! ¿Crees que tu amiga nos dejaría alquilarle una habitación a Happy y a mí?
Siempre recibía a Natsu con una sonrisa enorme, y esta no iba a ser una excepción. Sin embargo, antes de que llegase hasta mí para poder advertirle de todo el tinglado que mis amigos habían montado, las cabezas roja y blanca de Erza y Mirajane se interpusieron en el camino, desviando a mi amigo hacia la zona de sofás y sillones: el confesionario.
—Me parece que el salmonete no sale vivo de esta, rubia.
A mi lado, la siempre imponente figura de Gajeel se encontraba cruzada de brazos, observando en la misma dirección que yo hacia el desafortunado secuestro.
—Tú podrías haberlo salvado, sólo tenías que contarles lo que sabes de él.
—No creas que sé tanto, el tipo se pasa el día peleándose con todo el mundo en el taller y hablando de su gato.
—Si mi gato se comportase como un humano, yo también me pasaría el día hablando de él.
Una risita rasposa salió de entre los labios del novio de mi mejor amiga. Giré la cabeza hacia él, molesta porque ni siquiera se había molestado en advertirme de la encerrona. La melena negra olía a suavizante caro y me pregunté desde cuándo le ponía tanto empeño a su imagen, si es que Levy le había obligado o simplemente quería sentirse mejor con su aspecto de chico malo.
Sacó dos cervezas de la nevera plateada de Erza y me ofreció una de ellas. Un símbolo de paz, una disculpa por no haber avisado de los planes maquiavélicos de su novia. La abrí y brindamos suavemente y en silencio, virando de nuevo la mirada hacia la zona en la que mis amigas tenían retenido a Natsu.
Allí de pie, junto a Gajeel, me vino a la mente la primera vez que nos vimos, antes de que su camino se topase con el de Levy.
Me toca estar sola en el turno de cierre del bar, realmente es una mierda. Los clientes que vienen a última hora siempre están pidiendo copas y combinados raros, a pesar de que la hora de cierre no es especialmente tardía. Supongo que vienen aquí a tomar las primeras rondas, y luego siguen con la fiesta en otra parte. La verdad es que me da igual, es un aburrimiento total estar sola las últimas horas, y a veces se vuelve demasiado incómodo con algunos clientes.
Suena la campanilla de la puerta, miro el reloj: aún queda media hora para que pueda echarlos a todos a sus casas o a donde quiera que se les ocurra ir. Suspiro mientras veo entrar a un tipo alto, moreno, sudado, con varios piercings en la cara y las manos y los brazos llenos de lo que supongo es grasa de motor. Tiene cara de malas pulgas y viene a sentarse directo a la barra, como si el local no estuviese lleno de mesas y taburetes vacíos.
Sin ni siquiera mirarme, arrastra un taburete y pide una pinta de cerveza rubia.
—Buenas noches, ¿en qué puedo ayudarte?
Si hay algo que me molesta es la gente maleducada. Así que ignoro su pedido y me dedico a mirarle a la cara hasta que decida comportarse como una persona normal. En el bar aún hay barullo y mientras mantengo el duelo de miradas con el mecánico desconocido un par de clientes habituales me piden la última ronda de cervezas.
—Un segundo, chicos, en cuanto acabe con este chico os pongo lo vuestro.
Los habituales comienzan a farfullar cosas sobre mí y sobre el desconocido, que ahora me está mirando directamente a los ojos con una sonrisa desafiante plasmada en la cara. Mantengo la mirada por unos largos segundos, sonriéndole de vuelta. Debe tener la misma edad que yo, más o menos, aunque nunca le he visto por el barrio.
—Una pinta de cerveza, rubia, por favor —dice, con una voz tranquila y rasposa.
—Eso está mucho mejor. Marchando.
Satisfecha, agarro el vaso de pinta y me dirijo hacia el grifo detrás de la barra. El problema con los habituales, por otro lado, no ha mejorado en mis segundos de batalla visual; todo lo contrario. Uno de ellos se ha puesto un poco pesado y está armando revuelo junto con otros dos que llevan ocupando una mesa y bebiendo desde que salieron de la fábrica, hace unas tres horas. Intento calmarlos mientras le sirvo la pinta al muchacho de pelo negro, pero ellos se empeñan en que tengo favoritos y que siempre voy a por los guapos y dejo olvidados a los viejos. Agacho la cabeza y sirvo tres cervezas más en la mesa de los habituales.
—Si algún día te cansas de los modelitos, te puedes sentar con nosotros para que te enseñemos a divertirte —suelta uno de ellos, mientras inevitablemente veo cómo alarga la mano hacia la parte trasera de mis pantalones.
Un golpe seco detiene las acciones que se estaban llevando a cabo en todo el bar, y giramos la cabeza hacia el origen del ruido: el chico moreno de la barra ha golpeado la madera con tanta fuerza que ha roto el vaso y se ha llenado de cerveza.
—Viejo asqueroso, esa podría ser tu hija.
Abro mucho los ojos, sorprendida por el desconocido que acaba de salir en mi defensa. Los tres habituales se lanzan en seguida hacia donde está él en la barra sentado, sin mover un sólo músculo desde que ha roto el vaso, y le rodean. Me pongo tensa, de verdad que no me apetece tener un altercado como este tan cerca de la hora de cierre. El chico levanta la mirada y la fija directamente en el habitual que ha estado a punto de tocarme. Incluso desde mi posición, el aura del muchacho es amenazadora, como si estuviera esperando a que cualquiera de los tres haga un sólo movimiento para darles una paliza.
—Chicos, va siendo hora de que os marchéis —digo, pero no creo que ninguno de los cuatro me haya escuchado realmente.
El chico sigue sin moverse ni un ápice en el taburete, y los tres habituales cada vez están más encogidos.
Finalmente, después de unos segundos que para mí han sido horas, uno de los tres saca billetes de su bolsillo y los deja sobre la barra. Después, golpea a cada uno de sus amigos en el hombro y les comunica con un movimiento de cabeza que tienen que irse. Los tres recogen sus cosas y salen del bar murmurando sobre cómo le habrían pegado una paliza si hubieran tenido veinte años menos.
Me acerco al muchacho y limpio la barra de cerveza y cristales sin decir nada. Cuando acabo, pongo otra pinta delante de él y me mira sorprendido.
—Gracias por defenderme, no tenías por qué hacerlo.
Se encoge de hombros y le pega un trago larguísimo a la cerveza.
—Los viejos verdes me dan asco, no tenía nada que ver contigo. —Mira el resto del local vacío, da otro sorbo y vuelve a mirarme—. Siento el vaso roto.
—No te preocupes, no creo que el jefe se enfade mucho.
Después de aquello, estuvo viniendo al bar todos los días religiosamente durante casi un año entero. Todos los días me traía una lata de cerveza fría para tomarla después de que terminase mi turno. Al cabo de unos meses, la lata se convirtió en una cerveza en alguno de esos bares que cerraba más tarde que el mío, y así hasta que Levy decidió apuntarse a mis quedadas con "el misterioso tío bueno mecánico". El resto es historia.
Una lata de cerveza, una ofrenda de paz. De aquello ya hacía casi dos años. Suspiré, qué rápido pasa el tiempo.
las romcom no son mi estilo para nada. probablemente vuelva a la introspeccion en breves.
hasta entonces, gracias por leer, dejadme saber si os ha gustado o si deberia retirarme.
