Capítulo 47

Caminos separados

La varita pesaba toneladas en su mano. Sus palabras estuvieron alimentadas por la rabia necesaria para realizar la Maldición Imperdonable:

"¡Avada Kedavra!"

Y en sólo un segundo, su mentor, su amigo, ya no estaba allí.

Podía sentir un turbulento mar de emociones surgiendo de su pecho. Su Oclumancia impulsó a la acción, barricando cuidadosamente cada ola de sentimiento detrás de muros impenetrables. Su mente disciplinada, militante y bien entrenada lo protegió del profundo dolor de causarle la muerte a Dumbledore.

Pero casi se hace añicos cuando la vio. Casi se hace añicos cuando vio sus ojos. Ojos brillantes y llorosos.

"Severus…" —había murmurado ella.

En ese momento sintió que su mente se dividió. Su boca hablaba por sí misma, sus gestos eran fríos y calculados. Snape el mortífago había tomado posesión del cuerpo, de los actos. Pero en las profundidades, Severus, el hombre que había amado; que había sido amado, sentía que su alma verdaderamente se había desgarrado por ese acto infame, por aquella traición a Laurel.

No pudo evitarlo. Sintió un deseo abrumador de tocarla por una última vez. No supo que fue lo que salió de su boca al acercarse a ella. Sabía que era peligroso, que su estoica máscara podía caérsele en cualquier momento, pero la necesidad de acariciar su cabello, de sentir su suavidad contra sus dedos era más fuerte que su sentido común.

Su corazón latió con fuerza, por un segundo sintió como su Oclumancia se resquebrajaba. Sintió como su pecho ardió de impotencia. La miró a los ojos y una fuerte oleada de remordimiento lo invadió y sólo un pensamiento llenó su mente:

"Estoy más allá del perdón".

Se alejó de ella rápidamente, sabiendo que no podría permanecer en su presencia por mucho más tiempo. Tragó fuerte y recuperó el control.

Su capa oscura ondeó detrás de él mientras caminaba con determinación a través de las puertas de entrada seguido de los demás mortífagos. Atravesaron los jardines. Árboles centenarios los envolvían con sus sombras mientras se encaminaban por el borde del Bosque Prohibido. Unos cuantos pasos los separaban de la cabaña de Hagrid. Tan sólo un poco más de una milla y estarían cruzando las rejas hacia Hogsmeade.

—!SNAPE!

Snape pudo reconocer la voz de Harry Potter. Lo vio correr hacia ellos. Los mortífagos se detuvieron. Bellatrix gritó con burla. Una explosión. Llamaradas.

El joven alzó su varita contra él, en un intento vano de atacarlo. Uno tras otro, Snape bloqueaba sus hechizos.

—¡Pelee! —le gritó Harry. —Pelee, cobarde…

Una profunda indignación aguijoneó sus esfuerzos por mantener su Oclumancia intacta. Ese mocoso se atrevía a llamarlo cobarde después de haber sacrificado todo por protegerlo.

—¿Me has llamado cobarde, Potter? —chilló. —Tu padre nunca me atacaba si no eran cuatro contra uno. ¿Cómo lo llamarías a él?

¡Desm…!

—¡Interceptado otra vez, y otra, y otra, hasta que aprendas a tener la boca cerrada y la mente abierta, Potter! —exclamó Snape con sorna, y volvió a desviar la maldición.

Se volvió hacia los mortífagos, quienes reían viendo los intentos de Hagrid por apagar el incendio que consumía su hogar.

—¡Vámonos! —les gritó, dándole la espalda a Harry. —Hay que salir de aquí antes de que lleguen los del ministerio…

¡Impedi…!

Pero antes de que Harry pudiera terminar el embrujo sintió un dolor atroz que lo hizo caer de rodillas en la hierba. Gritó y creyó que aquel dolor lo mataría. Snape iba a torturarlo hasta la muerte o la locura…

—¡No! —bramó Snape, y el dolor desapareció con la misma rapidez con que había empezado; Harry se quedó hecho un ovillo sobre la hierba, aferrando la varita y jadeando.

—Maldita sea, Bellatrix, ¿has olvidado las órdenes que te dieron? ¡Potter es del Señor Tenebroso! ¡Tenemos que dejarlo! ¡Vete! ¡Largo de aquí!

El grupo se alejó corriendo y riendo, dejando a Snape atrás. Harry se puso de pie temblando, apuntándole con rabia contenida. Ya no le importaba morir,

¡SECTUMSEMPRA!

El mortífago agitó su varita, bloqueando nuevamente el ataque y arrojando a Harry por los aires haciendo que se le cayera la varita. En vez de seguir a sus cómplices, Snape dio unos cuantos pasos hacia el joven. Las llamaradas se reflejaban en el rostro crispado de rabia. Sus labios ya no mostraban ningún gesto de burla.

—¿Cómo te atreves a utilizar mis propios hechizos contra mí, Potter? ¡Yo los inventé! ¡Yo soy el Príncipe Mestizo! Y tú pretendes atacarme con mis inventos, como tu asqueroso padre, ¿eh? ¡No lo permitiré! ¡No!

Harry se lanzó para recuperar la varita, pero Snape le arrojó un maleficio y la varita salió volando y se perdió en la oscuridad.

—Pues máteme —dijo Harry resoplando; no sentía miedo, sólo rabia y desprecio—. Máteme como lo mató a él, cobarde de mierda…

Snape perdió el dominio de sus emociones, casi pudo escuchar como los altos muros de su mente se fracturaban ante esas palabras. Alzó su varita con odio, mirando al muchacho.

—¡No me llames cobarde! —bramó Snape, y su cara adoptó una expresión enloquecida, inhumana, como si estuviera sufriendo un dolor más inconcebible que un Crucio.

Aquellos ojos esmeraldas parecieron brillar en la oscuridad. Aquel era el hijo de Lily…

Curiosamente, los recuerdos de Severus no fueron a dar con los de su amor de juventud, sino que volaron nuevamente a lo sucedido en el Gran Comedor; fueron a dar con el lloroso rostro de Laurel.

La había sacrificado.

Miró al castillo por una milésima de segundo. Luego se giró sobre sus talones, dejando al joven abandonado sobre la hierba y echó a correr como alma que lleva el diablo hacia Hogsmeade.

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Se enterró, sin sentir más nada. A la deriva en la oscuridad, en el bendito vacío. La oclumancia hizo su trabajo.

No podía recordar cuánto tiempo había pasado hasta que se encontró frente a su maestro.

Los espantosos rasgos de serpiente de Voldemort estaban contorsionados en una mueca triunfante, presidiendo la sombría asamblea.

La pálida luz de unas escasas velas parpadeaba en los rostros de los Mortífagos, quienes veían con una mezcla de fascinación y envidia como El Señor Oscuro, envuelto en una túnica ondulante, sonreía a Snape y tendía una mano hacia él.

—Severus —siseó, sus palabras deslizándose por el aire como una serpiente venenosa. —Has demostrado tu lealtad y astucia. Tus acciones han llevado a la muerte de nuestro adversario más formidable. Por esto, serás recompensado.

—Sólo soy su sirviente —Snape se arrodilló y besó su pálida mano.

—Uno muy bueno, por cierto. Uno que será elevado, que se sentará a mi derecha, y uno cuya voz mandará sobre los demás.

Voldemort suspiró con regodeo, indicándole a Snape que se pusiera de pie y miró hacia los Mortífagos que sonreían falsamente. Le hizo una seña a Narcissa Malfoy para que se acercara, su elegante cabello rubio cayendo en cascada sobre sus hombros. La bruja se acercó a Snape con pasos medidos, sus movimientos eran una delicada danza de deferencia. Arrodillándose ante él, Narcissa presionó sus labios contra el dobladillo de la túnica de Snape.

—Severus Snape —murmuró, su voz apenas era más que un susurro —por tu inquebrantable lealtad y el cumplimiento de la tarea que Draco no pudo realizar, te presento una muestra del agradecimiento de la familia Malfoy.

Con elegante aplomo, Narcissa presentó una caja lacada adornada con la intrincada insignia del escudo de Malfoy. Snape aceptó la caja, su expresión ilegible bajo la cortina de cabello oscuro. Cuando la abrió, la tenue luz captó el brillo de las gemas preciosas y de valiosas reliquias familiares, testimonio del legado Malfoy.

—Sé que debes estar resentido por la pérdida de tu juguetito —susurró Voldemort al oído de Snape, sus ojos carmesí, brillando con malicia. — Estoy seguro de que Narcissa estaría dispuesta a hacer cualquier cosa que le pidas.

El corazón de Narcissa dio un vuelco mientras procesaba el peso de las palabras de Voldemort. Ser ofrecida como recompensa, ser entregada como si fuese un preciado objeto le provocó escalofríos. Levantó la cabeza de golpe, sus ojos tratando de captar los de Severus. Pero él no la estaba mirando. Estaba mirando al fondo de la habitación oscura, donde una figura delgada estaba agachada contra la pared, con su rubia cabeza gacha, ocultando un gemido silencioso.

—Deseo que Lady Malfoy cuide de su hijo —. Severus se inclinó ante el Señor Oscuro. — No busco otro reconocimiento ni premio que vuestra victoria, mi señor.

Voldemort dejó escapar un bufido divertido y le dio la espalda.

—¡Dumbledore está muerto! —exclamó, levantando los brazos en señal de triunfo —¡Esta noche celebramos no sólo el fallecimiento de Albus Dumbledore sino el amanecer de una nueva era!

Los Mortífagos estallaron en vítores y aplausos, sus voces se mezclaron con el sonido de copas tintineantes y risas grotescas. En medio del caos, Narcissa se levantó y caminó silenciosamente hacia Draco, pero antes de salir de la habitación, miró a Severus, quien asintió, animándola a irse.

Él permaneció junto a su amo por el resto de la noche.

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Pasaron varios días hasta que Laurel vio de nuevo la luz del sol.

Se quedó sentada en los escalones mojados que conducían al cobertizo para botes. Sus ojos, que miraban fijamente abajo, hacia el lago, tenían un brillo seco y parecían irritados, como si sufrieran una falta de lágrimas.

Ese día, cuando finalmente salió de la oscuridad de las mazmorras, pasó horas observando los preparativos del funeral, observando cómo el personal colocaba numerosas sillas doradas y una enorme mesa junto al lago. Contó a los dolientes que iban llegando lentamente y se sentaban, todos de cara a la mesa de mármol frente a ellos.

No se atrevía a acercarse, por miedo a las miradas subrepticias, por miedo a los susurros, al odio. Era una paria y sabía que se lo merecía.

Pasó el tiempo; las sillas se llenaron; el agua del lago salpicó y al menos una docena de sirenas emergieron de las profundidades, cantando sus voces una melodía que dejó su alma rota en peor estado.

Laurel dejó escapar un suspiro al notar cómo Hagrid caminaba lentamente por el pasillo entre las sillas, cargando el cuerpo de Albus Dumbledore envuelto en terciopelo morado salpicado de estrellas doradas. Colocó el cuerpo sobre la mesa y ella no pudo mirar más.

Se cubrió con la capucha de su túnica, enterrando su rostro entre sus brazos.

Entonces escuchó esa conocida canción.

Levantó su rostro hinchado hacia el cielo y vio a Fawkes dando vueltas alrededor del lago, cantando la canción del fénix desde lejos, perdiéndose lentamente en el inmenso rojo del atardecer.

Laurel se atrevió a mirar hacia abajo de nuevo y en lugar de la mesa donde yacía el cuerpo de Dumbledore había una tumba de mármol blanco.

La Akardos permaneció en ese mismo lugar hasta que la oscuridad cayó y la luz de la luna bañó la tumba de Dumbledore con su brillo etéreo. Podría haberse quedado allí toda la noche.

—Te estuve buscando.

Era Remus quien se acercó a ella con pasos inquietos.

—Laurel —se rascó el cuello nervioso cuando la mujer no le respondió. —Estamos preocupados por ti.

La mujer se levantó lentamente, le dolía el cuerpo.

—Lo siento, Remus. No quiero causar más problemas.

—No, eso no es lo que quiero decir...

—Creo que debo volver a casa.

—¿Qué? No… Podría ser peligroso… Snape puede…

Laurel bajó la cabeza al escuchar ese nombre y Remus se disculpó rápidamente.

—Lo siento. Sé que te duele, pero creo que no deberías abandonar la protección de la Orden. He hablado con Minerva, ella te permitirá permanecer en Hogwarts. Creo que eso sería lo mejor.

Laurel levantó su vista nuevamente hacia el mago, mirando su rostro cansado iluminado por la luz de la luna.

—¿Cómo está Bill?

—Ya ha recuperado la conciencia — Remus suspiró y dejó caer los hombros, abatido. —No estamos muy seguros de que le ocurrirá. Greyback no estaba transformado cuando lo atacó.

—Estará bien. Cuando Greyback me mordió…

—No es lo mismo, Laurel. Sus heridas no han sanado con la misma velocidad que las tuyas. Sin la protección que confiere la sangre Akardos, probablemente quede marcado para siempre.

Laurel se mordió el labio, sintiéndose increíblemente culpable.

—Si no hubiese sido por él, a esta hora probablemente estaría muerta —dijo ella con voz frágil. —Greyback iba por mí, fue mi culpa…

—No, no… Shh… —Remus la abrazó con fuerza. —Bill está vivo, tiene a su familia y por lo que parece se casará muy pronto con una chica a quien no le importa sus cicatrices. Todo estará bien, ya lo verás…

Laurel se calmó poco a poco entre los brazos de Remus, sus ojos fijos en la plateada luna creciente.

—A Tonks tampoco le importan tus cicatrices, Remus —murmuró ella en voz baja.

—No, por eso… —El mago rio nervioso, mientras buscaba algo en el bolsillo de su chaqueta. —Por eso pensaba darle esto.

Con manos temblorosas sacó un pañuelo donde estaba envuelto un anillo dorado con una sencilla piedra rosa.

—¿Crees que diga que sí?

Laurel miró el anillo y luego a Remus y sonrió por primera vez en varios días.

—Estará encantada.

Remus rio nuevamente y envolvió el anillo con delicadeza, metiéndolo con cuidado nuevamente en el bolsillo.

—Creo que si hay un momento para ser valiente, debe ser éste. — dijo él, volviendo sus ojos hacia la tumba de Dumbledore. —La vida es efímera, Laurel y después de ver como fue atacado Bill…después de ver como su prometida se quedó a su lado, limpiando sus heridas a pesar de que podría convertirse en un monstruo cada mes…

Laurel suspiró profundamente, el olor a tierra húmeda y a algas le llenó los pulmones y con la voz más firme que pudo pronunciar en aquel momento, dijo:

—No te abandonaré, Remus. Seguiré trabajando en la cura. Pero no aquí… no quiero volver a pisar Hogwarts.

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Severus tomó otro trago de la botella de whiskey de fuego y se tambaleó por los pasillos del número 12 de Grimmauld Place.

Tenía una misión: encontrar alguna pista que Dumbledore le hubiese dejado, alguna información que le permitiera seguir adelante con el confuso plan que el director esperaba que siguiese. Sin embargo, la más importante razón por la que había ido a aquél nefasto y sombrío lugar era la de ahogar sus penas en un sitio en el que pudiera estar completamente solo.

Se llevó la botella a los labios nuevamente y se sorprendió de encontrarla vacía. Con rabia la lanzó contra el suelo, haciéndola añicos y despertando al retrato de Walburga Black que empezó a lanzar alaridos desde el piso de abajo.

Gritando improperios al retrato, siguió subiendo escalones, revolviendo cada cuarto, buscando, manteniendo su embriagada cabeza ocupada.

Finalmente llegó al último piso y abrió la primera puerta que encontró.

Se sorprendió un poco al ver que aquella habitación estaba ordenada y mucho más habitable que el resto de la casa. Supo de inmediato a quien le pertenecía aquella habitación al ver el enorme estandarte de Gryffindor colgado en la cabecera de la cama.

Severus dudó por un momento, pero decidió entrar. Sus ojos cansados revisaron la habitación, los posters de motocicletas, de chicas en bikini le sacaron bufido desdeñoso y supo que siendo la habitación de Sirius Black, no tardaría en encontrar más licor para anestesiar su dolor.

Hurgó en el armario y en la cómoda. Arrojó ropa, revisó libros, cajas y pergaminos, hurgó en su escritorio y estuvo a punto de darse por vencido hasta que revisó la mesita de noche y su cuerpo se paralizó.

Pudo reconocer la caligrafía al instante.

Querido Canuto:

Severus recorrió con sus ojos la carta una y otra vez, sosteniéndola con delicadeza en sus dedos.

Un fuerte abrazo,

Lily

Luego notó la fotografía que estaba al lado de la carta.

Allí estaba ella, sonriendo.

No supo en qué momento empezó a llorar. Su cuerpo tembló al comprenderlo total y definitivamente: era un asesino. Había destruido la vida de las personas más cercanas a él, personas que se preocupaban por él. Era verdaderamente un monstruo.

Por el resto de su vida, recordaría ese vívido destello de su varita y el eco de su propia voz en el aire, y los ojos tristes y resignados del hombre que había considerado su mejor amigo. Todavía podía ver su túnica suelta y sus largos cabellos flotando en el aire, como una marioneta rota.

Se sintió mareado y disgustado por su propia piel. Deseaba que el dolor terminara de una vez por todas.

Cerró los ojos y recordó aquél extraño sueño que tuvo tantos meses atrás. Frente a él se hallaba una Laurel llorosa que no dejaba de gritarle:

¡Asesino!

Cayó boca abajo sobre el polvoriento y mohoso colchón, ahogándose en gemidos de agonía. Sintió, en medio de la oscuridad, que era él quien caía desde la torre de astronomía al abismo sin fondo. En un último destello de conciencia, se dio cuenta de que al final de esa caída sin fin, le esperaba la muerte.