Capítulo 52

De tal Padre, Tal hijo

Un viento feroz golpeaba contra los cristales de las ventanas, aullando como un lamento lejano y triste.

Dentro, en el despacho del director, las brasas moribundas chisporroteaban suavemente en la chimenea.

—¿Quién lo habría pensado? Es muy beneficioso para nosotros. A pesar de que los duendes digan que no toman partido, el hecho de no revelar que la espada de Gryffindor en la bóveda de Lestrange es una burda copia, quiere decir que guardan rencor a Voldemort…

La voz emocionada de Dumbledore era solo un ruido de fondo para Severus mientras pasaba con cuidado las páginas del diario de su padre; el papel viejo se sentía endeble bajo sus dedos y era difícil descifrar sus enmarañados pensamientos:

No recuerdo cómo llegué aquí. No hay luz y el espacio se va cerrando sobre mí. El olor a comida frita y a cañería permanece estático en el aire, sofocante, adhiriéndose a mi. Hay un ruido de goteo que me vuelve loco. ¿Cómo llegué aquí? Hace un momento estaba junto a Eileen. Mis manos estaban sobre ella, sobre su cuello. La amo ¿por qué hice eso? Sus ojos negros estaban aterrados. Me he convertido en un monstruo.

El diario de Tobias Snape era un confesionario, una ventana al caos que había asolado la mente del hombre. Las palabras de su padre iban alimentando el torbellino en su mente.

«No hay luz y el espacio se va cerrando sobre mí.»

Severus casi podía sentir la asfixia que atormentaba a su padre. Las desesperadas y angustiantes cavilaciones de un hombre que había estado a la deriva, perdido en su propia culpa y locura le dejaron un sabor amargo en la boca.

El descenso de su padre hacia la violencia, el acto monstruoso descrito en frases crípticas —«Tenía las manos sobre ella, sobre su cuello. La amo. ¿Por qué hice eso?»— le provocó un escalofrío familiar.

Recordaba vivamente los gritos, los golpes, el olor mustio de las tablas del suelo cuando se escondía bajo su cama de pequeño. ¡Cómo odiaba a su padre! Se había pasado la vida luchando con la sombra de aquella figura paterna, con la crueldad, con la rabia. Pero ahora, al leer su diario, al leer esa confesión de debilidad, de miedo, despertó algo más profundo.

El crepitar del fuego y la voz de Dumbledore se mezclaron en un zumbido sordo mientras Severus clavaba los ojos en la última línea del diario. La confesión de amor de Tobías parecía casi grotesca, retorcida por la violencia.

«Me he convertido en un monstruo.»

El mago había estado caminando sobre una delgada línea durante años. El peso de esa herencia era evidente. El monstruo en el que Tobías temía haberse convertido, Severus ya lo había visto reflejado en el espejo demasiadas veces.

Cerró el diario suavemente, empujándolo a un lado, deseando nunca haber leído aquellas terribles palabras. Nunca más podría quitarse de encima el horror de saber que, como su padre, él también había ido demasiado lejos.

Severus no podía apartar de su mente la súbita imagen de su madre, de sus enormes ojos negros, brillantes de lágrimas. Ella siempre había sido callada, abatida por la vida y por el hombre que decía amarla. Recordó lo impotente que se había sentido de niño, viéndola llorar, incapaz de detener las lágrimas o el dolor que persistía tras ellas.

Ahora, mientras la imagen de su madre se desdibujaba, otro rostro ocupó su lugar: el de Laurel. Nunca había tenido intención de lastimarla, pero al igual que su padre, había permitido que la oscuridad distorsionara algo que una vez había considerado amor. ¿Lo fue realmente?

Sin decir palabra, Severus se puso de pie y sacó su varita de entre los pliegues de su túnica. Su mano tembló levemente cuando la levantó y, con un movimiento rápido, susurró:

Expecto Patronum.

La majestuosa cierva plateada se materializó galopando por la habitación y el mago la observó con el corazón compungido. A pesar de sus desesperados intentos de convencerse de que sus sentimientos habían sido reemplazados, su Patronus permaneció inalterado, su esencia seguía ligada al eterno amor por Lily.

Un amor cimentado por su dolorosa culpa, por el amargo remordimiento que le impedía dormir. Severus sabía que ese era su castigo. Incluso después de todo este tiempo, después de todo lo que se había dicho a sí mismo sobre sus sentimientos por Laurel, una parte de él se negaba a desaparecer, sin importar cuánto intentara enterrarla.

La cierva aminoró el paso y giró la cabeza para mirarlo con sus luminosos ojos. Los mismos ojos, una y otra vez. Su madre. Laurel. Y siempre, Lily.

«Me he convertido en un monstruo.»

Severus se dejó caer en su silla, sintiendo que era incapaz de respirar.

—El amor, Severus, es una fuerza poderosa —. El retrato de Dumbledore habló con voz firme, observando la escena desde su lugar en la pared.

Volviendo a la realidad, el mago giró la cabeza, sorprendido al escuchar esas palabras, rompiendo el hechizo y dejando que la cierva se desvaneciera en volutas de humo plateado.

—Y también lo es la culpa —dijo Dumbledore, sonriendo comprensivamente—. No es algo que podamos suprimir fácilmente, por mucho que lo deseemos. Y a menudo persiste de las formas más inesperadas.

—Pensé que podría olvidarla —murmuró Severus en voz baja—. Pensé... que el Patronus cambiaría.

—Siempre has llevado sobre tus hombros el peso de tus decisiones. La vergüenza que nubla tu corazón y tu mente te impide avanzar. Hasta que no te perdones, nunca serás libre para amar por completo.

—No sé si pueda. —Se le hizo un nudo en la garganta al recordar el rostro de Lily, su risa—. La traicioné, Albus. Yo fui la razón por la que murió. ¿Cómo se puede perdonar eso?

—El camino hacia el perdón comienza con darte cuenta de que no eres la misma persona que eras antes. El Severus Snape que tomó esa terrible decisión estaba perdido, consumido por el deseo de poder y aprobación. Pero el Severus Snape que está ante mí ahora, ha luchado incansablemente para proteger al hijo de Lily, ha enmendado el camino y ha demostrado una profunda valentía ". — El retrato de Dumbledore le dirigió una mirada larga y pensativa — "Tú sabes lo que hay que falta por hacer para encontrar la paz dentro de ti, Severus".

—Derrotarlo…

Pero antes de que pudiera terminar su frase, un mago delgado y de barba negra irrumpió en su retrato con su habitual aire de irritación, alisando los bordes de su túnica como si acabara de regresar de una ardua misión.

—¡Sé dónde está Harry Potter, director! —gritó Phineas Nigellus—. ¡Están acampando en el Bosque de Dean! La sangre-sucia…

—¡No se atreva a usar esa palabra! —espetó Severus, encolerizado.

—Bueno, bueno… la chica Granger mencionó el lugar cuando abrió su bolso, ¡y la oí!

—¡Bien! ¡Muy bien! —Exclamó el retrato de Dumbledore. —Ahora, Severus, ¡la espada! No olvides que debe ser tomada en condiciones de necesidad y valor, ¡y él no debe saber que tú se la das! Si Voldemort leyera la mente de Harry y te viera actuando por él...

—Lo sé —dijo Snape secamente.

Se acercó al retrato de Dumbledore y tiró de un costado. Éste se abrió hacia adelante, revelando una cavidad oculta detrás de él de la que sacó la espada de Gryffindor.

—¿Y todavía no vas a decirme por qué es tan importante darle la espada a Potter? —dijo Snape mientras se ponía una capa de viaje sobre su túnica.

—No, no lo creo —dijo Dumbledore—. Él sabrá qué hacer con ella. Y Severus, ten mucho cuidado, puede que no les agrade enterarse de tu presencia.

El mago se volvió antes de salir por la puerta.

—No te preocupes, Albus —dijo con frialdad—. Tengo un plan…

Y salió del despacho.