Capítulo 224. Rey Durmiente

Tan pronto el ángel del Fuego terminó el conjuro, el mundo entero empezó a morir. El cielo oscurecido, la piedra del canal y el agua del río, todo estaba hecho de átomos. No importaban ni las fuerzas detrás del origen de aquel espacio, ni los poderes que lo protegían, la Senda de Oro seguía siendo tan mortal como el universo que atravesaba.

Macuil balanceó el Sable Ragna, una hoja de pura oscuridad energizada de rayos carmesí, y tanto Ícaro como Cichol retrocedieron, alerta. Un gesto fútil. La capacidad natural del arma sagrada de corroerlo todo, incluso al propio portador, esta vez estaba dispersa. Cada palmo de la Senda de Oro era influenciado por el aura destructiva del Sable Ragna. Todo iba a ser aniquilado: ellos, que luchaban por proteger el barco; el barco, que en vano trataba de escapar de la influencia de Aquel que se desliza en la oscuridad; el propio río, que era en realidad Tetis, la nereida, así como el canal que impedía que se desbordase hasta la oscuridad. El final estaba próximo, de modo que huir no tenía sentido. Nada salvo vencer al portador del Sable Ragna cambiaría algo.

Demás estaba decir que el ángel del Aire y el caballero negro de Sagitario habían formado un enlace, a fin de estar al tanto de las circunstancias y ahorrar tiempo.

Si está tratando de destruirlo todo a la vez… —dijo Ícaro.

Es como piensas —le interrumpió Cichol—. Estoy unido a este espacio que creasteis, así que desaparecería junto a él, por completo. Oh, Cethleann, lo lamento tanto.

Sagitario Negro no estaba al tanto de quién era Cethleann. Compartían los conocimientos relevantes sobre esa batalla, no sus vidas. Aun así, intuía que era alguien importante. Algo lo animó a lograr que aquellos dos, Cichol y Cethleann, se reencontraran tras esa batalla. Quizá su alma de héroe.

Desde luego, fue el heroísmo que lo acompañó desde que estaba en los brazos de Hipólita, la legítima santa de Hércules, lo que le hizo atacar primero.

—Insolente —dijo Macuil a destiempo.

Sin duda, lo había despreciado en el momento en que atacó, pero debido a la velocidad a la que ambos luchaban, las palabras resonaron en el espacio cuando acabó el asalto. Ícaro, con un corte en el hombro, giraba hacia el enemigo, que detenía todos los intentos de Cichol por alcanzarle: el Sable Ragna reaccionaba a la vida, destruyéndola.

De nuevo, el caballero negro cargó, probando con una finta. Volvió a recibir un corte, esta vez en el costado, pero mientras recuperaba el equilibrio vio a Cichol impactar un buen puñetazo contra el confiado ángel del Fuego. Entonces, comprendió.

«Ahora yo ocupo el rol de Noa —pensó Ícaro, bebiendo su propia sangre al sonreír.»

Los dos cortes no habían dejado grietas de luz, como en la anterior batalla. La pérdida de grosor en la armadura cósmica suponía que ya no había tantas capas dimensionales entre la protección y lo protegido. Lo que era grave, en especial, cuando estaba enfrentando un arma todavía más terrible que Begalta, el estoque nacido del blanquísimo fuego del cielo. Frente a tal arma, el Sable Ragna no se limitaba a destruir, sino que con cada tajo hendía de forma simultánea la mente, el alma y el cuerpo, liberando de paso una energía destructora a través de toda la existencia del objetivo. Si Ícaro no desapareció al primer golpe fue por el poder de sus compañeros y por su fuerza de voluntad, pero las dos heridas sufridas excedían por completo su capacidad para ignorar el dolor. El tacto del Sable Ragna era de otro mundo, el frío del más crudo invierno simultaneado con el ardor de las estrellas. Daba la impresión de que el espíritu se derramaría a través de las heridas en cualquier momento, junto con la sangre.

Él era vulnerable, mucho. También carecía de la fuerza para destruir a Merceus y en cuestión de velocidad no podía compararse con un guerrero celestial omnipresente. Y a pesar de todo eso, intuía que tendría que ser el que daría el golpe decisivo.

Por muy poco evitaron los compañeros un corte circular de Macuil, para de inmediato volver a la carga siguiendo otra estrategia. Cichol iba siempre al frente, como un soplo de viento que enseguida adoptaba la forma del severo ángel. Allá donde las garras de tigre golpeaban, lo hacía también Ícaro un instante después, justo mientras Cichol golpeaba en la espalda, en paralelo al golpe de Sagitario Negro. Los contraataques de Macuil, por lo general, eran hacia su igual, quien gozaba de la única defensa posible para el Sable Ragna, las alas de un ángel. De ese modo, coordinando la Tormenta Perfecta con quien era encarnación del cielo, lograban evitar daños graves.

«¡Es insuficiente! —entendía Ícaro—. ¡La Senda de Oro desaparecerá!»

Como oyendo su súplica, Indech disparó dos tiros uno detrás de otro. Sin embargo, a diferencia de pasados asaltos, esta vez Macuil no bloqueó el ataque.

Lo cortó. ¡El Sable Ragna era más poderoso que el Inagotable!

—¿Te atreves a darme la espalda? —dijo Cichol, cayendo sobre el enemigo.

Diez mil veces cortó el Sable Ragna al ángel del Aire y otras tantas apareció este de nuevo, si bien con la gloria cada vez más dañada. No donde se daba el corte, las grietas se extendían a través de Arianrhod por completo. Ícaro imaginó que la destrucción de Arianrhod sería también la destrucción de la Senda de Oro, por lo que corrió más riesgos, forzándose a seguir el ritmo de Cichol, a ser la tormenta que señoreaba los cielos del mundo entero. Rayos negros y vientos prístinos se unieron en una sola esfera alrededor de Macuil, que por un breve momento quedó a la defensiva.

Las aguas bajo los tres contendientes empezaron a elevarse cual remolino, atrayendo nubes de polvo desde las paredes del canal. Pero eso no era a causa del combate.

Indech estaba andando en el río, de ahí los temblores. Pensaba unirse a la batalla.

—Luchar contra dos Espíritus Superiores a la vez es demasiado —dijo Macuil.

Acto seguido, intensificó la ofensiva, sujetando el Sable Ragna con ambas manos. De un solo movimiento, repelió los ataques de Cichol, rasgó el peto de la armadura cósmica de Ícaro y cortó el nuevo disparo Indech, que venía hacia él trazando un arco.

—Lo mismo puedo decir de luchar contra ti mientras usas esa cosa —replicó Cichol, reapareciendo con las hombreras cayendo pedazo a pedazo—. ¿Cómo es posible? Las armas sagradas no pueden ser usadas a la vez que nuestro verdadero poder.

—Salvo que sea un ángel de la Primera Orden —dijo Macuil, acometiendo.

Alrededor de la estela súper lumínica que era el ángel del Fuego, voló Ícaro, descargando la Tormenta Perfecta allá donde Merceus lucía alguna grieta. Él estaba en el lugar de Noa ahora: aun sin el envejecimiento acelerado, tenía el verdadero poder del rayo, podía matar a un ángel siempre y cuando no hubiese una gloria interponiéndose. Destruir Merceus era tarea de Cichol, matar a su portador era el trabajo de Ícaro. Ese había sido el acuerdo de los dos compañeros inesperados, por esa esperanza luchaba el caballero negro de Sagitario, sin descanso, sin dejar de moverse.

«Es imposible —maldijo Ícaro, viendo todos sus intentos repelidos. Ora por el Sable Ragna, ora por las cuatro alas, no lograba ningún ataque contundente.»

Sigue intentándolo —ordenaron, a la vez, Cichol e Indech.

Aunque Ícaro no necesitaba el consejo, lo siguió de todos modos. Para cuando Macuil y Cichol chocaron en un nuevo asalto, Ícaro de Sagitario Negro era en esencia una extensión más del ángel del Fuego. Las llamas y el rayo tenían mucho en común, al igual que las sombras y la luz. Por un brevísimo instante, el hijo de Gestahl Noah e Hipólita sintió esa conexión, se supo uno con el cielo, lleno de una nueva energía.

Macuil lo miró como si fuera un molesto insecto interponiéndose entre él y sus sueños. Con ese mismo desprecio le atravesó el peto con el Sable Ragna.

Justo antes de que el arma le llegara al corazón, Ícaro liberó toda su fuerza.

Macuil había estado en suficientes batallas como para comprender cuándo estaba metiéndose de lleno en una trampa. Veía algo peligroso en el mortal, encarnación de los sueños de los hombres de hierro, que había dominado el verdadero poder del rayo. Por eso, de forma muy acertada y a la vez equívoca, decidió despacharlo primero.

Equívoca, porque en el preciso instante en que dio la espalda a su igual, Cichol empleó sus propias alas para neutralizar las de Macuil. El metal platinado que las cubría vibró, in crescendo, hasta que el dunamis dormido de los dioses se manifestó, extinguiendo el recubrimiento y revelando la auténtica esencia divina. Sin importar las diferencias entre el ángel del Fuego y el del Aire, el poder que los respaldaba era el mismo, de manera que, una vez manifiestas las alas divinas, se anularon las unas y las otras. Cichol y Macuil, despojados de su divinidad, vieron sus glorias volver a la forma contenida, sin las exquisitas bendiciones de la Madre Tierra a la que desde antaño veneraban.

Acertada, porque a pesar de todo, Cichol no era el que pensaba dar el golpe. En todo momento, aquel hombre amigo suyo fue incapaz de pecar por segunda vez, de mancharse de nuevo las manos de sangre. Por ello se centró en eliminar la mejor defensa de Macuil a costa de perder el también las bendiciones del Olimpo de forma temporal, para que el muchacho resolviera aquel asunto de los cielos. Ícaro también lo dio todo en ese último y decisivo golpe, al igual que antes, cuando destruyó Begalta, y puesto que solo una ruinosa gloria sin alas se interponía entre su puño y el corazón de Macuil, el resultado fue tan evidente que el ángel del Fuego lo entendió aun antes de ver su pecho atravesado por el verdadero poder del rayo. La energía eléctrica, de un negro profundo, se desató desde el brazo de Ícaro hasta todas direcciones, llenando las grietas de Merceus y haciéndola vibrar hasta que, al final, estalló en mil pedazos.

Que la punta del Sable Ragna estuviese a un palmo del corazón de aquel joven era un magro consuelo. Macuil sabía perdida esa batalla.

«¿Voy a perder ahora? —rio el ángel del Fuego—. Estaba tan cerca.»

De pronto, una voz gloriosa inundó sus pensamientos. Divina, al estar despojada del envoltorio con el que muchos miembros de la Primera Orden debieron ocultarse para vigilar al ejército de los cielos y atajar, o mitigar en el peor de los casos, una rebelión.

Era su madre, Sothis, revelándole una verdad terrible.

Era un empate técnico. Los dos contendientes estaban a un solo paso de destruir el corazón del otro. A Ícaro no le gustaba. No quería morir allí.

«Maldito seas, Cichol —pensó Ícaro—. Maldito seas.»

Desde que se enlazaron, supo que Cichol no haría lo que había que hacer. No mataría a su hermano, dejándole a otro esa indigna tarea. ¡Y no podía odiarlo por eso! Para darle esa oportunidad a Ícaro, había sacrificado las alas, fuente de su poder. Y el estado de la gloria del Aire, Arianrhod, era prueba suficiente de cuánto los había apoyado, al aceptar sobre sus hombros toda la destrucción que acaecía sobre la Senda de Oro. En comparación, todo el aporte de Indech desde que se levantó fue convencer a Macuil de que iba a unirse a la batalla cuerpo a cuerpo, para hacerle tomar riesgos innecesarios. El francotirador de los cielos no había disparado un solo haz más desde entonces.

Así que todo dependía de él. Mataría a ese enemigo, luego moriría. Otros tomarían su testigo. Tal vez Eren, o Soma, o Yuna, la sustituta que su padre encontró para la incomparable Hipólita. Había buenos guerreros en Hybris, en lo que fue Hybris.

«Ninguno como yo —se dijo Ícaro—. ¡Maldito seas, Cichol!»

Debió maldecirlo una tercera vez, porque cuando estaba por aplastar el corazón de Macuil, Cichol lo embistió, alejándolo de la presa que con tanta dificultad habían logrado acorralar. El estado del ángel del Aire, con la gloria cayéndose a pedazos, era tan precario que la energía que Ícaro despedía bastaba para quemarle la piel.

—Lo siento —dijo Cichol—. Tengo que salvarle.

—¡Imbécil! —gritó Ícaro, pateándole la boca del estómago. En su cólera, ni siquiera se dio cuenta de que Cichol se arqueó y escupió sangre—. ¡Nos has condenado a todos!

Se deshizo de aquel poderosísimo guerrero, ahora debilitado, como si fuera en verdad nada más que viento. Acto seguido, acometió sin dudar sobre Macuil, quien lo miraba con los ojos blanqueados. Muerto, acaso, no sentía ninguna presencia en él.

Durante la minúscula fracción de tiempo que tardó en llegar hasta el ángel del Fuego, este miró el Sable Ragna, dio la vuelta y arrojó la espada oscura energizada de carmesí tal que fuese una jabalina. Ícaro llegó hasta él entonces, importándole poco tener que golpearle en la espalda, pero el relampagueante puño del caballero negro solo atravesó una imagen residual. Macuil se había movido, más rápido de lo que los sentidos de Ícaro podían seguir, hasta donde se hallaba Cichol. Justo donde Ícaro lo había dejado, sin transformarse en viento ni expandir su cosmos, paralizado, por la mirada de Macuil.

Él era Cichol, un ángel de la Segunda Orden destinado a custodiar los sellos de los Reyes Durmientes, pero por encima de todo era nabateo, uno de los hijos de Sothis, al igual que Seiros, Indech y Macuil. Si su madre, que había ascendido donde ellos cayeron, quería salvar a Macuil, él haría cualquier cosa para complacerla. Incluso cuando el ángel del Fuego lo miró con esos ojos blanqueados, transmitiéndole un sinfín de imágenes y sonidos que a duras penas simulaban una frase —los Astra Planeta venían, tenía que acabar esto rápido—, siguió teniendo fe en que todo se solucionaría.

Después vinieron el grito de furia de Ícaro y el alarido de dolor de Indech, extendido como un trueno a través del cielo y agitando la piedra del canal. La Unidad de la Naturaleza había sido cancelada por Macuil, o más bien, aquello que manipulaba a Macuil, pero no necesitaba de ese estado trascendente para saber lo que había ocurrido. El Sable Ragna, arrojado por el enemigo, había atravesado la gloria de la Tierra, ignorando la divina protección de Myrddin. Eso solo dejaba una posibilidad. Quien tenía enfrente no podía ser otro que Aquel que se desliza en la oscuridad. Apretó los dientes y los puños, decidido vencerlo, sin embargo, algo le atravesó el estómago antes de que pudiera siquiera dar un paso: el Sable Ragna, de nuevo como una lanza, lo atravesó de forma limpia, con ese tacto nauseabundo que era al tiempo fuego y hielo. Ahora que sabía que Macuil no era ningún miembro de la Primera Orden, sino el involuntario depositario de los conocimientos universales del Mago, Hyne, Cichol no pudo evitar preguntarse, según el aura corrosiva del Sable Ragna empezaba a matarlo, cómo podía manejar de forma tan eficaz una de las armas sagradas.

Llegaron imágenes a su cabeza. La búsqueda de Macuil a través del universo, acompañado por héroes, espíritus y hasta una diosa, a la que amó y por la que fue amado. El momento en que se internó en la frontera que separaba el Caos del Cosmos. El Sable Ragna original había sido ofrendado a la Noche, a cambio de lo cual Macuil volvió al universo material con un arma que no era un arma. Un hechizo sobre el que solo él tenía control, que extraía su poder de la oscuridad primigenia. Mientras esa innecesaria explicación colmaba el cerebro de Cichol, este fue apartado por una mano invisible del tacto con el Sabla Ragna. Alguien le había salvado la vida. ¿Macuil…?

Aquel que se desliza en la oscuridad giró la cabeza. Una voz resonó por todo el lugar, implorando la muerte, y los Ailell vinieron desde todas direcciones, acudiendo al llamado de su señor. Miles y miles de hadas rodearon al otrora ángel del Fuego.

Entretanto, Ícaro llegaba, todavía protegido por la armadura cósmica, aunque con un gran boquete en el costado del que no paraba de manar sangre.

—¿Qué rayos es eso? Si no tiene alas…

A media frase, el caballero negro calló.

—Es un Rey Durmiente —respondió Cichol. En la palidez de su compañero de batallas notó algo y se permitió el lujo de mirar hacia sí: los brazales, el peto, el espaldar y las hombreras de Arianrhod ya no estaban, tampoco la piel, lo que tendría que estar causándole un sufrimiento considerable. Que no gritara solo podía significar que los receptores de dolor habían sido destrozados, de alguna forma—. Aun así, yo debo salvarlo, y tú también. Te interesa lograrlo más que a mí.

—¡Lo sé! —gritó Ícaro, escupiendo sangre. Durante su lance, cuando lo apartó de Macuil, quizá no pudo percibirlo bien. Pero seguía enlazado a ese joven, en consecuencia, tenía que saber lo que Sothis revelaría si la ayudaban.

Había pasado medio minuto desde que los Ailell cubrieron con sus ardientes alas al otrora ángel del Fuego, resultaba claro que algo tendría que haber ocurrido, ya fuera la incineración del amo de las hadas, ya la extinción de estas. Cichol miró a Ícaro, preguntándole si había algún medio para neutralizar la amenaza sin matar a su amigo; era mejor hacer algo ahora, que tenían aliados tan inesperados.

Entonces, mientras Ícaro pensaba algo, el Rey Durmiente se movió. Aún rodeado de Ailell, anduvo sobre los aires, transformando ese sinfín de hadas en una sola masa marrón que se adhirió a su cuerpo, llenando la dañada gloria del Fuego. El platinado olímpico se mezcló con los cuerpos de los Ailell, transformando Merceus en un amasijo de colores oscuros y claros. Después, de las zonas oscuras nacieron alas sin orden ni concierto, unas pequeñas como las de los Ailell, en el peto, y otras, en el espaldar, los brazales, las perneras y los costados, grandes. Todas aleteando a la vez, más rápido que nunca, liberando unas ondas de calor que rielaban la propia imagen del ángel caído.

—Ya tiene alas —se atrevió a bromear Cichol.

—Qué asco —maldijo Ícaro.

Ambos se aprestaron a reanudar la lucha. No obstante, cuando el Rey Durmiente los miró, quedaron paralizados, sometidos a la marea de información que era la forma de comunicarse de Aquel que se desliza en la oscuridad. Cichol reconoció esta vez el sonido de deslizamiento, como también creyó percibir el llamado de auxilio de Macuil, acaso arrepentido de su arrogancia después de oír la voz de quien era madre de todos los nabateos. Mientras que el Rey Durmiente les cuestionaba la razón de que no hubiesen muerto, contrastando imágenes del universo abocado al caos con dos muertos en vida resistiéndole, Macuil les señalaba que tanto Cichol como Ícaro tenían un fragmento del Sable Ragna en sus cuerpos, un medio por el que el Rey Durmiente podía destruirlos cuando quisiera. Cichol se esforzó todo lo posible para atar cabos.

No obstante, Aquel que se desliza en la oscuridad llegó a la misma conclusión pronto. Alguien estaba controlando la mente de Macuil, y en consecuencia, también a él.

Cichol perdió la consciencia de inmediato, oyendo con vaguedad los rezos de su hija.

—Padre, por favor, vive. Padre, por favor, vive.

A pesar de que lo había arruinado todo, Ícaro no pudo evitar socorrer a Cichol. A pesar del dolor que le nacía de las entrañas y que extinguía las estrellas que titilaban en la armadura cósmica, a pesar de todo ese tacto repulsivo que todavía recordaba con nitidez allá donde el Sable Ragna lo había atravesado, a pesar de los rayos de energía carmesí que lo rodeaban, él, el mejor de un ejército de asesinos, tuvo que hacerse el héroe.

Por supuesto, eso era normal. Él era Ícaro de Sagitario Negro, hijo de Hipólita, madre de héroes. Cuando sostuvo a aquel hombre capaz de amar a un hermano incluso después de que lo traicionara, supo que estaba haciendo lo correcto. Que valía la pena.

—Cuando todo esto acabe, te daré una paliza —dijo Ícaro, de todos modos.

Pero primero estaba el Rey Durmiente. Lo miró, desafiante, solo para quedar boquiabierto. El enemigo había alzado el Sable Ragna, como era de esperar, pero en vez de rematarlos, dirigió el arma hacia su rostro, que temblaba de forma instintiva.

Frente a los muy abiertos ojos de Ícaro, el Rey Durmiente empezó a cercenarse su propia cabeza, o la cabeza del recipiente, al menos. Yelmo, cabello, rostro, cráneo, todo fue golpeado primero por la energía carmesí que despedía el arma sagrada, y después por la hoja oscura, de un poder capaz de aniquilar incluso el metal de los cielos. No se quedó a contemplar el resultado de tal monstruosidad, sino que aferrando al inconsciente Cichol voló a toda velocidad hacia el Argo Navis Negro.

Allí esperaba encontrar algo que le ayudara a vencer a semejante monstruosidad.

xxx

Si de algo podían estar seguros quienes luchaban en nombre de los dioses, era lo caprichosos que podían ser. Cuando los Ailell empezaron a marcharse de ese rincón de la mente de Macuil, dejando tras de sí un bosque en llamas y el inevitable saldo de muertos y heridos, Rin se permitió respirar de alivio. Que en ese lugar fuera solo un cuerpo astral no hacía menos palpable el cansancio: el abundante sudor, la respiración agitada, los músculos agarrotados… Todo funcionaba igual, incluyendo la terquedad de no mostrar ni a enemigos ni aliados que se estaba agotando. Un rasgo de familia.

Tanto ella como la santa de Águila permanecieron en el aire, en cualquier caso. Zaon fue el que se internó en el bosque de espinos creado por los caballeros negros, a fin de rescatarlos. Más fuerte que veloz, al menos si se le comparaba con Marin, el santo de Perseo destrozó con Harpe todo cuando se le interponía, gritando al poco tiempo que quedaban supervivientes. Bianca y Nico no se movieron, simulando ser perros guardianes de una sombra joven a la que de repente le habían cambiado el color del cabello y los ojos, así como el cosmos. Rin quería creer que en realidad la estaban vigilando; no le daba buena espina el aura que envolvía a Casiopea Negra, tan grande, superior al cosmos de los santos de oro tal y como ella lo recordaba.

Uno a uno, Zaon fue sacando a los caballeros negros, a la vez que los nombraba. Ennead, Johann, Aeson… De los tres compañeros del médico jefe de Hybris, solo quedaba uno, que miraba con ansiedad el bosque en llamas, a la vez que su compañero sacudía la cabeza. Takeshi y Sachiko lucían gestos sombríos, a pesar de las palabras de ánimo de un par de sombras del Fénix, Shirley y Jessie. Asceta de Cisne Negro, un punto intermedio entre la juventud de la mayoría y la veteranía de los primeros tres, se rascaba la barba a la vez que mordía el labio. Rin supuso que sería uno de los Caballeros de Ganímedes, el grupo de caballeros negros especializado en ralentizar el movimiento atómico que tanto destacó en Alemania durante la guerra de vivos y muertos.

—Son todos —avisó Zaon, quedándose cerca del grupo como un guardián. El bosque de espinos colapsó poco después, como si hubiese aguantado el tacto de las alas Ailell solo el tiempo justo para salvar a los demás. Jessie estalló en llanto, Shirley quiso consolarla y Asceta debió separar de ambas a Sachiko tras que la emprendiera de puñetazos con las dos, por atreverse a llorar a los caídos como víctimas. Eran soldados, eran héroes.

—Son suicidas —declaró Marin—. Todos los que se subieron al barco, son suicidas.

Solo en ese momento Rin entendió que había hablado en voz alta.

—Luchan por una causa —replicó la santa de bronce.

—Luchan para morir —dijo la santa de plata—, por una causa.

Las dos volaron hacia donde estaban Bianca, Nico y la misteriosa joven. Ambas alerta, por si acaso, seguras de que algo estaba a punto de pasar.

—Saludos, santos de Atenea, mi nombre es Sothis, madre de los nabateos —saludó la sombra con voz solemne; Marin y Rin quedaron paralizadas de inmediato—. He llegado a un trato con vuestro benefactor. Salvad a mis hijos y os daré lo que buscáis.

—El modo de destruir a los Astra Planeta —añadió una voz conocida. Ofión de Aries, el Ermitaño, se manifestó a la diestra de la autoproclamada madre de los nabateos, lo que fuera que significase eso. Con el áureo manto reluciente, bastaba para cortar el aliento, incluso si la voz de Sothis no les hubiese dejado los sentidos adormecidos—. Os envié a este lugar mientras derribaba las defensas psíquicas del enemigo porque sospechaba que había algo que nos podría servir. Eso lo sabéis. Lo que no imaginaba era esto… —Sacudiendo la cabeza, el santo de Aries les mandó el resto de información con una amistosa serie de imágenes, como una especie de documental.

El documental más fascinante del mundo, considerando que viajaron a través de millones de años y galaxias. La muerte de Sothis, la búsqueda de Macuil por resucitarla y devolver a los nabateos el lugar que les correspondía en los cielos de los dioses. Durante los viajes de Macuil, todo lo que pudo lograr fue rescatar la esencia de Sothis de los Jardines de Azathoth y conservarla dentro de sí, gracias a un misterioso personaje conocido como el Mago. Fingiendo que lo ayudaba, el Mago construyó un refugio para la esencia de Sothis que era en realidad todo su conocimiento, un laberinto infinito de saberes que la mantendría a salvo hasta que hubiera un modo de hacerla despertar de su sueño eterno, sí, a salvo y bajo estudio permanente. Con el tiempo, el Mago, que se ocultaría de todo y de todos al haber perdido una parte de sí, recuperaría el conocimiento con el extra de saber todo lo que podía saberse sobre la Raza de Oro antes de que Zeus los dividiera entre afines y neutrales, entre la cima de la realeza espiritual, los Grandes Espíritus y Espíritus Superiores, y los primeros sirvientes del cielo.

Demasiada información para digerir. Rin ya sentía un tremendo dolor de cabeza antes de que Ofión empezara a hablarles sobre cómo el Rey Durmiente se aseguró, de forma activa, de usar a Macuil. Alejando a su mejor amigo, Cichol, cinco mil años atrás; corrompiendo a la persona en quien más confiaba, Seiros. Introduciéndose en su mente, deslizándose en la oscuridad más profunda, hasta que el laberinto y el tesoro quedaban desconectados del propio Macuil, quien solo podría suponer que sus conocimientos provenían de ser él uno de los afortunados de la Raza de Oro que apostó por el caballo ganador. Sintió envidia de Marin, que permanecía callada, como si solo le hubiesen contado que el mal había corrompido a un buen hombre. Ella no podía dejar de darle vueltas a pequeños detalles como que vio planetas, miles de planetas llenos de vida, vida extraterrestre. Pensándolo bien, envidiaba incluso a los mansos canes sombríos.

Los pelos de Bianca se erizaron, Nico enseñó los dientes. Un momento después, la estancia entera fue recorrida por una energía eléctrica carmesí.

—Debéis marcharos —dijo Sothis con tranquilidad.

Fue como un pinchazo en el cerebro. No doloroso, sino de los que te empujaban a moverte. El techo empezó a derrumbarse justo en ese momento, a la vez que el suelo colapsaba sobre sí mismo agitado por un terremoto.

—Ve con nosotros —pidió Ofión, acercándose a Sothis.

Tocarla solo provocó que la energía carmesí recorriera su cuerpo. En un mero instante, el manto de oro sufrió incontables daños a la vez que el portador clavaba la rodilla.

—El Sable Ragna es el más fuerte de los arcanos originales, creados a partir de la Eternidad. Si tratas de contener la destrucción más tiempo, morirás —dijo Sothis, mirándolo sin odio, ni alegría, con una indiferencia total que no casaba con el ruego que escapó de sus labios—. Salva a mi hijo y tendrás tu recompensa.

Rin miró hacia atrás. Las cenizas del bosque de espinos eran historia, las sombras, junto a Zaon, habían retrocedido hasta la pared del otro extremo, cerca de la entrada al laberinto. ¡Y a pesar de todo Marin, Bianca y Nico quedaban a la expectativa, sin apartar la vista de Ofión! Claro que él era el único que podía sacarles de ahí, no tenía sentido tratar de socorrerlos cuando tenían un aliado que dominaba la teletransportación. Sabía eso tanto como los demás, lo que no le impedía tener ganas de gritarle al Ermitaño que se apresurase o todos iban a morir.

«¿Morir como esa chica, cuyo nombre ni siquiera conoces? —dijo una parte de sí, helándole el corazón. Sothis no había surgido de la nada, estaba poseyendo el cuerpo de una compañera de armas, un cuerpo que ya no despedía otra presencia.»

Muchos caballeros negros habían muerto, en cubierta y en esa empresa. Y muchos morirían después, mientras los santos de Atenea solo seguían adelante.

«Es inevitable —se dijo Rin—, no hay otro camino.»

Cuando una segunda descarga recorrió el cuerpo de Ofión de Aries, vio al Ermitaño con otros ojos. Siempre alejado de todo y de todos, llevaba toda esa aventura conectado a las mentes de sombras y santos por igual. Cada muerte debía haberle dolido como si fuera él quien moría. Quizá la sensación era más fuerte hacia la muchacha que hacía de recipiente para Sothis. Pero él era mortal, como todos los santos de oro, como todos los santos de Atenea, el manto de Aries ya no lucía grietas, estaba muerto.

Aun así, debió sobrevenir una negativa de Sothis y una tercera descarga carmesí para que Ofión se aviniera a razones, devolviéndolos a todos a sus cuerpos.

A todos, salvo a Sabrina de Casiopea, quien observó en silencio el fin de ese despertar.

xxx

Para Aqua de Cefeo, que los Ailell dejaran de aparecer por todos lados no podía ser algo bueno. Había luchado contra horrores, espíritus menores y hasta un ángel del Olimpo, había sanado a hombres y un barco mítico, tan mítico como podía ser una réplica del Argo Navis creada en el siglo XXI. Incluso sin heridas de gravedad y con el manto de plata vivo, si bien humeante, tenía que ser al menos sincera consigo misma y admitir que se estaba agotando; el cosmos era eterno, quienes lo usaban, incluso con una ascendencia como la suya, no tanto. Reconocer eso le ayudaba a ver que todos esos Ailell que había en el techo del almacén que defendía con uñas y cadenas —era difícil usar los dientes llevando máscara—, y los que fuera que aún no hubiesen atacado, no tenían razón para marcharse. Algo tramaban, algo malo que la llenaba de inquietud.

En cualquier caso, poco tiempo había para preocuparse. Tras haber estabilizado a los heridos Aerys y Pavlin, Minwu se aseguró de inspeccionar a los dormidos caballeros negros, así como a los santos de bronce y de plata que del mismo modo habían sido enviados a la mente del enemigo en espíritu. A cada poco, el santo de Copa se estremecía, anunciando la muerte de uno más de los muchachos, hasta que las circunstancias dejaron de permitirle apiadarse de las sombras. Margaret de Lagarto apareció de improviso trayendo el cuerpo de un ángel y asegurando que debían sanarlo. Para el gusto de Aqua, se parecía demasiado al que ella y Makoto debieron sentar a puñetazos, pero el sobreesfuerzo del médico del Santuario era tan visible y doloroso de ver que no pudo contenerse a ofrecer su ayuda divina, sanando al supuesto aliado.

—¿Dijo que se llamaba Noa? —preguntó Minwu, distraído. No dejaba de ver a los durmientes, como si hacerlo los protegiera de la muerte.

Pasó el tiempo, también la vida de varios caballeros negros, a los que ni el santo de Copa, ni Aqua de Cefeo pudieron salvar aun después de centrarse en ellos, estabilizado el tal Noa. Poco después, los que aún tenían signos vitales abrieron los ojos, al igual que Marin, Zaon y Rin, esta última rezongando algo sobre lo caprichosos que eran los dioses; Aqua no se lo tomó a mal, al fin y al cabo no la estaba mirando y ella no era nada caprichosa. Bianca y Nico, como canes de sombra, surgieron de las tinieblas; el santo de Aries estaba en el lomo de la hermana mayor, arrastrando el muerto manto de Aries y con todos los huesos rotos. La sangre le bajaba por la boca cuando le habló:

¿Tienes algún medio para sellar a un ángel del Olimpo? Un tesoro divino.

Alrededor, el grupo de asalto psíquico se levantaba con cierto desconcierto. Hubo llantos, amigos que abrazaban a quienes no pudieron regresar. También miradas hoscas a los que dormían en paz: Aqua las creyó justas para Triela, pero habiendo sido testigo de todo lo que Makoto de Mosca y Joseph de Centauro debieron hacer sobre cubierta, sintió ganas de abofetearlos a todos. Que Marin y Zaon no hicieran nada al respecto le indicó que ella no tenía derecho; traer el orden era cosa de oficiales, no de soldados.

«Ni siquiera la mejor soldado de la división Pegaso —asintió Aqua, enseñándole el pulgar a Marin. La subcomandante ladeó la cabeza, una forma un poco extraña de asentir—. Ah, sí, sellar un ángel… Pues… —Se llevó la mano a la oreja mientras algo subía desde su estómago. Fue un poco molesto hacerlo salir por ahí, las máscaras eran inoportunas a veces—. Al fin y al cabo ya no soy del ejército de Poseidón.»

—Tengo esto —dijo Aqua, a la vez que una perla salía desde el oído hasta la palma de la mano. Una de las cincuenta piezas del collar que Nereo ofrendó a Doris como regalo de bodas, cada una de las hijas del matrimonio tenía una, capaz de transformarse en una hermosísima armadura perlada—. Si lo metemos aquí, no saldría nunca.

Todos los que estaban despiertos pasaron a concentrarse en la conversación entre la nereida y el santo de Aries, olvidando por ahora todo rencor y confusión.

Bien —dijo Ofión, siempre a través de la telepatía—, ahora solo tengo que…

El muy necio trató de levantarse. Cayó al suelo tan pronto puso un pie en él.

—¡Ermitaño…! —gritó Minwu, corriendo a socorrerlo—. Quiero decir, señor Ofión.

Todavía con la perla en la mano, Aqua ayudó a su compañero sanador. Las sombras de Copa que sobrevivieron al viaje psíquico se les unieron, lo que fue afortunado. Tal y como estaba, Ofión de Aries no podía siquiera moverse.

—Pensar que el enemigo podría neutralizar a un santo de oro sin tocarlo siquiera —dijo uno de los Copas Negras, enseguida reprendido por una mirada de su superior.

—Deja de minar la moral del ejército, Halim —susurró el médico jefe.

Halim de Copa Negra asintió, abochornado. Por suerte para el pelirrojo, seguía sin sobrarles el tiempo. El estado de Ofión de Aries era tan precario como el de Rin de Caballo Menor, solo que él no se había causado daños internos severos por forzarse demasiado: lo habían desgarrado, un enemigo muy, muy fuerte. Tras quitarle el manto de oro —pieza a pieza, pues este estaba muerto—, las sombras y Minwu se encargaron de las heridas superficiales y los huesos rotos, mientras que Aqua se dedicó a los órganos. El paciente, como todos los malos pacientes, insistía en que tenía que luchar.

En algún momento, mientras todavía seguían en medio de la operación, llegó Margaret de Lagarto con otra aliada malherida. Por la cara que Zaon puso y las posturas de alerta que Marin, Rin, Bianca y Nico —ambos todavía en forma canina— adoptaron, debía ser conocida: Cethleann, ángel del Agua. A diferencia de Noa, ángel de la Nobleza, la joven de cabellos verdes no vestía gloria alguna y gritó de puro dolor cuando Halim de Copa Negra le hizo un análisis preliminar; en concreto, cuando le tocó la espalda.

—Lo siento —se disculpó Halim.

—¿Hipersensibilidad? —sugirió Aeson, mirando de reojo. No podían permitirse desatender a Ofión. Incluso si Cethleann era una aliada, el santo de Aries era uno de los suyos—. Si está estable, déjala. Nos ocuparemos de ella después.

Esa era una palabra interesante: después. No era una unidad de tiempo, como los segundos, minutos, horas y días, sino algo vago. Cuando más adelante llegó el tercer ángel al almacén, en peor estado que todos los demás, pareció que la palabra escogida por Aesón era de lo más apropiada. Margaret de Lagarto presentó al hombre descarnado como Cichol, ángel del Aire, y volvió a teletransportarse en cubierta, no sin antes informar de lo que ya Aqua podía sentir: Ícaro de Sagitario estaba allá arriba.

—¿Ha huido de la batalla? —preguntó Aeson, sorprendido—. No es propio del…

—Señor Aeson —dijo Halim tras comprobar el pulso de Cichol, recostado al lado de Cethleann—. Este hombre se está muriendo, necesito ayuda.

Aeson se encogió de hombros, su prioridad eran los santos de Atenea, sobre todo el que podía sacarles de ese atolladero. No se movió, tampoco Aqua lo hizo, y no porque estuviera resentida con los guerreros celestiales, sino por la certeza de que sin ella Ofión de Aries moriría. Así pues, fue Minwu de Copa quien respondió al llamado de auxilio de Halim. Otros santos y sombras se acercaron a aquel par, ofreciéndose a ayudar. No mucho después, Halim de Copa Negra redirigía la fuerza vital de todos hacia el tal Cichol, en un intento de que fuera el propio ángel del Aire quien se regenerara.

Con dos vidas en juego y tantos incapacitados, desde los heridos hasta la inconsciente Triela y Joseph, sumergido en algún otro plano de la existencia, Aqua de Cefeo no tuvo oportunidad de ascender a cubierta y luchar contra la amenaza que se cernía.

—Juro por… Ay, ¿por quién…? ¡Juro que nadie más morirá aquí abajo! —exclamó Aqua, bañando en un aura aguamarina a su paciente, ya adormecido.

Tal cosmos llegó por casualidad a Makoto, quien obtuvo fuerzas para hacer un gesto.

xxx

Lesath de Orión estaba en un desierto bajo el típico cielo de cincuenta grados centígrados, enterrado, claro, de cuello para abajo. No había nada alrededor, salvo espejismos. Un oasis lo esperaba al este, si es que podía escapar y correr cien pasos antes de que el escorpión que venía desde el oeste, a diez pasos de distancia, le picara en la nariz. Parecía una tarea dura para un hombre hecho y derecho, sin embargo, él no era ningún hombre, sino un crío de seis años entrenando para ser el santo de Escorpio.

No habría escogido ese recuerdo de la infancia para una pesadilla. Los había peores y más interesantes. Además, para ser obra de aquel enemigo tan despreciable, amigo de volver realidad las culpas de la gente, era una pesadilla bastante inexacta.

«Tendría que estar Milo por aquí, ¿cómo si no iba a verlo matar a un escorpión a cabezazos? —reflexionó Lesath, todavía irritado por la experiencia real.»

Lesath supuso que tenía que recibir el veneno y aguantar. Milo era un animal, una bestia apropiada para ser santo de bronce. Lo pensó entonces, cuando su compañero le arrancó la cola al escorpión de un mordisco, y después, cuando él mismo se encargó de tratarlo. Chupando el veneno y escupiéndolo antes de que le afectara; ser santo de Escorpio pasaba por dominar tan bien el veneno del escorpión como un médico.

«Porque los médicos son los mejores asesinos que existen —decía el maestro de ambos, un viejo salido de algún lugar de Oriente Medio. Siempre con los flacos brazos cruzados frente a un pecho desnudo y alimentado solo lo justo. El viejo Jabbah era duro como las piedras. El turbante y la prenda que llevaba de cintura para abajo eran toda la ropa que necesitaba para protegerse del sol, ni siquiera llevaba botas, al ser sus propios pies más duros que el cuero. Con solo verle, Lesath y Milo imaginaban que las tormentas del desierto nunca los habían molestado porque temían importunarlo: el viejo Jabbah, después de todo, examinaba cada fase del entrenamiento en primera fila. Se quedaría observando cada detalle incluso si sus dos únicos discípulos estaban a punto de morir.»

Esa era otra inexactitud de la pesadilla. Jabbah estuvo presente en aquel primer ejercicio. Vio a Milo, el salvaje, y también vio a Milo, el salvador. Ni tan siquiera movió un dedo cuando a Lesath le picó el escorpión, lo habría dejado morir si Milo no hubiese actuado. Al fin y al cabo, era del Clan Antares, que transmitía la técnica de la Aguja Escarlata desde hacía tres milenios, siempre bajo la misma premisa.

«Quienes quieren dominar a la muerte, deben estar dispuestos a morir.»

En teoría, los aprendices iban a parar al Clan Antares para saber cómo matar de un solo golpe. En la práctica, se trataba de dosificar ese golpe maestro en quince ataques.

«Menuda estupidez —pensó Lesath entonces, pensaba Lesath ahora.»

Vio al escorpión acercándose de reojo. ¿A él le obligaban a pinchar quince veces antes de matar? No. Un golpe de aguijón y el objetivo ya estaba condenado.

—Solo las personas comunes —le corrigió Milo, el sabiondo—. Nosotros no lo somos.

—Sí, ya lo sé —dijo Lesath, enfurruñado después de perder la primera prueba; aun entonces creía que remontaría—. La Aguja Escarlata lleva a la muerte tras el decimoquinto golpe, no obstante, la mayoría acabará loco de dolor antes.

—Los santos de oro son los doce más fuertes entre millones.

—Miles de millones.

—Siempre tan listo —replicó Milo entre dientes. Él también se enfurruñaba.

—Y tú tan bestia —se la devolvió Lesath.

Esa noche, aun estando él en cama y siendo Milo el médico improvisado, Lesath, futuro santo de Orión, se sintió vencedor. El hombre adulto que era ahora rio, oyéndose a sí mismo como el niño en que lo convertía la pesadilla que vivía. Fue por eso que empezó a centrarse en la fuerza bruta, mientras que Milo, que ya la poseía de sobra al ser uno de los doce elegidos, para los que el Séptimo Sentido era algo natural, fue aprendiendo otras cosas más importantes. Precisión, paciencia, habilidad… Al año de entrenamiento, uno ya merecía el manto de oro, mientras que el otro debió entrenar dos más para obtener uno de plata. Dos años de entrenamiento por todo el mundo, ya que Lesath rechazó la propuesta del viejo Jabbah de entrenarle para ese fin.

Por su terquedad, su maestro nunca lo vio como un santo de Atenea. Murió mientras él atrasaba el momento, haciendo de recadero para el Sumo Sacerdote.

«Saga de Géminis —pensó Lesath, estremeciéndose.»

Desde entonces hasta el fin de sus días, había sido el leal sirviente de meros mortales.

Casi se sentía agradecido de que fuera un escorpión el que pusiera fin a una existencia tan pusilánime. Era poético, incluso, pues así murió el gigante Orión.

—Por eso os odio tanto —dijo Lesath, tragando arena sin querer—, malditos escorpiones. —Clavó en el arácnido unos ojos inyectados en sangre, como si de esa forma pudiera fulminarlo. La criatura, indiferente, alzó el aguijón. Y habló.

—Lesath, necesitamos tu ayuda.

La pesadilla empeoraba por momentos. ¡El escorpión hablaba como Makoto!

—Los escorpiones no son insectos —gruñó Lesath—, son arácnidos.

Por toda respuesta, el escorpión volvió a hablar con la voz de Makoto. El santo de Orión, indignado, trató de molerlo a cabezazos, sin mucho éxito.

—No hay tiempo para esto —dijo el escorpión, saltando de un lado a otro con una agilidad fascinante. Los escorpiones no eran insectos, sino arácnidos, eso decía siempre el viejo Jabbah; sin embargo, ese en concreto era una mosca cojonera.

—Supongo que uno no sabe que puede escupir saliva supersónica hasta que lo intenta —rezongó Lesath, listo para superar la barbárica hazaña de Milo.

De alguna manera, el escorpión logró sonar más irritado que él:

—¿Alguna vez te ha picado un escorpión en el ojo?

—Sí, sobreviví.

—¿En serio?

—En serio.

Se produjo un silencio incómodo. El escorpión Makoto con el aguijón listo para picar, el niño Lesath tragando saliva para la forma de ataque más vulgar del universo. Era imposible no reírse, así que ambos lo hicieron, a viva voz.

—¿Y bien? —dijo el escorpión con la voz de Makoto.

—No necesitas mi ayuda —dijo Lesath—. Venciste a un ángel solo.

—Aqua me ayudó —replicó el escorpión.

—Pues pídele ayuda a Aqua —sugirió Lesath.

—Está indispuesta —dijo el escorpión—. Estamos indispuestos. Lesath, vencimos a un ángel, ¿entiendes lo que eso significa? Fuimos más allá de nuestros límites, los dos, yo ahora ni siquiera puedo tenerme en pie mientras ella se traga el dolor y el cansancio.

—Si no fuera un santo de Atenea, te diría que eres la chica de la relación —soltó Lesath, degustando el silencio de Makoto—. En serio, ¿qué esperas que haga? Solo soy un hombre fuerte. Tú tienes fuerza, técnica y velocidad, ella tiene más recursos que todos los santos de plata juntos y es la única que conserva un manto de plata intacto. Es una diosa —reconoció, aprovechando la intimidad de esa pesadilla rara en que su subconsciente convertía a Makoto en escorpión para torturarlo—. Podrá sanarse a sí misma y luego te sanará a ti y entonces le patearéis el trasero al malo. Prefiero verlo desde lejos a actuar solo para que algún mocoso me robe otra vez la moraleja.

Una vez soltó todo eso, se sintió más ligero. Como si hubiese estado arrastrando un enorme peso, el del orgullo masculino, el orgullo del guerrero. También sentía con mayor nitidez que estaba rodeado de arena. Todo el cuerpo le picaba.

—Eres fuerte —dijo el escorpión, sin más.

Podía burlarse de él a gusto, si es que tenía algo más de Makoto que esa voz de eterno jovenzuelo. Algún chiste sobre la edad era lo mínimo. Pero no hubo nada de eso.

—Ser fuerte no basta —replicó Lesath, admitiendo el error de décadas atrás.

Makoto, si es que de verdad era él, se le acercó, preparando el aguijón.

—Eres fuerte y eso es lo que hace falta ahora mismo. Los santos de plata tenemos los recursos para vencer incluso a un ángel, pero por separado somos demasiado débiles, incluso yo. Es necesario unir esos recursos en alguien. Alguien fuerte. Lesath, tú serás el recipiente de nuestro Sueño de Plata esta vez —cerró con aire poético.

—¿Has estado hablando con Joseph?

—Por favor, es gracias a Joseph que puedo estar aquí. Ese chico es un genio.

Por descontado, el escorpión con voz de Makoto no le dio más explicaciones. En parte porque Lesath ya tenía el conocimiento para saber qué se esperaba de él y en base a qué, en parte por pura malicia. Veloz como un reflejo de luz, fue fiel a su anterior amenaza y le dio un picotazo en el ojo, sacándole de la pesadilla. De una de ellas.

Alrededor, el desierto entero fue consumido por un torbellino de destellos argénteos y broncíneos, vientos de poder que se adentraban en su ser ejerciendo una presión terrible.

El escorpión Makoto no exageraba al decir que era necesario alguien fuerte.

xxx

Ícaro de Sagitario Negro no estaba seguro de por qué voló tan rápido hacia el Argo Navis Negro. Para dejar a Cichol en buenas manos, seguro, pero eso no justificaba darle la espalda al enemigo. Sus padres nunca le enseñaron eso y él no era ningún cobarde.

Aterrizó en el barco aun haciéndose esa pregunta. El ángel del Aire no llegó a pisar el suelo de cubierta, pues Margaret de Lagarto lo tomó y desapareció enseguida.

—… Tritos de Neptuno debería estar encargándose de eso —decía una voz conocida.

—¿Padre? —dijo Ícaro con voz entrecortada.

Miraba sin ver, gracias al Octavo Sentido. Lo percibía todo de un modo único para el que no estaba acostumbrado una vez salía del campo de batalla. O tal vez era toda la desesperación que traía encima. En cualquier caso, ahora notaba mejor el estado de las cosas. La organización de los caballeros negros, el aire reverencial de los santos de Atenea —con la excepción de Lesath, quien descansaba a poca distancia del ángel que los argonautas habían tomado prisionero, Aubin, nadie que hubiese perdido la consciencia seguía allí—, la cabeza inclinada del siberiano Cristal sin que hubiera un Señor del Invierno presente… Todo ese ambiente hablaba a las claras de la presencia de Gestahl Noah, Sumo Sacerdote de Atenea y líder de los argonautas. Había estado dirigiéndose a los representantes de facto de los grupos presentes en el barco: Noesis por los santos de Atenea, Eren por los antiguos miembros de Hybris y Cristal por sí mismo; los tres se dispersaron, entendiendo que Gestahl Noah tenía sus propios asuntos.

—Me alegro de ver que estás bien —dijo su padre, tendiéndole la mano. Mientras la aceptaba, Ícaro se permitió notar que el representante de Atenea en la Tierra no vestía ahora mismo prendas sacerdotales—. He tenido algunos percances —explicó, pasándose la mano por los ahora grises cabellos—. Y tú los tuyos.

A través del único ojo que le quedaba, vio al cegado Sagitario Negro con comprensión.

—¡Deberían mirarlo en la enfermería! —sugirió Lisbeth—. Señor.

Aun con la ceguera, Sagitario Negro pudo saber que se sonrojaba con solo oírla.

—La enfermería es la bodega —explicó Gestahl Noah—. Aeson y Halim cooperan con Minwu de Copa y Aqua de Cefeo para que no haya más muertes, cosa harto complicada. Yo también traje a un ángel bajo el brazo. No les demos más trabajo.

En lo que Lisbeth se disculpaba, las cosas empezaron a cambiar alrededor. Las paredes del canal, agrietadas sin nunca terminar de colapsar, sangraban como seres vivos, tiñendo de rojo el río que navegaba el Argo Navis Negro. En el cielo, la oscuridad uniforme dejó de ser tal. Unas sombras más oscuras se movieron con lentitud en un marco tan negro que solo el ojo experto notaría que hubo algún cambio, como cazadores a la espera del momento. El aire, enrarecido por el olor a muerte y enfermedad donde no quedaba un solo cadáver a la vista, transmitía un sonido leve, casi sutil, de deslizamiento. Un sonido que permanecía en la cabeza de quienes lo escuchaban una sola vez, como el eco del movimiento de una serpiente en una pequeña cueva.

Aquello heló el corazón de Sagitario Negro: el Rey Durmiente había vuelto a adueñarse de la realidad. Ya no había escapatoria, ni forma alguna de bloquearlo sin luchar.

«Por eso he venido aquí —decidió Ícaro—. Para defenderlos a todos, pero…»

—Pero yo solo no puedo lograrlo —admitió el más fuerte de los caballeros negros, guardándose a al menos decirlo en un susurro que solo Gestahl Noah pudo escuchar. Los demás podían estar haciendo su mejor esfuerzo para permanecer de pie porque su líder estaba presente, pero sin duda depositaban en él sus esperanzas—. Yo solo no…

El sonido deslizamiento se intensificó, cortando la confesión de Ícaro. Todos, desde el propio Sagitario Negro hasta los valientes santos de Atenea, se taparon los oídos, sintiendo acaso la misma sensación de tener el cerebro revuelto.

Todos, claro, excepto el padre de la humanidad.

—Eso sí que es un ángel caído —sonrió Gestahl Noah, caminando hacia la popa.

Macuil flotaba sobre el río ensangrentado, solo que ya no era el ángel del Fuego. Las alas de los Ailell que devoró aleteaban sin parar desde todos los rincones de su cuerpo, rielando con calor el aire alrededor de tal modo que era imposible distinguir la forma del otrora guerrero celestial. El hueco que se había abierto en el cráneo no se había regenerado de forma correcta: la mitad del rostro, hasta la punta del cráneo, era pura masa cerebral, con más alas de Ailell y ojos de todos los tamaños apareciendo en los pliegues de la materia rosada. Esta era de un tamaño excesivo, de modo que la cabeza estaba siempre ladeada hacia a un lado, con una boca entreabierta y babeante, de encías enrojecidas. Daba la impresión de ser un muerto viviente, pero Ícaro, quien ya se había puesto a la diestra de su padre, comprendió enseguida que no podía haber una impresión más equívoca. La realidad estaba sujeta a la voluntad de ese ser. No hacía ningún esfuerzo por estar siempre a la misma distancia de popa, no se movía para lograr eso; simple y llanamente, había decidido que siempre mantendría esa posición.

—Padre, esa cosa es… —Era la razón por la que fue corriendo hacia el barco, después de saber al enemigo capaz de vencer a un ángel a pesar de la distancia.

—Un Rey Durmiente —respondió Gestahl Noah—, armado con un arcano mayor.

La criatura alzó el Sable Ragna, hoja de tinieblas energizada por la sangre de la Noche, y dio un solo tajo, demasiado rápido para que Gestahl o Ícaro reaccionasen. Por fortuna, una oleada de agua surgió, límpida de toda corrupción. Era Tetis, la nereida, confrontando a ese ser maligno con la fuerza de su ascendencia divina.

Fue una lucha encarnizada y breve. El Sable Ragna destruía toda barrera que Tetis levantase, vaporizándola, mientras que el barco apenas podía avanzar un poco más. ¡Y el Rey Durmiente ni siquiera se esforzaba! Movía el arma sagrada como un niño con un palo, mirando de vez en cuando a Ícaro y Gestahl Noah, transmitiéndoles imágenes sobre lo que pensaba hacer, o sobre lo que ya había hecho. El universo primigenio se les presentó como algo incomprensible, anterior incluso al orden absoluto del Big Bang en que materia, tiempo y espacio estaban ordenados en un solo lugar. Ícaro sentía que vomitaría su propio cerebro a pedazos, a pesar de lo cual debió prestar apoyo a Gestahl Noah para que no cayera de rodillas, conmocionado por algún motivo.

—Hace frío —susurró Gestahl Noah, tiritando.

De repente, todo alrededor del Argo Navis fue congelado sin que la temperatura bajase. El río, junto a la última ola alzada como barrera y la propia Tetis, fue cristalizado, tornándose en un obstáculo indestructible para el Argo Navis Negro, a Cero Absoluto.

Fimbulvetr —masculló Ícaro.

—Esto no es magia —dijo Gestahl Noah, mirando hacia atrás. El hielo no había alcanzado a ninguno de los tripulantes del barco. Tampoco el asalto psíquico.

—¿Acaso está protegiéndolos a todos, Padre? —preguntó Ícaro, sorprendido.

—Protegiéndoos —respondió Gestahl Noah—. Los Reyes Durmientes están más allá de los límites convencionales del cosmos y la magia, deforman la realidad solo por existir. Un descuido y las mentes de todos nosotros colapsarán.

Sagitario Negro vio a los argonautas. No había uno solo que no sintiese pavor por la maligna presencia que lo emponzoñaba todo, sin embargo, un destacado grupo de guerreros, con la ayuda de Luciano de Norma Negra y las sombras de Cefeo y Casiopea, pudieron reorganizar la defensa de cubierta, ocupando diversas posiciones a lo largo de la barandilla, de proa a popa. Los demás les siguieron, aceptando vender caras sus vidas, lo que dejaba claro que ni tan siquiera Noesis de Triángulo y Fang de Cerbero, poseedores de la mayor fuerza mental del lugar, tenían al Rey Durmiente en la cabeza. Si ese fuera el caso, tendrían algo más que un temblor en las manos y el corazón.

—¿Cuánto podrá resistir? —preguntó Ícaro, inquieto. Estaban encerrados en el hielo y el Rey Durmiente los observaba como si fueran simples insectos. Una entidad capaz de controlar el movimiento atómico sin mediar el frío y el calor.

—Hasta que ese bastardo de Anferes haga su trabajo —soltó Gestahl Noah, apartándose con brusquedad de su hijo e irguiéndose. Se atrevió incluso a mirar de nuevo hacia el Rey Durmiente, aunque este no le devolvió la mirada—. Está luchando contra la dama Tetis —decidió enseguida—. ¿La hija de Nereo vive, incluso en el hielo?

Para el caballero negro de Sagitario era lógico, porque Tetis, hija de Nereo, era una deidad. No obstante, después de animarse a mirar a aquel terrible enemigo y notar lo difícil que resultaba incluso si no les prestaba atención, hubo de admirarse. Aquel que se desliza en la oscuridad era la fuerza responsable de todo lo ocurrido en el Argo Navis Negro desde que algo los desvió del rumbo, si no es que también era a causa de él que ya la luz del sol no los acompañaba. Tetis, como un río congelado e incapaz de defenderse, estaba confrontando sola a esa amenaza capaz de volver en contra de los hombres los más secretos sentimientos de culpa. ¿Hasta cuándo? Al parecer, alguien iba a resolver ese entuerto; incluso si Ícaro no conocía Anferes, confiaba en su padre como lo hacían todos los caballeros negros, de modo que lucharía.

El Sumo Sacerdote del Santuario también consideraba formidable la resistencia de la hija de Nereo, toda una deidad que se resistía a ser removida de la existencia por un enemigo de los dioses. Con todo, ella no era eterna, como tampoco lo era él; si Anferes, el hijo de Poseidón y Clito que ahora respondía al nombre de Tritos, no actuaba pronto, Gestahl Noah pasaría a ser un bebé grande, incapaz de valerse por sí mismo, y no quedaría un solo rastro de que Tetis hubo existido. En esa lucha invisible, rodeado por un mundo de pesadilla, Gestahl Noah extrañaba las prendas sacerdotales perdidas durante la batalla con Titania, había sido nostálgico vestirlas una vez más.

De pronto, mientras que el Rey Durmiente lograba hacer retroceder la voluntad de Tetis hacia las profundidades, Ícaro de Sagitario Negro voló hacia él como una auténtica tempestad. Un sinfín de estelas de brillante ébano rodeó al malévolo ser a la vez que el puño de su hijo acertaba en su feo rostro, haciéndolo chocar contra el río congelado. Un terremoto agitó aquel hielo antinatural, agrietándolo por todas direcciones.

Quedó enmudecido. Cuán fuerte se había vuelto en unas pocas horas. Había despertado el Octavo Sentido y llevaba una armadura única, distinta a los mantos sagrados, las escamas y los sobrepellices. Recordaba, de hecho, a una gloria.

«¿Las constelaciones que brillan en la superficie, son el cosmos de mis muchachos? —se preguntó con asombro, viendo la coraza estrellada, como hecha de espacio-tiempo.»

Si eso era así, tal vez no necesitaría recurrir a su as en la manga en esa batalla.

Tal vez, la victoria sobre Caronte era más posible de lo que había supuesto.

Notas del autor:

Un día como este, 30 de septiembre de 2019, empecé a publicar esta historia. ¡Esto significa que cumplimos 5 años de publicación! A todos mis lectores, y en particular a quienes a día de hoy siguen aquí, muchísimas gracias por el apoyo.

Shadir. Hay un detalle con el fuego. Arde, quema y causa pavor, pero al final, tarde o temprano, se apaga. No es invencible, como veremos en este capítulo.

Belen26. Primero que nada, bienvenida. No te lo puedo discutir, es larguísima. Aun yo que soy fan de las historias extensas (tanto como lector cuanto como escritor), lo sé. Me alegra que te haya merecido la pena actualizarte. ¡Y aquí viene un nuevo capítulo!