Interludio - Venus

Fue hace mucho tiempo, antes de que la Raza de Oro fuera dividida según quién luchó a favor de Zeus y quién se abstuvo. Cuando eran seis y no doce los amos del universo. Un poco después de cuando el rey de los dioses tenía solo una hija.

El universo estaba delimitado a la perfección ya para entonces. Hades regía el mundo de los muertos y el ciclo de almas, Poseidón gobernaba los océanos, todos ellos, incluido el mar de estrellas, mientras que Zeus reinaba sobre la Creación como rey de los dioses, supremo legislador y principio de toda justicia. Hera, Hestia y Deméter equilibraban la autoridad de los reyes de tal modo que nadie habría supuesto que serían necesarios doce dioses al mando de todo, como en los tiempos de Crono. Con seis era suficiente, más una, mediadora y consejera. Todo era perfecto, todo era maravilloso, todo estaba bien.

La diosa Atenea, primogénita de Zeus, llegó a los confines de la realidad. No el Jardín de las Hespérides, sino a la auténtica frontera que delimitaba el Cosmos, con todas sus dimensiones espaciales y temporales, con todos sus reinos espirituales y planos existenciales, incluidos los cielos del Olimpo, con el Caos, la madre sin forma y consciencia de toda existencia, el origen de todo. Fue toda una odisea, aunque el término no existía por aquel entonces, en los albores del tiempo. Porque la frontera entre el Cosmos y el Caos era aún más vasta que el universo, indómita hasta para quienes poseían una vida eterna y un poder infinito. Era la Noche, que otrora reposaba más allá del Jardín de las Hespérides, antes de los titanes y los olímpicos. En ella, el Caos, un vacío sin nada, pues todo había sido dado ya, se volvía una energía entrópica, la razón por la que todas las cosas tenían un fin. En ella nacieron la Muerte, el Sueño y el Destino. En ella existían, sin vida, ni muerte, unos seres más antiguos que los sentidos y las palabras, en los que solo se podía pensar según lo que hacían. Eran los Devoradores de Dimensiones, para quienes tiempo, espacio y materia eran solo entrante, almuerzo y postre. Atenea había tenido que enfrentar a esos seres para llegar hasta allí. Había tenido que hacer demasiadas cosas. Ya aconsejaría a su padre pavimentar también un camino en ese reino informe, antes de que dejara de escucharla como su única consejera leal.

No obstante, ahora era tiempo de ser aconsejada. Estaba en un rincón de la Noche, rodeada de una oscuridad infinita más vieja que cualquier sol, que cualquier universo. Hasta ese lugar llegó un día Urano, campeón de Gea, para expulsar a los Antiguos y coronarse como dios. O más bien, ser coronado, por las hijas más antiguas de la Noche.

—Señoras, lamento mucho llegar… —empezó a decir Atenea. La palabra era el enemigo más poderoso del silencio, la primera prueba de la divinidad era poder hablar antes de que siquiera fuese ideado el verbo.

—¿Tarde? —dijo una voz infantil.

—Sabíamos que lo harías —añadió una voz de mujer.

—Nosotras lo sabemos todo —concluyó una anciana.

Pensando en sí misma como el centro de todas las cosas, algo que Hera afirmaría que no le costaría mucho, Atenea se hizo a la idea de que las Moiras estaban a la izquierda, enfrente y a la derecha de donde estaba. Una simple imagen mental que no sirvió de nada, pues las tres se presentaron en puntos cercanos y lejanos sin ton ni son.

—Pasado —dijo la pequeña Cloto.

—Presente —apuntó Láquesis.

—Y futuro —concluyó Átropos, quizá la deidad con forma física más vieja que existía—. Que es lo que te interesa, ¿verdad, hija de Zeus?

La oscuridad de la Noche, madre de las tres, embozaba los rostros de modo que era difícil distinguir los rasgos. Pero resaltaba que todas tenían el pelo blanco.

—Son viejas desde que nacieron —solía decir Zeus—. Por eso son inmaduras.

Por eso el rey de los dioses, quien buscaba triunfar donde cayeron su padre y su abuelo, no temía a las Moiras. Las respetaba, nada más, nada menos.

¿Ella podía estar a la altura de su padre?

—Ha sido complicado llegar hasta aquí —dijo Atenea.

—Lo sabemos —dijeron las tres a coro.

—De por sí, los festejos duraron más de lo que esperaba —prosiguió Atenea.

—Lo sabemos —insistieron las tres a coro.

En cada ocasión, los rostros aparecían en puntos distintos de la Noche infinita. O el mismo punto, solo que la falta de orden hacía que todo fuera lo mismo a la vez.

—Zeus, el rey de los dioses, el Todopoderoso Señor del Cielo y la Tierra, ha tenido…

—Un bello y vigoroso bebé —completaron las tres—. ¡Ya lo sabemos!

—Hace tiempo que he pillado el concepto. Lo sabéis todo.

En consecuencia, debían conocer un evento de tal envergadura como el nacimiento del primer hijo varón de Zeus y Hera. Algo tan único no podría ser desconocido para ningún dios. Mientras que el rey de los dioses ya había tenido hijas, con Metis, Mnemosine e incluso Temis, era la primera vez que tenía un hijo. Todos se habían alegrado, no de la concepción en sí, sino de lo que ocurrió después. Un padre amoroso cargando a un bebé rollizo de rizados cabellos rojos, en lugar de un tirano arrojando a su propia descendencia hacia las tinieblas del Tártaro. Todos celebraron esa imagen, esa promesa de una era divina que fuera en verdad eterna. Todos, menos ella.

Si hubiese pedido consejo a alguna de las diosas, sin duda estas habrían acusado que lamentaba lo ocurrido con su madre y que acaso buscaba derrocar a Zeus tal y como dictaminaron las Moiras que haría su hermano de haber tenido la oportunidad de nacer. Deméter no creía en el cambio verdadero, solo veía rutina, Hestia veneraba a su hermano en la misma medida que Zeus la quería a ella, al punto de volverse el velador de su virtud, y Hera, bien, la reina de los dioses era fiel hasta tal punto que sentir celos era algo natural. Ninguna de las tres podría comprender que Atenea era algo más que la hija de Zeus, era parte de él, una extensión del rey de los dioses, unida a su padre de un modo que nadie más podría. En consecuencia, no solo era impensable que lo fuera a traicionar, sino que el nacimiento de un hermano menor —parido, según decía Hera, en los confines del mundo, donde los makhai se inclinaron ante él—, no debería tener ninguna importancia. No debería tenerla, y sin embargo, estaba preocupada.

Las Moiras no eran desconocidas a Atenea, ya había oído de ellas una profecía, junto a su padre. Le hablaron a Zeus de la ambición de la plata, la violencia del bronce y la traición del hierro. La humanidad a la que dejaba andar libre por el universo no haría más que corromperse, porque el dunamis de Zeus era demasiado voluble en comparación a la inevitabilidad de Crono y la autoridad absoluta de Urano. En el orden universal olímpico, todo nacía y moría. El nacimiento del primogénito de Zeus como un bebé era una prueba de la sombría predicción de las Moiras que su padre no parecía ver. ¿Se suponía que los titanes y olímpicos también empezaron siendo criaturas tan indefensas? Ella nació de la cabeza de su padre, ya adulta, ya armada.

—Ya inmadura —observó Cloto, que había estado analizándola un buen rato.

Se llevó la mano a la cabeza. ¿Le estaba leyendo la mente? Imposible. Nadie en el Olimpo podía hacerlo, nadie sabía de sus caminos inescrutables. Por eso recelaban de ella todos, en mayor o menor medida. El ojo derecho de Zeus.

—Hera pretende que su primer hijo, Ares, sea el dios de la guerra —dijo Atenea—. Yo soy la diosa de la guerra, yo rijo aquello que une a todos los hombres y pueblos.

—Eres, en efecto, la diosa de la guerra —dijo Láquesis—. No el dios de la guerra.

Tuvo la sensación de que habría dicho eso incluso si ella no decía nada, aunque eso sí que podía explicarse con el mero hecho de poder ver el futuro. ¿Y lo demás? ¿Cuánto de lo que estaba por venir sabían? La caída de la Raza de Plata ocurriría dentro de miles de millones de años, pero las Moiras ya habían visto más allá. ¿Hasta dónde? ¿Cuántas conversaciones, como esa, conocerían al detalle?

—Deseo saber si Ares podrá desplazarme —preguntó Atenea, decidiendo que los juegos de inteligencia habituales no funcionarían con las Moiras como con Poseidón, el poderosísimo, orgulloso y en exceso honesto hermano de Zeus.

—No nos está permitido revelar el futuro —advirtió a Átropos.

—Tu padre nos lo prohibió —explicó Láquesis.

—Porque no le gustan las cosas que no puede cambiar —concluyó Cloto.

Las hermanas mayores fulminaron a la menor con la mirada. Esta solo rio. Atenea empezó a ser consciente de un sonido familiar. De hilos y rueca.

«Están tejiendo nuevas vidas mientras hablan conmigo.»

Ellas lo sabían todo, por tanto, nada podría sorprenderlas. Aun así, había asuntos que merecían la atención de las Moiras: quienes se rebelaban contra el destino.

—A cambio de una respuesta, puedo serviros de ayuda. Detenerle.

—¿Traicionarías a tu padre para poder seguir siendo la favorita?

Cloto, Láquesis y Átropos formularon esa pregunta a trozos, una detrás de otra. Cada rostro aparecía donde estaba el de la hermana anterior, que ya se había esfumado.

—Impediré la rebelión de Hades.

—Lo harás —asintió Átropos con aire determinista. Estaba arriba, era el cielo.

—Si te decimos lo que quieres saber —dijo Láquesis, cuyo rostro lo rodeaba todo.

—La paciencia es tu mejor virtud —recordó Cloto. Estaba abajo, era la tierra—. ¿Pretendes sorprendernos siendo todo lo contrario de lo que eres?

Ninguna negativa. Eso estaba bien.

—Espero mi respuesta —señaló Atenea, cruzándose de brazos. Ella también podía dar por sentado que el futuro sería lo que había pensado. En ese caso, había hecho sus deberes. Sabía que Hades planeaba algo, algo contra los hijos de la Noche, ya había atraído a su lado a la Muerte y el Sueño—. Mi oferta tiene fecha de vencimiento.

—Está bien —dijo Átropos—. Tu hermano, Ares, será…

—Esa no es mi pregunta —dijo Atenea—. Sabéis lo que de verdad quiero.

El sonido de una rueca al tejer se incrementó más y más, excediendo lo que el oído humano podría captar sin romperse. La boca de Cloto se abrió, mostrando primero un abismo profundo e insondable como el Tártaro y luego un resplandor dorado, maravilloso. La áurea luz de tiempos mejores. Tal luminaria eran los hilos del destino de miles y miles de hombres. Criaturas de oro, de plata y de bronce unidas entre sí por algo que trascendía las razas, los pueblos y las eras. Juntos, formaron una parte del Telar de la Creación, tan vasta que los rostros de las Moiras quedaron tapizados por él, aunque seguían presentes, de algún modo, observándola con atención.

Vio a Astrea abandonar los caminos que antes recorría con valor y justicia. Vio a Orión descender sobre un mundo lejano y maravilloso para purgarlo de los grandes monstruos y dar una oportunidad al hombre. Vio a Pegaso surgir de una sacerdotisa desgraciada y surcar los cielos una y otra vez. Ochenta y ocho leyendas, ochenta y ocho actos de heroísmo, el germen de algo mucho más grande que el oro, la plata y el bronce. Incluso en los tiempos oscuros que sucederían a la caída de la Raza de Plata, incluso cuando el ser humano se tornara en algo peor que las bestias, todavía podrían ver al cielo y encontrar allí la esperanza en un mundo mejor, un mundo que fue y que volvería a ser. Porque entonces, en esa época todavía muy, muy lejana —Atenea no tenía constancia de que el planeta en que ocurrieron esas leyendas siquiera existiese—, el pedazo del Telar de la Creación que ahora veía como una privilegiada estaría al alcance de todos. Los dioses amarían esas leyendas con tanta pasión y cariño que las inmortalizarían en el firmamento. Así Hades, el inflexible juez de todas las almas, arrojara también a los héroes al inframundo, los demás dioses se compadecerían de los mortales tanto como les era posible. Todo el Olimpo aportaría, sin ser del todo consciente, un pequeño grano de arena al fantástico plan que Zeus deparaba para la raza humana. Un plan que Atenea conocía pero que solo entonces empezaba a comprender del todo. Zeus era, en verdad, no solo poderoso, sino tan astuto como solo Metis, madre de Atenea, había sido.

A partir de esa revelación, Atenea fraguó un plan majestuoso. Miles de millones de años antes de la formación de la Tierra, antes de la Guerra de los Demonios, las luchas contra los gigantes, los Reyes Durmientes y Tifón, la diosa de la guerra ya había visualizado a sus santos y los mantos sagrados que vestirían, si bien quedaría en manos de los Mu, con algún que otro consejo sacado a Hefesto de un milenio para el otro, el crear tan fantásticas vestiduras. El objetivo era desde un principio demostrar que Zeus tenía razón al haber creado un universo en verdad infinito, donde cada posibilidad merecía existir, pero fue cambiando debido al pago que Atenea debió dar a las Moiras. Había prometido detener la rebelión de Hades, cosa que solo se podía obtener dándole una esposa. Con la venia de Zeus y la aceptación de Atenea, la realidad fue alterada, la diosa de la guerra pasó a ser la hija adoptiva de Deméter, deslumbrando al implacable Hades hasta el punto que este la tomó para sí, derritiendo el helado corazón del dios del inframundo y luego alistándose para marcharse a sabiendas del acuerdo que se tomaría al final. Porque todo estaba planeado al milímetro, incluso enamorarse, incluso amar al responsable de condenar a la humanidad a la que ella quería salvar por sobre todas las cosas. Todo fue de acuerdo al plan de Atenea, hija de sus padres al fin y al cabo.

xxx

—Señora Atenea, nos estamos acercando —dijo Azrael, el sirviente, despertándola.

Ya no la rodeaba el Telar de la Creación, ni la oscuridad de la Noche. Estaba en las aguas gélidas de Cocito. Azrael se hallaba inclinado ante ella, mientras que el Barquero hendía las aguas del antaño río congelado con el remo, sin mirarlos. Shizuma de Leteo no estaba, debía haberse unido con el resto de heraldos en Giudecca, el palacio que ya podía verse en el horizonte, más allá de las luces que lo llenaban todo.

Las almas de los santos liberados marcaban el camino de la barca, como animándola a acompañarlos al descanso eterno. El regalo que había preparado para ellos.

—No soy ninguna santa —murmuró Atenea—. Solo soy una niña que quiere, por encima de todo, la aprobación de su padre. No ser desplazada.

Desde luego, Ares no lo había hecho. Obtuvo, sin duda, la fidelidad de la Raza de Plata. Fue adorado en la misma medida que Zeus y Hera hasta formar una trinidad de Padre-Hijo-Madre, sin embargo, eso no duró demasiado. Gracias a Tifón.

—¿Señora? —preguntó Azrael.

—Solo estuve recordando cosas de mi infancia —explicó Atenea, levantándose. El sirviente la observó, todavía inclinado, sin tenderle la mano.

¿Tenía infancia una mujer que nunca había sido una niña? Aquel sueño fugaz, aquel recuerdo que le sobrevino, ¿era real? Desde el momento en que despertó, las dudas habían empezado a burbujear, saliendo a la superficie. Ser la suma de cuanto quedó en el Hades de todas las reencarnaciones de Atenea tenía esa clase de inconvenientes. Podía pensar que Atenea se interesó en la humanidad en los tiempos del diluvio universal, y al tiempo, soñar con cómo orquestaba el surgimiento de la Raza de Héroes, la humanidad no profetizada, desde la temprana Edad de Plata. Era absurdo.

—Si se me permite decirlo, ha sido una temeridad, majestad —dijo el Barquero, todavía remando—. ¿Por qué reunirse con Narciso de Venus en el reino de los sueños?

El regente de Venus no había acudido al Hades pasadas dos horas. Tardó más, si bien había que admitir que cumplió su palabra de mantener con vida a los nuevos argonautas. En la Senda de Oro habían muerto muchos, pero la mayoría llegaría a destino.

—En primer lugar, el reino de los sueños era el único medio que tenía para salvarlos a todos de la corrupción —advirtió Atenea, recordando cómo se deslizó entre las ensoñaciones de santos, sombras, ángeles y demás valientes para examinarlos como hiciera con Triela. Estaba al tanto de la situación de Kanon de Géminis, también, aunque en Palas Belda sí que notaron su divina presencia, siendo Narciso de Venus el encargado de dar las oportunas explicaciones al Gran Espíritu Bhunivelze, tan radical como siempre—. En segundo lugar, quería que estuviera en un lugar bajo mi control para apresarlo en lo que resuelvo mis asuntos. —Como diosa, un astral debía temerla hasta cierto punto. Las albas les permitían eludir las reglas de los reinos de los dioses. Poseían la fuerza para al menos sobrevivir y escapar de la cólera divina. Y si bien todo sería distinto en un enfrentamiento directo, prefería ser precavida antes de tener que usar la violencia y que el universo perdiera a uno de sus campeones en el peor momento posible. Tendría que bastar la promesa implícita de que desobedecerla haría que Galatea de Mercurio nunca llegara a terminar su transformación. Por el momento, de hecho, había bastado—. Pienso que he obrado con sensatez, ¿tú no lo crees?

—Pues no —dijo el Barquero, antes de seguir remando.

Azrael ya se había puesto de pie y miraba las aguas que iban dejando atrás. Tantas almas esperando, tantos lamentos. ¿Podría abandonarlos a todos?

«Son ellos los que deberán abandonarme a mí.»

No mucho después, llegaron a la costa de Cocito, a la sombra del palacio Giudecca.

xxx

Como regla general, nadie tenía derecho a entrar en Giudecca sin el permiso expreso del Hades, el cual solo daba, entre los espectros, a los jueces del inframundo, y entre los hombres mortales a la tormentosa línea familiar de los Heinstein, otrora conocida como la familia Crowe, que desde hacía más de mil años había ofrendado líderes capaces para los ejércitos de los muertos, si bien la última, Pandora, no había sido un buen ejemplo. La única excepción de la que se tenía noticia era el héroe Orfeo, que había recibido tal honor en todas y cada una de sus reencarnaciones, incluso como santo de Atenea.

Ahora, de forma insólita, cuatro antiguos santos de Atenea se reunían en el mismo corazón del palacio, la sala del trono. Lucían mantos oscuros semejantes a los de los espectros de Hades, aunque con vistosas diferencias entre uno y otro.

—Vas a gastar el suelo si sigues dando vueltas, mujer. —La capa de Nimrod de Cáncer estaba hecha del mismo fuego fatuo que había empleado para purificar, desde la superficie hasta las profundidades, el río Aqueronte, otorgando a los tribunales del inframundo milenios de trabajo atrasado en forma de una infinidad de almas arrepentidas—. Me empiezo a marear, ¿no puedes parar un segundo?

—¿Atacas mi derecho a caminar así como me negaste la dicha de cantar? —espetó Lucile, cuya capa, también llameante, tenía una forma más parecida a la que tendría una capa normal, gracias a la prodigiosa voz con la que según aseguraba había domesticado el fuego del infierno—. Lo siguiente será el habla.

—Yo no tengo problema con que cantes —dijo Nimrod, frotándose la frente—. Solo preferiría que no juegues con mis emociones. Es una manía que tengo.

—¿Temes que ponga en duda tu autoestima, Pequeño Abuelo? —Audaz, Lucile caminó hasta estar a un palmo del santo de Cáncer—. Diez mil almas de guardias que no sirvieron para nada en vida y tuvieron que unirse a la luz de la Égida para convertirse en un santo. ¡Un santo que no sirvió para nada en vida y tampoco servirá en la muerte!

No era la crítica más elocuente de la Bruja, cuyo manto seguía brillando más que ninguno a pesar del tono oscuro, pero aguijoneó igualmente el espíritu de Nimrod. Este, demasiado viejo para aprender nuevos trucos, apretó la mandíbula y frunció el ceño antes de tratar de encajarle un puñetazo a la hechicera de dorados cabellos. Sneyder, que llevaba tiempo observando los intentos de aquellos dos por pelearse, intervino disparando sendos haces oculares. Los brazos alzados de ambos se cubrieron de hielo.

Y no era hielo común, sino el Lamento de Cocito. De las oscuras hombreras del manto de Acuario salía una capa apenas visible, hecha de un aire que helaba por igual los huesos y el alma. Con cada movimiento, mil espíritus parecían gritar, atormentadas, aunque no era más de un eco de quienes Sneyder había liberado. El hielo que aprisionaba los brazos de dos santos de oro hechos y derecho se deshizo en neblina y se unió a la capa sin que Sneyder tuviera que hacer nada, porque era parte de sí.

—Si queréis luchar, hacedlo contra el enemigo. No permitiré que seáis un estorbo.

—Veo con alivio que morir no te ha cambiado ni un poco, Pacificador —soltó Nimrod, sonriendo a su pesar—. Deja de ser tan mala perdedora. Para ser el primero en dominar a un río del infierno, tuve que morir y revivir muchas veces, no solo cantar.

—Eso dices —replicó Lucile—. Yo sospecho que solo tomaste lo que era tuyo, Aqueronte, dios del dolor. No sé por qué lo niegas, ¿te da vergüenza, acaso?

—La única ayuda que tuve fue el apoyo de Atenea, reina del inframundo.

—Eso dices —insistió Lucile, masajeándose las sienes—. Ya van mil veces, ¿podrías dejar de repetirlo? Si pudiera hablar con un humano de verdad…

Shizuma de Leteo, deslizándose por el cielo como un fantasma, se posicionó a la diestra de Sneyder de Cocito negando con la cabeza. Siendo la segunda en llegar, Lucile de Flegetonte había pasado un buen rato charlando con Nimrod de Aqueronte, terminando por acusarle de no ser lo bastante humano como para que hablar mereciera la pena. Ella esperaba a Akasha, que por supuesto estaba demasiado ocupada como para atenderla como antaño, siendo la diosa de la guerra y la sabiduría, para empezar. En el fondo, todos sabían que la otrora leona de oro entendía eso, que ya ninguno de ellos era humano, y Akasha la que menos, pero preferían que se desahogara ahora que en otro momento en que perder los nervios fuera algo que no se pudieran permitir.

—Entiendo que no te guste —dijo Nimrod—. Llevamos mantos oscuros y servimos a la reina del inframundo. Parecemos más traidores nosotros que mi antecesor y los antiguos santos de Aries, Géminis, Capricornio, Acuario y Piscis, pero Atenea así lo ha…

—¿A quién le importa el título? —cortó Lucile—. Lo que está mal de verdad es que creas que cuentas con el apoyo de Akasha. ¿Por qué todos lo dais por sentado?

—Ya no es la mujer que conociste —advirtió Shizuma, moviendo la mano para apartar la capa que la cubría, del color de las profundidades oceánicas—. Es Atenea.

—Acabo de decir que no es de títulos de lo que hablo —apuntilló Lucile.

—Te preguntas por qué hinco mi rodilla ante quien habría ejecutado de haber tenido la posibilidad —intervino Sneyder—. No aceptas recibir el mismo trato que yo recibo.

—Sí que es directo este muchacho…

Nadie hizo caso al comentario de Nimrod.

—Yo fui leal hasta el final —dijo Lucile—. Lo sigo siendo. Tomé el control del Flegetonte en poco tiempo. ¿Cuánto tuviste que luchar contra Cocito, Pacificador?

—No todos tuvimos que combatir —terció Shizuma—. Todos tuvimos medios para lidiar con los ríos del infierno, excepto el Pacificador.

Nimrod abrió la boca para decir algo, pero al final prefirió el silencio.

—Es más complicado que eso, Dama Blanca —dijo Sneyder—. A diferencia de vosotros, tenía que liberar las almas para vencer al río, no al revés.

—¿Y eso te hace merecedor del favor de Akasha? —cuestionó Lucile.

La mirada que Sneyder le dedicó era la del auténtico heraldo de las Lamentaciones.

—Todavía mataría a Akasha de Virgo por lo que pretendía a hacer. Os mataría a todos, si tratarais de impedírmelo. Aun así, seguiré el plan de Atenea.

Lucile empezó a tararear.

—¿¡Es porque comprendes el plan de Atenea!? —gritó Nimrod, demasiado alto. Hasta Shizuma de Leteo se llevó las manos a los oídos.

—No lo comprendo, tampoco lo rechazo.

La discusión prosiguió un tiempo más, siempre regresando al mismo punto. Y llegó el momento en que no fue posible cambiar de tema.

—No vas a ser la mano derecha de Atenea, mujer —gritó Nimrod—. Hazte a la idea. Para nuestra señora, todos los santos somos iguales. Ninguno va a ser más importante que otro. Y si vuelvo a escuchar que mereces un trato especial por lo leal que fuiste cuando era un ser humano, créeme que ni el Pacificador, ni la Dama Blanca juntos me evitarán devolverte al lugar de donde nunca debieron sacarte.

—Entiendo. A eso es a lo que llega tu limitado intelecto. —Como el relámpago, Lucile se puso frente al sorprendido Nimrod, cuyos cabellos agarró con la fiereza de una auténtica leona—. No es que merezca un trato especial por haber sido leal. Es que quienes la traicionaron no tienen el derecho de actuar como sus paladines escogidos. Si podéis actuar como si esto fuera normal es porque no visteis lo que yo vi… —Haciendo una mueca de aburrimiento, soltó al santo de Cáncer y se apartó—. O no sois humanos —concluyó, clavando la mirada en el inexpresivo Sneyder.

De pronto, las cortinas del fondo de la sala se corrieron, revelando el trono del inframundo. Donde antes se sentara Nimrod de Aqueronte, en gesto de abierto desafío, estaba Atenea, de ojos grises, platinados cabellos y uniforme carmesí.

Los cuatro antiguos santos de oro hincaron la rodilla, brillando con intensidad las líneas que decoraban las sobrepellices. Estas eran, junto a las capas, la principal diferencia con los mantos zodiacales. Las de Cáncer eran del amarillo del Aqueronte, de un hedor casi insoportable; las de Piscis eran imposibles de ver, no porque fueran invisibles, sino porque la vista siempre se desviaba a cualquier otro lugar, o bien ignoraba esos detalles, como si no existiesen; y las de Leo y Acuario eran la viva representación del frío y el fuego más intensos. Los miembros de aquel cuarteto se habían convertido, luego de muchos esfuerzos, en los avatares de Aqueronte, Leteo, Flegetonte y Cocito; heraldos de Atenea como diosa de la guerra, la sabiduría y el inframundo.

Se oyeron unos pasos detrás del trono. Ningún cosmos ardía en las cercanías, lo que dejó claro de quién se trataba. Ya Shizuma Aoi les había comunicado que el quinto río del inframundo, Estigia, había sido tomado por Azrael, el asistente. Ahora tenían la confirmación de ello en las negras vestiduras que llevaba puestas.

Aun así, Nimrod no podía creérselo. ¿Hasta dónde podía llegar el potencial de aquel muchacho al que tanto picara tiempo atrás, cuando llegó al Santuario?

—No tengo palabras para agradecer lo que habéis hecho en este lugar, a pesar de que os negué el descanso que merecíais. —Atenea esperó un tiempo antes de continuar, quizá esperando que alguien tuviese algo que decir. Solo hubo silencio—. Os pido que sigáis siendo mi fuerza hasta que todo esto acabe… ¿Estáis preparados?

La diosa y el heraldo del Estigio intercambiaron una fugaz mirada. Azrael asintió. Los otros heraldos, al unísono, gritaron la única respuesta que imaginaban poder dar.

—Entonces, es tiempo que tome mi lugar como reina del inframundo.

Primero, Lucile de Flegetonte encendió su cosmos, el fuego que todo lo consumía.

—Mi nombre es Lucile von Seisser, heraldo de la Ira, Señora de Flegetonte. En nombre de la reina Akasha, os convoco, Benévolas, a vosotras y a todas las potencias del Tártaro, donde los enemigos de los dioses viven la eterna condena.

Del aura de la Bruja nació una columna de luz que atravesó el palacio Giudecca como si este no existiere, alcanzando pronto los extraños cielos del infierno.

En contraste, Sneyder de Cocito formó un aura azulada, tan fría como para congelar por igual el alma y el cuerpo. Tan terrible como para retrasar la rueda de la reencarnación.

—Mi nombre es Sneyder, heraldo de las Lamentaciones, Señor de Cocito. En nombre de la reina Atenea, os convoco, Jueces, a vosotros y a todas las potencias de las tierras grises, donde los hombres mortales ven castigados sus crímenes.

Acto seguido, el antiguo santo de Acuario se tornó en la base de una columna de luz.

Resultaba un espectáculo maravilloso. Mientras hacía la oportuna invocación, Nimrod de Aqueronte no pudo contener una sonrisa. Al final se habían adaptado todos.

—Mi nombre es Nimrod, heraldo del Dolor, Señor de Aqueronte. En el nombre de la reina Perséfone, te convoco a ti, Barquero, y a todos los errantes que puedas transportar en tu barca. —Tampoco le habían dado mucho espacio. Cocito y Aqueronte eran los dos extremos de la región de Hades donde iba a parar la mayoría. Las tierras grises, o prados de Asfodelos, allí se alzaban las ocho prisiones en tiempos de guerra.

Debido a que el cosmos que lo envolvía, tan nauseabundo como si siguiera maldito, se convirtió en columna, no pudo comprobar cómo había sentado a aquel par que se dirigiera a Atenea con el nombre que le correspondía en esos momentos.

No obstante, oyó la invocación de Shizuma de Leteo, bastante más neutral.

—Mi nombre es Shizuma, Señora del Olvido y el Recuerdo, heraldo de Leteo. En nombre de nuestra soberana, os convoco, hijos de la Noche, moradores del Elíseo.

Cuatro columnas nacían frente a la reina del inframundo, llamando a las potencias del Tártaro, Asfodelos y Elíseo. Atenea asintió, complacida, comprensiva con la forma que cada cual había decidido dirigirse a ella. Los humanos eran así de rebeldes.

—Mi nombre es Azrael —dijo su sirviente, dando un paso hacia adelante—, heraldo del Odio, Señor del Estigio. En nombre de los viejos juramentos, ¡yo os invoco a vosotros, los centímanos, leales servidores del Olimpo! —exclamó a viva voz, aunque no era necesario. Incluso sin un cosmos, Azrael estaba unido de forma irremediable con los cuatro ríos del inframundo, del mismo modo que la laguna Estigia era el punto en que Aqueronte, Cocito, Flegetonte y Leteo confluían. La invocación por él pronunciada reverberó a través de las cuatro columnas de luz, llegando hasta el cielo del infierno.

Ahora le tocaba a ella respaldar a sus cinco adalides, las cinco almas manchadas y malditas que la ayudarían a completar su plan. Para ellos podía ser Akasha, Atenea o Perséfone, podía ser la soberana a la que servían o el recordatorio de un juramento que los ataba como hombres mortales. Tanto daba. Ella nunca había esperado devoción de los seres humanos, ni siquiera de sus fieles. No servía de nada apreciar a una criatura que solo se comportaba tal cual esperabas que se comportase.

Se alzó del trono como lo que siempre había esperado ser, la diosa de la humanidad, de los malvados y los justos, sin distinción. Su cosmos, divino, adquirió por capricho el tono dorado de la luz solar que tanto contrastaba con aquel reino sombrío que buscaba reclamar. Más brillante que el astro rey, la energía llenó pronto la estancia de una paz y serenidad ilimitadas. Lucile, quien no era capaz de someterse a sí misma al control de las emociones del que se había servido en tantas ocasiones, fue quien más apreció ese regalo. Durante el tiempo en que el cosmos divino se filtraba en las columnas de luz, la antigua santa de oro dejó de guardar resentimiento hacia sus pares, no porque hubiese perdonado a Sneyder, a él lo repudiaría por siempre, más allá de la tumba, sino porque en medio de esa sensación, eco del descanso eterno del Elíseo, todo el dolor, la ira, el lamento, el olvido y el odio se volvían superfluos. Un pensamiento errático escapó de la mente de la feliz Lucile: «Así debió sentirse Gestahl Noah cuando lo hechicé.» La mente divina de Atenea se contagió de un encuentro casual con un final trágico. La Oda de la Alegría resonaba en la lengua materna de la Bruja, pues esta había cantado al antiguo enemigo del Santuario del mundo perfecto que pensaban crear.

Los humanos eran criaturas de lo más curiosas.

—Señores del Hades, vuestra reina aprueba la convocatoria. Acudid al llamado de mis heraldos, acudid a mi llamado si aún recordáis el viejo pacto.

La energía divina se manifestó en cada una de las columnas, primero como venas doradas sobre la superficie, después como una pulsión que recordaba a los latidos de un corazón humano; las columnas estaban vivas y liberaban su mensaje. Arriba, en la frontera del reino de los muertos, los poderes del inframundo formaron un nuevo sol que nació y murió en un solo instante, dispersándose en una lluvia de luces como no se hubo visto nunca en esa tierra de sombras. Un nuevo cielo había sido creado.

Desde todos los rincones del Hades, más de un centenar de poderosos seres emprendieron la marcha siguiendo la senda marcada. Algunos de forma física, otros proyectándose desde los lugares a los que estaban atados por toda la eternidad, pero de un modo u otro, todos los Señores del Hades querían escuchar lo que la reina iba a decir. Todos acudirían, sin falta, al señalado Concilio de los Dioses.

xxx

Notas del autor:

Les informo que por motivos ajenos a mi voluntad, no publicaré más capítulos en este año 2024. Confío en que lo entiendan; feliz año a todos.

Shadir. Tengo la firme creencia a más duro el desafío, más brilla el héroe. Aunque puede que en esta historia me haya excedido bastante, al marcar la diferencia entre los guerreros sagrados a los que estamos acostumbrados, y los Astra Planeta.

En efecto, nuestros héroes marchan a la batalla por la que se formaron. ¡Por fin!

Que el próximo año sea dichoso y se cumplan todos tus deseos. ¡Gracias por el constante apoyo! Lo aprecio muchísimo.