Capítulo 232. Tiempo de descansar
Conforme más avanzaba el Argo Navis Negro, más iba cambiando el escenario que rodeaba la burbuja que lo protegía de las inclemencias de la Senda de Oro. Esta, en realidad, ya no tenía nada del dorado de la élite del Santuario. La fuerza omnipresente que llenaba el horizonte doquiera que Gestahl Noah mirase evocaba a los océanos, con un intenso brillo aguamarina que se retorcía sobre sí mismo en forma de incontables remolinos. Si se fijaba lo bastante en estos, cosa que podía hacer ahora que santos y sombras habían aceptado su predicamento de descansar por una vez, podía intuir los rasgos de Tritos de Neptuno, distorsionados por la lucha que sostenía contra Aquel que se desliza en la oscuridad. Una lucha a través de toda la distorsión que seis santos de oro formaron a lo largo del universo, con la bendición de Niké.
Algunos agradecieron la oportunidad de descansar. Garland de Tauro cargó sobre sus hombros a Aqua de Cefeo y Makoto de Mosca. Almaaz de Auriga Negro no dejó de hacer bromas al respecto, contrastando con un silencioso Grigori de Cruz del Sur. Soma de León Menor Negro se marchó con el apoyo de varios camaradas que a no tardar llamaría amigos, guardándose mil preguntas que no se atrevía a hacer al Padre de Hybris y Sumo Sacerdote del Santuario. Otros querían quedarse, siendo por descontado Ícaro de Sagitario Negro, su hijo, el más destacado: destrozado por dentro y por fuera, el más fuerte de los caballeros negros no era capaz de procesar cuánto necesitaba ser sanado a profundidad, debido al efecto de adrenalina del aura sanadora de Cethleann. La potencia del Agua había hablado a favor de este, considerando imprudente dejar al líder de la embarcación solo después de haber pasado tantos infortunios. Por fortuna, el par entró en razón antes de que el espectáculo más allá de la burbuja se encrudeciera. Entendieron que todos los que habían sido golpeados por la radiación con la que Aquel que se desliza en la oscuridad bañó el barco podrían morir por algún fallo biológico, o bien por el mismo terco orgullo que llevó a Aqua de Cefeo a negarse a descansar y a Makoto de Mosca a levantarse incluso después de haberlo dado todo en combate.
Ningún santo, ni caballero negro, permaneció sobre cubierta una vez retirado el baluarte de los tercos. Ícaro agenciándose el papel de guardián de los heridos y Cethleann jurando que no dejaría que nadie muriera abajo. La potencia del Agua pudo haber murmurado algo de fermentar ambrosía, Gestahl Noah no podía estar seguro. El sonido de los pasos sobre la sagrada madera le produjeron demasiado alivio, pues habiendo visto de primera mano el poder de los Astra Planeta, sabía que no era bueno para nadie contemplarlo de forma directa. Iban a matar a uno de ellos, después de todo.
—Descuida —dijo Tetis de Ceto, tras él—, en este momento, Tritos de Neptuno está revestido por el dunamis de mi señor Poseidón.
—¿Se supone que eso ha de consolarme? —preguntó Gestahl Noah. Las manos, temblorosas, buscaban asir Niké, mas los dedos solo acariciaban el aire—. En este momento estoy viendo todo el poder de un astral y es aterrador.
Incluso sabiendo que algo así podía morir, no cambiaba nada, porque la clave radicaba en que ellos pudieran matarlo. ¿Cumpliría Sothis su palabra? Había rezado por ello. Había sentido el impulso de correr hacia Cethleann y preguntarle cada que acariciaba la perla, aun si imaginaba que el gesto se debía a que la guerrera celestial añoraba a su valeroso padre. En parte por todas las vidas sacrificadas para salvar el alma de Macuil, pero si debía ser honesto, lo que más deseaba el corazón del hombre escogido por Poseidón era la venganza. Venganza sobre Caronte, venganza contra los cielos.
—El alba de Neptuno permite al portador ignorar las leyes divinas de cada plano existencial, la Esfera de Neptuno permite imponer las propias leyes del portador. Una vez se combinan ambos, no hay nada que hacer. Nada en absoluto —dijo Tetis.
—Eres el alma de la fiesta —dejó escapar Gestahl Noah, apartándose de la nereida.
No solo la hija de Nereo se había quedado con él. Mientras que la presencia de Cethleann del Agua era inexcusable para atender a tantos heridos, no existía excusa para defender que el ángel de la Audacia bajara después de todo lo que hizo. Aubin permanecía apartado, pues Noa, ángel de la Nobleza, sí que había encontrado un par de tareas a realizar abajo. La primera era la organización de una cena de confraternización reuniendo todos los alimentos que no hubiesen sido arruinados por Camus de Acuario y las sucesivas batallas que sacudieron el navío. La segunda, más estrambótica, era un uso de lo más particular al hechizo que dominaba como nadie y que había hecho brillar los ojos del artero Tokisada de Reloj Negro. Como uno de los pocos hombres aceptados entre los siervos de Artemisa, Noa podía doblegar el tiempo, distorsionándolo para que los hombres pudieran ser más rápidos de lo que sus frágiles cuerpos les permitían. Según explicó a su inesperado pupilo, Tokisada, si se podía hacer que uno se moviera más rápido de lo que cabría esperar manipulando el flujo del tiempo, también se podía hacer lo contrario. En términos simples: era posible que dos horas de descanso fueran, en realidad, seis horas de sueño para todos los agotadísimos guerreros sagrados. Un aporte tan importante para el preludio de una batalla como la sanación de las heridas, sobre todo si se tenía en cuenta que llegarían al Jardín de las Hespérides en tres horas.
Era un experto encontrando virtudes en las ovejas descarriadas. Su última encarnación había girado en torno a esto, por lo que no tendría que haber sido difícil levantar los ánimos de Aubin. Sin embargo, al verlo, el ojo pronto se movió hacia quien volaba a la par del barco, temeroso de pisar las aguas purificadas que este navegaba. Indech de la Tierra no dejaba de mirar el sinfín de armaduras negras que unos habían dejado allí y otros habían transportado, debido a unas palabras entre Gestahl Noah y Lisbeth.
—Lo siento —dijo Cincel Negro, cabizbaja y con los ojos húmedos—. No puedo repararlos. No hay material. Estamos peor que antes.
Había dicho a quien quisiera escucharla que incluso el manto de Aries estaba muerto, aunque hacía mayor énfasis en el estado del manto de Orión. ¿de qué había servido tanto esfuerzo, tanta sangre derramada?
—Pues para que no nos muramos —dijo Garland de Tauro.
La sombra de Cincel tuvo un sobresalto entonces. Aún tenía las mejillas sonrojadas cuando Gestahl Noah la llamó para que dejara de poner nerviosos a los demás.
—Hubo una vez, hace diez mil años, un grupo de jóvenes. Varios grupos de jóvenes —se corrigió, llamando la atención de todos los tripulantes—. Sobre las más altas montañas de la Tierra se reunieron. Sin lazos de sangre, ni de raza, ni de nación. Por separado, eran los débiles sacrificios del castigo divino. Juntos, enfrentaron la furia de los elementos y el avance del ejército más poderoso del mundo. —Tetis de Ceto sonrió al escuchar esto, aunque no era claro si fue un gesto alegre o irónico—. El enemigo vestía armaduras y armas de oricalco y cargaban contra los jóvenes sobre olas tan grandes como las que Aquel que se desliza en la oscuridad arrojó sobre nosotros. Y aun así, esos simples humanos resistían con nada más que sus cuerpos y puños.
—¡Esa es la historia de los santos de Atenea! —dijo Lisbeth, atreviéndose a mirarlo cara a cara con unos ojos llenos de ilusión—. Con un puntapié abrían fisuras en la tierra y con un revés de mano desgarraban el cielo. ¡Los protectores de la Tierra, los…!
La sonrisa de Gestahl Noah, en exceso condescendiente, hizo que bajara la voz.
—No eran héroes, sino monstruos. Bestias con piel de hombre, de los que una diosa se compadeció. No tenían ni una pizca del cosmos de justicia que late en tu corazón.
Fue después de esa conversación que animó a todos a que descansaran, siendo Lisbeth la primera en acceder, dejando la armadura negra de Cincel. Una vez Ícaro y Cethleann entraron en razón, empezaron a llegar más armaduras desde abajo. Las sombras parecían haber entendido que tenían que empezar a trabajar de cero. Los santos, en contraste, mantuvieron cerca sus mantos sagrados, por dañados que estuviesen.
—Yo podría repararlos —dijo Indech, abriendo y cerrando la mano—. Soy un herrero.
—No tenemos sangre, ni materiales —negó Gestahl Noah—. Sin la ayuda de un dios, sería causa perdida. —Aun así, no había motivo para abandonar las armaduras que estaban en buen estado; la vieja humanidad no lo habría hecho de haber podido.
El ángel de la Tierra se quedó en silencio, pensativo. Al sacudir la cabeza, el cuerpo entero del guerrero celestial se distorsionó, volviéndose una imagen borrosa.
—Será mejor que descanses —dijo Tetis, agarrándole del brazo.
Había sufrido un mareo.
—No me fío de Tritos —admitió Gestahl Noah, abriendo y cerrando los ojos. Se sentía, de pronto, muy débil—. Estamos rodeados por el poder del enemigo.
—Este es el poder de mi señor —insistió Tetis—. Recuerda, Sumo Sacerdote de Atenea, por qué iniciaste este viaje. Afirmaste que Caronte era incapaz de manifestar el alba de Plutón. Eso significa que tampoco puede revestirse del dunamis de Hades.
Gestahl Noah asintió con pesadez. ¿Tan débil estaba que no podía pensar con claridad? ¿O era un efecto secundario del poder de la Esfera de Neptuno, sanadora de su mente?
La abrumadora sensación de poder que rodeaba la burbuja protectora, que cimentaba la propia burbuja, no tenía importancia. Tampoco la tenía que en ese momento Tritos de Neptuno fuera un titán manifestándose a lo largo del universo para purgar a Aquel que se desliza en la oscuridad de toda la distorsión llamada Senda de Oro y luego sellarlo. Porque solo necesitaban matar a uno de ellos, justo quien se hallaba en ese momento limitado. Esa era la razón por la que había movilizado la mayor parte de la fuerza bélica de importancia en el Santuario. ¿Cómo pudo olvidársele?
Mientras daba vueltas a esa idea, Tetis de Ceto, con el dulce encanto de una hechicera del mar, lo fue llevando hasta el agujero que daba hasta el camarote. Una rudimentaria escalera sustituía la destrozada durante las pasadas batallas, aunque antes de pisar el primer peldaño Gestahl Noah miró en derredor. Indech seguía pensativo, Aubin tenía la mirada perdida y Tetis asentía, indicándole que podía dejar en manos de ella, que se había ganado los favores de Poseidón, la vigilancia del ambiguo Tritos de Neptuno. Se le antojó irónico: era él quien había formado el pacto con Titania, era él quien logró que todos los demás creyeran que podían confiar y descansar de una buena vez. En realidad, así lo había creído antes de observar el poder del regente de Neptuno en acción. No era como Titania de Urano y Caronte de Plutón, Tritos no estaba jugando. De verdad hacía su trabajo, como uno de los nueve campeones del Olimpo, capaz de usar el poder de un dios por el bien de todo el universo, de toda la Creación.
«Por eso la pasada generación de Astra Planeta venció al Hijo —pensó Gestahl Noah, viendo el remolino infinito—. Condujisteis la voluntad del Olimpo hacia él.»
Con Ío de Júpiter muerto, si Caronte de Plutón caía nada podría detener al dios innominado. Los dioses pagarían con creces esa forma cruel de dirigir los destinos de los hombres, mientras que Atenea dejaría de vivir con las cadenas de responsabilidad que los humanos, pecaminosos por siempre, le habían impuesto. Todos se verían beneficiados, siempre que cada cual hiciera su parte, incluida Sothis. En eso pensaba Gestahl Noah conforme era conducido hacia abajo, donde habría de descansar.
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Todos los tripulantes del Argo Navis Negro tuvieron sueños, algunos dulces y otros salvajes. Ícaro de Sagitario Negro corría campo través por la llanura, persiguiendo a un gran perro negro. Margaret de Lagarto paseaba por el cementerio, donde las lápidas, coronadas de laurel, representaban los nombres de toda una generación de santos de Atenea, la suya. Ofión de Aries, embargado de nostalgia, oía a aquella amiga perdida, repitiéndole la misma frase que les permitió lograr la victoria sobre Macuil: «La mente es un lugar más.» Cristal, como una parte del Trono de Hielo, contemplaba el esplendor de Bluegrad bajo la dirección de Alexer, Señor del Invierno; todos los reyes de la Ciudad Azul lo veían, conformes con su sacrificio. Lesath de Orión aplastaba escorpiones y moscas con la sencillez que cabía esperar. Soma de León Menor Negro daba la espalda al Cisma Negro y obligaba a su padre a jubilarse a puñetazos. Bianca de Can Mayor mostraba su rostro, deformado por la cicatriz, y veía como Ishmael de Ballena le devolvía la sonrisa. Nico de Can Menor celebraba la victoria junto a Retsu de Lince y Soma de León Menor Negro; Shaula de Escorpio los condecoraba como héroes. Gestahl Noah yacía con una criatura de los cielos, sintiendo que seis alas le acariciaban la espalda arqueada, primero era Cethleann, ángel del Agua, después era el Ángel Ensangrentado, dueña de su corazón. Fang de Cerbero dormía. Aerys de Erídano comía un gran festín, no en el barco que hedía a muerte y violencia, sino en la Tierra. Noesis de Triángulo recibía el juicio de los chamanes, que lo instaban a hacer el último sacrificio. Lisbeth de Cincel Negro era aceptada por el maestro herrero de Jamir y tenía el encargo de crear, de cero, nuevos mantos sagrados, ochenta y ocho por cada constelación. Noa de la Nobleza concedía a Chevalier, Aubin y Timotehos un almuerzo de ensueño que Sariel se negaba a probar; en vida, el ángel de la Muerte se había salvado de que se juntaran los cuatro para hacérselo tragar, no fue así esa vez. Cethleann sentía aun las alas que Titania de Urano le había arrebatado, las usaba para salvar a su padre y ayudar en la derrota de Aquel que se desliza en la oscuridad. Eren de Orión Negro desposaba a la prometida que sus padres dispusieron para él; su hermana asistía a la boda, viva y encinta. Mera de Lebreles participaba del ejército que ponía fin a la vil existencia de Caronte de Plutón. Pavlin de Pavo Real asistía a la ceremonia en que Yuna de Águila Negra ascendía a santo femenino de bronce; incluso en un momento tan feliz, ambas discutían sobre las máscaras. Kazuma de Cruz del Sur Negro formaba una familia. Garland de Tauro veía en paz el fin de sus días, sin arrepentimientos, ni pesares. Yuna de Águila Negra enterraba el puño de la justicia en el corazón de Caronte de Plutón. Rin de Caballo Menor abrazaba a su padre, aún vivo y poderoso. Retsu de Lince fue testigo de cómo su padre se perdonaba a sí mismo, por fin. Almaaz de Auriga Negro tenía dos orejas y oía a la perfección cómo Padre, el chico de Mosca y otros más se divertían. Marin de Águila se reencontraba de nuevo con Seiya de Pegaso; el potencial infinito que ella intuyó cuando lo pusieron a su cuidado, lo había logrado desarrollar más allá de toda expectativa, y aún más, venía acompañado de una persona muy familiar. Zaon de Perseo veía rodar la cabeza del último enemigo; no la de Caronte de Plutón, sino la última amenaza que el Santuario y la humanidad habrían de enfrentar. Minwu de Copa lograba vencer la maldición que la lucha contra los demonios en la Tierra había dejado en todos los defensores. Aeson de Copa Negra veía las noticias anunciando el fin de todas las guerras, desde el hogar de la familia de su hermana en Oriente Medio, sin bombas, sin violencia. Grigori de Cruz del Sur entregaba gustoso la vida que le quedaba para que los santos de oro pudiesen dar el golpe decisivo. Triela de Sagitario vio a los doce reunidos en el templo papal, dando la bienvenida a Atenea.
Había tantos sueños como personas en el barco. Muchos de ellos sobre la batalla venidera, otros sobre el regreso a casa y algunos más personales de lo que un defensor de la justicia y la paz en la Tierra podría admitir. No obstante, todos, fueran ángeles virtuosos, intachables santos de Atenea o pecaminosas sombras, coincidirían más adelante en una cosa: una criatura mística, mitad hombre y mitad caballo, estaba en todos esos sueños, vigilante. No se trataba de Joseph de Centauro, ni siquiera el alma rota de aquel valeroso héroe, aun así, estaba presente, avisando de que un poder infinito lograba traspasar las fronteras entre la vida y la muerte que solo se vuelven borrosas en el reino de los sueños. Makoto de Mosca, atormentado por un infierno de dolor que le apretaba el pecho hasta serle imposible respirar, creyó sentir que una araña de oro tejía una delicada red sobre su cerebro, aniquilando el mal que la Esfera de Neptuno se había limitado a acallar. Fue una sensación agradable, un oasis de paz en un desierto de tormentos. Por eso, rechazando ese inmerecido bálsamo, su cuerpo despertó.
Estaba en el suelo de un camarote ruinoso. Mantas limpias se desparramaban alrededor, tapando unas vendas ensangrentadas que algún vago asistente de Aeson, Minwu o Aqua había dejado después de cambiárselas. Él mismo era como una momia recién despertada por una maldición de película. Se levantó, sintiendo a través del cosmos y el sexto sentido cuanto lo rodeaba. Descubrió así que Aqua de Cefeo estaba en la que había sido su cama, estirada de tal modo que la única explicación posible era que fue la responsable de tirarlo al suelo. Seguía vistiendo el manto de Cefeo, como un rayo de la luna colado entre la negrura del cuarto, y mantenía el rostro enmascarado hacia él. Makoto no tuvo que pensar mucho para entender: los dos habían caído inconscientes y alguien los había tratado, solo para que otro les gastara la mala broma de acostarlos juntos. Imágenes le vinieron a la cabeza, por una vez sin que tuvieran nada que ver con Azrael. Fragmentos de un futuro nefasto, negador de toda esperanza, en el que de algún modo él y Aqua empezaban alguna clase de dinastía que luchaba siempre por Atenea.
—Makoto de Mosca es demasiado poca cosa para una diosa que rechazó a un príncipe —comentó el santo de plata, avergonzándose enseguida de haber pensado así. Y de recordar aquel encuentro en la barca, cuando ella aún no tenía máscara, ni nada.
Con muchísimo cuidado, salió del camarote. No era que estuviese incómodo allí. Como toda una deidad, fuera de la postura algo escandalosa, Aqua no hacía el menor ruido. Era, más bien, la sensación de que solo él estuvo teniendo un mal sueño. Que los demás tenían el merecido descanso, mientras que él prefería estar en posición de enfrentar esas visiones de pesadilla. Akasha de Virgo, muerta; Azrael de Capricornio, sosteniendo una daga dorada cubierto de sangre. Si estaba consciente, al menos podía pensar.
—Cuánto ha debido de haber sufrido —susurró Makoto en cuanto dejó atrás el camarote. No tenía puerta, en realidad, la mayoría de los cuartos no tenían, lo que le obligó a dejar las observaciones para su fuero interno. Nada aseguraba que esa visión, en concreto, fuese real. Los fragmentos del futuro que llegaron hacia él partían de que Akasha de Virgo hubiese sobrevivido para liderar el mundo como Suma Sacerdotisa a través de cientos, miles de años. Sin embargo, él pensaba que lo era, y como alguien que había tenido que matar a quien quería por su propio bien, podía imaginar cómo debía haberse sentido Azrael, antes de morir y seguirla hasta el hondo Hades.
Deambuló por los pasillos sin ver ninguna patrulla. Era el único con insomnio, el único que no hallaba refugio en los sueños. De reojo veía a sombras, santos y otros tripulantes descansar en paz, por lo que solo podía apretar los puños y los dientes para no gritar. ¿Era Geist tan importante para él, como lo era Akasha para Azrael? ¿Qué derecho tenía él a imaginar cómo podía sentirse? No sabía nada, no sentía nada.
«Él era mi amigo —se recordó Makoto—. Ellos eran mis amigos.»
Para cuando oyó unas voces en el almacén, el santo de Mosca ya había entendido que por encima de todo deseaba llegar al Jardín de las Hespérides para obtener respuestas.
—Eres insaciable —decía un hombre calvo, con los brazos cruzados a la espalda.
—Somos —respondió Bianca, ascendiendo al segundo nivel del barco.
—No es lo que parece —dijo enseguida Kazuma, que arrastraba un saco al hombro—. Estábamos reuniendo los alimentos y nos quedamos dormidos.
—Dormidos —murmuró el hombre calvo, sacudiendo la cabeza con violencia.
Can Mayor y Cruz del Sur Negra pasaron de largo al hosco guardián. Makoto les cedió el paso, descubriendo con cierto bochorno que no olían a que hubiesen hecho algo distinto de recoger los alimentos. Solo a comida, polvo y sangre.
El hombre ofuscado dio la vuelta, descubriéndose como Grigori de la Cruz del Sur. No llevaba el manto de plata, sino la ropa de entrenamiento, desgarrada y manchada. Del cinto colgaba un saquito en el que acaso guardaba los utensilios que usó para fabricarle ropa a un gigante de la talla de Garland de Tauro. Un pensamiento inquietante pasó por la mente de Makoto de Mosca, disuelto en el instante en que Grigori dijo:
—¿Vas a reunir alimentos también? —le prejuzgó Grigori. Con la cara arrugada y sin un solo pelo en la cabeza, lucía como un hombre a las puertas de la jubilación. Por la actitud, al menos, pues en realidad tenía más fuerza vital que cuando subió al barco.
—Deja de mirar, Aqua no va conmigo —se quejó Makoto, acercándosele con aire desafiante solo para constatar lo que ya había intuido—. Te han curado.
El santo de Cruz del Sur se pasó la mano por la calva.
—Cethleann nos revisó a todos, empezando por ti y Aqua de Cefeo —dijo Grigori, girando el cuello como todo un dinosaurio para ver si de verdad el santo de Mosca no había venido a hacer travesuras donde nadie lo oyera—. La radiación no afectó a quienes estaban en el segundo y tercer nivel, mas a los demás nos salvó la vida. Estábamos a un paso de vomitar nuestros propios órganos licuados. —Percibiendo el silencio del santo de Mosca como un interrogatorio, añadió—: Ella me dijo lo que ya sabía, que estaba maldito. Yo y todo el resto de santos de Atenea que recibió el golpe de uno de esos demonios del Hades que combinaban el poder de los cuatro ríos del infierno. Retrasó el efecto, aunque parece que es irreversible. —Una sonrisa amarga afeó la cara de Grigori, como si ese rayo de esperanza, en lugar de ser para bien, hubiese transformado la melancolía del inicio del viaje en resentimiento. Tal vez hacia sí mismo—. ¿Qué importa, verdad? Vamos a luchar contra un monstruo peor que esa cosa a la que ni siquiera pudimos vencer por nosotros mismos. Vamos a morir.
—Sí —dijo Makoto, posando la mano sobre el hombro de su compañero de plata. Estaba delgado, en los huesos—. ¿Qué importa? ¿Por qué íbamos a tener una última comida, o una ropa arreglada que no se nos desgarre en plena carga suicida? —Intuía que la razón por la que el santo de Cruz del Sur se había enojado de ver a Kazuma y Bianca durmiendo en el tercer nivel del barco era porque necesitaba un rincón donde trabajar. Había muchas telas ahí, además de las ropas que debieron abandonar los tripulantes que fueron tratados de heridas graves—. Sabemos eso, tú y yo, y aun así queremos comer y darle un buen puñetazo a Caronte de Plutón sin enseñar de paso nuestras posaderas al monte Olimpo. ¿Verdad?
Sonrió ante la idea y vio que el santo de Cruz del Sur correspondía el gesto. No se tenía noticia de ningún santo de Atenea que hubiese desgarrado sus pantalones en pleno ataque. Sin embargo, había una primera vez para todo.
—Tienes razón —dijo Grigori—. Si nos quedan fuerzas para preocuparnos de nuestro aseo y alimentación, es que todavía no está todo perdido.
—La esperanza nunca salió de la Caja de Pandora —se le ocurrió decir a Makoto.
Los dos se estrecharon la mano, decididos a luchar con valentía.
Luego, los dos bajaron. Como no tenía nada que hacer, Makoto ayudó a Grigori a ordenar los montones de ropa y tejido que había por ahí.
—Necesito este lugar para trabajar —decía Grigori—, pero si queréis quince minutos…
—¿Por qué todos os empeñáis de pronto en emparejarme con Aqua? —cuestionó Makoto—. Nos habéis puesto en la misma cama —añadió, bajando la voz.
—Habéis estado muy unidos desde que empezó el viaje —respondió Grigori, sin dejar de ordenar—. Las revisiones de Cethleann fueron aquí y la gente no paraba de hablar. Los temas principales eran recuerdos de Guerras Santas en el futuro y vuestro romance. Llama de Centauro Negro afirma que esa diosa se desvistió en tus narices sin pensárselo dos veces. Y todos recordamos cómo te curó al final de nuestro entrenamiento —añadió con una sonrisa demasiado pícara para alguien tan estirado. Makoto hubo de recordarse que no hablaba con un hombre de la tercera edad, sino con un guerrero de veintitantos.
—Tenemos confianza, cuando nos conocimos no tenía… ¡Eh, el entrenamiento, recuerdo eso! —exclamó Makoto, cambiando de tema—. Parece que fue hace una eternidad. —Un grupo de santos de plata y de bronce golpeándose entre sí con todo lo que tenían, a fin de probarse a sí mismos. De haber sabido lo que les deparaba el viaje, ninguno se habría planteado que necesitaban desentumecerse así. Ninguno, salvo quizás Lesath de Orión—. No me arrepiento —dijo de todos modos.
El santo de Cruz del Sur asintió. En esa batalla, todos aprendieron a entenderse. Todos crecieron. Y si las dificultades en el viaje les habían hecho crecer más y más, tanto mejor. Los dos compañeros prosiguieron la conversación un buen rato, incluso después de que la ropa estuviese ordenada y Grigori comenzase a remendar los uniformes de combate. Hablaron sobre los rumores que saltaban de boca en boca durante la revisión de Cethleann, de cómo el Sumo Sacerdote apareció muy serio a llevársela para que descansara, del centauro que caminaba por los sueños trayéndoles a ambos una paz que antaño habrían considerado natural, de la misteriosa razón por la que el barco pasó de navegar bajo el sol y el poder de los santos de oro a ser asaltado por horrores, ángeles y una entidad maléfica… Según Margaret de Lagarto, la mano de los Astra Planeta estaba detrás de ese giro de los acontecimientos, como lo estaba detrás de la derrota de Aquel que se desliza en la oscuridad. Era buena cosa, en opinión de ambos santos de plata, que ese grupo de poderosos guerreros estuviera enfrentado entre sí, incluso si dejaba la sensación de que el Argo Navis Negro y todos sus tripulantes eran una pequeña piedra en medio del duelo entre titanes. Las imágenes de un futuro probable y oscuro aparecieron durante la charla, así como la duda entre qué era real y qué no lo era.
—Como miembro de la división Fénix, se me ordenó recopilar para el comandante Sneyder toda la información sobre los exiliados —admitió Grigori—. Azrael jamás levantaría la mano contra Akasha de Virgo. Debe de ser un engaño.
—Tal vez lo sea —dijo Makoto, viendo con sorpresa que el santo de Cruz del Sur empezaba a arreglar un uniforme militar. ¿Qué llevaba puesto Bianca cuando la vieron? No lograba recordarlo—. Siento que lo sabremos cuando lleguemos al Jardín de las Hespérides, antes de la batalla decisiva, o durante la misma —afirmó, sorprendido de no sentir miedo respecto a ese combate. Tal vez, de verdad los santos de Atenea eran incapaces de ceder del todo a la desesperación, por ser herederos del mito de Pandora—. ¡Un momento! —exclamó, notando un detalle—. ¿Tú no estabas en la división Pegaso? Cuando nos reunimos todos, cuando Akasha, quiero decir la Suma Sacerdotisa…
—Al general Sneyder le pareció que una división dedicada a evitar un cisma en el Santuario debía tener un espía en el corazón del ejército —se explicó Grigori.
Ese encuentro, el más largo que Makoto de Mosca creyó haber tenido con el santo de Cruz del Sur, terminó con una pregunta difícil de responder:
—¿Hacemos lo correcto al matar a un astral? —dijo Grigori.
Otro habría respondido de inmediato. Makoto tendría que haberlo hecho.
—No lo sé —dijo el santo de Mosca—. Hemos visto la clase de mal que enfrentan. Sabemos lo que ese mal haría con la Tierra y todo el universo si está libre. —Asumiendo que las visiones fueran reales—. Pero incluso los garantes de la paz y la justicia han de pagar por sus propios crímenes, ¿no crees?
Tanto la guerra entre vivos y muertos, cuanto el caos que dominó a la Tierra los días en que estuvo inconsciente, estaban relacionados con él de algún modo. Era un peligro para los seres humanos, así como lo era Aquel que se desliza en la oscuridad.
Pero no era un peligro para el universo. En realidad, desde el punto de vista del Hades, el monstruo llamado Caronte era más bien todo un héroe. Por eso no estaba seguro.
—Será mejor que descanses —dijo Grigori.
—No quiero dormir —admitió Makoto, acuclillado, viéndole trabajar.
—El tiempo en este barco fluye más despacio, todavía queda tiempo para la cena —señaló Grigori, que ya había tocado el tema del hechizo de Noa de la Nobleza por encima—. Yo mismo dormiré cuando acabe, porque lo necesitamos. Ya sabes, para nuestra carga suicida —rio, ensanchando las arrugas del rostro. El santo de Mosca entendió que en gran medida, el cambio en la cara de su compañero se debía no tanto al tratamiento de Cethleann como el simple acto de cortarse el poco pelo que le quedaba.
—Creo que te haré caso —mintió Makoto, levantándose—. No quisiera que el Sumo Sacerdote viniese a tirarme de las orejas, ya no tengo quince años.
Hablar de eso le recordó a Geist. Fue un recuerdo agradable, no doloroso.
Antes de abandonar el tercer nivel, se encontró con Triela de Sagitario.
—¡Un fantasma! —gritó Makoto, sobresaltado.
—Puede que sí que tengas quince años todavía —rio Grigori.
Makoto había oteado todo el lugar mientras reunía la ropa y veía trabajar al santo de Cruz del Sur. Ni por casualidad había visto a Triela, quien incluso vistiendo el uniforme negro que la caracterizaba no podría pasar desapercibida con esa máscara dorada.
—¿Cómo? —Parpadeando, Makoto trató de entender los gestos que la Silente hacía—. ¿Quieres ayudar a Grigori con el resto de la ropa?
Le sonaba muy raro pensar en la Silente cosiendo uniformes de combate, pero en lo que Grigori aceptaba la ayuda y Triela caminaba hasta él, Makoto cayó en la cuenta de que eso aceleraría el momento en que el santo de la Cruz del Sur podría descansar. Al fin y al cabo, ni siquiera quienes habían despertado el Séptimo Sentido tenían un control tan perfecto de la velocidad de la luz como para ponerse a remendar uniformes sin destrozarlos. Dejó el tercer nivel sin despedirse de nuevo, viendo de reojo que aquellos dos trabajaban con una concentración mayor que cuando él estaba mirando.
Después, contrariando su promesa, erró por los pasillos sin puertas. No sabía qué otra cosa más hacer. No quería dormir solo, y a diferencia de algunos tripulantes, no sentía que descansar abrazado a alguien le ayudase a calmar el espíritu.
Ya estaba sintiéndose todo un vigilante, como en los viejos tiempos, cuando oyó los gritos de una muchacha. Makoto corrió en pos de ella, a la velocidad de la luz.
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Notas del autor:
Shadir. Sí que lo fue, creo que si hubiese contado ese sueño a detalle habría salido una historia todavía más larga que la que estamos viendo. Quedo conforme con lo que quedó, en todo caso, es de las cosas que más me gustó escribir en este arco. ¡Lo curioso es que llegué a plantearme omitirla, pensando si no sería demasiado enrevesado!
Son argonautas, problema es el segundo nombre de todos ellos.
