Capítulo 239. La ciudad de los ángeles

El santo de Géminis despertó en un lugar desconocido, sobre una cama con dosel de mantas púrpuras y cortinas violetas. El color de los dioses. Nada más podía distinguir, pues el cuerpo, tratado, vendado y vestido con un uniforme blanco con detalles dorados en alusión a Cástor y Pólux, se sentía adormecido. Los embotados sentidos apenas distinguían una aparatosa sombra en el exterior, así como las voces de dos doncellas y el sonido característico de la porcelana al ponerse sobre una mesa de noche. Un aroma exquisito, embriagador, se infiltró en la cárcel de seda que lo rodeaba, durmiéndolo.

Tuvo un sueño terrible. Los argonautas llegaban al Jardín de las Hespérides, con Gestahl Noah, Ícaro, los santos de oro y Tetis como vanguardia. Los ángeles, aliados inesperados, formaban la retaguardia. Caronte de Plutón los esperaba a todos, dando la espalda a los cuerpos crucificados de Arthur de Libra, Shaula de Escorpio, Mithos de Escudo, Subaru de Reloj y Emil de Flecha. La inevitable lucha ocurría, estremeciendo aquel paraíso inmaculado desde las alturas hasta los cimientos. El resultado también era inevitable. Cadáveres tendidos a lo largo de un suelo extraño, a medio camino entre el estado líquido y el sólido, que reflejaba la luz de forma singular. Todos estaban muertos. Makoto de Mosca, quien había llegado más lejos de lo que nadie habría esperado. Aqua de Cefeo, diosa autoproclamada. La audaz Bianca, el hosco Lesath, el veterano Zaon, la sin par Marin… Cristal de Bluegrad era un amasijo de carne y huesos bajo los pies del victorioso regente de Plutón, que miraba al cielo.

Que lo miraba a él, sonriendo.

—¿No ibas a arrojarme a las tinieblas del Tártaro?

Por segunda vez, despertó en aquel lugar desconocido, aquel mundo desconocido. Incluso si solo hacía doce horas que había abandonado su planeta en pos de una misión suicida, sabía lo bastante del tiempo y el espacio como para entender que ya no estaba en él. Una sombra se adivinó más allá del dosel, distinta a las anteriores.

—Tranquilo, heredero de Cástor y Pólux, estás entre amigos.

El dosel se abrió como por arte de magia, sin que ninguna mano hiciera correr las cortinas. Ante Kanon apareció una alcoba digna de príncipes, con altas y recias columnas sosteniendo los bordes de un techo abovedado en que quedaba representada, de forma exquisita, la lucha entre dioses y titanes. Zeus y Crono en el centro. Hiperión y Hades, Océano y Poseidón, Ceo y Hera, Críos y Hestia, Japeto y Deméter, por cada dios en lado derecho había un titán en el izquierdo, unos alistándose para luchar con sus propios cuerpos y otros asiendo armas divinas forjadas por la Madre Tierra. En comparación, el resto de la estancia parecía algo simple, a pesar de la alfombra verdosa que recordaba a la hierba y de los numerosos muebles y cuadros que decoraban el suelo y las paredes. El hombre que le había saludado estaba frente a una estantería llena de libros con los títulos bien reflejados en el lomo, en griego antiguo. Acababa de sacar uno que rezaba: «La era de los dioses. Libro II. Uranomaquia.» Incluso el antiguo Sumo Sacerdote desconocía a qué mito podía referir. ¿La guerra entre Crono y Urano?

—La Titanomaquia fue la primera guerra entre dioses —explicó el anciano, dejando el libro en su sitio—. Llamar Uranomaquia a la defensa que hizo Urano de la visión de Gea para la Creación frente al resto de Primigenios es, digamos, una licencia artística que como narrador de los hechos me he permitido. —Al voltear, la prenda que llevaba, de un azul oscuro decorado por toda suerte de figuras celestes en colores oro, plata y bronce, pareció cobrar vida por un momento—. Bienvenido, heredero de Cástor y Pólux. Mi nombre es Palas, consorte de Estigia. Padre de la Fuerza, la Violencia, el Fervor y la Victoria. Señor de Palas Belda, la ciudad de los ángeles.

Kanon sabía la importancia de aquel anciano mucho antes de que empezara a explicarle quién era. Para empezar, pudo verlo mientras él mismo se levantaba, a la vez que buscaba sin éxito el manto de Géminis. Era alto, lo bastante como para tratar a Lucile de Leo como una niña pequeña. También lo adivinaba fornido bajo la túnica de erudito; las manos, que junto al cuello y el rostro eran toda la piel que dejaba ver, se mostraban gruesas y firmes como las de un guerrero nato. Tenía un cabello tan blanco que parecía luz solidificada, bajándole de las sienes y dejando una cabeza calva. Sobre la nariz, ganchuda, y bajo unas cejas espesas, destellaban unos ojos que a buen seguro atesoraban la sabiduría de tiempos pretéritos. Todo eso hablaba de que estaba ante alguien notable, por encima de los hombres mortales, mientras que el nombre solo causó confusión en Kanon. Palas era un nombre atribuido a la compañera de juegos de Atenea, a uno de los bárbaros gigantes y a un titán al que la diosa de la guerra despellejó para forrar la Égida. Ninguna de esas historias casaba con el anciano.

—¿Qué eres? —preguntó Kanon.

—Un soldado de los cielos —explicó Palas, sin en realidad responder la pregunta. No le dio tiempo al santo de Géminis de insistir—. No soy un dios, aunque fui venerado como tal por los humanos. Estoy seguro de que tu encuentro con los veladores de Aquel que se desliza en la oscuridad te ha familiarizado con la noción de que por cada planeta, estrella y galaxia hay, o hubo al menos, un espíritu asociado. Yo y mis innumerables hermanos cumplíamos un rol parecido en los tiempos de Crono. Somos la Raza de Oro.

—Como Sariel —aventuró Kanon. No había rastro del manto de Géminis en la estancia y las ventanas, amplias y rectangulares, estaban cerradas a cal y canto. Emitían una luz prístina y cálida sin revelar nada de lo que estuviera en el exterior.

—Estoy enterado de vuestra batalla —dijo Palas, sin mostrar el más mínimo ápice de rencor, lo que podía, o no, ser una buena señal—. Sé de la fuerza que los santos de Atenea habéis adquirido, una vez más. También sé de quienes por saberos poseedores de ese poder, os consideran un peligro para la integridad del orden universal de Zeus.

—Astra Planeta.

—Ajá.

Nació un silencio incómodo. Palas no le estaba impidiendo irse. Tampoco estaba en posición de guardia, por lo que a Kanon le resultaría muy sencillo salir de la estancia, ya fuera a través de la puerta, ya rompiendo las ventanas. Ni siquiera el cristal del mismo Olimpo podría resistir un buen golpe acelerado más allá de la velocidad de la luz. Tenía opciones de sobra, sin embargo, estas dependían de que un desconocido no fuera el enemigo. Si lo fuese, bien, estaría ante alguien del rango del Sariel sin poseer sus recursos. A la vez, Palas era consciente de que su huésped buscaba una salida, o un arma, o algo, pero se hacía el loco por alguna razón. Esperaba que esta fuera la consabida hospitalidad que debían demostrar todos los fieles a Zeus.

Alguno de los dos tendría que ceder en algún momento. Decidió ser él.

—¿Dónde estoy?

—Palas Belda —dijo Palas—. Disculpa que no te diga dónde está ubicada. Aun entre los Astra Planeta son pocos los que saben cómo llegar a aquí.

—¿Quién me llevó?

Tras aprobar con un gesto de asentimiento la buena elección de preguntas, Palas miró hacia un mueble colocado muy cerca de la cama. Kanon habría podido tomar el contenido de sus platos estando sentado, si hubiese quedado algo.

—Los Grandes Espíritus Etro de lo Primitivo, Paals de lo Natural y Lindzei de lo Civilizado. Cada uno rige, además de las galaxias que guardan, una de las lunas de la Cuna y vieron lo que tú y Titán hicisteis con el planeta. Te trajeron asumiendo que el Gran Espíritu Bhunivelze querría arrojarte a un océano de fuego, habida cuenta de que destruisteis su experimento para re-poblar el universo con formas de vida menos problemáticas que la humanidad. Adoran verlo cabreado, pienso yo, y como suelo decírselo a menudo, esta vez no les dio el gusto. Se contentó con robarte la comida.

—¿Destruyo un planeta y me castigan sin comer pan y lentejas?

Eso había en los platos, como podía intuir por las migas y restos que quedaron. También olía a miel y quedaba una aceituna a medio masticar en una esquina. Comida suficiente para un hombre, pero que no explicaba el dulce aroma de antes.

—Néctar —dijo Palas, mirando la taza, raspada hasta el fondo—. Y lo que sin duda piensas que es miel, en realidad era ambrosía.

—Vaya —comentó Kanon, sonriendo—. Parece que el Gran Espíritu Bhunivelze es…

—Un mocoso.

—¿Está bien que digas eso de tu hermano?

Estaba seguro de que había alguna clase de diferencia entre Gran Espíritu y Espíritu Divino, pero acababa de despertar de una dura batalla y la jerarquía del ejército olímpico no era su prioridad ahora mismo. Tenía que saber cómo salir de allí.

—Soy el líder de Palas Belda, tengo ciertos privilegios.

—¿Cómo un tirano?

—Tenemos votaciones —explicó Palas—. En asamblea. Mientras dormías, decidimos qué hacer contigo, cómo reforzar los sellos a través del universo, quiénes podían permitirse acompañar a la dama Dafne hasta los Jardines de Azathoth y qué color debía tener el Palacio Celestial durante los próximos cinco mil años.

—¿La dama Dafne es alguien importante? —preguntó Kanon, sorteando el chiste.

—La regente de la Tierra y líder natural de la Segunda Orden. Está al tanto de vuestra travesía y propósito. A estas alturas ya debe haber informado a los tuyos de que vives, si es que no ha tomado la decisión de matarlos a todos.

—Muy amable, para ser astral.

Palas se acarició el mentón, pensativo. Debía sorprenderle que no hubiese estallado en cólera. Al propio Kanon le sorprendía, porque en la batalla con Sariel las emociones lo habían dominado como cuando era un jovenzuelo soñador. Un buen cambio.

—¿Y bien? ¿Para cuándo la tercera pregunta?

—He hecho muchas preguntas.

Había tres respuestas fundamentales para un cautivo. Quién era su captor, dónde estaba y cómo iba a salir de ahí. ¿Se suponía que tenía que preguntarle eso último también?

No hizo falta. Palas lo leyó en sus ojos.

—Siendo paciente. No podemos soltarte hasta tener respuestas de la dama Dafne.

—¿Y luego?

—Oh, ya sabes —dijo Palas—. Si ella dejó vivos a los demás, a pesar de lo que pretenden, te dejaremos marchar. Si los mató, a pesar de que eres tú el verdadero peligro, te mataremos. Después de tu última cena.

—Muy amable, para ser un ángel —observó Kanon, sorprendiendo una vez más al anciano. Dando por terminada la conversación, dio la vuelta.

—¿Qué clase de ángeles has visto?

—De los que querían matarnos a todos. ¿Hay de otro tipo?

El sonido de la puerta al cerrarse fue la primera prueba de que se había ido. La segunda, más útil, fue que dejó de sentir el cosmos que emanaba, superior a los santos de oro.

«Es el padre de Cratos —reflexionó Kanon—. Supongo que no todos los hijos de los titanes eran dioses, como tampoco lo son todos los hijos de los olímpicos. —Aun en los mitos esto podía llegar a ser arbitrario. Heracles y Dioniso ascendieron a la divinidad, mientras que héroes como Perseo, Aquiles y Eneas murieron como hombres mortales. En cualquier caso, aun sin ser dioses, los Espíritus Divinos poseían un poder tal que solo podría rivalizar con ellos despertando el manto celestial.»

Se había recuperado por completo de la batalla con Sariel, eso podía significar que los efectos de los mandamientos se perdían con la muerte del invocador. También podía ser que no; aun así, siempre era mejor luchar protegido. Necesitaba buscar a Géminis.

Ahora que no lo vigilaba nadie, pudo analizar mejor el entorno. No estaba en el cabo Sunion, la marea no subía para matarlo una y otra vez, pero seguía siendo una cárcel y la muerte seguía rondando más allá de los barrotes, en esta ocasión manifestados como una puerta de fina madera e imponentes ventanas. Golpeó estas últimas, a la velocidad de la luz, sin lograr el menor efecto. Ni siquiera sintió que el puño hubiese alcanzado el cristal, como si en lugar de eso hubiese tratado de destruir el aire. No le sorprendió: era más fácil defender un lugar con magia que buscar un material que un santo de oro como él no pudiera romper, sobre todo considerando que se trataba de los aposentos de alguien. Una mujer, tal vez, considerando la forma de la cama y algunos detalles más.

«Una mujer obsesionada con las batallas —decidió Kanon.»

En la estantería en que se detuvo Palas, contó cincuenta tomos sobre una suerte de compendio de guerras divinas. Cubría todas las edades, desde la era de los dioses hasta la Edad del Hierro. Los últimos veinte versaban sobre la Tierra. El diluvio universal, la primera guerra atlante, el éxodo, la creación de los mantos sagrados… Kanon podría sumergirse en esos libros durante horas y tal vez descubrir algo importante sobre los Astra Planeta. Tomó uno de ellos que le llamó la atención. «Juicios en la Edad de Bronce.» La portada representaba a tres hombres en la misma postura que servía a la ejecución de la Exclamación de Atenea. En el centro estaba Sariel.

«Esto es lo que él quiere —decidió Kanon, volviendo a colocar el libro—. Si vino a verme, no hay modo de que haya pretendido leer algo. Todo estaba calculado.»

Antes pudo haber pensado que Palas le había leído la mente cuando explicó qué era la Uranomaquia, ahora podía pensar que fue un teatro bastante efectivo. Tomaba un libro, esperaba a que lo mirase y daba una explicación prevista, de la que se originaba una conversación deseada. Poder y sabiduría se reunían en su captor, lo que en opinión de Kanon solo podía balancearse siendo el cautivo también fuerte y astuto. Ya antes se las había apañado para escapar del castigo divino, cuando lo merecía. ¿Por qué no podría cuando no era el caso? Si los Astra Planeta velaban de verdad por el bien del universo, tendrían que entender que Caronte de Plutón no lo hacía. Podía entender hasta cierto punto la guerra entre vivos y muertos, aunque como santo de Atenea y ser vivo tuviera claro que Hades había obtenido su merecido como cualquier otro invasor, pero los Días de Locura, con aquellos horrores y demonios andando por la Tierra, con los hombres envilecidos y andando hacia la Tercera Guerra Mundial, una Guerra Final, eso no tenía excusa. No había ningún propósito, solo pura maldad, y Caronte estaba implicado.

Mientras buscaba alguna pista en la espaciosa estancia, tan vasta como un salón de baile, Kanon sonrió. Su viejo yo se habría reído de él, por cuestionarse la corrección de sus actos. En cierto modo eran iguales, ya que él amaba porque era amado. Desde el momento en que comprendió que Atenea se había apiadado de él, sin importarle la maldad de su corazón, empezó a cambiar. Cada vez que tenía dudas al respecto, se remontaba a ese recuerdo y aprendía a seguir adelante, con un cosmos de justicia. Para los guerreros sagrados, la razón por la que luchaban lo cambiaba todo. La Batalla de las Doce Casas, donde cinco santos de bronce que recién despertaban el Séptimo Sentido lograron lo que ningún otro ejército en miles de años de Guerras Santas, era la prueba más clara. Las dudas de hombres como su hermano y Shaka de Virgo, lo endeble del ideal que los santos de Cáncer, Capricornio y Piscis seguían. Todo jugaba en contra.

Kanon de Géminis no enfrentaba a cinco novatos, estaba en la ciudad de los ángeles, donde abundaban guerreros celestiales como Sariel, Cichol, Cethleann, Chevalier y Aubin. Más le valía no tener dudas antes de dar un paso decisivo.

«Pensándolo bien, es mejor esto que pelear con cinco novatos —reflexionó Kanon.»

Pegaso, Dragón, Cisne, Andrómeda y Fénix. No era descabellado pensar en ellos como los guerreros más poderosos de Atenea. Quizá los más fuertes en la historia del Santuario. Si pudieran contar con ellos para la lucha contra los Astra Planeta, tal vez tendrían alguna oportunidad. Sin embargo, uno había muerto en combate singular y por el momento no tenían forma de contactar con los otros cuatro. En consecuencia, las mejores opciones que tenían por ahora eran su pupilo, Arthur de Libra, y él mismo, si la maldición que Sariel liberó sobre el manto de Géminis había desaparecido. Si la sangre de Atenea seguía presente en el tercer manto zodiacal.

—Al final, vuelvo al punto de partida —dijo Kanon—. Necesito mi manto sagrado. —Las leyendas contaban que hubo un tiempo en que los santos de Atenea lucharon desprotegidos. La diosa Atenea, compadecida por las numerosas muertes que sufrían bajo las armas de los ejércitos de Poseidón, ordenó la construcción de vestiduras acordes a los bravos guerreros que luchaban desarmados. Él no podía permitirse morir—. Si no hay una salida, tendré que crearla yo.

Despertó el Séptimo Sentido, llenando la habitación de un tono dorado. Acto seguido, ejecutó la Otra Dimensión, formando un portal que daba al espacio entre espacios. Allí, más allá del habitual escenario con cuerpos celestes, sintió que algo lo llamaba.

«Géminis —entendió Kanon—. ¿No pueden ser más obvios con sus trampas?»

Se abrió a la Octava Consciencia y entró en el portal, decidido a recuperar el manto de oro lo más rápido posible, para no caer en lo que fuera que tuviesen preparado para él.

Sin embargo, en cuanto puso un pie en la Otra Dimensión, todo cambió.

Ya no veía mundos, ni las líneas entrelazadas que acaso la mente humana ideaba a fin de delimitar un espacio infinito. Estaba, de hecho, en un espacio bastante limitado. Un pasillo entre dos paredes sin adornos, con nada más que oscuridad en una y otra dirección. Más allá de las tinieblas, Géminis pulsaba, llamándolo. Kanon se puso en marcha, corriendo a toda velocidad. Pronto empezaron las bifurcaciones, primero cuatro, luego dieciséis, después doscientos cincuentaiséis. No tenía importancia; tan rápido como era, le bastaba marcar los caminos que iba tomando con un golpe de puño. Si estos daban a un callejón sin salida, al volver, desgarraba la marca. Por suerte las paredes de aquel laberinto no eran indestructibles, no estaban protegidas.

Pronto encontró una salida que daba a un campo de rosas en flor. Tardó una fracción de segundo en recorrerlo de extremo a extremo, descubriendo que el cielo azul que lo recubría era en realidad un domo de cristal, y el sol, un artilugio que daba luz y calor.

Géminis latía en ese artilugio. Viajó hasta el centro del lugar, donde divisó a un joven que entrenaba con un arma de hoja doble bajo la mirada de su mentora.

—Es impresionante —decía el muchacho, vestido con chaqueta, pantalones y zapatos de un pulcro blanco que quedaba bien con el corto cabello, de un rubio muy pálido. Si bien tendría poco más de trece años de edad, mostraba una destacada habilidad al manejar el extraño arma que portaba, semejante a dos guadañas que se hubieran unido, una con la hoja apuntando a un lado y la otra a la inversa—. Hice bien en mandar a Lindzei a la Tierra para recuperar a Zahras. Es perfecta. ¿No lo crees?

Audaz, el chico se la arrojó a la mujer que lo entrenaba como si fuera un búmeran. Esta, un ángel cubierto por una gloria más eficiente que vistosa, se limitó a esquivarla.

—Los arcanos mayores están reservados a la Primera Orden —dijo a la vez que su discípulo tomaba el arma de regreso. Frente a la sonrisa radiante del joven, la mujer exhibía una expresión siempre severa, si bien tenía unos ojos más expresivos que los del muchacho, rasgados y neutros—. Yo soy el Gran Espíritu de Chrystallis, de la Segunda Orden —explicaba con tranquilidad, evitando los veloces tajos con los que el audaz discípulo buscaba romper la guardia de su maestro—. Conoces las reglas, Nova.

Tras un centenar de fracasos, el muchacho observó el arma con el ceño fruncido. Pareció a punto de entrar en un ataque de cólera, hasta que al fin se limitó a reír.

—Cuando hablas así, pareces mi madre.

—Es que me creaste así. A imagen y semejanza de tu madre, Mwynn.

—Muy cierto —aceptó Nova—. Se supone que son los padres los que dan regalos a los hijos y no al revés, así que… ¿qué tal si me regalas una sonrisa, Etro? Por el buen trabajo realizado. —No estaba terminando de hablar cuando probó un corte vertical que habría partido en dos al ángel si esta no hubiese retrocedido un paso antes.

—Tal vez lo haga —dijo Etro a la vez que el cabello, rosado, terminaba de descender sobre la hombrera derecha—, cuando de verdad hagas un buen trabajo.

Resultaba una imagen entrañable. Maestra y discípulo, madre e hijo. Dejaba la impresión de que los ángeles y los humanos eran bastante similares entre sí. Además, en esa conversación en exceso casual se habían dicho palabras de suma importancia. Pero Kanon, lejos de poder reflexionar sobre esto, tomó en cuenta un detalle. No solo el par de guerreros celestiales era incapaz de verlo, aun estando a solo una loma de distancia, sino que hablaban delante de él. Eso no tendría que haber sido posible: seguía despierto a la Octava Consciencia y a punto de retirarse de ese particular jardín.

«Es como si el eje del tiempo fuera distinto en este mundo —decidió Kanon—. Este lugar, Palas Belda, es demasiado extraño. Tengo que escapar.»

Tomando impulso, saltó hacia el sol, ejecutando la Otra Dimensión. Así volvió al laberinto, sin que Nova y Etro lo persiguieran. Ninguno pareció haberlo visto, como si hubiese estado viéndolos desde un universo paralelo. Sin embargo, supo enseguida que no estaba solo, había algo que lo estaba esperando. Un cosmos notable y terrible.

Ya empezaba a notar el cansancio de quiénes recurrían por mucho tiempo a la Octava Consciencia, quizá debido a la experiencia en el campo de rosas. Aun así, no podía renunciar a esa ventaja. Solo excediendo la velocidad de la luz pudo retroceder todo lo recorrido hasta la primera bifurcación y escoger una senda alternativa en cuestión de fracciones de segundo, todo sin que la cosa que lo perseguía pudiera alcanzarlo, si bien sí que sintió que su cosmos oscuro lo envolvía por completo, negando todos los colores del mundo. Como era la realidad y no sus sentidos lo que había cambiado, tuvo que avanzar guiándose por el ruido que emitían las paredes. Un tictac incesante, como de mil relojes funcionando a la vez. Aún marcaba los muros, siendo el tacto el otro sentido indispensable para no perderse, por eso quizá notó con mayor intensidad el tirón que sentía en todo el cuerpo, como si quisieran llevarse algo de él. Su tiempo, quizás. Llegó hasta el final de la senda antes de encontrar una respuesta.

Cayó a un desierto tan vasto como la llanura, solo que allí la fuente de luz era una columna de arena brillante manando de una grieta en el cielo. Otro domo. Viajó hasta ella a toda velocidad, a pesar de lo cual fue detenido a medio camino.

—Alastor de la Retribución —dijo el ángel que lo había estado persiguiendo en el laberinto, antes de golpearlo como un borrón carmesí.

Kanon habría sido partido en dos sin esa presentación. Para cuando las garras en que acababan los guanteletes de la gloria, marcada por líneas carmesí que recordaban a venas humanas, se cernía sobre su pecho, el santo de Géminis ya estaba terminando de ejecutar la Explosión de Galaxias. La arena bajo los pies de los dos guerreros fue consumida por la destructiva técnica, que tan solo pudo detener el golpe mortal por un instante. Kanon aprovechó la abertura, evadiendo por una vez la lucha y corriendo hacia su objetivo. De nuevo a ciegas, de nuevo con aquel constante tictac; Alastor había robado los colores de ese mundo también y lo estaba persiguiendo.

Por dos veces pudo esquivar las garras de Alastor, si bien en la segunda notó que la piel se le abría en cinco heridas a lo largo del costado. En ese estado llegó hasta la columna guiándose solo por lo que recordaba y el tictac. Con la sangre manándole en abundancia, estaba a un solo momento de ser aplastado por billones de toneladas de arena. Gracias a Atenea, estas solo caían a la velocidad que dictaminaba la gravedad, mientras que él, excediendo la velocidad de la luz, pudo atravesar toda la anchura de la columna y salir por el otro extremo arrastrando la Caja de Pandora. ¡Había encontrado a Géminis! Era el momento de luchar. En un movimiento algo arriesgado, giró en pleno aire y usó la caja a modo de escudo: las garras del enemigo la partieron en mil pedazos justo después de que el dorado manto saliera de ella, envistiendo al santo de Géminis.

—Definitivamente solo hay una clase de ángeles —murmuró Kanon, a la vez que ejecutaba, una vez más, la Explosión de Galaxias a quemarropa.

De algún modo fue él quien fue mandado a volar, cruzando miles de kilómetros de desierto hasta chocar contra el domo a velocidad súper lumínica. Lo inevitable ocurrió: atravesó el cristal que hacía las veces de cielo y acabó en un espacio extraño, atestado de relojes de todas las formas y tamaños haciendo las veces de cuerpos celestes. El que había abandonado era uno de los arena. ¿Podían los demás contener desiertos con la extensión de un continente? Incluso si ese era el caso, no podía permitirse ocultarse en ellos. Sentía que Alastor lo miraba sin moverse de la zona en que lucharon. Podría encontrarlo en cualquier lugar de ese sitio, lo que fuera que fuese. En silencio, arrojó una oración, no hacia los dioses, ni siquiera Atenea, sino a sus benefactores, Cástor y Pólux; Géminis vibro, rebosante de poder, un poder insuficiente para la lucha. No había sangre divina, no habría manto celestial. Por tanto, no tenía ninguna oportunidad.

Ejecutó la Otra Dimensión.

Por tercera vez volvió al laberinto, solo que en esta ocasión no solo los colores habían dejado de existir. Las paredes y el suelo se estaban consumiendo, dando paso a un vacío insondable para sus sentidos. Nada podía sentirse allá donde imperaba el vacío, nada salvo el cosmos, siempre presente, de Alastor de la Retribución. Kanon desanduvo el camino recorrido, saltando abismos imposibles y corriendo a través de las paredes y techo si no había otra opción. La gravedad no era un problema cuando te movías a una velocidad que insultaba todas las leyes de la física. De ese modo llegó a la bifurcación original solo para descubrir que de las dos sendas que le faltaban por recorrer quedaba solo una intacta. Solo una, o volver al punto de partida; Kanon decidió arriesgarse. Siempre con la presencia de Alastor detrás, hubo de tomar decisiones arriesgadas, olvidarse de desandar el camino. La oscuridad no le mandaba imágenes, ni sensaciones, de modo que su sentido del oído empezó a formar uno que nacía al evocar las líneas en la gloria de Alastor. Los latidos de un corazón humano. Apenas entendió que era el suyo cuando llegó al fin del mundo, a un precipicio que daba a la nada más absoluta. Incluso una existencia sin color era existencia y contrastaba con cuanto lo esperaba si daba un solo paso hacia adelante. Para desafiar esa ausencia antinatural, Kanon liberó su cosmos, fuerte y resplandeciente, alcanzando los límites que a un ser humano le estaban permitidos. De haber poseído aún la bendición del icor, sagrado tesoro robado por un líder terrible, habría formado el manto celestial.

Nada ocurrió. Por tanto, nada hizo él al respecto. Ni gruñidos, ni gritos, ni maldiciones. Cerró los puños y los ojos, encomendándose a Atenea, y dio la vuelta, donde un ser oscuro con venas del único color del mundo latiendo en la gloria.

Dio un paso al frente. Sin ver nada, sin escuchar nada, sin sentir nada. El mundo no existía, solo el enemigo que le esperaba, con los brazos de bestia extendidos.

Tenía seis alas y el cabello dorado. Su cabello.

Se arrojó hacia él como un bólido destructor.

xxx

Al abrir los ojos, tuvo el vago recuerdo de haber combatido en medio del vacío contra un poderoso enemigo. Siempre más fuerte que él, siempre cerca y siempre indestructible. Entre destellos, pudo imaginar las explosiones, el sonido de los soles al morir y el desgarro de lo que llamaba nada, con portales abriéndose hacia una ausencia aún más estremecedora de un lugar sin espacio, tiempo y materia. Todas esas sensaciones, poderosas en la mente de Kanon de Géminis, cedieron paso a otras más mundanas. La imagen de un coliseo, vasto, por supuesto, con muros y gradas formadas por impresionantes cordilleras montañosas. El olor de la sangre y sudor de ejércitos de hombres que alguna vez lucharon en cuanto contenían esas montañas: una arena de combate que reunía llanos, bosques y ríos a lo largo de cien kilómetros de longitud. El sonido de un aplauso descomunal, de un coloso de pie frente a las gradas, con sus seiscientos metros de altura. La sensación de saberse manipulado y el sabor de la humillación en unos labios resecos. Conforme lo onírico se deshacía, el mundo consciente lo sustituía, introduciéndose en el cerebro de Kanon como el dulce agua de un oasis, una mezcla de las dos fuentes que precedían al Elíseo, Leteo y Mnemosine.

Todavía despierto a la Octava Consciencia, hizo oídos sordos al agotado temblor de los músculos y lo recorrió por completo. De verdad estaba en una réplica aumentada y distorsionada del Coliseo de Roma. No había nada más allá de las montañas, al menos, nada que pudiera ver con los sentidos convencionales y extraordinarios, así que terminado el examen de la zona volvió al punto de partida y avanzó a paso ligero hacia el coloso. Este era, sin duda alguna, un ángel de la Segunda Orden, con los dos pares de alas replegados, aunque visibles, y líneas en relieve por todo el cuerpo que aludían, si no a todas las criaturas de la tierra, el mar y el aire, sí a la mayoría, con un color extraño que recordaba al cristal puro. Otra diferencia con Cichol y Cethleann era que el rostro estaba bien cubierto, dejando solo traslucir unos ojos enormes, con maracas de tigre, león y dragón formando una suerte de visor alrededor de estos. Era una criatura formidable, con un cosmos aterrador, pero nada más que un soldado, al final.

Mucho antes de llegar a destino, ya atisbó las figuras de un hombre y una mujer a la altura del pecho del coloso. Eran el joven pupilo y la maestra. Él vistiendo dignos ropajes, ella con una gloria que no revelaba las alas y aun así exhibía el mismo color cristalino, solo que oscuro. El del coloso estaba en un punto intermedio entre claro y oscuro. Una vez Kanon llegó a la altura de las botas del colosal guerrero, aquellos dos se dignaron a bajar con gracia y solemnidad, lo que era lo mismo que lento. Tuvo que contener las ganas de ejecutar la Otra Dimensión para acelerar el proceso.

—Espacio —empezó a decir el joven, Nova, antes de tocar el suelo—. Tiempo. Nada. Infinito. Los cuatro fragmentos de la Eternidad, el arcano mayor original, la primera de las armas sagradas. ¿Qué te ha parecido experimentar su poder, humano?

La mujer, tras la espalda de su pupilo, lo miró de una forma intensa, como leyéndole la mente. Kanon pensó enseguida en los sitios que había visitado. Un laberinto infinito, un jardín con varias capas dimensionales y un espacio donde los relojes lo eran todo. Luego estaba la nada, pero, ¿esa parte era real? ¿Alguna parte era real, para empezar?

—¿Existe un ángel de la Retribución llamado Alastor? —preguntó Kanon.

—Puede ser —dijo Etro—, puede ser que no.

—Has matado a Titán —observó Nova, llevándose las manos tras la espalda—, no necesitábamos a comprobar que eres fuerte.

Kanon sonrió. Por supuesto, todo había sido una prueba.

—¿Qué necesitabais comprobar, pues?

—Que eres un santo de Atenea —dijo Nova, como si fuera lo más obvio del mundo. A los pocos segundos, tras intercambiar una mirada con Etro, tal vez con una respectiva conversación telepática, añadió—: Que cuando todo esté perdido, escogerás esperanza antes que desesperación. Que lucharás incluso contra aquello que es superior a ti hasta la muerte. Eso es lo que distingue a los santos de Atenea de los ejércitos de guerreros sagrados. Ni siquiera los ángeles poseemos esa cualidad, el Pecado Original.

A pesar del encuentro con Sariel, Kanon no pensaba confundirse. Era un hombre mortal en un universo regido por los dioses que adoraban los griegos, más o menos. Por tanto, el Pecado Original no tenía tanto que ver con manzanas como con cierta caja.

—Sea lo que sea lo que tengáis en mente tú y el viejo, mi respuesta es no. Debo mi lealtad en una entre los inmortales, no obedeceré a los siervos de otros inmortales.

—¿Qué? —dijo Nova, ladeando la cabeza. Kanon estaba a punto de dar la vuelta y se interrumpió, intrigado por la confusión del guerrero celestial—. Ah, claro, te refieres al señor Palas. Crecí en Palas Belda antes de ser destinado al súper cúmulo Nova Fabula Crystallis, en los confines del universo, no estoy acostumbrado a que traten con tanta irreverencia al Señor de la Ciudad. El viejo —comentó, paladeando esa expresión—, no tiene nada que ver. Él respeta las leyes de la hospitalidad de Zeus como pocos ángeles y aun menos dioses, no habría consentido estas pruebas si le hubiese pedido permiso, o si hubiese intentado por mi propia cuenta imponértelas.

En lugar de responder con indignación, Kanon reflexionó sobre los pasos que había dado. Salvo las palabras amenazantes de Palas, todo lo demás había ocurrido porque él salió de la habitación a la fuerza. Él se había zambullido en las pruebas, una a una.

—¿Era una ilusión? —se preguntó Kanon.

—Tu mente es fuerte, no iba a arriesgarme a que Lindzei cometiera un error que tú, o peor, el viejo, pudieran ver. —Por la forma en que Etro meneó la cabeza, no parecía que la decisión la hubiese tomado Nova—. Nadie alteró tus sentidos.

—¿Entonces? —preguntó Kanon, intuyendo la respuesta.

El joven sonrió, satisfecho de sí mismo.

—Todo lo que se decía en ese cuarto, llegó a tus sentidos ya transformado, para animarte a desafiarnos. Permíteme, ni siquiera me he presentado. En los confines del universo se me conoce como el Gran Espíritu Bhunivelze, monitor de Nova Fabula Crystallis. Mi verdadero nombre, empero, es Nova Astreo, hijo de Apolo y Mwynn. Forjador de Mundos. Todo lo que existe en el universo material, yo puedo transformarlo en lo que yo quiera. Este lugar, el Palacio de Palas, es mi primera obra, creada con la energía residual de la descomposición de la Eternidad. Confío en que sea muestra suficiente del alcance de mi poder y de la oportunidad de aliarte conmigo.

Conforme hablaba, el joven manifestó tres pares de alas. No estaban recubiertas del metal de una gloria, sino que brillaban de forma natural, como luz divina y etérea. Con solo verlo, el santo de Géminis tuvo que creer en sus palabras. De verdad tenía el poder de deformar el mundo a capricho, borrando los colores, cambiando los sonidos, reduciendo a nada las cosas… ¿Por qué alguien así lo necesitaría a él?

—Mi nombre es Kanon de Géminis, santo de oro del Santuario de Atenea —correspondió al saludo, no obstante, sin llegar a tenderle la mano.

Por un momento, hubo silencio. Luego el silencio tomó forma en la palma del ángel.

Un vial de sangre que Kanon recordaba muy bien.

—La sangre de Saori Kido, replicada.

—¿Puedes crear sangre divina?

El joven meneó la cabeza.

—Es la sangre de una diosa encarnada en un ser humano. Un catalizador para la bendición divina. Si Atenea sigue creyéndote digno, en esta sangre tendrás un nuevo bautismo, Kanon de Géminis. Podrás manifestar el poder completo de Cástor y Pólux.

—¿Qué es lo que buscas con todo esto? No pienso ayudarte.

—Nos ayudaremos de forma mutua.

—Te expresas igual que un hombre que conozco. Un mal hombre.

Uno en quien no se podía confiar, y a pesar de ello, al que Kanon tenía que seguir.

—Mi objetivo es el mismo que el tuyo —aclaró Nova—. Matar a Caronte de Plutón. —La expresión del santo de Géminis, de total sorpresa, lo animó a proseguir con mayor vehemencia y entusiasmo—. Poseo los conocimientos necesarios para hacerlo, siempre y cuando haya alguien que pueda combatir contra él de igual a igual.

—Distraerlo —entendió Kanon—. Ser carne de cañón.

—Necesito que vivas, para poder matarlo —aclaró Nova—. Puede que mueras, al final. ¿Esperabas otra cosa, tú que buscabas matar a un astral con ese grupo de desarrapados?

Sin una respuesta, Kanon prefirió cuestionarle:

—¿Por qué querría alguien como tú matar a un astral?

—Porque mató a mi madre.

Si antes estaba sorprendido, ahora Kanon no tenía palabras. Eran razones demasiado humanas, demasiado extrañas para ese rostro de emociones artificiales. Tan frío.

Lo creyó, de todos modos.

—Está bien —dijo Kanon—. Mátalo, ahórranos el trabajo.

—Solo no puedo —insistió Nova, haciendo flotar el vial—. Con este poder, con el manto celestial, tendré una abertura y…

A media frase, con un golpe invisible, Kanon hizo estallar el vial. La sangre manchó todo el pecho del ángel, cubierto de aquella fina tela.

Tal y como esperaba, la expresión antes sonriente de Nova se tornó en cólera enseguida. Hizo aparecer el arma de doble hoja con la que entrenaba en el jardín y corrió, más rápido que la luz, hasta la espalda del santo de Géminis. Kanon tenía una de las cuchillas a centímetros del cuello antes de poder reaccionar.

—Aymr —dijo Kanon, reconociendo la guadaña de Sariel.

—La Danza Eterna original fue fragmentada en dos armas. Aymr, la Aniquiladora de Materia, estaba en manos Titán. Zahras, la Asesina de Espíritus, estuvo en manos de Caronte de Plutón hasta que se la entregó a una joven, en la Tierra. Lindzei la recuperó para mí, ya que lo envié para que reparara las travesuras de vuestra gente.

Rápido de mente, Kanon entendió a qué se refería. Solo los Días de Locura, que involucraban a los horrores y Reyes Durmientes, podrían interesar a un ángel.

—¿Qué entiendes por reparar? —preguntó Kanon.

—Pensaba sumergir vuestro planeta en un océano de fuego —dijo Nova.

«Hasta que percibiste que un olímpico lo protegía —pensó Kanon—. Tenías tanto miedo de provocar la ira de Poseidón que mandaste a un subordinado. Un ilusionista. —Por lo poco que había dicho Nova sobre Lindzei, parecía claro que se especializaba en eso—. Una de dos, o eres un cobarde, o una criatura en exceso racional. —La felicidad y la ira que mostraba no eran genuinas, solo un teatro. El guerrero celestial con apariencia de adolescente ya había admitido que la cualidad de luchar contra enemigos imposibles de batir era más propia de los santos de Atenea, el ejército de locos que había seguido a una diosa a sabiendas de que solo alistarse significaba desafiar a otros dioses. Ahora que pensaba en eso, sentía que Nova pensaba en ellos como en unos bárbaros, unos bárbaros muy necesarios para la ejecución de su venganza.»

Así pues, hizo una apuesta consigo mismo. No iba a morir ese día.

—Busca a otro para que te ayude. Tu maestra, ese gigante, el ilusionista, tienes de dónde escoger —advirtió Kanon—. Yo solo sirvo a Atenea.

—Me decepcionas, hablas igual que Titán —señaló Nova, observando cómo el santo de Géminis abandonaba la Octava Consciencia—. Tan leal era a Hades, que aceptó gustoso que yo, el trono del Juicio, transformase a un serafín como él en un simple ángel. ¡Se supone que los santos de Atenea son unos rebeldes irredimibles!

De algún modo, el ángel se estaba convenciendo de que lo rechazaban por débil. Necesitaba, de verdad, demostrar que podía ser útil en la batalla contra un astral, lo que indicaba que no podía leerle la mente. El santo de Géminis podía al menos respetar el poder de esa criatura con forma de adolescente, mente de niño y edad inhumana, ya que no la condición de guerrero, en lo único que era inferior a Sariel. Incluso si la réplica de la sangre de Atenea no era genuina, los de la Primera Orden podían sellar la fuerza de sus iguales, un poder equiparable al de los mantos celestiales. Sariel lo había hecho a través de los Mandamientos, ese muchacho podía hacerlo transformando la materia. Quizá Nova era incapaz de verlo, pero lo que necesitaba no era la fuerza de Kanon de Géminis, ni de ningún santo de Atenea, sino un milagro. Tal era el poder de un astral.

—Robar las bendiciones de Atenea fue un error, no pienso cometerlo por segunda vez —explicó Kanon, viendo que la sangre en el pecho del ángel ya bajaba hasta el suelo, gota a gota—. Lucharé contra Caronte de Plutón con lo que tengo.

—Morirás —respondió Nova—. Morirás como mi madre.

—Así sea —dijo Kanon, cerrando los ojos—. Eso significa que no moriré ahora.

Harto de la pantomima, dio la vuelta, a sabiendas de que un solo movimiento habría bastado para que la Danza Eterna le partiera la cabeza en dos. Tanto daba. El ángel veía en él a un loco que no conocía lo que eran el miedo y la razón.

Conocía el miedo de sobra. Sabía lo que era sentirse insignificante. La diferencia entre él y guerreros sagrados de otras órdenes no era sentir y no sentir el terror.

Era la capacidad de poder enfrentarlo, que Nova le había recordado.

—¿A dónde vas? —preguntó Nova cuando ya se había alejado unos pasos.

—A disculparme con el viejo —respondió Kanon sin mirar atrás—. Por culpa de tus travesuras he supuesto que de verdad no había ángeles decentes.

—¿Travesuras? —repitió Nova, cada vez más confundido—. ¡El niño eres tú!

—Háblame cuando puedas despegarte de las faldas de tu madre —dijo Kanon.

Después, ejecutó la Otra Dimensión.

Esta vez, un sujeto le esperaba en el laberinto. Un ángel particular, supuso, aunque en lugar de una gloria platinada con líneas de un color característico, vestía una armadura que oscilaba entre el azul y el rojo a cada lado, con el símbolo de la serpiente que se muerde la cola en el peto. También tenía un ojo rojo y otro azul. No le gustaba la forma en que lo miraban, ni la sonrisa. Esta no era falsa, como la de Nova, era cruel. Sin embargo, tras presentarse como Europa, el ángel de la Duplicidad, aquel bufón de cabellos rojos lo guió a la perfección hacia un portal de luz.

Llegaron tan rápido, a pesar de ir a paso tranquilo, que Kanon se sintió un perfecto tonto en el momento en que aparecieron en el cuarto de la chica amante de las batallas. Dio las gracias al guía, que hizo una reverencia exagerada antes de cerrar el portal.

Solo entonces se permitió Kanon suspirar. Tenía los músculos agarrotados, como si hubiese cargado un gran peso todo ese tiempo. En particular, despertar a la Octava Consciencia sin un manto sagrado que mitigara la enorme presión que suponía recurrir a la fuerza divina del alma había sido una temeridad. Incluso si el cosmos era inmortal, el cuerpo humano seguía siendo humano, en algún sentido.

Miró la estancia, buscando alguna señal de peligro. Un gesto fútil si Europa de la Duplicidad dominaba el laberinto que unía todos los puntos en el espacio ínter-dimensional del Palacio de Palas. Dándose cuenta de ello, obligó a su cuerpo a recordar la experiencia pasada, pudiendo ver más allá de lo que veían los sentidos convencionales. Recurriendo una vez más a la Octava Consciencia, de forma superficial, como un primerizo que despertaba en el Hades notando que podía pensar, andar e incluso luchar donde solo había muerte, pudo ver al guía, observándole. Le complació eso, poder detectar de nuevo lo que había más allá del cuarto. Ahora que comprendía qué había pasado, las intrigas de Nova, volvía a ser él mismo.

Pese a todo, durmió con el manto de oro puesto. Fue menos incómodo de lo que habría imaginado. En verdad aquella era una cama digna de dioses.

Al poco tiempo, estaba despierto y de pie, recibiendo la buena nueva de Palas.

—La dama Dafne dejó a los tuyos partir, ya puedes irte —dijo el Señor de la Ciudad—. Te aconsejo que evites al Gran Espíritu Bhunivelze, está de mal humor. Debido a las bajas que causasteis, no podrá impedir que sus hijos acompañen a la expedición.

—¿Expedición? —preguntó Kanon.

—Asuntos de ángeles, no te preocupes —pidió Palas—. ¿Quieres que te envíe con tus amigos? Europa puede hacerlo.

Kanon lo sopesó. Antes, él era sin duda el factor más valioso del barco. Más que Tetis y Gestahl Noah, gracias al manto celestial. Ahora no estaba seguro de poder aportar mucho. Caronte de Plutón era más fuerte que Sariel y Nova. Más fuerte que cualquiera.

Para vencer a uno de los nueve seres más fuertes del universo hacían falta números. Números y un plan. Miró hacia la estantería, llena de libros sobre guerras del pasado.

Sobre victorias del pasado.

—¿Puedo leerlos? —preguntó Kanon.

—Vaya, por supuesto —dijo Palas—. Creía que lo habías hecho ya.

Después de que el Señor de la Ciudad se despidiera, Kanon hizo lo que muchos maestros antes que él, tratar de aprender del pasado.

A través del Séptimo Sentido, empezó a leer a toda velocidad. Así aprendió de la auténtica historia del Santuario, de los tiempos antes de que la montaña sagrada fuera la fortaleza de los santos de Atenea. De la era anterior, la de los falsos dioses. Así comprendió las expectativas que tuvo Nova al sugerirle ser más fuerte. Así entendió por qué los inmortales en el alto cielo actuaban con tanta vehemencia contra el hombre.

Y siguió buscando, seguro de que la clave de la victoria estaba en esos libros.

xxx

Nova Astreo no comprendía a los humanos.

Todo el mundo sabía que los Astra Planeta eran invencibles. Vencieron a los falsos dioses, que habían excedido el poder de los serafines. Vencieron a los Reyes Durmientes. Incluso habían vencido, de algún modo que nadie comprendía, a un dios, el dios innominado. No tenía ningún sentido ir en contra de ellos, por esa razón él nunca lo había hecho. Ahora, empero, un grupo de humanos lo hacía. Iba a la caza del cazador por venganza. ¿Por qué no aceptar, en ese caso, la ayuda que él ofrecía?

—Los humanos son tan poco fiables como los ángeles de la Segunda Orden —decidió Nova—. Un fracaso reiterado a través del tiempo. ¡Les gusta tanto fracasar que se arrojan al peligro con alegría, rehuyendo toda ayuda, como el náufrago que dice esperar la ayuda de los dioses! —maldijo, todavía mirando el punto en el que Kanon de Géminis había desaparecido hacía algunos minutos.

Por supuesto, eso no incluía a Etro, Lindzei y Paals. Ellos no eran espíritus mágicos enlazados a un chamán para recuperar una parte del poder que tuvieran tiempo atrás. Eran sus hijos, en tanto él los había creado a través de su arcano mayor, el Demiurgo.

Sí, no estaba minusvalorándolos a ellos, sino a endebles como la prole de Sothis. Por culpa de esos inútiles, Aquel que se desliza en la oscuridad se había liberado, forzando la intervención de los Astra Planeta y la convocatoria en Palas Belda. Aun así, a la hora de votar, Palas Belda había dado el mismo peso a la palabra de Nova, uno de los Grandes Espíritus que jamás había cedido a los Reyes Durmientes, que el bueno para nada de Maotelus, todo buenas intenciones. ¿Por qué dar tanta importancia a la Segunda Orden? El deber que tenían no había sido abrazado de forma voluntaria. Era el pago por su traición a Zeus, por no haber sabido escoger en el momento. Para colmo, era un deber que incumplían con demasiada frecuencia, debiendo ser otros los que limpiaban el desastre. Ora serafines y tronos, ora Astra Planeta. Ahora, sus hijos tendrían que pagar el plato y él no podía hacer nada por evitarlo. La última posibilidad había sido arrojar a Caronte de Plutón a los Jardines de Azathoth y dejar que él guardara la cárcel que había dejado sin custodio, no sería la primera vez que aquel acababa en prisión, pero el mortal, actuando contra toda lógica y el sentido común, lo rechazó.

—¿Por qué los ángeles y los humanos no piensan con la cabeza? —Al mirar a Etro, siempre a su lado, fiable y leal, obtuvo una sonrisa en lugar de una respuesta. Su más querida hija, la que creó para entender las emociones humanas, le regalaba una sonrisa al aire sin venir a cuento—. ¿A qué viene eso?

Ella entendió a qué se refería. Eran uña y carne, después de todo. Desde que la creó, siempre habían estado juntos. Nunca la dejaría marchar.

—Es por el trabajo bien hecho —dijo Etro.

A Nova le pareció que tenía que sonreír, y así lo hizo, suponiendo que pronto, de algún modo, ella le explicaría por qué el humano había hecho un buen trabajo.

«Por culpa de Caronte estarás en riesgo —pensó Nova, a la vez que los dos alzaban el vuelo junto a Paals y el coliseo desaparecía y se comprimía en su arcano mayor, un báculo—. Como el ángel del Juicio, voy a castigarlo por eso. Lo eliminaré usando a los humanos como escudo —juró, pensando que eso no era irracional, sino justo.»

xxx

Notas del autor:

Shadir. El crecimiento de personajes fue un punto a favor de Saint Seiya en sus inicios: Ikki debió dejar atrás el odio, Hyoga confrontar la pérdida, Shun poner a prueba su bondad… No estoy muy conforme con ciertas cosas que ocurren en Next Dimension y en esta historia quise ir por otros rumbos, aprovechando que tienen 19 años más. No pueden ser los mismos jóvenes que conocimos, aunque sí conservar su esencia.