Capítulo 35: Aun si los poetas mienten


Xiao Xingchen le permite quedarse aquel pabellón y aquel patio donde siempre falta leña durante las noches desérticas más frías, pero al que el sol tortura incansablemente durante los largos días. Xue Yang no habla de lo que ocurre por las noches, cuando Xiao Xingchen acude hasta su lecho, desesperado, y gime su nombre; Xiao Xingchen no habla de la manera en que su voz se rompe al suplicarle, en la que sus lágrimas corren por sus mejillas cuando las manos de Xue Yang recorren su cuerpo, esa desesperación con la que persigue el contacto y el cariño.

Una noche Xue Yang intenta quitar la venda de sus ojos, pero la mano de Xiao Xingchen se lo impide.

—No —y en su voz queda expuesta el miedo y el pánico que siente. Confunde a Xue Yang, que lo mira con los ojos muy abiertos, sin mover la mano. Una lágrima roja cae por la mejilla de Xiao Xingchen que, ante la falta de movimiento, sin saber que ocurre frente a él, agrega, con un hilo de voz—: por favor.

Está bien, Daozhang. Está bien.

—¿De qué tienes miedo? —pregunta—. ¿Crees que puedes esconder algo de mí, Daozhang? —Pero retira su mano, sin deseos de torturarlo más de lo que ya lo ha hecho y ve cómo Xiao Xingchen suelta un suspiro aliviado al sentir el movimiento—. ¿Crees que no puedo acceder a lo más profundo de tu alma? ¿Crees que…?

—Xue Yang…

—¿Crees que no sé por qué estás aquí, en mi cama? —y en sus palabras está la furia primigenia que siempre ha impregnado su vida. Al final, tú tampoco me ofreciste una elección, Daozhang, aunque no lo sepas. Desde la primera vez que te vi estaba escrito que iba a enamorarme de ti y que eso sería nuestra perdición—. Te arruiné, Daozhang. Nunca serás capaz de alcanzar el clímax sin pensar en mí, en este dolor —agrega, clavándole sus uñas sobre uno de sus muslos—, en este tormento. Tu cuerpo me reconoce. Incluso si te negara el placer, seguirías arrastrándote hasta mí.

—No digas eso…, Xue Yang…

Xiao Xingchen aprieta los labios y Xue Yang puede reconocer su enojo.

—¿Qué? ¿La verdad, Daozhang? ¿No viniste arrastrándote hasta a mí aquella vez, suplicándome que te llamara así? ¿Daozhang? ¿No has venido arrastrándote incluso después de la traición?

Xue Yang ve venir el dorso de la mano de Xiao Xingchen y no se aparta. Deja que el golpe lo alcance en los pómulos y se traga el dolor apenas apretando los dientes.

—Ódiame, Daozhang, si eso quieres. Está bien, está bien. Todo este tiempo he pagado los pecados de mi existencia.

Lo abraza, dejando que Xiao Xingchen esconda su rostro en la curva de su cuello y que su tristeza se vaya disipando con la luz de la luna. Ódiame, si ese es el precio que he de pagar. Volverás, una y otra vez, Daozhang, volverás a mis pies, a esta miseria, a este placer.

Xiao Xingchen tenía razón: sus amantes le habían arrebatado toda la dignidad que le quedaba.

—Te entregaré el placer que buscas. Seré quien toque tu piel si nadie más lo hace. Ah, Daozhang, si no te hubiese arruinado, quizá serías capaz de olvidarme. —En la risa que suelta hay un tinte maniaco y eso hace que Xiao Xingchen tiemble en sus brazos—. Sabía lo que estaba haciendo y no pude detenerme, Daozhang. Nunca tuve poder sobre nadie y tú te entregaste. Hubieras tú mismo los grilletes en tus manos y en tus pies, hubieras arrastrado las cadenas. Hubieras…

»Aquella vez, en Jinlintai, no hubieses sobrevivido. Tu piel no está hecha para soportar el hierro candente con el que te marcan los esclavistas. Me crees cruel, pero nunca hubiera sido capaz de condenarte a aquel destino. Por eso elegí a Zichen, cuando hube de elegir. Era mejor un general cautivo que un esclavo; mejor si sobrevivías, aunque fuera odiándome, cuando la alternativa era la muerte. No me culpes por aferrarme a mi vida, por aferrarme a la tuya, a la de Zichen.

—Cállate.

Xiao Xingchen lo golpea en el pecho con el puño, pero Xue Yang no puede detenerse. El vómito de sus palabras se extiende por el lecho que compartes, pero del que no hablan. Todas se estrellan en el piso con un estruendo atronador, llamando a las lágrimas de sangre de Xiao Xingchen.

—Ah, Daozhang, está bien que me odies. No tiene caso lamentarme por el pasado; toda mi vida he pagado el pecado de mi existencia y he arrastrado a otros conmigo. Ódiame, pero no me culpes por aferrarme a la vida. De todo lo demás seré responsable si deseas juzgarme, pero no de ello. La primera lección de la esclavitud es no escapar. Me lo enseñó el hombre que trituró mi dedo. La segunda lección es entender que no te perteneces: ni tu cuerpo, ni tu vida, ni tu muerte. A mí me lo enseñó el látigo de los Wen y fue aquel un tormento apenas soportable. Era un muchacho, Daozhang, y si pudieses ver esa imagen en tu mente llorarías por mí.

»Cuando se cansaron de mi rebelión ataron mis manos a lo alto de un marco de madera y dejaron mi espalda desnuda. Dijeron: no nos detendremos hasta que aprendas tu lección. El dolor del látigo fue insoportable. Supliqué entonces. Rogué piedad, pero se rieron, Daozhang. Eso eran los Wen. Se detenían sólo cuando entendías que incluso tu cuerpo te sería ajeno.

»Jin Guangyao no tenía tal sadismo en sus venas, pero durante muchos años lo vi romper a los esclavos que llegaban a sus manos. ¿Sabes cuántos se quebraron bajo mis manos? El rey de reyes anhelaba ser su dios; no le gustaba el dolor, pero no se tentaba el corazón para la humillación. Daozhang…, ni siquiera yo hubiera sido capaz de someterte a eso, pero tú te entregaste. ¿Sabes lo que sufrí por ti? La rebelión es fútil y dolorosa, pero me llevaste a ella.

»Soy un hombre cruel, Daozhang. Ódiame. —Y lo aprieta más contra sí—. Yo seré un hombre cruel, lo suficiente para que tú y yo sobrevivamos al fin del mundo.


Ahora, las horas que Xia Xingchen pasaba perdido en los libros de la biblioteca de la fortaleza, los pasa sentado en el jardín. Intenta cuidar las flores, pero a menudo debe valerse de la ayuda de A-Qing para encontrarlas todas. Ni siquiera su agudo sentido del olfato puede ayudarle cuando éstas se esconden o intentan engañarlo. También limpia su espada, se encarga de vigilar que todas las heridas de Xue Yang hayan cicatrizado o va hasta la cocina para pedir las tres raciones de comida que le pertenecen. No importa cuán insustancial sea esta, siempre la toma satisfecho —Xue Yang sospecha que es para convencer a A-Qing de que su situación es mucho menos miserable de lo que en realidad es— y, a veces, consigue traer de vuelta algún dulce que deja siempre en la almohada de Xue Yang sin decir nada. Pero no lee.

En otro tiempo a Xue Yang no le hubiese importado aquello. Los poetas sólo escupen mentiras. Antes pensaba que escondían la terrible realidad detrás de embustes románticos y hermosos, pero de la voz de Xiao Xingchen aprendió que esa belleza tenía un precio. Sólo quien ha visto el campo de batalla es capaz de retratarlo con tanta poética y aún así causar la furia en aquel que lee cómo el héroe pierde la esperanza frente los restos de un ejército. Sólo quien ha deseado abrir en canal a aquel a quien ama y meterse dentro, acurrucarse entre las vísceras, puede evocar el romance de la manera en que lo hacen los poetas.

—Ey, ciega —llama Xue Yang y A-Qing alza su rostro, como si estuviera buscando el origen de la voz—. Ven.

—No te haré un favor —advierte.

No sé llevan bien. A-Qing intuye que la historia que ni Xue Yang ni Xiao Xingchen le han contado es la causa de las lágrimas del príncipe, de quien es fieramente protectora. No está dispuesta a perdonar a Xue Yang aunque sus sospechas se basen en la ignorancia.

—Si traes alguno de los libros de poemas de la biblioteca, te daré un dulce.

Y ella se pasa la mano por la cara.

—¿Y cómo esperas que vaya por él?

—No sé, pregunta a los soldados.

—¡Ve tú!

—No puedo salir de aquí. —Xue Yang se obliga a tener una mínima paciencia—. Sólo ve. Trae lo que sea. Con suerte, no será una misión completamente inútil. Es para Daozhang —agrega, consciente de que aquello llamará su atención—. Una buena obra.

—¿Desde cuanto haces tú buenas obras?

Xue Yang de repente quiere noquearla. No sería tan difícil y sería mucho menos irritante. No pasaría los días luchando por la atención de Xiao Xingchen contra ella. Pero al príncipe le gusta la compañía de la joven que se sienta a escuchar las historias que él no le cuenta a nadie más. Tampoco la culpa por cuestionar que quizá vaya a hacer una mala obra, porque aquello que se propone está a medio camino entra la compasión en la crueldad y no sabe qué acabará siendo.

Pero de todos modos regresa con dos libros, y Xue Yang, de mala gana, le entrega un dulce. Ella sonríe, al sentir el sabor en sus labios.

(Al menos, alguien es feliz).


A-Qing vuelve con un libro de poesía que Xue Yang entiende a duras penas. Incluso todos los caracteres que le enseñó Xiao Xingchen no son suficientes para suplir todo aquello que le fue negado. Después de todo, quién encontraría poesía en la existencia de un esclavo, quién se atrevería a mirar al amo a los ojos y llamar poesía a aquella deshumanización, a aquella propiedad, a aquel despojo de la existencia de otros; quien se atrevería a ver las lágrimas de las madres a quienes les son arrebatados sus hijos de los brazos, para ponerles grilletes y anunciarlos en el mercado más sombrío del mundo. Quién se atreve a mirar a los ojos a los amantes que se casan con los grilletes en las muñecas sin saber si podrán jurarse lealtad eterna, a los jóvenes que son arrastrados hasta los aposentos de los amos, a los que encadenan a los lechos, a la mujer que suplica no por favor, ya no más, no puedo más, no más, por favor, y ya le han arrancado a los engendros de su propio horror de las manos. Quien verá a los ojos al torturador qué cuenta los latigazos mientras la sangre chorrea por la piel y dirá: aquí hay poesía. No tiene caso conocer los caracteres de aquellas mentiras, puesto que ningún poeta lo ha mirado a los ojos.

Aun así, se sienta aun lado de Xiao Xingchen. Aquellos días, la sombra del hombre que es su amante está hecha de suspiros y Xue Yang teme dispersarlos si se aferra a ellos con demasiada fuerza.

—Noche oscura —empieza—, memorial terminado / brisa y luna, intento y penetrante frío. / A punto de acostarme, caliento el remanente último del vino. / Bebemos, mirándonos a través de la lámpara… —Las palabras se le atoran y no lee con la entonación que Xiao Xingchen solía hacerlo. Algunos caracteres sólo la avidina por la figura que se forma con los trazos—. Dibujando en las… Dibujando…

El silencio se extiende durante momentos muy largos en los que Xue Yang recuerda la pluma en sus manos, la regla, el látigo, la enjundia con la que la que calcularon cuántos caracteres debería saber y la crueldad con la que decidieron cuáles sí, cuáles no. Pero Xiao Xingchen extiende su mano, lentamente, y la posa sobre el libro.

—Dibújalo. El carácter.

—No sé el orden, Daozhang.

—Dibújalo.

Y lentamente, con los dedos, Xue Yang dibuja un carácter que no conoce, sin saber el orden de los trazos, intentando adivinar por la curvatura de la tinta, la presión que debió de haber hecho el pincel sobre ellos.

—Ah —musita Xiao Xingchen—. Dibujando en los cobertores de seda verde. Dame tu mano. —Xue Yang levanta una de sus manos, sin saber lo que está ocurriendo. Xiao Xingchen extiende su palma y posa la yema de su dedo sobre ella—. Lee. Otra vez. Te enseñaré el orden.

—Noche oscura, memorial terminado, brisa y luna, intento y penetrante frío. / A punto de acostarme, caliento el remanente último del vino. / Bebemos, mirándonos a través de la lámpara, / dibujando en los cobertores de seda verde, / con nuestras almohadas a un lado, / como si pasaran más de cien noches, / para acostarme contigo a mí lado.

El dedo de Xiao Xingchen dibuja sobre su palma los caracteres que Xue Yang ve sobre la página. Lo hace en el orden exacto, presionando sobre si piel allí donde el trazo fue más firma sobre el papel y levantándolo allí donde el copista hizo lo mismo.

—Otra vez —pide.

Y Xue Yang lee el poema de nuevo y Xiao Xingchen escribe sobre su piel hasta que el sol empieza a esconderse en el horizonte.

—Daozhang.

Lo siento, nunca has sido culpable de nada.

—Daozhang.

Xiao Xingchen aprieta su mano.

—No podremos ser aquello que fuimos nunca más —dice y en su voz está la tristeza de los rotos.

—Daozhang —suplica, pide, amenaza. No lo sabe, no lo sabrá nunca—. Daozhang —y su voz se retuerce, entre sombría y abandonada—, Daozhang.

Xiao Xingchen no suelta su mano y Xue Yang puede ver la sonrisa triste que se forma en sus labios.

—Como si pasaran más de cien noches —murmura, apenas audible—, para acostarme contigo a mí lado.


Notas de este capítulo:

1) Esta escena la tenía en mi mente desde hace años. AÑOS. Me costó mucho llegar a ella porque dios mío hay demasiada trama en este fanfic. No pueden dejar de sufrir estos estúpidos (mentira, los amo).

2) Quería publicar esta actualización el día del cumpleaños de Xingchen, pero no lo logré. De todos modos, ¡feliz cumpleaños atrasado, Daozhang!

3) Y a pesar de que estos dos capítulos estuvieron muy cargados de xuexiao, el siguiente está cargado de Song Lan. AAAA, que feliz estoy de haber llegado a este punto.

4) El poema es de Bo Juyi y se lo escribió a Qian Hui, un oficial de la corte como él. Lo traduje del inglés al español (traducción indirecta lamentablemente, porque no sé chino, y les juro que me duele) desde la versión que aparece en el libro Passions of the Cut-Sleeve: The Male Homosexual Tradition in China de Bret Hinsch.


Nea Poulain