Tanto la historia como los personajes de esta historia no me pertenecen, yo solo me divierto adaptándola.

Ya sabemos un poco la historia de Bella con su padre, espero que ninguna de las personas que me leen este pasando por estas situación, y de estar haciéndolo, recuerden que nos están solas y que siempre estarán rodeadas de personas que estén dispuestos a ayudarles.

Cap 2

Rose —mi compañera de piso, esa a la que le encanta oírse cantar— va de un lado para otro del salón, buscando las llaves, los zapatos, las gafas de sol... Yo estoy sentada en el sofá, abriendo cajas de zapatos llenas de cosas que guardaba en casa de mis padres y que recogí cuando estuve allí por el funeral.

—¿Trabajas hoy? —me pregunta Rose.

—No. Tengo permiso por fallecimiento de un familiar; hasta el lunes no he de volver.

Ella se detiene bruscamente.

—¿Hasta el lunes? —resopla—. ¡Qué suerte, zorra!

—Claro, Rose. Es una suerte que se haya muerto mi padre. —Trato de decirlo con la máxima ironía, pero hago una mueca al darme cuenta de que, en realidad, no me parece tan irónico.

—Ya sabes lo que quiero decir —murmura. Coge el bolso con una mano mientras se balancea sobre un pie y se pone el zapato que le falta—. Hoy no vendré a dormir. Me quedo en casa de Emmett.

Cierra dando un portazo y se marcha. A primera vista, tenemos mucho en común, pero aparte de la talla de ropa, la edad, somos simples compañeras de piso, sin más. A mí ya me va bien así; aparte de lo molesto que es oírla cantar sin parar, es una compañera bastante tolerable. Es limpia y pasa mucho tiempo fuera de casa, dos de las principales cualidades de un compañero de piso.

El teléfono suena mientras estoy destapando una de las cajas de zapatos. Alargo el brazo hasta la otra punta del sofá y lo cojo. Al ver que es mi madre, hundo la cara en uno de los cojines y finjo llorar antes de llevarme el teléfono a la oreja.

—Hola.

Hay tres segundos de silencio antes de que responda:

—Hola, Bella.

Suspirando, me echo hacia atrás en el sofá.

—Hola, mamá. - La verdad es que me sorprende que me dirija la palabra. Solo ha pasado un día desde el funeral. Eso son trescientos sesenta y cuatro días antes de lo que me esperaba. —¿Cómo estás? —le pregunto.

Ella suspira con dramatismo.

—Bien. Tus tíos han vuelto a Nebraska esta mañana. Esta va a ser mi primera noche sola desde que...

—Estarás bien, mamá —la interrumpo, tratando de sonar segura y confiada. Mi madre guarda silencio demasiado rato y finalmente me dice:

—Bella, solo quiero que sepas que no debes sentirte avergonzada por lo que pasó ayer. Yo no digo nada. «No me siento avergonzada. En absoluto.» —Todo el mundo se bloquea de vez en cuando. No debería haberte sometido a tanta presión, sabiendo lo mal que lo estabas pasando. Debí habérselo pedido a tu tío. Cierro los ojos. «Ya estamos otra vez.»

Como siempre, mi madre corre un tupido velo sobre lo que no quiere ver y carga con culpas que no le corresponden. «Por supuesto.» Se ha convencido de que ayer me quedé bloqueada y de que por eso no acabé el discurso. «¿Cómo no?» Me siento tentada de aclararle que no me bloqueé, que simplemente no tenía nada bueno que decir sobre el tipo que eligió para que fuera mi padre. El problema es que parte de mí se siente culpable por lo que hice — básicamente por hacerlo delante de mi madre—, así que acepto sus condiciones y le sigo el juego.

—Gracias, mamá. Siento haberme bloqueado.

—No pasa nada, Bella. Tengo que irme. Voy a la oficina del seguro a informarme sobre la póliza de tu padre. ¿Me llamarás mañana?

—Sí, mañana te llamo. Te quiero, mamá.

Cuelgo y lanzo el teléfono a la otra punta del sofá. Abro la caja de zapatos y saco lo que hay dentro. Encima de todo hay un corazón de madera, pequeño, hueco por dentro. Lo acaricio, recordando la noche en que me lo regalaron, pero en cuanto los recuerdos se abren camino, lo suelto. La nostalgia es algo muy curioso. Aparto varias cartas antiguas y recortes de periódico. Debajo de todo veo lo que buscaba en estas cajas, aunque una parte de mí confiaba en no encontrarlo. «Mis diarios de Ellen.»

Los acaricio. En esta caja hay tres, pero diría que tengo ocho o nueve en total. No he vuelto a leer lo que escribí en ellos. Me negué a admitir que escribía un diario porque me parecía muy vulgar. Preferí pensar que lo que yo hacía era mucho más original, porque no era técnicamente un diario. Eran como cartas que le escribía a Ellen DeGeneres, porque nunca me perdía su programa. Empecé a verlo el día en que empezó a emitirse, en el año 2003, cuando yo era pequeña. Lo veía cada tarde al volver del colegio; estaba convencida de que Ellen me adoraría si me conociera. Le escribí cartas regularmente hasta que cumplí los dieciséis, pero en realidad las cartas eran igual que las entradas de un diario.

No es que me engañara; sabía que lo último que Ellen DeGeneres necesitaba eran las cartas de una adolescente. Por suerte, nunca se me ocurrió enviárselas de verdad. Pero me gustaba poner su nombre en el encabezado, como si realmente le estuviera escribiendo una carta; por eso seguí haciéndolo hasta que lo dejé. Abro otra caja, en la que hay más cuadernos. Rebusco entre ellos hasta que encuentro el que escribí a los quince años. Lo hojeo, buscando el día en que conocí a Edward.

En mi vida no pasaban cosas interesantes hasta que lo conocí a él, pero, así y todo, llené seis libretas antes de que hiciera su aparición. Juré que no volvería a leerlos nunca, pero la muerte de mi padre me ha hecho pensar mucho en mi infancia. Tal vez estos diarios me den la fuerza que me ayude a perdonar, aunque algo me dice que es más probable que encuentre nuevos motivos de resentimiento.

Me acomodo en el sofá y empiezo a leer:

Querida Ellen:

Enseguida te cuento lo que me ha pasado hoy, pero antes quiero comentarte una pasada de idea que he tenido para tu programa. Sería una sección nueva, llamada «Ellen en casa». Creo que a mucha gente le interesaría verte fuera del trabajo. Yo por lo menos siempre me pregunto cómo debes de ser en casa, cuando Portia y tú estáis a solas, sin nadie alrededor.

Los productores os podrían dar una cámara y Portia podría espiarte de vez en cuando y grabarte haciendo cosas cotidianas como ver la tele, cocinar o cuidar del jardín. Podría grabarte unos momentos sin que te enteraras y luego gritar: «¡Ellen en casa!», y darte un susto. Y no te quejes, porque a ti te encanta gastar bromas. Vale, ya te lo he contado. (Hacía tiempo que tenía la idea en la cabeza, pero siempre se me olvidaba comentártelo.)

Ahora ya puedo hablarte de ayer; fue un día interesante. Probablemente el más interesante de todos los que he escrito por aquí, si no cuentas el día en que Abigail Ivory le dio una bofetada al señor Carson por mirarle el escote. ¿Te acuerdas de que hace un tiempo te hablé de la señora Burleson, la que vivía en la casa de atrás, la que murió la noche de la gran tormenta? Mi padre dijo que tenía tantas deudas acumuladas por impuestos sin pagar que su hija rechazó la herencia de la casa. No me extraña.

Está en tan mal estado que cualquier día se viene abajo. Habría sido una carga más que un regalo. La casa ha estado vacía desde que la señora Burleson murió, hará unos dos años. Lo sé porque la ventana de mi dormitorio da al patio trasero de esa casa, y nadie ha entrado ni salido de allí durante este tiempo. Hasta anoche. Estaba en la cama, haciendo un solitario. Sé que suena raro, pero me gusta. No se me da bien jugar a las cartas, pero cuando mis padres discuten, los solitarios me permiten concentrarme en algo y también me ayudan a calmarme.

Volviendo al tema, ya era oscuro, por eso me fijé en la luz. No era una luz brillante, parecía una vela, pero venía de la casa abandonada, eso era evidente. Salí al patio trasero y, con los prismáticos de mi padre, traté de ver qué pasaba dentro de la casa. No distinguí nada y luego, al cabo de un rato, la luz se apagó. Esta mañana, mientras me preparaba para ir al instituto, he vuelto a ver movimiento en la casa. Me he agachado bajo la ventana y he visto que alguien salía sigilosamente por la puerta de atrás. Era un chico, y llevaba mochila. Ha mirado a su alrededor, como si quisiera asegurarse de que nadie lo veía, ha salido por el pasadizo que queda entre nuestra casa y la del vecino y se ha ido a esperar a la parada del autobús escolar. No lo había visto nunca antes.

Era la primera vez que coincidíamos en el autobús. Él se sentó al final y yo por el medio, así que no hablé con él, pero lo vi bajar y entrar en el instituto, por lo que supongo que va a clase allí. No tengo ni idea de por qué ha dormido en esa casa. Probablemente no haya ni luz ni agua. Primero pensé que habría sido una apuesta, pero al volver he visto que bajaba en mi parada. Se ha ido andando calle abajo, como si fuera a otra parte, pero he ido directa a mi habitación y lo he espiado. Poco después, lo he visto colarse en la casa abandonada.

No sé si debería decirle algo a mi madre; odio meterme en las vidas de los demás, pero si ese chico no tiene adónde ir, tal vez mi madre podría ayudarlo, ya que trabaja en un colegio. No sé, creo que le daré un par de días por si acaso se marcha solo y vuelve a su casa. Tal vez está harto de sus padres. A mí me pasa a veces. Pues ya está. Esto es todo. Ya te contaré qué pasa mañana.

Bella

—-

Querida Ellen:

Confieso que me salto la parte del baile del principio del programa. Antes te miraba cuando bailabas entre el público, pero ahora me aburre; prefiero oírte hablar. Espero que no te enfades.

Pues mira, he descubierto quién es el chico de la casa abandonada y, sí, todavía sigue ahí. Han pasado dos días y aún no se lo he contado a nadie. Se llama Edward Cullen y está en el último curso. No sé más.

Le pregunté a Angela quién era cuando se sentó a mi lado en el autobús. Puso los ojos en blanco antes de responder. Me dijo su nombre y luego añadió: «No sé nada de él, aparte de que huele mal». Arrugó la nariz como si le diera asco.

Sentí ganas de pegarle un grito y decirle que no puede evitarlo, que no tiene agua en la casa, pero, en vez de eso, me lo quedé mirando en silencio. Tal vez durante demasiado tiempo, porque él me pilló observándolo.

Al llegar a casa, salí al jardín trasero para cuidar de las plantas. Los rábanos estaban a punto, así que fui a recogerlos. Es lo único que queda en el huerto; empieza a hacer demasiado frío para plantar nada. Podría haber esperado unos días más, pero la verdad es que también salí a cotillear. Mientras los recogía, reparé en que faltaban unos cuantos.

Parecía que acabaran de arrancarlos. Yo no lo había hecho, y mis padres nunca se acercan al huerto. Pensé en Edward, lo más probable es que hubiera sido él. En ese momento caí en la cuenta de que, si no tenía acceso a una ducha, probablemente tampoco tenía comida.

Entré en casa y preparé un par de sándwiches. Saqué dos refrescos de la nevera, una bolsa de patatas fritas, y lo metí todo en una bolsa térmica, corrí hasta la casa abandonada y lo dejé junto a la entrada trasera. No sabía si me habría visto, por eso llamé a la puerta con fuerza, salí corriendo y me metí en mi habitación. Cuando miré por la ventana para ver si se asomaba a la puerta, la bolsa ya había desaparecido.

En ese momento supe que me observaba. Saber que él sabe que yo sé que vive allí me pone nerviosa. No sé qué haré si mañana me dirige la palabra.

Bella

—-

Querida Ellen:

He visto la entrevista que le has hecho al candidato presidencial Barack Obama. ¿Te has puesto nerviosa? ¿No te impresiona entrevistar a alguien que puede tener el control del país en sus manos? Yo de política no entiendo, pero sé que me costaría mucho ser graciosa con tanta presión.

Madre mía, la de cosas que nos han pasado a las dos. Tú acabas de entrevistar al que podría ser nuestro próximo presidente, y yo he empezado a llevarle comida a un chico sin hogar.

Esta mañana, cuando he llegado a la parada del autobús, Edward ya se encontraba allí. Al principio estábamos solos y ha sido un poco incómodo. Cuando he visto que el autobús asomaba por la esquina, he deseado que se diera prisa. Cuando se ha detenido ante nosotros, ha dado un paso hacia mí y, sin levantar la cara, me ha dicho: —Gracias.

Las puertas se han abierto, y me ha dejado subir primero. No le he dicho «de nada» porque me he quedado pasmada por mi reacción. Su voz me ha provocado un escalofrío, Ellen. ¿Te ha pasado alguna vez con algún chico? Oh, perdón. Quería decir si te ha pasado con alguna chica.

En el viaje de ida no se ha sentado a mi lado, pero al volver del instituto ha sido el último en subir. Casi no había plazas libres, pero por su modo de recorrer los asientos con la vista me he dado cuenta de que no buscaba sitio, me buscaba a mí. Cuando nuestras miradas se han cruzado, he bajado la vista y la he dejado clavada en el regazo.

Me da rabia ser tan tímida con los chicos. Tal vez lograré superarlo cuando cumpla al fin los dieciséis. Se ha sentado a mi lado y ha colocado la mochila entre las piernas. En ese momento he notado el olor al que se refirió Angela, pero no lo he juzgado por ello.

Al principio ha guardado silencio mientras jugueteaba con un roto de los vaqueros. Se notaba que no era uno de esos rotos que los diseñadores ponen en los pantalones para que molen. Era un agujero auténtico, porque la tela está muy gastada. Además, le quedan un poco pequeños y se le ven los tobillos, pero como está tan delgado, le quedan a la medida.

—¿Se lo has contado a alguien? —me preguntó al fin.

Me he vuelto hacia él y he visto que me estaba mirando con preocupación. Ha sido la primera vez que he podido echarle una buena ojeada. Tiene el pelo castaño oscuro, pero me parece que, si se lo lavara, no sería tan oscuro. Sus ojos brillan, a diferencia del resto. Son muy azules, como los de un husky siberiano. No debería comparar sus ojos con los de un perro, pero es lo primero que me ha venido a la cabeza al verlos.

He negado con la cabeza y me he vuelto a mirar por la ventanilla. Pensaba que tal vez él se quedaría tranquilo y se cambiaría de sitio, pero no lo ha hecho. Tras varias paradas, me he armado de valor y le he preguntado, susurrando:

—¿Por qué no vives con tus padres?

Él se me ha quedado mirando en silencio, como tratando de decidir si confiaba en mí o no, y finalmente ha respondido: —Porque no quieren que viva con ellos.

Cuando se ha levantado, pensaba que se había enfadado, pero entonces me he dado cuenta de que habíamos llegado a nuestra parada. He cogido mis cosas y he bajado tras él. Esta vez no se ha molestado en disimular. Normalmente da una vuelta para que no lo vea entrar, pero hoy me ha acompañado hasta el jardín de mi casa. Al llegar al punto en que habríamos debido separarnos, nos hemos detenido los dos. Él le ha dado una patada al suelo, levantando polvo y piedrecitas, y ha mirado la puerta que quedaba a mi espalda.

—¿A qué hora vuelven tus padres? —me ha preguntado.

—Hacia las cinco —he respondido.

Eran las cuatro menos cuarto. Él ha asentido y me ha dado la impresión de que quería decir algo más, pero no lo ha hecho. Ha vuelto a asentir y se ha dirigido hacia la casa abandonada, la que no tiene comida, ni electricidad, ni agua.

A ver, Ellen, ya sé que lo que he hecho ha sido una tontería; no hace falta que me lo digas tú. Le he llamado y, cuando se ha dado la vuelta, le he soltado: —Si te das prisa, puedes darte una ducha antes de que vuelvan. El corazón me latía desbocado porque sabía que, si mis padres llegaban a casa y se encontraban a un sin techo en la ducha, se iba a armar una buena. Probablemente no saldría viva de esa, pero no podía quedarme de brazos cruzados, viéndolo entrar en aquella ruina de casa, sin ofrecerle nada.

Él ha mirado al suelo y he sentido su vergüenza en mi propio estómago. Ni siquiera ha asentido; se ha limitado a seguirme en silencio mientras entrábamos en casa. Mientras él se duchaba, yo estaba atacadísima. Me he pasado todo el rato pegada a la ventana, vigilando por si veía el coche de mi padre o el de mi madre, aunque sabía que faltaba al menos una hora para que volvieran. Tenía miedo de que alguno de los vecinos lo hubiera visto entrar, aunque tampoco tengo tanto trato con ellos y supongo que, si ven que llego con alguien, pensarán que es una visita y no le darán importancia.

Le había dado a Edward una muda de ropa, así que no solo tenía que estar fuera de casa cuando llegaran mis padres, sino que más le valía irse lejos de aquí. Si mi padre viera a un adolescente por el barrio con su ropa puesta, seguro que la reconocería. Además de mirar por la ventana y de controlar la hora, iba metiendo cosas en una de mis viejas mochilas. Comida que no necesita nevera, un par de camisetas de mi padre, unos vaqueros que probablemente le van a ir enormes y unos calcetines de recambio.

Estaba cerrando la mochila cuando ha aparecido en el pasillo. Tenía razón. Incluso mojado, se notaba que el pelo era más claro que hacía un rato. Y sus ojos parecían aún más azules. Probablemente se había afeitado también, porque parecía más joven que antes de entrar en la ducha. He tragado saliva y he bajado la vista hacia la mochila, sorprendida por el cambio. Tenía miedo de que pudiera adivinar lo que pensaba. Tras mirar una última vez por la ventana, le he dado la mochila.

—Mejor que salgas por la puerta trasera para que no te vea nadie —le he dicho.

Él ha cogido la mochila y se ha quedado mirándome a la cara durante un minuto.

—¿Cómo te llamas? —me ha preguntado, colgándose la mochila al hombro.

—Bella.

Me ha sonreído. Ha sido la primera sonrisa que me ha dirigido, y en ese momento me ha venido a la cabeza una idea espantosa, de lo más superficial. Me he preguntado cómo era posible que alguien con una sonrisa tan bonita pudiera tener esa mierda de padres. Me he odiado al momento por pensarlo, porque unos padres deberían amar a sus hijos siempre, sin importar si son monos o feos, gordos o flacos, si son inteligentes o si no dan para más.

Pero no siempre se pueden controlar las ideas; a veces la mente va por libre. Aunque podemos tratar de adiestrarla para que no vaya por ese camino. Él me ha ofrecido la mano y se ha presentado:

—Soy Edward.

—Lo sé —le he dicho yo, sin estrecharle la mano. No sé por qué no se la he estrechado. No es que me dé miedo tocarlo. Bueno, sí me da miedo, pero no porque piense que soy mejor que él; es que me pone nerviosa.

Él ha bajado la mano y ha asentido una vez.

—Será mejor que me vaya —ha dicho.

Me he apartado para dejarlo pasar. Él ha señalado hacia la cocina, para saber si la puerta trasera estaba allí. He asentido y lo he seguido pasillo abajo. Antes de llegar a la puerta, se ha detenido un momento y ha echado un vistazo a mi dormitorio.

Me ha dado vergüenza. No estoy acostumbrada a que nadie vea mi dormitorio, por eso no me he molestado nunca en darle un aspecto más maduro. Sigo con la colcha rosa a juego con las cortinas que he tenido desde los doce años. Y por primera vez en mi vida he querido arrancar el póster de Adam Brody. Él no ha prestado atención a la decoración. Le ha echado un vistazo a la ventana —la que da al patio trasero— y se ha vuelto hacia mí. Antes de salir me ha dicho:

—Gracias por no ser despectiva, Bella.

Y se ha marchado. Por supuesto, no era la primera vez que oía la palabra despectiva, pero me ha extrañado que la usara un adolescente. Con Edward todo es contradictorio. ¿Cómo es posible que un tipo educado, correcto y que usa palabras como despectiva acabe viviendo en la calle? ¿Cómo es posible que un adolescente, cualquier adolescente, acabe viviendo en la calle?

Necesito respuestas, Ellen. Voy a averiguar qué le pasó, ya lo verás.

Bella

Estoy a punto de leer una nueva entrada cuando suena el teléfono. Repto por el sofá y no me extraña ver que es mi madre, otra vez. Ahora que mi padre ha muerto y se ha quedado sola, supongo que me llamará el doble de veces.

—Hola.

—¿Qué te parece si me mudo a Boston? —me suelta a bocajarro. Cojo el cojín que me queda más cerca y hundo la cara en él, ahogando un grito.

—Em, guau —digo, y añado—: ¿En serio?

Ella guarda silencio antes de responder:

—Solo era una idea. Podemos hablarlo mañana. Ya estoy llegando a la reunión.

—Vale. Chao.

De repente quiero largarme de Massachusetts. No puede mudarse aquí. No conoce a nadie aquí. Querrá que esté todos los días con ella, entreteniéndola. A ver, que quiero a mi madre, pero me marché de Boston para vivir mi vida, y si ella residiera en la misma ciudad, me sentiría menos independiente.

A mi padre le diagnosticaron cáncer hace tres años, cuando yo aún estaba en la universidad. Si Jacob Black estuviera aquí, le contaría una verdad pura y descarnada, sin rodeos. Le diría que sentí cierto alivio cuando mi padre perdió las fuerzas por culpa de la enfermedad y dejó de ser una amenaza para mi madre. La dinámica de su relación cambió por completo, y ya no me sentí obligada a quedarme en casa para asegurarme de que mi madre estaba a salvo. Y ahora que mi padre ya no está y no tengo que volver a preocuparme por mi madre, me apetecía alzar un poco el vuelo, por decirlo de alguna manera. Y ¿ahora pretende mudarse a Boston? Siento que me acaban de recortar las alas.

«¿Dónde hay una tumbona de polímero para barcos cuando uno la necesita?»

Me estoy estresando bastante y no sé qué haría si mi madre se mudara a Boston. Aquí no tengo jardín, ni huerto, ni malas hierbas. Ni siquiera un patio. «Necesito encontrar otra válvula de escape.» Opto por limpiar y ordenar. Coloco las viejas cajas de zapatos en el armario del dormitorio. Luego ordeno el resto del armario: las joyas, los zapatos, la ropa... «No puede venir a Boston.»