Tanto la historia como los personajes no me pertenecen, simplemente soy una persona que disfrutar adaptar las historias.
Cap 11
Ovillada en la cama, me quedo mirando el diario. Ya casi he terminado de leerlo; solo me quedan unas cuantas entradas. Lo cojo y lo coloco en la almohada, a mi lado.
—No pienso leerte —susurro.
Aunque, si acabo lo que queda, habré terminado. Después de haber visto a Edward esta noche y de saber que tiene novia, un empleo y más que probablemente un hogar, esto es lo único que me falta para poder poner fin a su historia. Tengo que acabar el maldito diario para poder guardarlo en la caja de zapatos y no volver a abrirlo nunca más.
Finalmente lo cojo y me tumbo de espaldas.
—Ellen DeGeneres, eres lo peor.
Querida Ellen:
«Sigue nadando.»
¿Reconoces la frase, Ellen? Es lo que Dory le dice a Marlin en Buscando a Nemo.
«Sigue nadando, nadando, nadando.»
No soy especialmente aficionada a los dibujos animados, pero te felicito por tu participación en la peli de Nemo. Me gustan las películas que me hacen reír, pero que te hacen sentir cosas al mismo tiempo. Y, después de hoy, creo que es mi película favorita, porque últimamente he sentido que me ahogaba y a veces la gente necesita que le recuerden que tiene que seguir nadando.
Edward se puso enfermo. Muy enfermo.
Llevaba varias noches entrando por la ventana y durmiendo en el suelo de mi habitación, pero ayer supe que algo iba mal en cuanto le puse los ojos encima. Era domingo, por lo que no lo había visto desde la noche anterior, y su aspecto era espantoso. Tenía los ojos muy rojos, estaba pálido y, aunque hacía mucho frío, tenía el pelo sudoroso. Ni siquiera le pregunté si se encontraba bien; era obvio que no. Cuando le apoyé la mano en la frente, estaba ardiendo, tanto que estuve a punto de llamar a mi madre a gritos.
—Me pondré bien, Bella—me dijo, y se puso a montar su camastro en el suelo.
Le dije que no se moviera y fui a la cocina a buscar un vaso de agua. Luego abrí el armario del baño y cogí un antigripal. Ni siquiera sabía si tenía la gripe, pero se lo di igualmente.
Se quedó en el suelo, hecho un ovillo, hasta que al cabo de una media hora me dijo:
—Bella, creo que voy a necesitar una papelera.
Me levanté de un salto, cogí la papelera que tengo bajo el escritorio y me arrodillé ante él. En cuanto la tuvo delante, se inclinó sobre ella y empezó a vomitar.
Dios, me dolía mucho verlo tan enfermo y saber que no tenía ni baño, ni casa, ni cama, ni una madre que lo cuidara. Solo a mí, que no tengo ni idea de qué hacer para ayudarlo.
Cuando acabó, le di un poco de agua y le dije que se fuera a la cama. Él se negó, pero no hice caso de sus protestas. Dejé la papelera en el suelo, al lado de la cama, y lo ayudé a acostarse.
Tenía tanta fiebre y temblaba tanto que me dio miedo dejarlo en el suelo. Me acosté a su lado y, durante seis horas, él siguió vomitando y yo me fui levantando para vaciar la papelera en el baño. No voy a engañarte, fue asqueroso; la noche más asquerosa de mi vida, pero ¿qué podía hacer? Él necesitaba mi ayuda; no podía contar con nadie más.
Esta mañana, le he dicho que volviera a su casa y que yo iría a verlo más tarde. Me sorprende que le quedaran fuerzas para saltar por la ventana. He dejado la papelera junto a la cama y he esperado a que entrara mi madre a despertarme. Al ver la papelera, se ha acercado a mí y me ha tomado la temperatura en la frente.
—Isabella, ¿te encuentras bien?
Yo he respondido con un gruñido, negando con la cabeza.
—No, he estado toda la noche mareada, vomitando. Creo que ya se me ha pasado, pero no he pegado ni ojo.
Ella se ha llevado la papelera y me ha dicho que me quedara en la cama; que llamaría al instituto y les diría que no iba a clase. Cuando se ha ido a trabajar, he ido a buscar a Edward y le he dicho que se quede en casa conmigo todo el día. Todavía vomitaba, así que le he dejado mi cama y mi baño. Me he ido asomando para ver cómo estaba cada media hora más o menos, y hacia mediodía ha dejado de vomitar. Se ha duchado y luego le he preparado una sopa.
Estaba tan cansado que no podía ni comer. Nos hemos sentado juntos en el sofá, tapados con una manta. No sé en qué momento he empezado a sentirme lo bastante cómoda con él, pero el caso es que he acabado acurrucándome a su lado. Poco después, él se ha inclinado hacia mí y me ha besado en la clavícula, justo donde se unen el cuello y el hombro. Ha sido un beso rápido; no creo que haya tenido intenciones románticas. Más bien me ha parecido un gesto de agradecimiento sin palabras, pero me ha hecho sentir un montón de cosas. Han pasado varias horas y sigo tocándome ese punto con los dedos, porque sigo notando su contacto.
Sé que probablemente haya sido uno de los peores días de su vida, Ellen, pero ha sido uno de mis días favoritos.
Y me siento muy mal por ello.
Hemos visto Buscando a Nemo, y al llegar a la parte en la que Marlin se siente muy desanimado y Dory le dice: «Si la vida te derrota ¿qué hay que hacer? Nadaremos, nadaremos, en el mar, el mar, el mar...», Edward me ha cogido de la mano.
No como si fuéramos novios, sino como si fuéramos Marlin y Dory, y yo lo estuviera ayudando a nadar.
«Sigue nadando», le he susurrado.
Bella
—-
Querida Ellen:
Estoy asustada. Muy asustada.
Me gusta mucho. Cuando estamos juntos, solo puedo pensar en él, y cuando estamos separados, me preocupo por él constantemente. Mi vida ha empezado a girar en torno a él, y eso no es bueno, ya lo sé. Pero no puedo evitarlo y no sé qué hacer, y, además, tal vez se vaya pronto.
Ayer se marchó cuando acabamos de ver Buscando a Nemo y, más tarde, cuando mis padres se fueron a la cama, se coló por la ventana de mi cuarto. Había dormido en mi cama la noche antes porque estaba enfermo. Sé que no debí hacerlo, pero eché sus mantas a lavar justo antes de meterme en la cama. Cuando él me preguntó dónde estaban, le dije que tendría que volver a dormir conmigo, porque había lavado sus mantas para que no volviera a ponerse enfermo.
Por unos momentos, me pareció que estaba a punto de volver a salir por la ventana, pero luego la cerró, se quitó los zapatos y se metió en la cama conmigo.
Ya no estaba enfermo, pero cuando se tumbó a mi lado, pensé que tal vez me lo había contagiado, porque noté el estómago revuelto. Pero no, no era ningún virus; el mareo me lo estaba causando su cercanía.
Estábamos uno frente al otro, y de pronto me preguntó:
—¿Cuándo cumples los dieciséis?
—Faltan dos meses —susurré. Permanecimos mirándonos a los ojos y mi corazón cada vez latía más deprisa—. Y ¿tú? ¿Cuándo cumples los diecinueve? —le pregunté por darle conversación, porque no quería que se diera cuenta de que tenía la respiración alterada.
—En octubre.
Asentí con la cabeza. Me pregunté por qué le interesaba tanto mi edad. ¿Le preocuparía que tuviera solo quince? ¿Me vería como a una niña pequeña? ¿Pensaría en mí como una hermanita? Ya casi tenía dieciséis. Dos años y medio de diferencia no es tanto. Tal vez cuando dos personas tienen quince y dieciocho parece mucho, pero estoy segura de que, en cuanto cumpla los dieciséis, a todos les parecerá una diferencia normal.
—Tengo que contarte algo —me dijo, y yo contuve el aliento, sin saber qué me iba a decir—. Hoy me he puesto en contacto con mi tío. Mi madre y yo vivimos con él un tiempo en Boston. Me ha dicho que, cuando vuelva de su viaje de trabajo, puedo irme con él.
Debería haberme alegrado por él; haber sonreído y haberle felicitado, pero, con la inmadurez propia de mis años, he cerrado los ojos y me he compadecido de mí misma.
—¿Vas a ir?
Él se encogió de hombros.
—No lo sé. Quería hablarlo contigo primero.
Estábamos tan cerca que podía notar el calor de su aliento. También noté que olía a menta, lo que me hizo preguntarme si se cepillaba los dientes antes de venir a verme, con las botellas de agua que le doy. Cada día le doy botellas de agua.
Vi que asomaba una pluma en la almohada y tiré de ella. Cuando logré sacarla, le di vueltas entre mis dedos.
—No sé qué decir, Edward. Me alegra que tengas un sitio donde vivir, pero ¿qué pasará con el instituto?
—Podría acabar el curso allí.
Asentí y tuve la sensación de que él ya había tomado una decisión.
—¿Cuándo te irás?
Me pregunté a qué distancia estaba Boston. Tal vez solo estuviera a unas cuantas horas por carretera, pero eso es muchísimo cuando no tienes coche.
—Todavía no sé seguro si me iré.
Dejé la pluma en la almohada y bajé la mano.
—¿Qué te lo impide? Tu tío te está ofreciendo un sitio donde vivir. Eso es bueno, ¿no?
Él frunció los labios y asintió. Luego cogió la pluma con la que yo había estado jugueteando y me imitó. Luego la dejó en la almohada e hizo algo que no esperaba: acercó los dedos a mis labios y los tocó.
Dios mío, Ellen. Pensé que me moría allí mismo. Nunca había tenido sensaciones tan intensas. Sin apartar los dedos de mis labios, me dijo:
—Gracias, Bella. Por todo.
Llevó los dedos hacia arriba y los enredó en mi pelo. Luego se inclinó hacia mí y me besó en la frente. Me costaba tanto respirar que tuve que abrir la boca para conseguir más aire. Vi que su pecho subía y bajaba con tanta dificultad como el mío. Vi también que sus ojos se quedaban clavados en mi boca.
—¿Te han besado alguna vez, Isabella?
Yo negué con la cabeza y alcé la cara porque necesitaba que él cambiara esa circunstancia en ese mismo momento, o no iba a poder respirar nunca más.
Entonces, con tanta delicadeza como si yo fuera un jarrón de la porcelana más fina, acercó su boca a la mía y la dejó quieta allí. Yo no sabía qué debía hacer a continuación, pero me daba igual. Como si quería quedarse así toda la noche sin moverse, me valía. No necesitaba nada más.
Sus labios se cerraron con más fuerza sobre los míos y noté que le temblaba la mano. Imitándolo, empecé a mover los labios igual que él. Al notar que la punta de su lengua me acariciaba los labios, pensé que los ojos me iban a dar la vuelta dentro de las órbitas. Volvió a hacerlo, y luego otra vez, así que lo hice yo también. Cuando las lenguas entraron en contacto por primera vez, se me escapó una sonrisa, porque había pensado muchas veces en cómo sería mi primer beso, dónde sería y con quién. Pero nunca, ni por casualidad, me imaginé que sería así.
Él me empujó, tumbándome sobre la cama. Me apoyó la mano en la mejilla y siguió besándome. A medida que me iba sintiendo más cómoda, los besos eran cada vez mejores. Mi momento favorito fue cuando se apartó un momento, me miró a los ojos y volvió a besarme aún con más ganas.
No sé cuánto tiempo estuvimos así. Mucho. Tanto que empezó a dolerme la boca y me costaba mantener los ojos abiertos.
Cuando al fin nos dormimos, su boca seguía rozando la mía.
No volvimos a hablar de Boston.
Todavía no sé si se irá.
Bella
—-
Querida Ellen:
Tengo que pedirte disculpas.
Hace una semana que no te escribo ni veo tu programa. No te preocupes. Lo grabo para que no pierdas audiencia, pero cada día, al bajar del autobús, Edward se da una ducha rápida y luego nos lo montamos.
Cada día.
Es alucinante.
No sé qué me pasa con él, pero a su lado me siento comodísima. Es amable y considerado. Nunca hace nada si no me apetece, aunque reconozco que hasta ahora me ha apetecido todo lo que me ha hecho.
No sé hasta qué punto debería entrar en detalles, ya que tú y yo no nos conocemos en persona, pero te diré que, si Edward se había preguntado alguna vez cómo eran mis pechos..., no hace falta que se lo siga preguntando.
Ya lo sabe.
No entiendo cómo la gente puede funcionar de manera normal en su día a día cuando les gusta tanto alguien. Si de mí dependiera, estaríamos besándonos día y noche. No haríamos nada más; tal vez charlar un poco entre beso y beso. Me cuenta historias muy graciosas. Me gusta cuando está en modo charlatán porque usa mucho las manos. Por desgracia no pasa muy a menudo pero, cuando se pone así, sonríe mucho y su sonrisa me gusta aún más que sus besos. A veces le digo que se calle y deje de sonreír, de besarme o de hablar solo para poder contemplarlo con calma. Me gusta mirarlo a los ojos. Son tan azules que podría estar en la otra punta de una habitación y la persona que lo observa sabría que son azules. Es lo único que no me gusta de besarlo, que cuando me besa, cierra los ojos.
Y no. Todavía no hemos hablado de Boston.
Bella
—-
Querida Ellen:
Ayer por la tarde, cuando volvíamos a casa en el autobús, Edward me besó. Nada nuevo, ya que, a estas alturas, nos hemos besado un montón, pero fue la primera vez que lo hicimos en público. Cuando estamos juntos, nos olvidamos de todo lo demás, así que me imagino que él no pensó que nadie se daría cuenta, pero a Angela no le pasó por alto.
Estaba sentada en el asiento de atrás y dijo: «Qué asco», cuando él se inclinó hacia mí y me besó. Y luego volvió a decirle a la chica que estaba sentada a su lado: «No me puedo creer que Isabella se deje tocar por él. Lleva la misma ropa casi todos los días».
Ellen, no te imaginas lo furiosa que me puse. Me dolió mucho, por Edward. Él se apartó, obviamente dolido por su comentario. Estaba a punto de volverme y de pegarle cuatro gritos por juzgar a alguien que no conoce, pero él me tomó la mano y negó con la cabeza.
—No lo hagas, Bella—me pidió, así que no lo hice.
Pero, durante el resto del trayecto, seguí furiosa. Me enfurecía que Angela hiciera un comentario tan ignorante solo por herir a alguien a quien ella consideraba inferior. Y me dolió ver que Edward parecía estar acostumbrado a este tipo de críticas.
No quería que pensara que me daba vergüenza que alguien nos hubiera visto besándonos. Conozco a Edward mejor que nadie en el instituto y sé que es una buena persona; da igual la ropa que lleve o que oliera mal antes de que empezara a ducharse en mi casa.
Me acerqué a él para darle un beso en la mejilla antes de apoyar la cabeza en su hombro.
—¿Sabes qué? —le pregunté.
Él entrelazó los dedos con los míos y me apretó la mano.
—¿Qué?
—Eres mi persona favorita.
Lo oí reír un poco y eso me hizo sonreír.
—¿Entre cuántas?
—Entre todas.
Él me besó la coronilla y replicó:
—Tú también eres mi persona favorita, Bella. Con mucha diferencia.
Cuando el autobús se detuvo en mi calle, no me soltó la mano cuando nos levantamos. Iba delante de mí en el pasillo, así que no me vio cuando me di la vuelta y le hice una peineta a Angela.
Supongo que no debería haberlo hecho, pero, solo por ver la cara que puso, valió la pena.
Cuando llegamos a mi casa, me quitó la llave de la mano y abrió la puerta. Es un poco raro verlo moverse tan cómodamente por la casa. Entró y volvió a cerrar con llave. En ese momento nos dimos cuenta de que se había ido la luz. Miré por la ventana y vi un camión de la compañía eléctrica en la calle, trabajando en las líneas, así que nos despedimos de ver tu programa. No lo sentí demasiado porque eso significaba que podríamos montárnoslo durante una hora y media.
—¿El horno es de gas o eléctrico? —me preguntó.
—De gas —respondí, sin entender por qué sacaba el tema.
Se quitó los zapatos (unos zapatos viejos, que habían sido de mi padre) y se dirigió a la cocina.
—Voy a prepararte algo —me dijo.
—¿Sabes cocinar?
Él abrió la cocina y se puso a rebuscar.
—Sí. Probablemente me gusta tanto como a ti ver brotar cosas en tu huerto.
Tras sacar unas cuantas cosas de la nevera, precalentó el horno. Yo me apoyé en la encimera y lo observé trabajar. No consultó ninguna receta; se limitó a echar cosas en un bol y a mezclarlas sin tan siquiera usar medidor.
Nunca he visto a mi padre mover un dedo en la cocina. Estoy segura de que no sabría ni precalentar el horno. Había dado por hecho que casi todos los hombres serían como él, pero ver a Edward en mi cocina me ha hecho cambiar de idea.
—¿Qué estás preparando? —le pregunté, apoyándome en la isleta e inclinándome sobre él para verlo.
—Galletas de chocolate —respondió—. Cookies.
Se acercó a mí, metió la cuchara en la masa y me la acercó a la boca para que la probara. La masa de cookies es una de mis debilidades, y esta era la mejor que había probado en mi vida.
—¡Oh! ¡Guau! —exclamé, pasándome la lengua por los labios para no dejar ni una gota.
Él dejó el bol a mi lado y se inclinó para besarme. La masa de galletas y la boca de Edward juntas tienen un sabor celestial, por si te lo estabas preguntando. Se me escapó un gemido que le hizo notar lo mucho que me gustaba la combinación. Él se echó a reír, pero no dejó de besarme. Siguió besándome a pesar de la risa y mi corazón se derritió por completo. Ver a Edward feliz era alucinante y me hizo desear descubrir todas las cosas que le gustaban para poder dárselas.
Mientras me besaba, me pregunté si lo amaba. Nunca había tenido novio, y no sé con qué comparar lo que estoy sintiendo. De hecho, hasta que conocí a Edward nunca había querido tener uno. Lo que veo en mi casa no es un gran ejemplo de cómo un hombre trata a la mujer que ama, por eso siempre he desconfiado de la gente en general y de las relaciones en particular.
He llegado a preguntarme si algún día seré capaz de fiarme de los hombres. En general, los odio porque me recuerdan a mi padre, pero pasar tiempo con Edward me está haciendo cambiar. No mucho; sigo desconfiando de la mayoría de la gente, pero al menos he logrado creer que él es la excepción que confirma la regla.
Dejó de besarme y volvió a coger el bol. Se dirigió a otra encimera y echó la masa con la cuchara sobre dos hojas de papel de horno.
—¿Quieres que te cuente un truco sobre los hornos de gas? —me preguntó.
Hasta ese momento, nunca me había interesado la cocina, pero Edward despertó mi curiosidad. De pronto sentí ganas de saber todo lo que pudiera enseñarme. Tal vez se debió a lo feliz que parecía cuando me hablaba de ello.
—Los hornos de gas no se calientan de manera homogénea —me explicó, mientras abría la portezuela y colocaba las galletas dentro—. Tienes que dar vueltas a los moldes para que el contenido se haga por todas partes por igual. —Cerró el horno, se quitó la manopla y la lanzó sobre la encimera—. Una piedra para pizza es muy útil. Aunque no hagas pizza, sirve para calentar el horno de manera homogénea.
Se acercó a mí y me acorraló contra la encimera. Sentí una descarga de electricidad mientras me bajaba el cuello de la camiseta para besar el punto de mi hombro que tanto le gusta. Te juro que a veces, estando sola, noto sus labios allí.
Estaba a punto de besarme en la boca cuando oímos que un coche se detenía ante la casa y que la puerta del garaje empezaba a abrirse. De un salto, bajé de la isleta mirando frenética a mi alrededor. Él me tomó la cara entre las manos y me dijo:
—Vigila las galletas. Estarán listas dentro de veinte minutos.
Me dio un último beso y me soltó. Fue corriendo al salón a buscar la cartera y salió por la puerta de atrás justo cuando mi padre apagaba el motor de su coche.
Estaba recogiendo los ingredientes cuando mi padre entró en la cocina desde el garaje. Miró a su alrededor y vio que el horno estaba encendido.
—¿Estás cocinando? —me preguntó.
Le respondí asintiendo con la cabeza, porque tenía miedo de que, si respondía en voz alta, se diera cuenta de que estaba temblando como una hoja. Fregué un trozo de encimera que estaba limpio y finalmente me aclaré la garganta y dije:
—Estoy haciendo galletas. Cookies.
Él dejó el maletín en la mesa de la cocina y se acercó a la nevera a por una cerveza.
—Se fue la luz un rato —seguí diciendo— y estaba tan aburrida que decidí hornear algo mientras volvía.
Mi padre se sentó a la mesa de la cocina y se pasó los siguientes diez minutos haciéndome preguntas sobre el instituto y sobre mis planes para la universidad. A veces, cuando estábamos los dos solos, vislumbraba lo que debería ser una relación normal entre un padre y una hija. Aunque casi siempre lo odiaba, echaba de menos vivir momentos como aquel, sentados a la mesa de la cocina, charlando sobre el cole o sobre posibles carreras que elegir. Si lograra comportarse siempre así, la vida sería muy distinta; mucho más sencilla para todos.
Le di la vuelta a la bandeja de galletas como Edward me había dicho que hiciera y cuando estuvieron listas las saqué del horno. Elegí una y se la di a mi padre, aunque me sentí mal al hacerlo. Tuve la sensación de estar malgastando una de las galletas de Edward.
—Guau. Están buenísimas, Isabella—dijo mi padre.
Le di las gracias, aunque me salió forzado, porque yo no las había hecho, pero no podía decírselo.
—Son para el cole, así que solo puedes comerte una —mentí.
Esperé a que se enfriaran antes de meterlas en un táper y me las llevé a la habitación. No quise probarlas sin Edward , así que aguardé hasta que volvió por la noche.
—Deberías haberte comido una mientras estaban calientes —me dijo—. Es cuando están mejor.
—No quería comérmelas sin ti —reconocí.
Nos sentamos en la cama, con las espaldas apoyadas en la pared, y nos comimos la mitad. Le dije que estaban deliciosas, pero tenía que haberle dicho que eran las mejores que había probado en toda mi vida.
No lo hice porque no quería que se le subiera a la cabeza. Me gustaba tal como era, humilde. Traté de coger otra, pero él me quitó el táper y le puso la tapa.
—Si comes demasiadas, te sentarán mal y no querrás volver a probar mis galletas nunca más.
Me eché a reír.
—Imposible.
Él bebió un poco de agua y se puso de pie, frente a mí.
—He hecho algo para ti —dijo, metiéndose la mano en el bolsillo.
—¿Más galletas? —bromeé.
Sacudió la cabeza, sonriendo, y me mostró el puño. Yo alcé la mano y él dejo caer algo duro sobre mi palma. Era la silueta de un corazón tallado en madera, pequeño, de unos tres centímetros de largo.
Lo acaricié con el pulgar, tratando de no sonreír como una boba. El corazón no era anatómicamente correcto, pero tampoco era una silueta simple, como la de los corazones dibujados. Era irregular y hueco en el centro.
—¿Lo has hecho tú? —le pregunté, alzando la cara un momento.
Él asintió con la cabeza.
—Lo tallé con un viejo cuchillo que encontré en la casa.
Los extremos del corazón no estaban conectados. Se curvaban un poco hacia dentro, dejando algo de espacio sobre el corazón. No sabía qué decir. Noté que él volvía a sentarse en la cama, pero no pude apartar los ojos del corazón, ni siquiera para darle las gracias.
—Lo tallé de una rama del roble de tu jardín —me dijo, susurrando.
Te juro, Ellen, que nunca pensé que pudiera amar algo con tanta intensidad. O tal vez el amor que estaba sintiendo no era por el regalo, sino por él. Apreté el puño con fuerza y me lancé a besarlo con tanta fuerza que lo derribé sobre la cama. Pasándole la pierna por encima, quedé montada sobre él. Edward me agarró de la cintura y sonrió, con la boca pegada a mis labios.
—Voy a tallarte una casa entera si me lo recompensas así — susurró.
Me eché a reír.
—Tienes que dejar de ser tan perfecto —protesté—. Ya eres mi persona favorita, pero estás siendo muy injusto con el resto de la humanidad, porque nadie podrá nunca estar a tu altura.
Sujetándome por la nuca, me hizo girar hasta que quedé tumbada en la cama con él encima.
—Entonces, mi plan está funcionando —replicó, antes de besarme otra vez.
Mientras nos besábamos, yo sostenía con fuerza el corazón. Quería creer que era un regalo que me había hecho porque sí, pero en parte me daba miedo que fuera un regalo de despedida, para que no me olvide de él cuando se vaya a Boston.
No quiero tener que recordarlo. Si tengo que recordarlo, significará que ya no forma parte de mi vida.
No quiero que se vaya a Boston, Ellen. Sé que es muy egoísta por mi parte; sé que no puede seguir viviendo en esa casa, lo sé.
No sé qué me da más miedo: que se marche, o ser egoísta y rogarle que se quede.
Sé que tenemos que hablar del asunto. Esta noche, cuando venga a casa, sacaré el tema de Boston. Anoche no quise hablar de ello porque fue un día perfecto.
Bella
—-
Querida Ellen:
Sigue nadando. Sigue nadando.
Se va a Boston.
No tengo ganas de hablar de ello.
Bella
—-
Querida Ellen:
A mi madre le va a costar disimular las marcas esta vez.
Mi padre es un experto en el tema. Sabe dónde pegar para no dejar moratones a la vista. No le interesa que la gente se entere de lo que le hace. Le he visto darle patadas, estrangularla, golpearla en la espalda y en el estómago, tirarle del pelo.
Las pocas veces que le ha dado en la cara, han sido bofetadas, por lo que las marcas duran poco rato.
Pero nunca le había visto hacer lo que le hizo anoche.
Era tarde cuando llegaron a casa. Era fin de semana y mi madre lo acompañó a un acto social. Mi padre tiene una empresa inmobiliaria, además de ser el alcalde de la ciudad, por lo que acuden a muchos actos públicos como cenas benéficas, lo que es francamente irónico porque mi padre odia las organizaciones benéficas. Supongo que va por guardar las apariencias.
Cuando llegaron a casa, Edward y yo estábamos en mi cuarto. Los oí discutir en cuanto cruzaron la puerta. No entendí todo lo que decían, pero me pareció que mi padre la acusaba de haber estado coqueteando con otro hombre.
Conozco a mi madre, Ellen, y sé que ella nunca haría algo así. Es más probable que el tipo la mirara y eso despertó los celos de mi padre. Mi madre es una mujer muy guapa.
Oí que la llamaba puta y justo después llegó el primer golpe. Quise bajar de la cama, pero Edward lo impidió y me dijo que no saliera, que podría hacerme daño a mí. Le dije que a veces funciona; que cuando me ve, mi padre se marcha. Edward siguió tratando de evitarlo, pero al final me levanté y fui al salón.
Ellen.
Yo...
Estaba sobre ella.
Estaban en el sofá y con una mano la estaba estrangulando, pero con la otra le estaba levantando el vestido. Mi madre trataba de defenderse y yo permanecí inmóvil, paralizada. Mi madre le rogó que la soltara, pero él le cruzó la cara de una bofetada y le dijo que se callara. Nunca olvidaré sus palabras. Le dijo:
—¿Quieres llamar la atención? Yo te voy a dar la atención que buscas, puta.
Mi madre se quedó quieta y dejó de resistirse. Estaba llorando y la oí decir:
—Por favor, cállate. Isabella está en casa.
Dijo: «Por favor, cállate».
Por favor, cállate mientras me violas, cariño.
Ellen, no sabía que un ser humano era capaz de sentir tanto odio en su corazón. Y no, no estoy hablando de mi padre. Estoy hablando de mí.
Fui directa a la cocina y abrí un cajón. Cogí el cuchillo más grande que encontré y... No sé cómo explicarlo. Fue como si no estuviera en mi cuerpo y lo viera todo desde fuera. Me vi caminando por la cocina con el cuchillo en la mano, sabiendo que no iba a usarlo, pero necesitaba algo que pudiera impresionarlo. Sin embargo, antes de salir de la cocina, unos brazos me rodearon la cintura y tiraron de mí hacia atrás. Solté el cuchillo. Mi padre no lo oyó, pero mi madre sí. Nuestras miradas se cruzaron mientras Edward tiraba de mí y volvía a meterme en la habitación. Una vez dentro, empecé a darle golpes en el pecho porque quería volver para ayudar a mi madre. Lloraba y luchaba para librarme de él, pero Edward no me soltaba.
Me rodeó con sus brazos y me dijo:
—Bella, cálmate.
Lo repitió una y otra vez durante mucho rato, hasta que asumí que no pensaba dejarme volver al salón y que no iba a permitir que usara el cuchillo.
Él cogió su anorak y se puso los zapatos.
—Vamos a la casa de al lado —dijo—. Llamaremos a la policía.
La policía.
Mi madre me había advertido que no debía llamar a la policía. Me dijo que pondría en jaque la carrera de mi padre. Francamente, en esos momentos, la carrera de mi padre me importaba bien poco. Me daba igual que fuera el alcalde o que la gente descubriera su lado oscuro. Lo único que me importaba era ayudar a mi madre. Por eso yo también me puse el anorak y saqué unos zapatos del armario. Al cerrarlo, vi que Edward tenía la vista fija en la puerta del dormitorio.
Se estaba abriendo.
Mi madre entró y cerró rápidamente con llave. Nunca olvidaré su aspecto. Le sangraba el labio, se le estaba hinchando un ojo y tenía un mechón de pelo arrancado en el hombro. Miró a Edward y después a mí.
Ni siquiera me preocupó que pudiera reñirme por estar a solas con un chico en mi habitación. Eso me daba igual; solo me preocupaba ella. Me acerqué, le tomé las manos y la acompañé a la cama, para que se sentara. Le aparté el pelo del hombro y luego de la frente.
—Va a llamar a la policía, mamá. ¿Vale?
Ella abrió mucho los ojos y sacudió la cabeza.
—No. —Volviéndose hacia Edward, insistió—: No, no puedes.
Él estaba ya en la ventana, a punto de irse, pero se detuvo y me miró.
—Está borracho, Isabella. Te oyó cerrar la puerta y se ha ido a la cama. Ha parado, Bella. Si llamas a la policía, será peor; créeme. Deja que duerma la mona, mañana será todo más fácil.
Yo negué con la cabeza mientras los ojos se me llenaban de lágrimas
—¡Mamá, estaba a punto de violarte!
Ella agachó la cabeza, haciendo una mueca. Negando con la cabeza sin cesar, dijo:
—No, Bella. No es verdad. Estamos casados y a veces el matrimonio es... Eres demasiado joven para entenderlo.
Permanecí unos instantes en silencio, pero finalmente no pude más y solté:
—Pues espero no entenderlo nunca, joder.
En ese momento, empezó a llorar en serio. Se sostuvo la cabeza entre las manos y soltó grandes sollozos, mientras yo la abrazaba y lloraba con ella. Nunca la había visto tan disgustada. O dolida. O asustada. Me rompió el corazón, Ellen.
Me destrozó verla así.
Cuando dejó de llorar, miré a mi alrededor. Edward no estaba. Volvimos a la cocina y la ayudé a lavarse el labio y el ojo. No mencionamos la presencia de Edward en ningún momento. Pensaba que en cualquier momento iba a decir que estaba castigada, pero no lo hizo. Al principio me extrañó, pero luego me di cuenta de que así es como mi madre reacciona ante las cosas que no le gustan. Las barre y las esconde debajo de la alfombra, y nunca vuelve a mencionarlas.
Bella
—-
Querida Ellen:
Creo que ya estoy preparada para hablar sobre Boston.
Se ha ido hoy.
He barajado las cartas tantas veces que me duelen las manos.
Tengo miedo de volverme loca si no pongo por escrito cómo me siento.
La última noche no fue demasiado bien. Al principio, nos besamos mucho, pero estábamos demasiado tristes para disfrutarlo. Por segunda vez en dos días me dijo que había cambiado de idea y que no pensaba irse. No quería dejarme sola en mi casa, pero repuse que llevaba viviendo con mis padres casi dieciséis años y que era tonto renunciar a una casa y seguir siendo un sin techo por no dejarme sola. Eso no quiere decir que no me doliera.
Traté de no dejarme arrastrar por la pena, así que, mientras estábamos tumbados en la cama, le pedí que me hablara de Boston. Le dije que, tal vez algún día, cuando acabaran las clases, podría ir a visitarlo.
Cuando empezó a hablar de la ciudad, puso una expresión que no le había visto nunca, como si estuviera hablando del paraíso. Me contó que allí todo el mundo tiene un acento genial, que muchas veces no pronuncian la erre final, que la hacen muda. Él también la pronuncia así a veces, pero supongo que no se da cuenta. Me contó también que vivió allí desde los nueve hasta los catorce años; supongo que fue entonces cuando pilló el acento.
Y luego me contó que su tío vive en un bloque de pisos con una azotea chulísima.
—Muchos bloques de pisos tienen azoteas; algunas hasta con piscina.
En Plethora, Maine, dudo que haya un solo edificio lo bastante alto para poder tener azotea. Me pregunté cómo debía ser estar a tanta altura. Le pregunté si había ido alguna vez y me dijo que sí, que a veces subía a pensar mientras contemplaba la ciudad desde lo alto. Y me
habló de la comida. Ya sabía que le gustaba cocinar, pero lo que no sabía era la pasión que le despertaba la cocina. Supongo que nunca hablamos sobre ello, porque no tenía una cocina a su alcance y lo único que me preparó fueron las galletas.
Me habló del puerto y de cómo, antes de que su madre volviera a casarse, lo llevaba a veces a pescar allí.
—En realidad, Boston no es distinta de cualquier otra gran ciudad, supongo —dijo—. No es que destaque por nada en especial... No sé. Tiene algo, buenas vibraciones, buena energía. Cuando la gente dice que vive en Boston, se nota que se sienten orgullosos de su ciudad. A veces echo de menos esa sensación.
Le acaricié el pelo y repliqué:
—Bueno, oyéndote hablar, parece que sea la mejor ciudad del mundo. Como si todo fuera mejor en Boston.
Él me dirigió una mirada triste al decir:
—Casi todo es mejor en Boston, menos las chicas, porque tú no estás allí.
Sus palabras me hicieron ruborizarme. Me dio un beso muy dulce y, al acabar, le dije:
—Yo no estoy allí todavía. Algún día me mudaré y te encontraré.
Me pidió que se lo prometiera y me dijo que, si yo me mudaba a Boston, realmente todo sería mejor allí y estaríamos en la mejor ciudad del mundo.
Nos besamos un rato más e hicimos otras cosas que no te cuento porque no quiero aburrirte. Aunque no quiero decir que fueran aburridas.
No lo fueron.
Pero esta mañana he tenido que decirle adiós. Me ha abrazado y me ha besado durante tanto rato que pensaba que me moriría si me soltaba. Pero no me he muerto, porque me ha soltado y aquí sigo. Sigo viva. Sigo respirando.
Pero me cuesta.
Bella
—-
Vuelvo la página, pero, al ver lo que hay, cierro el diario bruscamente.
Solo queda una entrada, pero no me siento preparada para leerla ahora mismo. No sé si llegaré a estarlo nunca. Guardo el diario en el armario, convencida de que mi historia con Edward ha llegado a su fin. Ahora él es feliz.
Y yo soy feliz.
Está claro que el tiempo cura todas las heridas.
O casi todas.
Apago la lámpara y, cuando cojo el móvil para ponerlo a cargar, veo que tengo dos mensajes de Jacob y uno de mi madre.
Jacob: Se avecina una pura verdad dentro de tres..., dos...
Jacob: Tenía miedo de que estar en una relación fuera una carga añadida a mis responsabilidades, por eso las he evitado toda la vida. Ya tengo bastante tensión en mi vida y, viendo el estrés que el matrimonio de mis padres parecía causarles y los fracasos en los matrimonios de algunos de mis amigos, no quería pasar por lo mismo. Pero después de esta noche me he dado cuenta de que probablemente es la gente la que lo está haciendo mal, porque lo que hay entre nosotros no me parece una responsabilidad, sino una recompensa. Y me voy a dormir preguntándome qué he hecho para merecerla.
Abrazo el móvil y sonrío. Luego hago una captura de pantalla porque pienso guardar ese mensaje para siempre y finalmente abro el mensaje de mi madre.
Mamá: ¿Un médico, Isabella? Y ¿tienes tu propio negocio? Cuando sea mayor quiero ser como tú.
Sí, hago una captura de pantalla de este mensaje también.
—-
Creo que este es el capítulo más largo hasta el momento.
Bueh aca extendemos más la historia de Bella y Ed. también la relación de violencia que tienen los padres de ella.
Si estás leyendo esto y estás atrapada en una relación cualquier que sea en donde sientas que te maltratan, o te sientes agredida/o recuerda que siempre encontrarás a alguien que esté dispuesto a ayudarte.
