Ni los personajes ni la historia me pertenecen, solo me divierto adaptando esta historia para llegar a más personas.
Cap 25
Huele a tostadas.
Me estiro en la cama y sonrío porque Jacob sabe que las tostadas son mi desayuno favorito.
Abro los ojos y la claridad me abruma con la fuerza de un choque frontal. Aprieto los párpados al darme cuenta de dónde me encuentro y por qué. El olor a tostadas no se debe a que mi dulce y cariñoso marido esté preparando el desayuno para traérmelo a la cama.
Inmediatamente tengo ganas de llorar otra vez, pero me fuerzo a levantarme de la cama. Me obligo a centrarme en el vacío que siento en el estómago y me digo que tendré tiempo de sobra para llorar después de haber comido algo. Tengo que alimentarme si quiero recuperar las fuerzas.
Al salir del baño me fijo en que alguien ha cambiado la posición de la butaca. Ya no está encarada hacia la puerta, sino hacia la cama. Además, hay una manta sobre el respaldo de la butaca. Es obvio que Edward ha pasado parte de la noche aquí mientras yo dormía.
Probablemente tenía miedo de que tuviera una contusión.
Al entrar en la cocina, lo veo moverse entre la nevera, los fuegos, la encimera... Por primera vez en doce horas siento una punzada de algo que no es agonía, porque recuerdo que es un chef, uno de los buenos..., y me está preparando el desayuno.
Alza la cara y me ve entrar en la cocina.
—Buenos días —me saluda, esforzándose en adoptar un tono neutro—. Espero que tengas hambre.
Desliza hacia mí un vaso y un cartón de zumo de naranja sobre la encimera, antes de volverse de nuevo hacia los fogones.
—Sí, tengo hambre.
Él mira por encima del hombro y esboza una sonrisa. Me sirvo un vaso de zumo y me dirijo al otro extremo de la cocina, donde hay un rincón para comer. Hay un periódico sobre la mesa. Sin pensar, lo cojo, pero, al ver que se trata del ejemplar sobre los mejores negocios de Boston, las manos empiezan a temblarme con tanta fuerza que se me cae. Cierro los ojos y doy un sorbo al zumo, lentamente.
Poco después Edward me coloca un plato delante y se sienta frente a mí, al otro lado de la mesa. Se acerca su plato y empieza a cortar una crêpe.
Bajo la vista hacia mi plato y veo tres crêpes, bañadas en sirope y adornadas con nata montada. A la derecha hay rodajas de naranja y de fresón. Es tan bonito que sabe mal comérselo, pero paso de todo porque estoy muerta de hambre.
Empiezo a comer con los ojos cerrados, tratando de que no se note demasiado que es el mejor desayuno del que he disfrutado en mi vida. Por fin me doy permiso para reconocer que su restaurante se merece todos los premios que le han dado, por mucho que yo quisiera impedir que Jacob y Alice volvieran allí. Es el mejor restaurante que conozco.
—¿Dónde aprendiste a cocinar? —le pregunto.
Él da un sorbo al café antes de responder:
—Cuando estuve en el Cuerpo de Marines —responde, dejando la taza en la mesa—. Realicé prácticas durante el primer periodo y, cuando volví a alistarme, lo hice ya como cocinero. —Da golpecitos con el tenedor en el borde del plato—. ¿Te gusta?
Asiento con la cabeza.
—Es delicioso, pero te equivocas. Ya sabías cocinar antes de alistarte.
Él sonríe.
—¿Aún te acuerdas de las cookies?
Vuelvo a asentir.
—Las mejores que he probado nunca.
Él se echa hacia atrás en la silla.
—Lo más básico lo aprendí solo. Mi madre trabajaba en el turno de tarde; si quería cenar algo, tenía que preparármelo yo. No me apetecía morirme de hambre, así que me compré un libro de cocina en un mercadillo de objetos de segunda mano y, a lo largo de varios meses, preparé todas las recetas que salían en el libro. Tenía trece años.
Sonrío, sorprendiéndome a mí misma por ser capaz de hacerlo.
—La próxima vez que te pregunten cómo aprendiste a cocinar, deberías contarles esta historia. Es mucho mejor.
Él niega con la cabeza.
—Eres la única persona que sabe algo de mi vida antes de los diecinueve años, y preferiría que siguiera siendo así.
Me cuenta su experiencia como cocinero en el ejército y el modo en que ahorraba todo el dinero que podía para abrir su propio restaurante. Empezó con una cafetería pequeña, que funcionó muy bien, y luego abrió el Bib's hace un año y medio.
—No va mal —comenta modesto.
Echo un vistazo alrededor y vuelvo a mirarlo a él.
—Yo diría que va algo mejor que bien.
Encogiéndose de hombros, sigue comiendo. Permanecemos en silencio hasta que acabamos de desayunar, pero no paro de darle vueltas a la cabeza. Pienso en el nombre del restaurante, en lo que dijo en la entrevista... Y, por supuesto, esos pensamientos me llevan directamente a Jacob, y a la furia de su voz al leer la última frase del artículo.
Creo que Edward se da cuenta de mi cambio de actitud, porque permanece en silencio mientras recoge la mesa.
Cuando acaba, vuelve a la mesa, pero esta vez se sienta a mi lado y apoya una mano sobre la mía.
—Tengo que irme a trabajar unas horas —me dice—, pero no quiero que te vayas. Quédate tanto tiempo como necesites, Bella. Y..., por favor, no vuelvas a casa hoy.
Lo noto tan preocupado que niego con la cabeza.
—No volveré. Me quedaré aquí; te lo prometo.
—¿Necesitas algo antes de que me vaya?
Niego con la cabeza.
—No, estaré bien.
Él se levanta y coge la chaqueta.
—Volveré lo antes posible, cuando acabe el turno del mediodía. Te traeré algo de comer, ¿vale?
Me obligo a sonreír.
Él abre un cajón y saca papel y lápiz para anotar algo antes de irse. Cuando ya se ha marchado, me acerco a la encimera para mirar qué ha anotado. Son instrucciones para conectar la alarma. También ha escrito su número de móvil, aunque me lo sé de memoria. Y el del trabajo, y la dirección de su casa y la del restaurante.
Y al final, en letra más pequeña, ha añadido:
«Sigue nadando, Bella».
Querida Ellen:
Hola, soy yo. Isabella Swan. Bueno, técnicamente ahora soy Isabella Black. Sé que hace mucho que no te escribo. Un montón. Después de lo que pasó con Edward, no me atrevía a abrir los diarios. Ni siquiera me atrevía a mirar tu programa después de clase, porque dolía demasiado tener que verlo sola. Para ser sincera, todo lo que tuviera que ver contigo me deprimía. Cuando pensaba en ti, pensaba en Edward. Y, para ser franca, no quería pensar en Edward, y por eso te borré a ti también de mi vida.
Lo siento. Estoy segura de que tú no me echaste de menos, pero, a veces, las cosas que más nos importan son las que más nos duelen. Y para poder superar ese dolor tienes que cortar todos los vínculos y extensiones que te atan a ese dolor. Tú eras una extensión de mi dolor, por eso te eliminé, para ahorrarme un poco de agonía.
Estoy segura de que tu programa sigue siendo tan genial como siempre. He oído decir que sigues bailando al principio de algunos de ellos, pero ¿sabes qué? Ya no me molesta. Al contrario. Creo que es una señal de madurez, saber apreciar cosas que son importantes para los demás, aunque no lo sean para ti.
Supongo que debería ponerte al día de mi vida. Mi padre murió. Tengo veinticuatro años. Me gradué en la universidad, trabajé en marketing una temporada y ahora tengo mi propio negocio. Es una tienda de flores. Sí, uno de mis objetivos vitales. ¡Lo logré!
Y también tengo un marido, pero no es Edward.
Y vivo en Boston.
Acojonante, lo sé.
La última vez que te escribí tenía dieciséis años. Estaba muy mal, hecha mierda, muerta de preocupación por Edward. Ahora él ya no me preocupa, pero también estoy muy mal. Peor que la última vez que te escribí.
Te pido disculpas porque nunca te escribo cuando estoy bien. Siempre te toca aguantar mis mierdas, pero supongo que para eso están los amigos, ¿no?
Ni siquiera sé por dónde empezar. Sé que no sabes nada de mi vida actual ni de mi marido, Jacob. Tenemos una costumbre. De vez en cuando uno le reclama al otro que diga la pura verdad y en ese momento el otro tiene la obligación de responder con la verdad pura y dura, y decir lo que piensa en realidad. Sin tapujos.
Así que ahí va... Pura verdad.
Prepárate.
Me he enamorado de un hombre que me maltrata físicamente. Y no logro entender cómo he podido acabar en esta situación viniendo de donde vengo.
Durante mi adolescencia, muchas veces me preguntaba qué debía de pasar por la cabeza de mi madre después de que él la maltratara. Me preguntaba cómo podía amar a un hombre que le había puesto las manos encima; que la golpeaba una y otra vez; que siempre le prometía que no volvería a pasar y que, de nuevo, volvía a agredirla.
Ahora soy capaz de ponerme en su lugar. Y lo odio.
Llevo cuatro horas sentada en el sofá de Edward, luchando contra mis sentimientos. No logro controlarlos; ni siquiera logro entenderlos. No sé cómo procesarlos. Y por eso he vuelto a las viejas costumbres, porque he pensado que me vendría bien ponerlo todo por escrito para poder entenderlo mejor. Te pido disculpas, Ellen, pero prepárate, porque voy a vomitarte un montón de palabras.
Si tuviera que comparar lo que siento con algo sería con la muerte. Y no la muerte de una persona cualquiera, sino de esa persona especial, la que sientes más cercana en el mundo. Esa persona de la que no puedes imaginarte su muerte sin echarte a llorar. Así es como me siento, como si Jacob hubiera muerto.
Es una cantidad astronómica de dolor. Una montaña inmensa. Siento que he perdido a mi mejor amigo, a mi amante, a mi marido, a mi salvavidas. Pero lo que diferencia a este sentimiento de la muerte es otra emoción que no tiene por qué acompañar a la muerte auténtica: el odio.
Estoy tan enfadada con él, Ellen, que me faltan palabras para expresar tal cantidad de odio. Y, sin embargo, en medio de todo el odio, se abren camino razonamientos, explicaciones, excusas que nacen dentro de mí. Y pienso cosas como: «No debería haber guardado el imán» o «Debería haberle contado lo del tatuaje desde el principio» o «No debería haber guardado los diarios».
Ese tipo de ideas son las peores. Me dejan destrozada porque me roban la fuerza que me proporciona el odio. Esas excusas me obligan a imaginarme un futuro a su lado, un futuro en el que yo he tomado medidas para evitar que él vuelva a enfurecerse. Me digo que no volveré a traicionarlo, que nunca volveré a ocultarle nada, que no volveré a darle motivos para reaccionar de esa manera. Que los dos tendremos que esforzarnos más de ahora en adelante para que las cosas funcionen.
En lo bueno y en lo malo, ¿no?
Y estoy segura de que estas eran las ideas que pasaban por la cabeza de mi madre en el pasado. Aunque la diferencia entre ella y yo era que ella tenía más preocupaciones. No tenía la estabilidad económica que yo tengo. No tenía los recursos para irse de casa y proporcionarme lo que ella consideraba una vivienda en condiciones. No quería apartarme de mi padre, ya que yo estaba acostumbrada a vivir en un hogar con padre y madre. Estoy segura de que este tipo de razonamiento fue su peor enemigo en más de una ocasión.
No puedo hacerme a la idea de que voy a tener un hijo con este hombre. Hay un ser humano que creamos juntos y que está creciendo dentro de mí. Y da igual la opción que elija —irme o quedarme—, ninguna de las dos opciones me gusta para mi hijo. ¿Qué es mejor, crecer en un hogar roto o en uno donde hay malos tratos? Siento que ya le he fallado a mi hijo en esta vida, y eso que solo hace un día que sé de su existencia.
Ellen, me encantaría que pudieras responderme. Ojalá pudieras gastarme una broma ahora mismo porque mi corazón lo necesita.
Nunca me había sentido tan sola, tan destrozada, tan furiosa, tan dolida.
Los que se miran estas situaciones desde fuera a menudo se preguntan cómo es posible que las mujeres vuelvan a casa de su maltratador. Recuerdo haber leído en alguna parte que el 85 por ciento de las mujeres recaen. Fue antes de darme cuenta de que mi relación formaba parte de la estadística. Por aquel entonces, pensé que las mujeres que actuaban así eran tontas y débiles. Más de una vez acusé a mi madre de serlo.
Pero muchas veces, la razón por la que las mujeres regresan es simplemente porque están enamoradas. Amo a mi marido, Ellen. Amo muchas cosas de él. Ojalá pudiera librarme limpiamente de los sentimientos que me despierta. Ojalá fuera tan fácil como antes pensaba. Impedir que tu corazón perdone a alguien que te ha hecho daño es mucho más difícil que perdonarlo.
Ahora soy un número, formo parte de una estadística. Lo que yo pensaba antes de mujeres como yo es lo que ahora opinarían sobre mí otras personas si conocieran mi situación.
«¿Cómo puede amarlo después de lo que le ha hecho? ¿Cómo puede plantearse siquiera la posibilidad de volver con él?»
Qué triste que esto sea lo primero que nos pasa por la cabeza cuando conocemos un caso de malos tratos. ¿No deberíamos ser más duros con los que maltratan en vez de criticar a los que siguen amando a sus maltratadores?
Pienso en todas las personas que se han encontrado en esta situación antes que yo. Y en las que la vivirán después de mí. ¿Acaso todas le damos las mismas vueltas a la cabeza tras experimentar malos tratos a manos de alguien a quien amamos? ¿Repetimos siempre las mismas frases?
«En lo bueno y en lo malo, en la riqueza y en la pobreza, en la salud y en la enfermedad, hasta que la muerte nos separe.»
Tal vez no hay que tomarse esos votos de manera tan literal.
¿En lo bueno y en lo malo?
A...
La...
Mierda.
Bella
XXXXXXXXXX
Bella ha vuelto a escribir, y al parecer ha tomado su decisión.
Hay que esperar como avanzan los días.
nos vemos en la próxima actualización.
