Capítulo 11. Como debía ser

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–Sí, hubo un problema con ella. Cambiamos la fecha de partida, pero solo por dos días. Estaré allí cerca del mediodía, a tiempo para alistarnos para el año nuevo.

–¿Qué hay de Yoh?

–Pensé que se quedaría aquí en Aomori, pero parece que tiene otros planes. De hecho, ambos tomaremos el mismo tren y yo me bajaré en la estación más cercana a Izumo para hacer el trasbordo y él continuará hasta Tokio. Dice que…se encuentra bien, pero le hice prometerme que retomara sus chequeos.

–¿Por qué? ¿Viste algo anormal en él?

Keiko se tomó una larga pausa antes de contestar. Aunque en realidad, con esa pausa ya había respondido la pregunta de Mikihisa. Antes de poder transmitirle verbalmente sus observaciones, sintió los pasos de su hijo bajando las escaleras. Despidió a su esposo con la promesa de que llevaba algunos suvenires para él y Tamao. Justo ese saludo sería lo que Yoh escuchara al entrar por la puerta. Mikihisa entendería la despedida tan abrupta.

–¿Quieres cenar? –se dirigió a su hijo, con un tazón en sus manos.


El pequeño redondel de metal estaba muy frío. Lo sentía trasladarse desde un punto de su espalda a otro, mientras el médico escuchaba el murmullo interno de su respiración atentamente y en silencio. Terminó, tras un momento de cavilar consigo mismo, y lo siguiente que hizo fue envolverle el antebrazo con una tela a la que comenzó a inflar.

Parecía que las máquinas conectadas a ella no eran suficientes. Anna se dejaba manipular una y otra vez con cierto fastidio, pero no objetaba solo porque sabía que cuanta mayor resistencia pusiera, más tiempo podía durar el examen.

–¿Siente alguna molestia? ¿Le duele algo? –le preguntó. Anna negó con la cabeza.

–¿Apetito?

–Aún no ha comido –informó la enfermera a su lado. La bandeja con el almuerzo seguía sobre la mesa, al alcance de la cama, porque la mujer todavía tenía la inocente idea de que si la dejaba a la vista de Anna, ella podría tentarse y comer.

–¿Qué sucede? ¿No tiene hambre? –Anna negó nuevamente. –Quieta –ordenó el doctor iluminándole con una luz de punto el centro del ojo. Cuando terminó con ambos ojos, se mordió el labio inferior con desconcierto, y continuó haciéndolo cuando leía las carpetas con los informes.

–Todo está normal, pero quedará en observación unos días más –fue su indicación a la enfermera.

Solo entonces Anna reaccionó, interfiriendo entre ambos.

–No puede ser. Debo irme cuanto antes.

Ya había soportado dos días allí, y le había sido más que suficiente.

El hombre volvió su atención a ella, con la mirada extrañada.

–¿Qué prisa tiene? No creo que haya algo más importante que su bienestar. Y los exámenes pueden tener resultados normales, pero aún tiene que estar bajo supervisión.

Anna intentó protestar, pero no tenía ninguna excusa que le podría ser de ayuda. Cerró sus labios casi en contra de su voluntad, y se contuvo de pelear. Era lo mejor que podía hacer; ser dócil. Al menos por el momento.

–Quítale la vía –le dijo a la enfermera, mientras se retiraba caminando hacia la puerta. –Ya superó la deshidratación, ahora necesito que coma por su cuenta. Si no empieza a comer, señorita, retrasará más su estadía aquí. ¿Lo entiende?

La itako asintió, ocultando su fastidio.

La enfermera obedeció y comenzó a quitar la aguja que Anna llevaba incrustada en la mano desde el momento que había pisado ese lugar. Como si le hubieran retirado un par grilletes, se puso a pensar sus opciones con rapidez una vez estuvo liberada, mientras que la mujer presionaba un algodón en el sitio del pinchazo y le dirigía unas palabras de ánimo que ella, metida en sus cavilaciones, apenas escuchó ni respondió.

El doctor no la dejaría marchar hasta encontrarla en perfectas condiciones. El único problema era que jamás podría estar en perfectas condiciones. Nada quitaría las jaquecas diarias y el hecho de que su estómago no pudiera soportar ninguna clase de alimento desde hacía tiempo. Había perdido la cuenta de las veces que los médicos se paraban frente a ella a negar con la cabeza y chasquear la lengua sin respuestas. No había caso en explicar que no importara lo que hiciese, ninguna medicación tendría efecto en ella.

Si no la dejaban ir por su voluntad, tendría que hacer algo al respecto.

–¿Tiene una linterna? –le dijo a la enfermera antes de marcharse. –Quisiera leer algo, pero la luz blanca del techo me lastima los ojos.

Ella asintió, y le prometió conseguirle una antes de que finalizara su turno. Se la veía más que contenta de poder poner al alcance un deseo de su paciente, que tan poco había evolucionado en su misteriosa enfermedad.

Anna sintió su boca torcerse en una falsa sonrisa de agradecimiento.

Como cada día al caer la noche, ahora su cena se enfriaba sobre la mesa, reemplazando a la bandeja intacta del almuerzo que su dedicada enfermera tuvo que retirar cuando ya no esperaba que le diera un bocado. Había despedido a Anna deseándole buenas noches, como hacía siempre, y la había dejado sola.

Sola, con el tic tac del reloj de la pared como única compañía. Algunos pasos en el pasillo, el rodar de las camillas y susurros del escaso personal que aún rondaba, llegaban hasta ella mientras mantenía la mirada clavada en el la pared, donde las manecillas se movían a un ritmo preciso.

No desestimaba el deseo de Yoh de verla recuperada, y todavía recordaba lo preocupado que había estado cuando la llevó hasta allí, pero el panorama era más que claro. Tal vez incluso los médicos lo sabían y no querían decir la verdad en voz alta.

Pero si se quedaba a esperar la decisión de los médicos, tenía la sensación de que el siguiente paso para ella sería una clínica mental, a causa de sus exámenes perfectamente normales pero su comportamiento errático con la comida. Al menos el reishi no la había molestado demasiado. Los pensamientos de cada persona que se paraba junto a su cama llegaban hasta ella, pero sin afectarle al punto de traer un oni. Parecía haberse quedado sin energías hasta para eso.

Había tenido mucho tiempo para meditar, y también muchas pesadillas. Pero había decidido no desgastarse más de lo que ya estaba. No daría más vueltas al asunto de ese oni gigante y lo que se había desatado esa noche, a pesar de que los recuerdos volvieran a ella más seguido de lo que deseara. Todavía escuchaba ciertos gritos cuando cerraba los ojos, y detrás de sus parpados cerrados, la sangre aparecía salpicando la nieve.

Un par de respiraciones hondas, y los recuerdos se desvanecían, y ella se convertía en una persona inocente que no había tenido nada que ver con la muerte de esos hombres. Se daba el lujo de ser una enferma más en una cama de hospital, porque estaba segura que al pasar al otro mundo pagaría por sus crímenes, así que dedicaría lo que le restara de vida a poner su mente en blanco…

De pronto, abrió los ojos con un sobresalto. Había caído dormida sin darse cuenta, pero los pasos usuales que se acercaban por el pasillo la despertaron a tiempo. Alguien se acercaba, y como imaginó, ese alguien luego abrió la puerta.

Una nueva enfermera se deslizó al interior sin saludar, ante la posibilidad de que Anna estuviera dormida, y ella fingió estarlo, permaneciendo quieta a la perfección y relajando cada musculo de su cuerpo. Escuchó a la mujer inspeccionar de cerca su rostro y su respiración. Se detuvo a su lado, seguramente a leer los monitores y las indicaciones anotadas en su ficha. No le llevó más de cinco minutos revisar que todo estuviera en orden y hacer nuevas anotaciones, para después retirarse con el mismo silencio con el que había ingresado.

La presencia de esa mujer significaba que ya eran las cinco de la mañana, horario en que el primer turno del día hacía la ronda. Cuando sintió la puerta cerrarse, no desaprovechó ni un segundo; abrió los ojos, saltó de la cama y se lanzó al vestidor. Se movió con tanta prisa que los sensores que tenía pegados a la piel se desprendieron de golpe, dejando a las maquinas titilando en confusión por unos segundos, hasta que tiró de los cables para desconectar la fuente de energía.

Fue reconfortante quitarse esa bata tan delgada como el papel, y colocarse su ropa. Sentía que al fin iba cubierta. Se calzó sus botas, luego la gabardina, y por ultimo miró el reloj de la pared. Cinco y diez. Con la mirada fija en el segundero, dejó que avanzara, esperando a que llegara el momento propicio para dar el siguiente paso y tomando también el valor que necesitaba para hacerlo. Cinco y media el flujo de personas saliendo e ingresando al edificio daría su pico; con el intercambio de los turnos de médicos y auxiliares. Y en ese instante ella debía estar allí, en medio de ese ajetreo general, escapando sin que nadie se percatara de su presencia.

Pero alguien llamó a su puerta antes de eso, y helada en su sitio, volteó a observar, sin entender. El horario de visitas había finalizado muchas horas atrás, y la enfermera ya había cumplido su chequeo. Sería muy mala su suerte si la agenda de trabajo había cambiado justo ese día.

Retrocedió un paso, lista ante la posibilidad de volver a meterse en la cama, ¿o debía pretender que tenía frío y por eso tenía la chaqueta puesta? Mil excusas pasaron por su mente; la situación la encontró sin siquiera una coartada en caso de que otra enfermera entraba a revisarla, porque creía que era improbable, pero todas sus teorías y planes se desarmaron en cuestión de segundos.

Dudó un momento, pero sin decir nada, esperó en silencio, mirando la silueta oscura que se dibujaba detrás del vidrio esmerilado. Llegó a la conclusión que podía pasar por imprevistos, pero nada impediría que saliera de ese lugar. Si no era esa noche, entonces sería la siguiente.

Eso decidió, cuando la persona del otro lado se tomó la libertad de abrir la puerta, seguramente al notar que nadie respondía de todas formas, e hizo su entrada. Al dar un paso dentro, no una enfermera ni un médico, si no Keiko Asakura se encontró cara a cara con Anna, de pie en el medio de la habitación.

Tan sorprendida por este hallazgo como también Anna de la identidad de su visita, ambas se tomaron un segundo para acomodarse a la situación, en un silencio extraño.

–¡Anna! –la mujer sonrió saludándola tras esa pausa, finalmente cerrando la puerta detrás de ella. –Lamento venir ahora. Apenas ayer me informaron que habías despertado. No puedo creer que no me avisaran antes, ni siquiera hay tantos pacientes en esta clínica como para que tengan esos descuidos –se quejó, dejando su cartera en una silla cercana y volteando a ella. –¿Cómo te sientes? ¿Qué haces despierta tan temprano?

–Iba al baño –fue lo primero que se le ocurrió decir. Apretó los dientes detrás de una sonrisa poco casual. No esperaba que esa aparición sorpresiva la pusiera tan nerviosa como para dejar salir una excusa tan patética de sus labios. –Estoy bien. Gracias por pagar los gastos de la internación –agregó, al caer en cuenta que Keiko había sido su benefactora para esa circunstancia. –Tengo intenciones de devolverle dinero.

–Para nada, Anna. Nos preocupaste mucho, ni qué decir a Yoh. Después de ubicarte aquí, me dijo que fue a tu casa a traerte algo de ropa. Espero que no te moleste.

La itako negó con un gesto al tiempo que salía de su asombro. Nunca se había preguntado en verdad porqué tenía a disposición una muda de ropa en el closet de su nueva habitación. Había sido una atención muy acertada de parte del castaño. Aunque seguro que sus intenciones no eran para que Anna tuviera la oportunidad de cambiarse y escapar de allí de manera casi ilegal, si no para tener un vestuario listo para el momento correcto de su alta médica.

No dijo nada más, pero tuvo la urgente idea de despachar rápido a su "visita no invitada", poniendo de excusa que estaba cansada y que volvería a la cama. Pero antes de podes decírselo, Keiko Asakura comenzó a hurgar en su cartera.

–Supongo que no sabes por qué estoy aquí a estas horas. Tuve suerte que me dejaron pasar porque expliqué que era una emergencia, y de verdad lo es, porque debía dejarte algo antes irme. Aquí, encontré esto acomodando las cosas de mi madre.

La súbita mención de Kino la desconcertó un poco, y recibió en sus manos el papel que Keiko le entregaba. Al desplegarlo y con solo leer un par de palabras del extenso documento, tuvo un flashback de ese momento que le pareció haber olvidado.

–No lo sabía –expresó Keiko, suspirando –Mi madre nunca me lo dijo, esa mujer terca. Tal vez pensó que haríamos un escándalo por querer adoptarte luego de haberse roto el compromiso…pero me da gusto saber que eres de la familia. Y si este papel no existiera, quiero que sepas que también lo serías.

La itako permaneció callada. Había pasado tanto tiempo, que leer su nombre real le resultó extraño, porque "Anna Asakura" era un nombre que nadie conocía ni nadie había pronunciado jamás. Tal vez ni siquiera Kino. Después de todo solo había sido una formalidad, para tenerla bajo su cuidado y dale un alivio al quitarle el título de huérfana y no dejarla a la deriva después de la promesa inconclusa de casarla con su nieto.

–También, y por eso –agregó Keiko, con otro papel en la mano. –…resulta que la casa de mi madre es tuya ahora. Fue muy clara en su testamento.

Anna casi deja caer el papel de sus manos.

–¿Qué? Pero usted es su hija…

–¿Acaso no lo eres también? ¿O algo así? –rio ella. –No me molesta en absoluto, tienes que saber eso. Además, yo vivo en Izumo y estoy cómoda allí.

La sonrisa y el tono amable no sirvieron en la recepción de la noticia porque de todas formas, de boca de la itako no salieron palabras de agradecimiento. ¿Siquiera estaba agradecida? Keiko tenía buena intención e incluso parecía contenta de ceder la casa a la joven, pero si es objetiva; en esos papeles que sostenía ahora en sus manos no había nada que le fuera de ayuda. Era dueña de una vieja casa, la casa entrañable de su infancia, sí, pero eso no cambiaría su destino. Simplemente quedó mirando en silencio la tinta y los sellos del ayuntamiento sobre el papel amarillento.

"Anna Asakura" leyó nuevamente el nombre que había olvidado que tenía, impreso en el papel que determinaba su nueva posesión. Era irónico, había terminado portando ese apellido de todas formas…

–¿Cómo está Yoh?

–Oh, está perfecto. Ya está bien recuperado del accidente, sólo que no vino a verte porque pensó que no te gustaría –explicó, y Anna estuvo de acuerdo con él, aliviada de no tener que mostrarle a Yoh su estado lamentable de nuevo.

–Lamento las molestias. Tuvieron que hacer todo esto por mí, justo antes de emprender viaje.

–¿Cómo sabes eso? –Keiko abrió los ojos. –Ah, mi equipaje –se refirió a la maleta que había dejado a sus pies.

Anna no aclaró que en realidad lo había leído en su mente. Lo sabía bien; Yoh estaba en la estación, esperando a su madre para tomar el primer tren del día. Al fin se iría a su verdadero hogar. Por suerte, él había escuchado su consejo.

–Mira, Anna, no tengo nada contra ti. Al principio tenía miedo de tu poder, y los onis. Tampoco me gustaba la idea de que Yoh fuera a verte porque me preocupaba su salud y que se expusiera demasiado a este clima, pero supongo que no se puede mantener encerrado a un muchacho cuando siente tanta… curiosidad por algo.

–¿Su salud? –la rubia se enderezó de un respingo. Trató de recordar la poca información que tenía al respecto, algo había mencionado Kino muchos años atrás. –Tuvo una enfermedad de pequeño, ¿no? Pero eso fue hace mucho tiempo…

Keiko negó con la cabeza.

–Nunca se recuperó de ese incidente.

–¿Qué? ¿Sigue enfermo?

–Algunas secuelas que deben tener cuidado –la Asakura se encogió de hombros, y se puso a jugar distraídamente con el broche de su abrigo. Estaba pensando en Yoh, y Anna lo vio con claridad. Algunos jadeos espontáneos. En otros recuerdos recientes, Yoh parecía ahogarse un poco. Tosía sin motivos. Se tomaba el pecho cuando creía que su madre no lo veía.

Anna se sujetó de la mesa tras perder el equilibrio. Frente a ella, no había sucedido nada de eso. No solo eso, Keiko desconocía todas las ocasiones que Yoh había ido a pie hasta su casa en las afueras de la ciudad, caminando distancias bajo nevadas, a merced de tormentas…

Si le ocurría algo, Anna tendría toda la culpa. Fue por ceder a la insistencia de Yoh que le había permitido ir a su casa tan seguido a llevarle sus compras, pero con el tiempo terminó aceptando su presencia, porque solía pensar que la soledad era buena compañía, pero no tanta como la de una persona real. Todo se resumía a haber sido demasiado débil para permitir que alguien ingresara a su vida. Justo en el sitio donde se prometió no herir a nadie nunca más.

Su consternación no pasó desapercibida.

–No te preocupes. Prometió que visitaría un médico en cuanto llegara a Tokio. Puedes quedarte tranquila. Casi lo olvido, me encargó que te diera esto.

Su mano se tendió nuevamente, sujetando un pequeño sobre. Cuando Anna lo tomó, comprobó que estaba sellado. Lo que sea que Yoh dijera, no quería averiguarlo frente a Keiko, así que sin mucho detenimiento lo guardó en el bolsillo de su abrigo.

Si Yoh tenía una cita con el médico, podía quitarle un poco de peso a la situación. Estaría bien. Y rogó que fuera así. No podía permitir otra baja en su prontuario, ni menos la de él.

–Vas muy abrigada para ir al baño.

–¿Qué? –cuando levantó la mirada, descubrió que Keiko había seguido el recorrido de la mano que ella se había llevado al bolsillo. –Ah, yo… –su intento por defenderse y sostener su mentira fue débil. Anna carraspeó, tratando de esquivar a la señora sin éxito. La imagen del castaño no abandonaba su mente, rememoraba sin poder controlar cada ocasión en que había aparecido en el umbral de su casa, con nieve en su cabello, con las manos frías y el rostro arrebatado por el viento helado. –Estaba por…

–No estás totalmente recuperada.

La rubia bajó la mirada, una vez más tratando de barrer de su recuerdo la imagen del joven caminando por el solitario páramo, con sus víveres en la mano.

–No puedo quedarme aquí, y usted lo sabe –declaró, suspirando con pesadez. –Fueron muy atentos conmigo, pero debo irme a mi casa ahora. A un lugar seguro.

Para su alivio y sorpresa, Keiko no reprochó. En lugar de insistir, sus ojos se clavaron en ella en el largo silencio, para después buscar una última cosa entre sus pertenencias.

–Tu llave. Por si deseas ir a tu nueva casa. Nadie te molestará, aunque ya todo está empacado porque encontré el testamento luego de clausurar casi la mitad del lugar –fue todo lo que dijo. –Te llevará algo de trabajo acomodarte allí, lo siento.

–No hay problema con eso –Anna decidió no ser clara ni decirle de frente que no ocuparía la casa. Ya tenía decidido dónde ir a esperar. –¿No va a delatarme? –preguntó, sin poder evitar el tono desafiante. Si Keiko decidía hacerlo, seguro ya no tendría una segunda oportunidad jamás.

La mujer la observó, y pareció batallar consigo misma para luego ceder a lo que fuera que le comandaba su impulso interior.

–Vamos –dijo finalmente, abriendo la puerta.

Anna abrió los ojos en desconcierto.

–¿Qué…?

Keiko dejó salir un largo suspiro que parecía contener hace tiempo.

–Si esta es tu decisión, no puedo impedírtelo. Aunque por supuesto estoy en desacuerdo.

–¿Está en desacuerdo pero igual me ayuda a salir?

–Debo dejar que todo fluya –dijo, en voz tan baja que Anna por poco no la escuchó. Parecía que hablaba con ella misma.

Al final de todo, había llegado en buen momento.

Eran justo las cinco y media, y el lobby estaba repleto de personal, cada uno en sus asuntos. Anna no demostró su inquietud, pero internamente una agitación le revolvió los nervios. Si era descubierta, probablemente Keiko se metería en problemas. Aunque no fuera estricto, el sacarla de allí en contra de la decisión de los médicos significaba un prolongado papeleo que Anna no tenía deseos de atravesar.

Pero al atravesar las puertas, el guardia nocturno apenas se fijó en ellas.

Keiko paró un taxi justo en la entrada y con un empujón suave pero insistente, la indicó que subiera. Todavía estaba sorprendida pero al mismo tiempo tratando de descifrar sus motivos, que cada vez cobraban menos sentido, pero el guardia ahora se había volteado a ver, en un segundo vistazo que despertó sus dudas, y ya había levantado un brazo a punto de dar la voz de alto, cuando ambas se metieron rápidamente en el interior oscuro del carro. Keiko indicó al conductor el camino hasta la estación de trenes; un trecho bastante corto considerando las preguntas que tenía Anna.

–Tenía que hacerlo –le contestó Keiko, sin responderle a su pregunta, esquivándola con tanta habilidad como lo había hecho con el guardia.

–¿Por qué? ¿Exponerse así, a ese riesgo? ¿Qué tal si la detenían y perdía su tren? –exclamó Anna. No estaba molesta por la ayuda, al contrario, pero la situación no tenía ningún sentido.

–No tiene importancia, Anna. Solo quería ayudarte. Eres una Asakura más.

No se tragó esa excusa.

–Usted dijo que debía dejar que "todo fluya". ¿Qué quiere decir? Suena a que…

A que estaba siguiendo órdenes de alguien.

Pareció dar en el clavo porque la reacción de Keiko fue dar un respingo, y no uno causado por el taxi sorteando las zonas de asfalto con nieve. Anna supo que había descubierto algo importante, que seguramente tenía relación con ella.

El reishi hizo el resto, cuando la presión de Anna causó que Keiko recordara involuntariamente a su hijo.

–Usted sabía que Yoh me visitaba –murmuró, en shock. –Pero decidió ignorarlo. Al igual que su enfermedad. –señaló Anna. Sus manos temblaban. La mujer no hizo nada; guardando un silencio sepulcral. –¿Desde que llegó a Aomori supo que estaba enfermo, y nunca lo llevó a un médico? Desde hace días lo ve, deteriorándose antes sus ojos, ¿y no hizo nada?

Justo el taxi se detuvo en la fachada de la estación. Keiko vio la oportunidad de no contestar ninguna de sus preguntas, y pretender que todo lo que había dicho Anna no había ocurrido.

–Te esperaremos en Izumo –dijo, susurrando. Sus párpados temblaban detrás de los ojos cerrados.

–Si algo le ocurre a Yoh, usted tendrá que cargar con esa culpa –Anna juntó sus manos, tratando de contener la furia. Pero la mujer continuaba ignorándola adrede, seguro porque el cargo de conciencia ya estaba dañándola.

–En cuanto quieras ir a Izumo, te recibiremos con gusto. Aunque ya no seas la prometida de mi hijo, siempre serás de la familia. Fue un gusto conocerte.

Con esto, abandonó el carro no sin antes pagar por su tarifa, y un generoso extra para cubrir el gasto de Anna.

Lo siguiente que hizo después de tratar de calmarse, fue pedirle al chofer que condujera hasta el templo. El motor se puso en marcha. El silencioso y helado interior del taxi era justo igual al de su habitación, en su pequeña cabaña, y le recordó que pronto estaría allí de nuevo. En la vida que le esperaba, Kino no estaría. El infierno no era sitio para las víctimas de la guerra ni para aquellos que habían dado asilo a una huérfana. Nuevamente, estarían separadas.

La velocidad del taxi no fallaba en marearla por el movimiento, y las luces de la autopista pasar por sus pupilas tan fugaz como asteroides, la descomponían. Cerró los ojos y no los abrió hasta que el carro se detuvo varios minutos después.

El chofer dudó al ver el sitio tan desolado, sintiendo que su pasajera en realidad podría ser una de esas ánimas que se suben a los coches por el gusto de espantar, porque ese no era un lugar donde alguien desea ir a las seis de la mañana, cuando ni siquiera había salido el sol aun.

–Hasta luego –dijo Anna, bajando. No pudo evitar sonreír con ironía cuando leyó ese pensamiento del conductor del taxi, porque en cierto modo, ella era un alma en pena.

Alumbró el camino cercado de árboles con su linterna nueva -y que ahora había robado, tal vez un nuevo crimen para agregar a su lista-, después de todo ya no podía contar con el oni que solía esperarla con una lámpara en esas ocasiones que salía en la oscuridad. Como la noche que encontró un solitario joven perdido allí.

Yoh estaría bien, pensó con cada uno de sus pasos pisando la nieve. Ya no se concentraba en el nuevo rencor que le tenía a su madre por haberlo abandonado, y por actuar tan sospechosamente con ella. Ya no podía pensar en desentrañar ese misterio que intentó entender, porque Yoh era más importante, y porque ella ya no tenía tiempo.

Lo único que podía hacer era convencerse de que Yoh estaría bien.

Después de un vistazo general, vio que su casa estaba como la había dejado, excepto por dos detalles; el vidrio roto de su ventana había sido cubierto con un parche improvisado de cartón y cinta, de seguro obra de Yoh. Y en segundo lugar por lo que encontró sobre el suelo de esterilla. Su pequeño e impulsivo oni estaba sentado en la oscuridad de un rincón, completamente quieto.

La criatura pareció haberla oído entrar, pero su reacción al verla no fue más que un espasmódico movimiento de sus garras, que cayeron flácidas. Había algo patético en ese ser, algo que le despertó una extraña empatía y lastima por él. Se agachó para hablarle.

–Fuiste el último en nacer, cuando mis poderes estaban demasiado frágiles para darte una forma apropiada. Además, nunca te alimentaste de almas como hacían los demás, y tu energía se agotó ¿entiendes?

Por muchos años había odiado a sus propios onis y toda su vida se había ocupado demasiado en hacerlo. Ya no tenía deseos de seguir haciéndolo.

–No te preocupes, todo terminará pronto –le aseguró.

Y se sentaría a esperar.


–Tardaste demasiado.

Keiko no contestó. Lo primero que hizo cuando se encontró con su hijo, fue acercarse a él, darle otra vuelta a su bufanda -que pendía suelta sobre su cuello sin cumplir la función de protegerlo del viento helado-, y prenderle un botón suelto del abrigo. Yoh no protestó y dejó que la mujer lo arreglara como si fuera un niño y no un hombre que ya había pasado los veinte años.

–No puedo creer que hayas esperado aquí afuera. La calefacción está encendida dentro ¿sabes? Si vas a estar aquí parado, al menos podrías cubrirte un poco –dijo, mientras le arreglaba el atuendo. Y aunque el frío les calaba los huesos, ya no tenía sentido ingresar al edificio de la estación, porque el tren que esperaban llegaría en cualquier momento, de acuerdo al anuncio del tablero.

El castaño dejó que el regaño le entrara por un oído y saliera por el otro, con su cabeza pendiente en sólo una cosa.

–¿Y?

–¿"Y", qué?

Yoh suspiró de la exasperación. Ella sabía que él esperaba noticias de Anna. Se vio obligado a preguntar, porque la extraña resistencia a la comunicación de su madre lo estaba impacientando rápidamente.

–¿Cómo está? ¿Qué está haciendo?

–Son casi las seis de la mañana, Yoh. Estaba dormida –explicó Keiko, aprovechando para buscar los boletos en su bolso. –Hablé con el médico de guardia, y me dijo que todavía tiene un tiempo hospitalizada por delante, pero en general se encuentra bien.

–¿Cuánto tiempo más? No creo que sea seguro. Si ya está bien, lo mejor sería que regresara a la casa de la abuela.

–No sucedió nada hasta ahora, ¿no? –lo interrumpió ella, entregándole su boleto. –Está bien, está segura, por ahora.

Por ahora, repitió Yoh en su mente. No tenía garantía de que eso durara mucho tiempo más, y no quería poner a prueba la suerte que había tenido Anna en los dos días que llevaba allí en medio del gentío de una clínica. Pero si sólo lo aguantara un poco más…Un poco, hasta que él…

–Ahí viene.

Doblando la pequeña curva y aproximándose a la estación, vio a su tren. Más que puntual, apareció cuando el amanecer rayaba en el horizonte. Un grupo reducido de personas se acercó a la línea amarilla donde ellos estaban, y tomaron en sus manos los bolsos al tiempo que la maquina iba disminuyendo su velocidad hasta justo detenerse frente a ellos. Hubo un pequeño tumulto general cuando el primer vagón abrió sus puertas y los nuevos visitantes de Aomori bajaban por ellas, haciendo que ambos grupos se mezclaran.

Hacía no mucho tiempo había sido él quien había salido por esas puertas, pisando esa inhóspita tierra. Era diferente a la persona que había llegado a Aomori, y no podía evitar sentir algo de desprecio y lástima por el Yoh que había bajado de ese tren semanas antes. Casi podía verse a sí mismo en ese momento, con su mochila en mano, con su rostro alargado y los ojos vacíos. Tan perdido y desesperanzado. "Es más fácil de lo que crees", le hubiera gustado decirle. "Está apenas aquí, muy cerca". Ese motivo para vivir.

Tuvo suerte, porque la oportunidad de no querer rendirse se la habían entregado en bandeja de plata. Lo único que tuvo que hacer, fue perderse en un bosque, y ser ayudado por alguien que necesitaba más ayuda que él mismo.

Keiko tomó su pequeña maleta y le indicó que ya podían subir, cuando los pasajeros que quedaban por hacerlo eran prácticamente solo ellos, y ya no había necesidad de chocarse los hombros para hacerse paso.

Un adormilado operador apenas comunicaba en ese momento por los parlantes, el arribo del tren con destino a Tokio, cuando Yoh era el siguiente en la fila. Delante, el cabello oscuro de su madre ondeaba en el viento, llevando las pequeñas partículas blancas que habían comenzado a caer. Su mochila pesaba en su espalda, porque había adquirido ropa nueva para afrontar el invierno del norte, y sus guantes recién tejidos cubrían sus manos, que se cerraban con decisión porque ahora sabía exactamente lo que haría.

El corazón le latía con fuerza. Su decisión era abrupta, pero todo estaría bien ahora que la senda estaba clara, y no estaba solo.

Vio a Keiko alzarse unos centímetros por encima del nivel de la plataforma, tras subir el primer escalón, y luego la vio dar un par de pasos dentro. Estaba por hacer lo mismo, pero se sorprendió un poco cuando su pie derecho no llegó a pisar el tren, porque el transporte íntegro, desapareció ante sus ojos. Simplemente se esfumó en el aire. El andén, los pasajeros, su madre, y el amanecer detrás de las montañas nevadas; todo se convirtió en nada en un parpadeo, y lo siguiente que sintió fue el suelo intangible, inútil en sostener su peso. A su alrededor, se hizo aire y su estabilidad se perdió. Sin soporte, sus piernas bailaron apuntando al cielo y vio sus manos tratando de asirse para evitar la caída, pero ya era tarde. Iba en picada y directo al vacío.

Gritó, cerró los ojos, los volvió a abrir, pero la corriente de aire que atravesaba por su cuerpo iba a tanta velocidad que le lastimaba la visión. Su cabello se alborotó en mil direcciones, y siguió sacudiendo los brazos en vano intentando tomarse de algo, con el único pensamiento de caer con vida, donde sea que fuere, en ese sorpresivo abismo que se había abierto a él.

Parecía que había llegado al límite, porque la solidez encontró de repente sus pies, y aterrizó de espaldas, con bastante más delicadeza de la que esperaba, en un sitio que no era el piso de cemento de la estación, sino un vacío infinito como un lienzo sin pintura.

Le tomó un tiempo decidir qué debía hacer, hasta que se enderezó lentamente, tambaleando, tratando de recuperar el aire que el susto le había quitado. Era muy extraño ponerse de pie en lo que parecía una superficie invisible, porque la nula distinción de paredes o techo creaba un efecto óptico de estar flotando en la nada. Y miró lo que tenía frente a él. Efectivamente, era la nada.

Eso no podía ser real. Parpadeó una y otra vez, pero el blanco brillante seguía allí, inundándolo y dañándole los ojos. Los cerró una vez más, con fuerza.

¿Qué opción le quedaba por creer? De seguro se había desmayado. Sí, era lo más seguro. Nunca se había desmayado antes, y no sabía cómo se sentía, así que lo más probable era eso lo que estaba experimentando. Pero pensándolo bien, y con mucho terror,… ¿qué tal si había muerto? Nunca había muerto antes, su teoría también aplicaba. No recordó haber sentido nada especial al tomar esa decena de píldoras, y supo que había estado cerca de la muerte, pero no había visto nada de lo que veía ahora.

Detuvo la locura de pensamientos que se había vuelto su cabeza, y se la sujetó entre sus manos.

–Despierta –se dijo. Perdería el tren. Keiko estaría preocupada también, intentando reanimar a su hijo inconsciente con la mitad del cuerpo dentro del tren y la otra mitad colgando de el. –Despierta –murmuró, aplastando más las palmas de sus manos en su cabeza.

Nada ocurrió. Al abrir los ojos seguía en aquel gigantesco e infinito espacio inconcluso donde él estaba reducido a un diminuto y perdido trazo en una hoja de papel. Volteó en todas direcciones sin encontrar nada, aunque tampoco sabía qué podía encontrar.

Debía haber alguna explicación, si es que había espacio para la razón en su mente. Pero con cada segundo que pasaba comenzaba a dudar que fuera así. Desde aquel día fatídico en Tokio, muchas cosas habían pasado que pondría en guardia a cualquiera que se considerara sano. Recordó al gato que había desaparecido frente a sus ojos en su departamento, y luego que se había perdido en un bosque tras un episodio de amnesia, y sin mencionar la visión de sí mismo bañado en sangre en el espejo del baño, en su primer día en Aomori.

A pesar de todo, encontró la manera de calmarse. Frotó su nuca sintiendo un ligero alivio por seguir siendo tangible. No podría estar muerto, no justo ahora que quería seguir intentándolo.

–Esto no es real –se afirmó a sí mismo. Su voz regresó a sus oídos sin eco alguno. Era otro de los juegos mentales que él mismo fabricaba. –Debo regresar a Tokio.

–¿Y porque irías a Tokio?

Alguien habló a sus espaldas, muy cerca, por no decir directamente sobre su hombro. Yoh volteó rápidamente con un grito de sorpresa y terror.

Lo que vio al girar fue una máscara de zorro, tan cerca de él y alguna forma tan silenciosamente amenazante, que por instinto retrocedió varios pasos. La persona que la portaba, además vestida en una prenda roja, lo observó sin moverse de su sitio. Le pareció escuchar que sonreía detrás de su cubierta.

–¿Por qué irías a Tokio? ¿O por qué te quedarías en Aomori? –preguntó. –¿Tienes algún plan?

El hecho de hallarse en ese sitio ya era extraño, pero además la presencia de un sujeto con el rostro oculto llevó su inquietud al máximo. El tono de su voz no era amigable, y más bien burlón. Descartó la posibilidad de obtener respuestas o siquiera ayuda de esa presencia, porque lo que traía junto con su apariencia misteriosa, era un aura de maldad terrible.

–¿Quién eres? –se animó a preguntar, sin saber por qué comenzaba a sentir miedo. Deseaba correr. Deseaba más que nunca salir de allí.

–Respuesta incorrecta –sentenció el sujeto.

No eran manos las que le oprimieron desde adentro, sin embargo lo sintió así. Desde su cuello al pecho, el fuego bajó y le invadió el interior de sus vías aéreas. La sensación lo llevó a toser desde lo profundo de su tórax, sin entender por qué tenía la seguridad de que esa persona le estaba provocando eso.

Sin moverse del sitio, sin mostrar un ápice de preocupación, el sujeto lo observaba mientras Yoh se desgarraba por dentro, tosiendo como si tuviera que expulsar un órgano completo, y ahogándose en el proceso. El dolor era demasiado real, eso no podía ser una ilusión. No estaba desmayado, no estaba soñando.

–Detente –alcanzó a decir.

–Querías morir, ¿no? Estoy ayudándote.

Cayó al suelo, dando intensas bocanadas de aire siempre que la tos se lo permitía. Sintió el interior de su boca inundado, y no tardó en ver manchas gruesas de sangre en la superficie blanca. Se encontró en posición fetal y sin alcanzarle las manos para sujetarse la garganta, el pecho, las costillas, intentando no hacer tan dolorosos los interminables accesos, pero a pesar del ruido pudo escucharlo bien. En confusión y horror. ¿Cómo sabía que había intentado morir?

–Ya veo. Esperabas otra clase de muerte. ¿Sin dolor acaso? No existe la muerte sin dolor, Yoh –dentro de su agonía, el castaño abrió los ojos. Esa persona sabía lo que pensaba. –Aunque con esas píldoras no hubieras sentido esto, existe el dolor de los padres, seres queridos, allegados. No hay muerte sin dolor.

Trató de hablar, sin éxito.

–Sí, se trata de una habilidad muy inusual. Pero conoces a alguien más que la tiene.

Anna.

–Es correcto. Así que puedo decirte una o dos cosas sobre el reishi, si lo deseas –antes de continuar, se acercó a Yoh, hasta arrodillarse junto a él. –Es un parasito que mata a su huésped lentamente. Le toma años consumirlo por completo, pero vaya si lo hace. Su cuerpo, su mente. Por eso las personas que tienen reishi no viven muchos años, considerando que nacen con esa mala estrella.

Un dolor nuevo lo abrumó, impactando en sus ojos, donde un par de lágrimas cayeron. El sujeto pareció regocijarse con esta reacción que habían provocado sus palabras, y alargó su explicación.

–Mueren por sí mismos, consumiéndose desde las entrañas, o son exterminados como los demonios que son. ¿Quieres saber algo más? No lograrás salvarla.

Yoh lo miró con furia desde el suelo. Aun sin poder erguirse, ni hablar a causa de los borbotones de sangre colapsando su garganta y que continuaba escupiendo, le puso empeño a su más cruel mirada de odio.

–¿Lo intentaras de todos modos? –la ironía de la voz lo sacó de sus casillas.

–¡Claro que lo haré! –gritó, a pesar de daño de sus pulmones. – ¿Quién eres? ¿Qué es esto?

La figura no se alteró por el grito de Yoh. Esperó unos segundos en silencio, para apoyar su barbilla en una mano.

–Si miras alrededor parece que no hay nada. Eso fue lo que pensaste, pero, el origen de las cosas siempre se ve así. Tal vez el universo mismo tenía este aspecto en un principio. ¿Sabes a lo que me refiero?

Yoh no contestó, su respiración rugía con dificultad. Había dejado de temerle a esa criatura, pero porque estaba demasiado enfadado.

–Estas equivocado al subestimarme. Yo soy quien mueve los hilos aquí. Eres…, no, ustedes…son mis marionetas en este juego –levantó un dedo, e Yoh se irguió impulsado por una fuerza invisible. La mitad de su cuerpo colgó hasta quedar frente a frente a la máscara de zorro, y sus piernas continuaron esparcidas por el suelo en una posición que retaba a las leyes de la física. Estaba más cerca de él, e intentó defenderse con sus brazos, cuando se dio cuenta que no podía mover ninguno de sus miembros.

–¿No me reconoces?

Apretó los dientes, tratando de zafarse del amarre invisible. Se sacudió en su sitio, sin conseguir más que balancearse unos escasos e inútiles milímetros, sin conseguir vencer la fuerza que lo mantenía tieso ni retomar el control de sus piernas, con sus rodillas apenas rozando el suelo.

–¿Eh? ¿Ni un poco? –preguntó el enmascarado, con un dejo de tristeza en su voz pero decorada con un tono infantil y falso, porque sabía que no había forma de reconocer a alguien con el rostro cubierto. –Es cuestión de tiempo, supongo. Ve a hacer lo tuyo, yo seguiré viéndote. Eres tan débil que me place verte teniendo dificultades, pero al mismo tiempo… creo que odio eso.

Había dejado de lado el desdén de su voz para decir eso último. Hasta parecía haberlo dicho sin querer, en voz baja y decepcionante, como parte de una confesión que escapó en contra de su voluntad. Yoh abrió los ojos, cada instante que pasaba más confundido, y antes de poder responder, su captor suspiró con resignación.

–Sí, lo odio. No sabes cuánto.

Todo su cuerpo experimentó una desagradable sensación de succión, como si estuviera siendo tragado por una aspiradora gigante, envolvente, pero carente de sonido. Su respiración se cortó, y cerró los ojos invadido por las náuseas del breve momento que duró esa fuerza sobrenatural. Pero de un segundo a otro, con la velocidad de un chasquido de dedos, la comodidad volvió a su cuerpo. Sin sentir ya las ataduras invisibles, supo que nada lo tenía prisionero, y la propiocepción de sus piernas le informaba que ahora se encontraba sentado en algún sitio, en un asiento mullido, y que vibraba con suavidad al ritmo de una máquina.

El silencio en el vagón del tren era total. Salvo por el sonido metálico de los rieles.

–¿Mamá? –se animó a preguntar, con extrema cautela, cuando la vio sentada frente a él, distraída de su entorno y leyendo una revista. –¿Qué…qué hora es? –preguntó, sin mover un músculo, temiendo a caer nuevamente en algún lugar extraño.

–La seis, Yoh –aclaró ella, como si fuera lo más obvio. –El tren no tuvo retrasos.

Al mirar por la ventana notó que apenas habían avanzado. De hecho, todavía no habían atravesado el sector de andenes, y podía ver el edificio de la estación.

Qué clase de broma era esta…Cuando creía haber encontrado algo de estabilidad en su mente, sucedía esto. Recordaba estar a punto de abordar su vagón, pero había sido atacado por esa visión horrorosa por un buen rato. ¿Tal vez duró diez minutos? Y además, ¿cómo había llegado a sentarse allí? Ambos estaban ubicados en un compartimento privado, su mochila estaba a su lado, como si él mismo la hubiera puesto allí. Su madre incluso se había servido una taza de té del servicio del comedor.

–Te preocupa algo –observó Keiko.

Contuvo el deseo de preguntarle si se había desmayado, o si estaba segura de la hora que marcaba su reloj. La cabeza comenzó a quemarle.

–Estuve un poco confundido últimamente, solo eso –explicó vagamente. Pero se dio cuenta que estaba minimizando un problema mayor. Su madre no era su especial confidente, pero de pronto tuvo la necesidad de expresarse un poco más de lo usual. Era demasiado para sostener por sí mismo, en especial después de haber tenido esa experiencia torturante. Todavía sentía su garganta arder.

Y no era el momento, ni el lugar, pero lo dijo;

–Fue muy duro tratar de vivir –declaró. Su voz tembló un poco. Si continuaba hablando, declararía lo que había hecho. –Incluso pensé en dejar de hacerlo –agregó, disimulando la oscuridad de esa frase con una sonrisa débil.

Pero eso bastó para que las piezas cayeran para Keiko. O mejor dicho, la única que necesitaba. El principal motivo por el que alguien descuida su salud, es porque no le importan las consecuencias. Ese era el caso de su hijo, que había aceptado el curso de su enfermedad como una oportunidad de escapar.

En una pausa, guardó calma. Su otro "hijo" le había dicho que debía interferir lo menos posible, contribuir al flujo natural de los pensamientos de Yoh. Lo único que tenía para Yoh era la verdad.

–¿Sientes que lo que tienes no es tuyo? –preguntó. Bajó la mirada a la portada de la revista en su regazo. No podía verlo a los ojos. –¿Que no es esto lo que debes tener?

Asustado por la solemnidad de la pregunta, asintió. Era una buena interpretación del vacío que había sentido en algún momento, pero le asustó la precisión de su madre.

–Tu vida estuvo muy cerca de ser otra –dijo, nostálgica. –Como sabes, tu abuelo de verdad deseaba que pelees en ese torneo. Estaba todo listo para ese día que nunca llegó. Estuviste muy cerca de que todo sea diferente. No recuerdo ningún momento en que no te vi preparándote para tu futuro, que estaba tan…perfectamente trazado.

Todavía recordaba la insistencia de su abuelo, los entrenamientos, la exigencia.

–¿De qué trataba ese torneo tan importante?

Apenas se daba cuenta que seguro esa competencia se había llevado a cabo de todas formas. Como era la primera vez que el tema salía en una conversación con su madre, o cualquiera de su familia, tenía varias dudas al respecto, la más importante de ellas era porqué debía ganarlo. Pero antes de poder preguntarlo ella se adelantó;

–No tiene importancia ahora. Pero permíteme ir un poco más atrás en el tiempo. Casi no vienes a este mundo, en realidad. Conocí a tu padre por accidente, y quedé embarazada muy rápido. Tendrías 14 años para el momento de esa competencia; serías muy joven. ¿Te imaginas si nacías un par de años después? No habrías entrado, porque hubieras sido muy pequeño para hacerlo y a tu abuelo ni a nadie se le hubiera ocurrido enviarte a esa guerra.

Yoh tragó saliva ante esa palabra final. ¿"Guerra"? ¿Qué clase de competencia se describe como "guerra"? Pero le dio una idea de por qué su salud debía ser excelente para concursar, y en lugar de ello había quedado fuera.

–No hay motivos para preguntarse qué podría haber pasado, porque cada pequeña cosa pudo ser diferente y alterar el curso de las cosas. Es demasiado arbitrario pensar en qué podría haber ocurrido, porque el "hubiera" no existe, salvo en esas ocasiones cuando te poner a sobrepensar y a imaginar esos escenarios hipotéticos. Estás aquí ahora. Yo creo que eso es lo importante.

Tuvo que darle la razón. Todavía se sentía atado a la vida que hubiera tenido de no haber padecido su enfermedad, porque todo era más prometedor. Estaba seguro que sería feliz en otras circunstancias, con cualquier cosa que no fuera su realidad actual.

–Y si estás aquí, ¿no deberías hacer lo mejor que puedas?

–Supongo que sí –dijo. Había olvidado cuando fue la última vez que había intentado algo, por sentir que algo que desconocía lo jalaba en cualquier dirección excepto a donde él iba. Entender que su vida había sido miserable por ese motivo era solo el comienzo. Porque todavía tenía que encontrar el origen de la cuerda que tiraba de él.

Un recuerdo salió de lo más profundo de su mente. Tal vez fue el movimiento del tren que desempolvó ese recuerdo, y lo sacó de un estante olvidado.

Comenzaba el receso de invierno y su abuelo le comunicaba que su prometida ya había sido elegida y debía viajar a conocerla. Se irguió en el asiento al recordarlo. Esa parte de su historia había quedado enterrada por las muchas cosas que pasaron luego, y en los breves momentos en que había pensado al respecto, estaba convencido de que esa niña a la que obligaban, como a él, al matrimonio concertado, era su amiga Tamao.

Era otro de los temas de los que jamás se había vuelto a mencionar en su familia.

Hasta que se dio cuenta que las palabras del anciano habían sido más que claras. Casi podía verlo frente a él, fumando su pipa, periódico en mano. "Debes viajar a conocerla". A Yoh se le habían grabado a fuego esas palabras, solo que hasta ese instante que estuvo sentado en el vagón no las había repensado con detenimiento. Si hablaba de "viajar", no podía referirse a Tamao.

–Anna era mi prometida –murmuró, con total certeza. Su madre asintió.

–Aun así, es Anna Asakura ahora. Tu abuela la adoptó poco tiempo después, seguro por cariño.

Eso explicaba la firma en el viejo libro escolar que había encontrado en su primer día en Aomori. Era una noticia digna de tirarle la casa de naipes abajo, considerando que no la visualizaba como un pariente, ni mucho menos.

O que casi le había dado un beso.

– ¿Ella es de la familia? –inquirió, sin disimular el pánico.

–Sí, aunque podría decirse que es una situación especial –contestó su madre con calma, conociendo a la perfección las intenciones de su hijo.

–¿Le diste mi nota? –quiso saber, y ella afirmó con la cabeza, justo a tiempo que se daba cuenta que se había delatado.

– ¿Qué?! Dijiste que estaba dormida –Keiko alcanzó a disculparse con un gesto. Ya no tenía objeto tratar de arreglar su desliz, y le explicó a grandes rasgos su conversación con ella, al tiempo que Yoh se ponía de pie de un salto y casi termina en el suelo.– ¿Por qué me…?

–Su salud no es buena, pensé que estarías más tranquilo si sabias que estaba en la clínica. Aunque de hecho, ya debe estar en su casa –agregó Keiko a su relato la escapada a la que había asistido.

Yoh se escandalizó aún más.

–¿Cuál era el punto de ocultarme algo tan importante?

–Pensé que tenías bien decidido volver a Tokio –se defendió ella. –No puedo interferir en tus decisiones, aun si estoy en desacuerdo con lo que quieres hacer.

–Iba a Tokio a arreglar unos asuntos –aclaró él, hablando tan rápido a causa de la exasperación que las palabras salieron con torpeza. Pero ya no tenía sentido regresar para desalojar su vivienda, ni tomar un par de sus pocas posesiones, como había pensado hacer. En realidad, nada podía importarle menos. –Me quedo aquí –anunció finalmente. –Si no me lo vas a impedir, como dices, te lo agradeceré.

Keiko suspiró, sonriendo.

–Entonces no hay nada que pueda hacer. Pero, ¿cómo vas a…?

–Te llamaré luego –fue todo lo que dijo Yoh, saliendo al pasillo. Tenía que ser rápido, cuando todavía el tren no cobrara velocidad. Apartando eso, estaría bien, había nevado toda la noche, y la nieve estaba apenas asentada.

Keiko entonces se puso de pie, tirando el té, y la revista al suelo al tiempo que Yoh abría la ventana. Una pierna pasó al otro lado del vidrio, y luego la otra. Olvidándose de su misión, hizo un intento de correr tras él y asirlo, pero un par de manos la tomaron por los hombros, indicándole que se detuviera. Al menos había llegado a ver a Yoh ponerse de pie tras el salto.

–No me gusta esto que me estás obligando a hacer –jadeó la mujer.

–Te preocupas demasiado por tu hijo.

–Es el único que tengo –dijo, sin importarle lo que Hao tuviera para decir. Él tenía plena conciencia de la aversión de Keiko le profesaba.

–Lo has hecho bien. Ya casi termina.


Abrir los ojos fue una sorpresa. La manta cubriéndola, el aroma volcánico en su nariz, la vista del viento acariciando los árboles y las ramas raspando el tejado. Todo fue una desagradable sorpresa.

–Sigo aquí –dijo en voz alta. Apretó la manta con sus puños. Debía ser una broma.

No pasó mucho tiempo hasta que se cubrió rápidamente la boca con las manos. Minutos después lavaba sus dientes, tratando de quitarse el sabor acido. Luego, un mareo la obligó a sentarse en el suelo a aguardar que sus ojos pudieran enfocar de nuevo su camino de regreso a la cama.

Definitivamente no se esperaba nada de eso. La migraña la había torturado con insistencia, hasta el momento en que había podido conciliar el sueño. Varias pastillas bajaron por su garganta, pero la potencia de ese dolor había sido desgarradoramente inusual, y la había llevado a pensar que no pasaría mucho tiempo hasta que finalmente el reishi ganara sobre ella.

No negaría que eso le daba algo de esperanzas. Cualquier dolor es soportable cuando se sabe que acabará.

Por eso, conforme pasaron las horas, ya de vuelta en la cama, cada minuto le era eterno.

Está tomando demasiado tiempo. ¿Por qué está tomando demasiado tiempo?

No es que el reishi estuviera dándole la chance de una salvación, ni mucho menos. La oscuridad de su poder disfrutaba haciéndola sufrir, como si tuviera una conciencia aparte. Era una entidad diferente que vivía con ella y tenía la única función de hacerla miserable.

–Haz como quieras –masculló, como si el reishi pudiera escucharla.

Tal vez lo hizo, porque su actitud despectiva fue respondida en silencio, con un escalofrío involuntario bajando por su medula espinal. Anna cerró su cuerpo, doblándose para contener el calor corporal que sentía escapar con rapidez, pero no tardó en comenzar a temblar y sin importar cuánto frotara sus manos entre sí, no obtenía el calor que necesitaba.

Se puso de pie y fue directo a la sala. La calefacción estaba encendida, pero incluso de pie junto al aparato, temblaba sin remedio, como si acabara de salir de un lago congelado. Vio su abrigo que colgaba del sofá, justo en el lugar donde la había dejado la noche anterior, y sin pensarlo se colocó la bufanda en el cuello y la casaca. Se apretujó contra el aparato, tratando que el aire caliente la envolviera. Poco a poco, lo consiguió.

Cuando sintió que su temperatura se normalizaba y ya no parecía la de un cadáver andante, se recargó en la pared, suspirando. El pequeño oni se deslizó a su lado y se apoyó en su pie descalzo. Su estado no era mucho mejor que el de ella.

–Buenos días –le dijo a la bestia, no sin sarcasmo.

Permaneció un tiempo allí. Otra vez contando los minutos, especulando en el tiempo. Hubiera deseado tener una cuenta regresiva que pudiera consultar, porque hacer apuestas evidentemente no funcionaba. Cuando pensaba que ese sería el día definitivo, el reishi decidía arruinarle su expectativa. Metió las manos en los bolsillos del abrigo, cerrando los ojos. No tenía energías para enojarse demasiado, y resolvió con mucha calma que tendría que meterse de nuevo a la cama con la ropa puesta, por si otro episodio de congelamiento instantáneo volvía a ocurrir.

Pensando en eso, no prestó demasiada atención al papel que sintió en el bolsillo, chocando contra su mano derecha. Podría ser algo de basura, no tenía importancia.

Dio algunos pasos, caminando a su habitación.

Pero se detuvo de golpe. Ella jamás guardaba basura en sus bolsillos.

Sacó ese molesto papel. Un sobre sin firma, sellado, delgado y arrugado. La nota de Yoh estaba dentro, con un mensaje sencillo y escrito desprolijamente detrás de un folleto de horarios de trenes.

"Volveré. Espérame."

Ese idiota. Si estaba tan enojada con él, las lágrimas que corrían por su rostro no tenían propósito. No debería estar llorando, arrugando la nota contra su pecho, ni mordiéndose el labio hasta casi lastimarse. Si tanto deseara que se fuera, ¿por qué sentía tanto alivio por saber su regreso?

Ya había salido el sol, y supo que no estaba de viaje de regreso a Tokio. Que no había hecho caso a las sugerencias que le había dado. Que era obstinado, inconsciente, impulsivo. Demasiado optimista, entrometido.

Porque alguien tocaba su puerta en ese momento, y no podía ser nadie salvo él, que había atravesado media arbolada para llegar a su casita escondida, y ahora quería su segunda oportunidad y tal vez para terminar el beso que casi ocurría en el auto camino al hospital.

–Soy yo, Anna. Ábreme.

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carita feliz