El "amor auténtico" no muere nunca.

Segundo acto.

Cuando alguien se halla esclavizado por una intensa emoción tiende a perder la perspectiva, el control... O, en vez de eso, entrega el control a algo más. Pero, a pesar de la momentánea satisfacción de ese acto, tarde o temprano se llega a la comprensión de que se ha entregado lo único que una persona posee realmente: su lama, su libertad. Y la reacción es variable. El disgusto consigo mismo, autocompasión, horror... o quizás algo peor.

Michiru no encontraría la paz, no deseaba hacerlo, ella no se detendría hasta que aquel error fuese enmendado y mientras haya incautos clamando su nombre en medio de las tinieblas ella siempre podrá volver.

Haruka ya no temía a su presencia, al menos no todo el tiempo, lejos quedo su rechazo a los espejos, ahora abrazaba su imagen y rememoraba el recuerdo de su mal lograda vida antes de abandonarla. ¡Cuanto deseaba volver a aquel pasado y enmendar el terrible error de abandonarla! Ni siquiera retornar a este mundo en una nueva existencia le había otorgado la libertad que había perdido.

Después de su corta estadía en aquel convento ya nada sería igual, desapareció de allí tan furtivamente como había llegado, de la nada. Ella había cambiado, realmente no importaba, realmente muy pocas cosas importaban ahora. Ni siquiera el hecho de estar encerrada en aquel endemoniado agujero. No fue el sacerdote o las beatas, su arresto no tenía nada que ver con aquellos viejos huesos enterrados.

Ella no sabe cómo explicarlo, ni siquiera ahora. No puede explicar por qué hizo aquellas cosas. No supo decirlo en el juicio tampoco. Y aquí hay mucha gente que se interesa por ello. En aquel lugar hay un psiquiatra e incluso un pastor, pero ella guarda silencio. Sus labios están sellados. Excepto allí, en su celda. Allí no guarda silencio. Se despierta dando gritos.

Entre sueños la ve andando hacia ella. Viste una túnica blanca, casi transparente, y su expresión es de deseo y triunfo combinados. Llega hasta Haruka cruzando una oscura habitación con suelo de piedra y Haruka percibe el olor del frio otoño, las secas rosas de octubre. Los brazos de Michiru están abiertos y Haruka camina hacia ella con los suyos extendidos para abrazarla.

Siente pavor, repugnancia..., e indecible nostalgia. Pavor y repugnancia porque sabe qué clase de lugar es ese, y nostalgia porque ama a esa mujer. Siempre la amará. A veces desea que la pena de muerte existiera todavía. Un corto paseo por un oscuro corredor, una silla provista de un casco de acero, grapas..., luego una rápida sacudida y estaría con ella.

Conforme se aproxima en el sueño, su temor aumenta, pero le es imposible alejarse de ella. Sus manos aprietan el plano de su espalda, su piel cercana bajo la seda. Ella sonríe con esos profundos ojos azules. Su cabeza se inclina hacia la de Haruka y los labios se separan, preparados para el beso.

Ahí es cuando ella cambia, se marchita. Su cabello se vuelve áspero y enmarañado, pasa de turquesa a un horrible tono pálido que se derrama por la cremosa blancura de sus mejillas muertas. Los ojos menguan, el blanco de ellos desaparece y ella la mira con ojos rojos como sangre descompuesta. La boca se transforma en unas fauces en las que sobresalen torcidos dientes amarillentos.

Haruka, trata de chillar, intenta despertarse.

No puede. Esta atrapada de nuevo. Siempre estará atrapada. Está apresada por un putrefacto ser demoniaco. Las luces oscilan ante sus ojos. En alguna parte una campana tocaba para un muerto.

— Mía — Musita este ser —. Mía, mía, mía.

El olor a rosas muertas es su aliento mientras se abalanza sobre Haruka, flores muertas en un osario. Entonces Haruka grita, y despierta.

Cree que lo que hicieron juntas la ha vuelto loca. Pero su mente sigue funcionando de un modo u otro, y jamás ha desistido de buscar las respuestas. Sigue deseando saber cómo fue todo... y qué fue...

Le permiten tener papel y una pluma con punta de fieltro. Haruka pondrá todo por escrito. Responderá todas las preguntas y quizás al hacer eso pueda encontrar la respuesta a otras dudas personales. Y cuando haya terminado, habrá otra cosa. Algo que no le permitieron tener. Algo que robó. Está ahí, debajo del colchón, un pedazo de vidrio, una ventana rota del comedor de la cárcel.

Es tarde nadie la observa, toma el vidrio e intenta ver su reflejo, algo aparece fugazmente y decide empezar a escribir.

Mientras escribe es de noche, una magnífica noche de agosto iluminada por brillantes estrellas. Las ve a través de la reja de su ventana que da al patio de ejercicios y permite ver un trozo de cielo que puede tapar con los dedos. Hace calor, y esta desnuda excepto por su ropa interior. Escucha el suave ruido veraniego de ranas y grillos. Pero no puede recuperar el invierno simplemente cerrando los ojos. El amargo frío de aquella noche, la desolación, las duras luces de una ciudad que no era la suya. Era el catorce de febrero. Haruka recuerda todos los detalles.

Cuando llegó a Atchison estaba más muerta que viva, tanto frío hacía. No había elegido un buen día para decir adiós al escenario de la universidad ni el momento en que abandono el cálido refugio y hospitalidad del monasterio, viajar en autostop al oeste y el recuerdo de lo ocurrido allí parecía haberse nublado hasta casi desaparecer de su memoria.

Pensó que iba a morir congelada antes de salir del estado.

Un policía la había echado a patadas en el enlace interestatal, amenazando con detenerla si la sorprendía con el pulgar extendido otra vez. La extensión de autopista con cuatro carriles había sido como la pista de aterrizaje de un aeropuerto; el viento aullaba y arrastraba capas de nieve polvo. Caminando por las calles, no hay nadie a quien conozca, pero distingue a los desconocidos. Ellos sentados detrás de las tinieblas en una noche oscura, son violadores o asesinos, y si tienen cabello largo puede añadirse además una acusación de pederastas y homosexuales.

Intentó conseguir transporte un rato en la carretera de acceso, pero en vano. Eran casi las ocho cuando comprendió que, si no llegaba pronto a un sitio caliente, acabaría desmayándose.

Caminó un par de Kilómetros más antes de encontrar un bar gasolinera, justo dentro de los límites de la ciudad el cual pudo distinguir a lo lejos gracias al anuncio luminoso de su entrada. Había tres grandes camiones estacionados en el aparcamiento, y un Chevrolet nuevo. Había una marchita guirnalda navideña en la puerta que nadie se había molestado en retirar y junto a ella; un termómetro con el mercurio situado bajo la raya del cero. No tenía nada para taparse las orejas aparte del cabello, y sus guantes de cuero estaban rotos. Las puntas de sus dedos parecían congeladas.

Sin nada que pensar abrió la puerta y entró.

El calor fue lo primero que la sorprendió, acogedor y grandioso. Después, una canción montañesa que sonaba en el tocadiscos.

Un detalle más habría sido La Mirada. Haruka sabe qué es La Mirada, cuando llegas a un lugar donde no les gustan los forasteros sobre todo cuando no distinguen lo que eres con exactitud y creen que amenazas sus arcaicas e hipócritas creencias y "buenas costumbres". En ese instante las personas que estaban dedicándole La Mirada eran cuatro camioneros que ocupaban una sola mesa, otros dos en la barra, un par de ancianas con sencillos abrigos de piel y el cabello teñido de azul, el encargado de las comidas rápidas y un torpe muchacho con burbujas de jabón en las manos. Había una mujer sentada en el extremo más alejado de la barra, pero solamente miraba el fondo de su taza de café.

Ella fue el detalle que a Haruka sorprendió. Todos tenemos edad suficiente para saber que no existe el flechazo. Es algo que inventaron los románticos para poder hablar del influjo erótico de la luna. Algo para chicos que se cogen la mano en el baile de fin de curso.

Pero ver a esa mujer le hizo sentir algo. Uno tendría que haberla visto. Era casi insoportablemente hermosa.

Haruka comprendió que sin duda alguna todos los clientes del establecimiento pensaban lo mismo que ella. Del mismo modo que sabía que esa mujer habría sufrido La Mirada antes que ella. Tenía un cabello azul, de un matiz de esos de los que solo ofrece el océano. Le caía sueltamente sobre los hombros del cálido abrigo color canela. Su piel del blanco pálido de una bella perla sin su brillo, con una suavísima pincelada de sangre que subsistía bajo la suave piel y que el frío que había traído consigo. Ojos solemnes ligeramente rasgados en las comisuras. Una boca carnosa y móvil bajo una nariz fina y delicada casi aristocrática. No pudo averiguar qué aspecto tenía su cuerpo. No se preocupó por ello. Lo único que precisaba Haruka era aquella cara, aquel cabello, aquella apariencia. Era exquisita. A falta de otra palabra para definir la perfección de su ser.

Haruka tomó lugar a dos cillas de distancia de ella, y el camarero se acercó y la miró.

— ¿Qué? — Preguntando con cierto desagrado por lo que iba a pedir.

— Café solo, por favor. — y el tipo marchó a prepararlo.

— Es igual que Jesucristo, ¿no? — dijo alguien a su espalda.

El torpe lavaplatos se echó a reír. En un fugaz sonido, «jiu-jiu». Los camioneros de la barra lo imitaron. El camarero trajo el café de Haruka, lo dejó bruscamente en el mostrador derramando un poco sobre la casi helada carne de ella, que retiró al momento.

— Lo siento — dijo en tono indiferente.

— ¡"Él"mismo se la curará! — gritó uno de los camioneros de la mesa.

Las gemelas del pelo azul pagaron la cuenta y salieron apresuradamente. Uno de los "caballeros de la carretera" anduvo hasta el tocadiscos e introdujo otra moneda. Miraba de forma despectiva a la rubia mientras ella indiferente soplaba para enfriar su café.

Luego, sintió como alguien le dio un tirón en la manga. Haruka volvió la cabeza y allí estaba ella: se había trasladado al taburete vacío. Mirar de cerca aquella cara era casi cegador y derramó más café.

— Lo lamento. — Dijo ella, su voz era baja.

— Es culpa mía. Todavía no he recuperado el tacto.

— Yo... — Se interrumpió, al parecer se había quedado sin palabras. De pronto Haruka comprendió que la joven aquamarina estaba asustada. Notó que la primera reacción que había experimentado al verla por primera vez le abrumaba de nuevo: protegerla, cuidarla, conseguir que no tuviera miedo.

— Necesito que me lleve en su coche — Afirmó precipitadamente —. No me atrevía a pedírselo a los otros — Hizo un gesto apenas perceptible en dirección a los camioneros de la mesa.

Haruka habría dado cualquier cosa, «cualquier cosa», por poder decirle, «claro, termina tu café, tengo el coche aparcado aquí mismo» Parecía una locura afirmar que la rubia se sentía así después de oír cuatro palabras salidas de su boca, pero es cierto. Mirarla era más que ver a una hermosa ninfa, una siniestra y bella sirena, era ver a la más bella diosa. Y había otra emoción, como si una luz repentina se hubiera encendido en la confusa oscuridad de su mente. Sería más fácil si pudiera decir que ella era una conquista callejera y Haruka una simple lesbiana con ansias. Rápida con las mujeres, rápida, buena actriz y con muchísima labia, pero ninguna era tal cosa. Lo único que comprendía Haruka es que no tenía lo que ella necesitaba, y eso la torturaba.

— Estoy haciendo autostop — le explicó Haruka —. Un policía me echó a patadas del enlace interestatal y he venido aquí sólo para protegerme del frío. Lo siento.

— ¿Eres universitaria?

— Ya no. Me fui antes de que me echaran.

— ¿Vas a casa?

— No tengo casa donde ir, mis padres murieron. Fui a la universidad gracias a una beca y la desaproveché. Ahora no sé dónde voy a ir. — Esa biografía en tres frases. La deprimió.

La joven de cabello turquesa se echó a reír, ese sonido le provocó a Haruka una cálida sensación de vértigo y bebió un poco de café.

— Somos gatos escapados del mismo saco. — Añadió después de reír.

Haruka se disponía a adoptar su mejor carácter conservador, decir algo ingenioso, cuando una mano cayó sobre su hombro.

Volvió la cabeza. Era uno de los camioneros de la mesa. Tenía vello rubio en el mentón y una cerilla de cocina asomaba por su boca. Olía a gasolina.

— Creo que ya has terminado tu café. — Dijo. Sus labios se abrieron alrededor de la cerilla para esbozar una mueca. Tenía los dientes perfectamente blancos.

— ¿Qué?

— Estás dejando mal olor en el local, chico. Porque eres un chico, ¿no? Es difícil asegurarlo.

— Usted tampoco huele a rosas — Repuso Haruka —. Huele a cárter. — Al tipo no le gusto y le propinó una fuerte palmada en la mejilla, provocando que ella viera minúsculos puntos negros.

— Nada de peleas aquí — dijo el camarero —. Si quiere pelea, hágalo afuera.

— Vamos, maldita tortillera — Ordenó el camionero.

Es el momento donde se supone que la chica de cabello turquesa, debía decir algo como «Suéltela» o «Es usted un bruto». Pero ella no dijo nada. Solo se quedó allí observando con inquieta concentración. Fue la primera vez que la rubia reparó en el tamaño real de esos grades ojos azules.

— ¿Hace falta que te dé otro guantazo, maricona?

— No. Vamos, sinvergüenza de mierda.

Haruka no supo cómo brotó eso de su boca. No le gustaba pelear. No era buena luchadora. Incluso era peor insultando. Pero estaba enfadada, en ese momento, tuvo ese impulso y deseó golpear, matar al camionero. Quizás él lo presintió. Una breve sombra de duda titubeó en su expresión, la duda inconsciente sobre si había elegido la peor victima posible. Pero la sombra desapareció. El camionero no iba a dar marcha atrás ante un adefesio esnob de pelo revuelto, elitista y androgénico que usaba la bandera para limpiarse el culo... Al menos no delante de sus compañeros. No un fornido camionero hijo de perra como él.

La cólera palpitó de nuevo en el interior de Haruka. «¿Maricona?» «¿Maricona?» Se sentía trastornada, y le alegraba sentirse así. Su lengua estaba desbocada. Su estómago era una piedra.

Se acercaron a la puerta, y los amigos del tipo casi se partieron la espalda al levantarse para un nuevo ejemplo de buenas costumbres conservadoras. Esa noche le recalibrarían el género a otro adefesio homosexual.

¿«Michiru»? Pensó en ella, pero de un modo vago. Sabía que Michiru estada allí, que la protegería. Lo sabía de la misma forma que sabía que helaba afuera. Era extraño saber eso de una mujer a la que conocía desde hacía cinco minutos, extraño ya que no recordaba haber escuchado su nombre, pero lo sabía. Extraño, pero no pensó en ello hasta más tarde. Su mente estaba casi dominada por la rabia que la poseía. Sus impulsos eran homicidas.

El frío intenso era tan puro que parecían cortar los cuerpos a modo de cuchillos. El frio asfalto del aparcamiento chirriaba ásperamente bajo las botas de su rival, incluso bajo sus propios zapatos deportivos. La luna llena contemplaba todo como un ojo tenuemente brillante, en un cielo tan negro como la noche en el infierno. Proyectaban sombras detrás de los pies bajo el destello de la solitaria luz puesta en lo alto de un poste más allá de los camiones estacionados. El aliento en el aire en forma de breves ráfagas de vapor. El camionero se volvió hacia Haruka, con las enguantadas manos cerradas.

— Muy bien, hija de puta — Dijo. Sin duda la imprecisa identidad de Haruka, ofendía sus seudo creencias de género, fuertemente arraigadas en aquel estrecho y tan reseco cerebro. No era extraño que no le pareciera mal dar una golpiza a una mujer solo por su apariencia poco femenina. Sin duda una bestia retorcida y sin lógica.

Haruka creyó estar inflamándose, todo su cuerpo parecía recargarse. Vagamente comprendió que su intelecto iba a quedar eclipsado por algo que jamás había sospechado estuviera en su interior. Era terrorífico..., pero al mismo tiempo lo aceptó con temible agrado.

En ese último momento creyó ser un ente de violencia personificada, un turbulento y asesino ciclón capaz de barrer cualquier cosa que se le pusiera por delante. El camionero parecía pequeño, débil, insignificante. Se rio de él y el sonido fue tan tétrico y desolado como aquel cielo perforado por la Luna.

Él se acercó agitando los puños. Haruka paró el derecho, pero pronto sintió el izquierdo en su mejilla y acto seguido respondió con una patada en el vientre. El aire brotó del hombre como una blanca precipitación de su boca. Trató de retroceder, agarrándose la parte golpeada y tosiendo.

Haruka todavía riendo igual que un perro de campo ladra a la Luna se acercó por la espalda, lo golpeó tres veces antes de que él pudiera dar vuelta. En el cuello, en el hombro y en una enrojecida oreja. El camionero lanzó un alarido, y una de sus manos rozó la nariz de ella. La furia que la dominaba se multiplicó «¡a mí! ¡ha intentado pegarme!» y le propino otra patada, levantando mucho el pie, como si pateara una pelota en el aire. El hombre chilló y se escuchó el crujido de una costilla al partirse. Quedó encogido y saltó sobre él.

En el juicio uno de los camioneros declaró que Haruka actuó como un animal salvaje. Y era cierto. Ella no recordaba muchos detalles, pero sí que bufaba y gruñía como un perro rabioso.

Se puso a horcajadas encima de él, le agarró con ambas manos su grasiento cabello y le frotó la cara en la el asfalto. Bajo el destello de aquella luz, su sangre parecía negra, como de escarabajo.

— ¡Dios mío, basta ya! — exclamó alguien.

Varias manos asieron a Haruka y la apartaron. Ella al ver caras que remolineaban y empezó a repartir golpes.

El camionero estaba intentando alejarse a rastras. Su cara era una máscara de sangre y aterrados ojos. Ella continuó dándole patadas mientras esquivaba a los demás, gruñendo de satisfacción siempre que conectaba un golpe.

Él no podía defenderse ya. Sólo pensaba en huir. Tras las patadas sus ojos se entrecerraban, y su cuerpo dejaba de moverse. Luego continuaba arrastrándose. A los ojos de Haruka era un estúpido. Decidió matarlo. Iba a darle patadas hasta matarlo. Después acabaría con todos los demás, con todos excepto con Michiru.

Le dio otra patada y el camionero quedó tendido de espaldas y la miró confusamente.

— Me rindo — gimió —. Me rindo. Por favor. Por favor... — Haruka se arrodilló junto a él.

— Aquí voy, bastardo — Susurró macabramente. Aferro su cuello con las manos.

Tres sujetos saltaron sobre ella y la separaron a golpes del camionero. Se levantó, todavía risueña, y se volvió hacia ellos. Retrocedieron los tres, varones fornidos, todos blancos de miedo. Y la furia en ella se apagó.

Simplemente, se apagó y quedo sola, de pie en aquel aparcamiento fatigada, sintiéndose mareada y horrorizada por lo que acababa de hacer.

Volvió la cabeza y miró el bar. La chica de cabello turquesa aún estaba allí, con sus hermosas facciones iluminadas por el triunfo. Alzó una mano a la altura del hombro a modo de saludo.

Haruka miró al hombre tendido en el suelo. Aún trataba de arrastrarse, y cuando se acercó a él sus ojos se revolvieron de espanto.

— ¡No lo toque! — Graznó uno de sus amigos. Los miró, confusa.

— Lo siento... No pretendía..., hacerle tanto daño. Si me dejan ayudar a...

— Váyase de aquí, eso es lo que ha de hacer — Dijo el camarero. Estaba junto a Michiru al pie de la escalera, con una espátula llena de grasa en la mano —. Voy a llamar a la policía.

— ¿Olvida que fue él el que empezó? Él...

— No me venga con enredos, asquerosa maricona. — Replicó él. Por supuesto una maricona por más marimacho que fuera no podía haber hecho algo así a un verdadero hombre. — . Lo único que sé es que usted ha armado un lío y por poca mata a ese tipo. ¡Voy a llamar a la policía! Dio media vuelta y entró rápidamente en el local.

— ¡Bien! — Dijo Haruka, a nadie en especial —. ¡Vayan todos al demonio! — Había dejado dentro sus guantes de cuero, pero no era buena idea ir a recogerlos. Metió las manos en los bolsillos y echó a andar hacia el enlace interestatal. Calculó las posibilidades de que un coche la recogiera antes de la llegada de la policía eran de una contra diez. Tenía las orejas heladas y el estómago revuelto. Vaya nochecita.

— ¡Espera! ¡Eh, espera! — Escucho y dio vuelta. Era ella, la bella chica, que corría hacia Haruka con el cabello al viento.

— ¡Has estado estupenda! — dijo —. ¡Estupenda!

— Lo he dejado mal herido — Dijo Haruka tristemente —. Nunca había hecho algo parecido.

— ¡Ojalá lo hubieras matado! — Haruka parpadeó ante ella ¿La estaba alabando por lo que hizo? — Oí las cosas que decían de mí antes de que tú llegaras. Lanzaban esas risotadas asquerosas... «Ja, ja, miren, la jovencita ha salido a dar una vuelta en plena noche. ¿Dónde vas, guapa? ¿Te llevo a algún sitio? Puedes montarte si me dejas montarte. A ese bizcochito hay que ponerle jalea» ¡Malditos!

— Lanzó una furiosa mirada por encima del hombro como si pudiera matarlos con un repentino rayo surgido de sus ojos azules. Luego dirigió esos ojos hacia Haruka, y de nuevo creyó que aquel reflector se encendía en su mente.

— Te acompaño.

— ¿Adónde? ¿A la cárcel? — Tiró de su pelo rubio con ambas manos —. Ese tipejo hablaba en serio cuando dijo que llamaría a la policía.

— Yo pararé un coche. Tú quédate detrás de mí. Siendo yo, algún coche parará. — Haruka no podía discutírselo y tampoco quería hacerlo.

— Toma — dijo Michiru —. Los habías olvidado. — Le dio los guantes.

Ella no había vuelto a entrar, y eso significaba que los había tenido en la mano desde el principio. Había planeado irse con la rubia desde un principio. Haruka tuvo una extraña sensación. Se puso los guantes y caminaron por la carretera de acceso hasta la entrada de la autopista.

Michiru no se había equivocado. Paró el primer coche que venía hacia la autopista. Antes de eso Haruka le había preguntado cómo se llamaba.

— Michiru — fue su escueta respuesta. — No dijo nada más, pero bastaba. Su nombre satisfacía a Haruka y el cómo lo había intuido desde antes no importaba realmente.

No hicieron más comentarios mientras aguardaban, aunque pareció como si hablaran. No es que fuera algo como facultades extrasensoriales o cosas similares. No hubo nada de eso. Pero no hacía falta. Era como estar en compañía de una persona a la que aprecian mucho, o como haber tomado alguna de esas drogas con iniciales en vez de nombre. No es preciso hablar. La comunicación parece desarrollarse en una inaudible frecuencia. Un movimiento de la mano y basta. No hacen falta modales sociales. Haruka y Michiru no se conocían. Haruka sólo sabía el nombre de pila de ella. Pero se entendían. Era amor. Hoy a Haruka le repugna tener que repetirlo, pero lo consideró preciso. No se atrevería a ensuciar esa palabra después de todo lo que pasaron, no después de lo que hicieron, no después de Russellville, no después de los sueños.

Un agudo y alboroto interrumpió el frío silencio de la noche.

— Es la ambulancia, creo — Dijo Michiru.

— Sí.

Silencio de nuevo. La luz de la Luna estaba desapareciendo tras una gruesa capa nubosa. Haruka pensó que nevaría antes del amanecer. Unos faros brotaron en la colina.

Permaneció detrás de Michiru sin necesidad de que ella se lo dijera.

Michiru se arregló el cabello y alzó su hermoso rostro. Al ver que el vehículo se dirigía hacia la entrada de la autopista, una sensación de irrealidad abrumó a Haruka. Irreal que aquella preciosa chica la hubiera elegido compañera de viaje, irreal que ella hubiera golpeado a un hombre hasta el punto de ser precisar una ambulancia, irreal pensar que podía encontrarse en la cárcel. Irreal. Haruka se sentía atrapad en una telaraña. Pero ¿quién era la araña?

Michiru alzó el pulgar. El coche, un Chevrolet, pasó junto a ellas y la rubia pensó que iba a continuar su camino. Después las luces traseras se encendieron y Michiru le cogió de la mano.

— ¡Vamos, ya tenemos coche!

Ella le sonrió de forma infantil y Haruka le devolvió la sonrisa. El entusiasmado conductor había extendido el brazo para abrir la puerta a Michiru. Cuando la lámpara del techo se encendió Haruka pudo ver al tipo: un hombre bastante fornido con un elegante abrigo de lana de camello, con canas bajo las alas de su sombrero y prósperas facciones gracias a años de buenas comidas. Un hombre de negocios o un viajante. Al ver a la rubia tuvo una reacción tardía, pero unos segundos demasiado tarde para arrancar y huir de allí. Y de este modo era mejor para él. Más tarde podría engañarse, creer que las había visto a las dos y que él era un alma bondadosa dando una oportunidad a una joven pareja.

— Fría noche — dijo mientras Michiru se acomodaba junto a él y Haruka al lado de ella.

— Desde luego — repuso dulcemente Michiru —. ¡Gracias!

— Sí — dijo la rubia —. Gracias.

— No hay de qué.

Arrancaron, dejando atrás sirenas y camioneros frustrados.

A Haruka la habían echado del enlace interestatal a las siete y media. Sólo eran las ocho y media. Es asombroso cuántas cosas se pueden hacer en poco tiempo, o cuántas cosas pueden hacer por ti.

— ¿Adónde van? — preguntó el conductor.

— La rubia esperaba llegar a Harrison y hacer una inesperada visita a un conocido que era maestro allí. Aún parecía una respuesta tan buena como cualquier otra y estaba abriendo la boca cuando Michiru se adelantó.

— Vamos a Russellville. Es un pueblo situado al sur de Little Rock.

Russellville. El nombre haría sentir rara a Haruka. Alguna vez llego a tener buenos recuerdos de aquel pueblo. Pero eso fue antes de que Darien Akerman la metiera en líos.

El conductor frenó, sacó un ticket de peaje y poco después continuaron con su viaje.

— Yo sólo voy a Wynne — dijo él, mintiendo tranquilamente —. La siguiente salida. Pero habrán recorrido un buen trecho.

— Desde luego — Repuso Michiru, con la misma dulzura que antes —. Ha sido muy amable parándose en una noche tan fría. Y mientras hablaba Haruka podía captar su enojo, sin duda en aquel disimulado tono daba cuenta de furia pura y llena de veneno. La asustó tanto como podía asustarla la peor de las amenazas.

— Me llamo Carnegie— dijo el conductor — Carnegie. Agitó la mano en dirección a ellas para que la estrecharan.

— Cheryl Craig — dijo Michiru mientras le daba un delicado apretón de manos. Haruka se dejó guiar por ella y dijo un nombre falso.

— Mucho gusto — Balbuceó. Su mano era blanda y fofa. El pensamiento la repugnó. La repugnaba haberse visto forzadas a implorar auxilio a un hombre tan paternalista que había aprovechado la oportunidad de recoger a una guapa autostopista solitaria, una mujer que podía acceder o no a pasar una hora en una habitación de motel a cambio de dinero para comprar un billete de autobús. Le repugnaba saber que él iba a dejarlas en la salida de Wynne para volver a la autopista por la entrada del sur, felicitándose por su tacto para resolver una incómoda situación. Todos los detalles de aquel hombre le repugnaban. Los porcinos bultos de sus pómulos, sus peinadas patillas, su olor a colonia...

La aversión y rabia florecieron de nuevo.

Los faros de su Chevrolet perforaban la noche con facilidad, la furia de Haruka ansiaba soltarse y estrangular a aquel hombre. La clase de música que Haruka creía escuchaba él cuando se tumbara en su elegante sillón con el periódico mientras pensaba con desprecio en su mujer, los niños a los que siempre mandaban al cine, a la escuela o de excursión (la cuestión era que no estuvieran en casa molestando), sus esnobistas amigos y las fiestas de borrachos a las que acudiría con ellos...

Pero quizá su colonia era lo peor. Llenaba el coche con el enfermizo hedor de la hipocresía. Olía al desinfectante perfumado que usan en los mataderos al acabar los turnos.

William sosteniendo el volante en sus hinchadas manos. Sus aseadas uñas brillaban tenuemente con las luces del tablero de mandos y aun así la repulsión se adueñaba de Haruka más aun de pensar que el porcino sujeto bajo otras circunstancias no dudaría en poner su asqueroso ser sobre la bella Michiru. Haruka sintió el deseo de bajar por completo la ventanilla y asomar la cabeza al frío y purificador aire nocturno... Pero ella estaba paralizada en su mudo e inexplicable odio.

Fue entonces cuando Michiru puso una lima de uñas en su mano…

Flashback.

De muy pequeña, Haruka padeció un caso grave de gripe por lo que se la interno en un hospital. Estando allí, su padre se durmió con el cigarro encendido en la cama y la casa ardió sin que pudieran salvarse sus padres ni su hermano mayor, Jedite. Conservo sus fotos. Parecían actores en una antigua película de terror de los años cincuenta.

La rubia no tenía familiares con los que ir, y paso cinco años en un orfanato en Oregón. Luego paso a ser pupila del estado. Eso significa que una familia te recoge y el estado paga por la manutención. Normalmente un matrimonio acepta dos o tres pupilos como práctica forma de inversión. Si un niño está bien alimentado puede ganarse su manutención haciendo que haceres en la localidad y esos escasos dólares se transforman en una ganga.

Sus padres adoptivos se apellidaban Harris y vivían en portland. No en la zona elegante, sino hacia el límite de Russellville. La señora Harris era gruesa. El señor Harris tenía un carácter hosco, raramente hablaba. La casa era una confusión de muebles poco más que útiles, artículos comprados en ventas benéficas, colchones mohosos, perros, gatos y piezas de motor envueltas en papel de periódico. Allí Haruka tenía tres "hermanos", los tres huérfanos como ella.

Obtuvo buenas notas en la escuela y abandono los estudios para entrar al equipo de atletismo cuando era alumna de segundo año en un centro de enseñanza secundaria. Harris insistía en que olvidara el deporte, pero Haruka continuó hasta el incidente con Darien Akerman.

Después perdió los deseos de seguir corriendo, no con la cara hinchada y llena de heridas gracias a los chismes que Lita Kino iba contando por allí sobre su sexualidad. Abandono el equipo, y Harris le consiguió un empleo en los almacenes locales.

En febrero de su penúltimo curso, presentó la solicitud de ingreso en la universidad gracias a un sacerdote que afirmaba haber conocido a su tía bisabuela Haruka Tenou, pagando con su dinero el costo de la solicitud. Aceptaron a Haruka con una beca y una buena combinación de trabajo y estudio en la biblioteca. La expresión de los Harris cuando Haruka les enseñó los documentos de ayuda económica se convirtió en el mejor recuerdo de su vida hasta ese momento.

Uno de sus «hermanos», se fue de casa. Ella era incapaz de hacer lo mismo. Habría vuelto al cabo de dos horas de caminata por la carretera. La universidad era la única salida para ella, y así la aprovecharía.

Lo último que le dijo la señora Harris cuando partía fue: «Escribe, ¿me oyes? Y envíanos algo cuando puedas». Nunca volvió a ver a ninguno de ellos.

Hubo barias conquistas durante los años allí, pero ninguna como Serena a quien conoció cerca de comenzar su carrera. Era lo más importante que le había sucedido hasta entonces.

La belleza de la chica habría hecho a cualquiera retroceder dos pasos. Hasta la fecha Haruka no tenía la menor idea de qué vio Serena en ella. Después fue un simple hábito difícil de abandonar. Serena la retuvo algún tiempo, quizá porque no quería abandonar la costumbre. Tal vez la conservó como cosa rara, o quizá simplemente por vanidad. Buena chica, échate, levántate, hazme el amor, recoge el papel. Toma un beso de buenas noches. Has esto o aquello, bésame una vez más. No importaba. Durante cierto tiempo fue amor, luego algo parecido al amor y cuando comenzaron las alucinaciones de Serena finalmente se acabó, pero eso no significaba que su fallecimiento a Haruka no le doliera en lo más profundo.

El vacío de la perdida la empujaría a la idea de volver a las andadas..., otra vez con las tres o cuatro chicas más complacientes que pudiese encontrar, pero fue inútil. Podría culpar de ello a su infancia, decir que nunca tuvo modelos sexuales, pero no sería cierto. Jamás había tenido un solo problema con ninguna chica, menos aún con Serena. Pero ella se había ido.

Haruka comenzó a tener miedo a las mujeres, un poco. No tanto por temor al fracaso y la decepción de no dar con alguien siquiera ligeramente parecida a Serena, sino porque justo eran como ella y cuando salía para simplemente tener sexo, comenzaban las alucinaciones y los terrores nocturnos. Esto la asustaba mucho.

Recibiría una notificación del decano de Artes y Ciencias diciendo que había suspendido dos de cada tres asignaturas. Un par de días más tarde le llegaría una invitación de cierta chica. Siempre dejo en claro lo mucho que la rubia le gustaba. Tenía planeada una despedida de soltera. Pensaba casarse en julio o agosto y Haruka estaba invitada si quería asistir. Eso era casi divertido. ¿Qué regalo de boda podía hacerle? ¿Su coño con un listón rojo sobre el pubis?

Aquella noche en que desapareció del campus, una extraña vos en su mente la convenció de que era hora de cambiar de escenario, quizás de ese modo la desagradable sensación que la acosaba desaparecería.

Tras varios días de haber abandonado el monasterio en el que había sido acogida, tan solo para volver a caminar sin rumbo, Michiru aparecería después, pero ustedes ya conocen los detalles.

End Flashback.

Si quieren que todo esto sirva de algo, deben comprender cómo Haruka la juzgaba a la de cabello aquamarina.

Ella era más guapa que cualquier otra quizás incluso más que la misma Serena, pero no se trataba de eso. Las caras guapas abundaban en la vida de Haruka. Era su personalidad interna lo que en realidad le atraía. Había oscuridad y erotismo, pero el erotismo que emanaba de ella era como el de una enredadera..., oscuridad y sexo ciego, algo así como un sexo que se aferra y te destruye desde adentro, imposible rechazarlo, que no tiene tanta importancia porque es tan instintivo como respirar. No como un animal (eso implica lujuria) sino como seres racionales que buscan la satisfacción a través de un agonizante suplicio. Haruka sabía que hacerle el amor, seria perder su alma en un acto maravillosamente siniestro, pero que al final su fornicación sería algo simplemente insulso, distante y sin sentido.

El sexo era importante sólo porque no carecía de importancia.

La violencia fue la verdadera fuerza motriz. La violencia fue real y no un simple sueño. La violencia de aquella parada de camiones, la violencia de querer matar a William Carnegie. Hubo un rasgo ciego y vengativo en ello. Quizás Michiru era una trepadora, una perversa sirena cuya atrayente voz simplemente te arrastra a cualquiera hasta la muerte sim importar quien, una especie de enredadera, una planta carnívora que ejecuta movimientos animales cuando una mosca o un trozo de carne cruda es puesto en sus fauces.

Todo fue real, Haruka no podía rellenar el agujero dejado por Serena que partió de este mundo sin decir adiós (no es que Haruka deseara hacerla responsable de ello) solo que el agujero que siempre había existido se haría más grande y oscuro con su partida, el remolineo oscuro y confuso que nunca ceso en su interior. Michiru llenó ese hueco. Hizo de la rubia su brazo. La obligó a moverse y actuar.

Ahora ya pueden comprenderlo un poco. Por qué Haruka sueña con ella. Por qué la fascinación le perdura pese al remordimiento y la aversión. El porqué de su odio. Por qué le teme y por qué incluso ahora sigue amándola.

La rubia, aferró rígidamente la lima de uñas junto a su costado y contemplo un aviso luminoso que se encendía y apagaba en la noche: CONSERVE LA DERECHA PARA SALIDA 14.

— Ojalá pudiera ir más lejos — dijo Carnegie.

— No se preocupe — repuso Michiru cordialmente, Haruka notó que su furia zumbaba y se enterraba en la carne inferior de su cráneo igual que una taladradora —. Déjenos en lo alto de la rampa.

Carnegie redujo la velocidad al observar el disco de cincuenta kilómetros por hora. La rubia sabía qué iba a hacer. Pensó que sus piernas se habían convertido en plomo.

La parte superior de la rampa estaba iluminada por un elevado foco. A la izquierda la rubia ve las luces de Wynne sobre un fondo de niebla cada vez más espesa. A la derecha, nada aparte de oscuridad. No había tráfico en ningún sentido en la carretera de acceso.

Haruka bajó de auto. Michiru se deslizó en el asiento y ofreció una última sonrisa a William Carnegie. Haruka no se inquietaba. Ella estaba colaborando en el perverso juego.

Carnegie esbozó una irritante sonrisa porcina, aliviado porque casi se había librado de ellas.

— Bien, buenas no...

— ¡Oh, el bolso! ¡No se vaya con mi bolso! — exclamo Michiru

— Yo lo cogeré — Dijo Haruka.

Se agachó dentro del vehículo. Carnegie vio el objeto que ella llevaba en la mano y la porcina sonrisa se esfumó.

En ese momento aparecieron luces en la colina, pero era demasiado tarde para volverse atrás. Para ese instante nada habría detenido a Haruka. Agarro el bolso de Michiru con la mano izquierda. Con la derecha introdujo la lima de acero en la garganta del conductor, que gimió brevemente ahogado por su propia sangre…

—Segundo acto—…

A todos gracias por su valiosa lectura, no olviden que no hay comentario malo o irrelevante, así que no hay razón para no dejar un par de palabras a su humilde servidora así que no sean tímidos, de seguro me será de gran ayuda.

Hasta pronto