CXII

En medio del bosque, ignorante de lo cerca que estuvo de la muerte, ella se gira hacia él. Y esta vez, Henry hará lo correcto: evitará sus avances y le dirá, con toda certeza, lo que piensa de ella.

—Yo…

Sin embargo, ella sonríe al verlo dudar. Él apenas alcanza a atisbar la intención en su mente antes de que ocurra.

No…

Las palabras quedan colgando. Y de pronto, de pronto no es…

Esto… Esto es diferente…

Porque no es Angela, no; no es Angela quien se ha puesto en puntas de pie, le ha echado los brazos al cuello como dos lianas de una planta invasiva, y ha plantado un beso en su boca.

No, es Eleven. Y es el beso un desacierto, una equivocación, pero tan dulce, tan dulce que…

Que Henry la rodea entre sus brazos y presiona su boca contra la suya, no la deja respirar, su lengua ávida de sentir la respiración ajena sobre sí y…

—¿Henry?


Como si una corriente eléctrica lo hubiese sacudido, Henry se endereza de golpe, apretando la espalda contra el respaldo de la silla. Es ligeramente consciente de que, en su regazo, Poe lanza un gruñido de protesta.

—Perdón; pensé que estabas despierto. —Eleven le ofrece una sonrisa tímida, y Henry clava la vista en el lomo blanco del felino sobre sus piernas como si esto fuese lo más interesante del mundo—. Solo quería avisarte que ya llegué.

—No —responde Henry, y se apresura a presionar un dedo contra su garganta a la par que carraspea con la intención de aclararla—. No, es bueno que me hayas avisado; no planeaba quedarme dormido. —Cae en la cuenta de que no puede seguir ignorándola tan descortésmente, así que le lanza una mirada el tiempo justo para preguntarle—: ¿Se divirtieron?

Sabe que deberían hablar de lo ocurrido, mas presiente que, alterado como se halla, no será capaz de mantener una conversación así.

—Ajá —contesta Eleven, bajando la mirada hasta sus zapatos—. Este… La mamá de Max nos mandó sándwiches. ¿Te gustaría que te los trajese o…?

—Oh, no —se apresura a responder, haciendo el amago de levantarse para que Poe lo abandone; recién entonces se pone de pie—. No, puedo hacerlo yo mismo… ¿Almorzamos eso? —Supone que no se ha saltado la hora del almuerzo.

—Seguro —acepta ella antes de retirarse.

—Genial —coincide él, llevándose una mano a intentar poner en orden los desaliñados mechones rubios.

Los ojos azules de Poe —quien ha ido a sentarse sobre su escritorio—, aunque rebosan una indiferencia casi hiriente, no se despegan de él.

Decidido a ignorarlo, Henry abandona su despacho raudamente, presto a darse una ducha fría con la intención de despabilarse del todo.