El sabor amargo del champagne acarició sus labios y bañó sus papilas gustativas. De esta forma, acababa de dejar el carmín que teñía los pliegues de sus finas carnes sellado en la boca de la copa de vidrio. Había una gran presencia de ruido a su alrededor, demasiado para ser inteligible. De rostro en rostro, saltando como una rana, sus ojos divagaron. Una máscara negra cubría sus pestañas, haciendo que resalte aún más el color de sus iris.
—Marinette —la llamaron—, ¿me estás escuchando?
Entonces, debió correr la vista hacia la persona que se le había dirigido. Pestañeó dos veces consecutivas.
—Disculpa, Lila. Me perdí entre el gentío y mi cabeza se fue con él —confesó con cierta vergüenza—, ¿decías?
La susodicha presionó los labios al menear la cabeza y relajó los hombros tras suspirar. A veces no lograba comprender cómo su amiga era tan distraída.
—Las señoras no se cansan de mencionar cuán maravilloso es el vestido que tu madre y tú confeccionaron para Chloé—repitió con la misma carga emocional empleada en la primera versión—. En verdad se lucieron. ¡Se superan cada vez más! Ah, no veo la hora de que llegue mi turno...
Lila se removió impaciente en el lugar, ante lo cual la joven euroasiática sonrió. Le provocaba gracia la ansiedad contenida en su compañera.
—Tu hombre no debe haber encontrado el momento oportuno para pedírtelo, por eso ha de ser el dilate —animó. Luego, se arrimó a ella para darle un suave y juguetón golpe de codo en el brazo—. ¡No tiene mucho que pensar con una mujer como tú!
La italiana se cubrió la boca al carcajearse por lo bajo.
—Primero, no es mi hombre... ¡Aún!—alzó un dedo en alto, apresurándose a añadir. Exhibió su dentadura en una sonrisa que recorría su rostro de oreja a oreja. Ésta le fue contagiada a Marinette—. Oficialmente... Y segundo, te lo agradezco. Eres muy linda conmigo.
No hubo una respuesta a su comentario. En cambio, se quedaron contemplando el panorama. La celebración montada por el matrimonio Couffaine-Bourgeois era por demás aparatosa. La cantidad de invitados presentes no dejaba de asombrar, pareciera que todo París se hallaba concentrado allí, en las cuatro paredes de ese salón que podría ser el hermano pequeño del Palacio de Versalles. El servicio de mayordomos también era espectacular; lógico, debía compensar la cantidad de asistencias. Por el contrario, cabe mencionar que el casamiento en la iglesia fue mucho más íntimo, reduciéndose solo a un grupo de familiares y amigos más cercanos.
Marinette no llegaba a comprender de dónde provenía aquel deseo de aparentar tanto, de vanagloriar el exceso, como si fuera sinónimo de una mejor vida. Se mordió el labio inferior para no soltar ningún pensamiento malsonante ante la presencia de su amiga.
—Hablando de Roma —le sintió decir a Lila cerca de su oreja izquierda. Tras verle de refilo, siguió su mirada hasta reparar en la figura que robaba por completo su atención—. Discúlpame.
Y en cuestión de segundos, la antedicha desapareció de su lado, en busca del varón que lograba quitarle el aliento cada vez que pensaba en él o mencionaba su nombre. Estaba de espaldas hacia ellas, casi en su totalidad. Apenas llegaba a reconocérsele el perfil. Bebía vino rojo a la par que discutía temas de poca seriedad con otros hombres. Lila llegó hasta él por detrás, colocando una mano sobre su columna, lo que despertó rápidamente una reacción en su cuerpo. Félix giró el cuello, y al reconocerle, sonrió de lado. Rodeó su cintura con un brazo y la atrajo hacia sí, inclinándose para oírle mejor y poderle responder.
Ante este escenario, el corazón de Marinette se achicó. Conocía ese sentimiento muy bien, lo había vivido en sus propias carnes. Y lo añoraba. Echó un suspiro aflictivo, dejó caer los brazos y liberó sus manos, con cuyos dedos había estado jugando sin quererlo. Una respuesta involuntaria a todas las emociones que le recorrían por dentro y no podía expresar con palabras.
Aunque pudiera dar a entender lo contrario, se contentaba por Lila. Todo el mundo merecía experimentar al menos una vez en la vida la sensación de amar. Sólo le costaba no volver a caer en sí misma y en su desdichada situación amorosa cuando se presentaba una escena así. Es más, en el transcurso de la boda de Chloé y Luka se le formó un nudo en medio de la garganta, el cual le provocó una leve tos que logró atraer ciertas miradas indiscretas.
Dio un nuevo sorbo a su copa de champagne, y en esta oportunidad, quedó vacía. Tragó y tras echarle un rápido vistazo, se desplazó para ubicarla sobre la mesa que le fue asignada. A escasos metros de ella, se encontraba su madre parloteando con otras dos mujeres de su edad. Al notarle tan entretenida y sumida en la conversación, Marinette actuó velozmente para pasar desapercibida ante sus ojos.
Hallándose a una distancia prudente de su progenitora, se abrió paso entre los invitados hasta darse de bruces con uno de ellos que la dejó anclada en el suelo del estupor. Quizás, por una breve fracción de tiempo, contuvo la respiración sin percatarse.
—¿Nathaniel? —soltó finalmente en un murmullo. Pronto, un fulgor relució en sus ojos. Avanzó con cautela hacia él al vislumbrar una sonrisa ladeada en su faz—. Santo cielo... No lo puedo creer. ¡Qué gusto, qué alegría! ¡Oh!
Sin medir sus acciones, le palpó las manos y le recorrió los brazos con su tacto, cerciorándose, de esta manera, que era real, de carne y hueso, y estaba frente a sí. En todo este proceso de evaluación, el aludido no se pronunció al respecto.
—¿Qué haces aquí? —alzó el mentón hacia él para mirarle directo al rostro. Estaba más adulto que la última vez que se vieron. Sonrió. Por inercia, sus lagrimales empezaron a liberar agua, no pudiendo contener más la emoción—. ¿Qué... Qué ha sido de ti todo este tiempo? ¿Dónde has estado?
Su cabello no había perdido la tonalidad rojiza que tanto lo caracterizaba. Se había dejado crecer el bigote, pero por alguna razón era castaño. En cuanto a su apariencia, se notaba mucho más cuidada y elegante a comparación de la época en la que trabajaban juntos en el campo. Había sido compañero de Adrien, y luego fue el suyo cuando le tocó suplantarlo en su puesto. Compartieron gratas vivencias en ese tiempo oscuro que azotó al país por cuatro años consecutivos.
—No en Francia, tenlo por seguro. —Introdujo una mano en el bolsillo frontal de su traje y extrajo un pañuelo blanco con el cual secó las lágrimas de sus mejillas. — Pero ahora estoy de regreso con muchos proyectos en mente.
Sacudió el pañuelo en el aire, lo dobló y depositó nuevamente en su sitio.
—Me alegra encontrarte, ¿has venido sola? ¿Adrien no te ha acompañado? —preguntó mientras se acomodaba el aspecto.
El cuerpo de la euroasiática se tensionó en un santiamén.
—Oh..., cierto, no te has enterado—balbuceó con la vista gacha, hurgando en sus memorias pasadas—. Adrien ha muerto en combate.
La expresión de Nathaniel cambió súbitamente, exhibiendo consternación.
—No puede ser...—pronunció con desánimo—. Lo lamento mucho, Marinette.
La antedicha esbozó una mueca, recibiendo su pésame con cierta gratitud.
—No han sido años fáciles—admitió, frotándose las manos—. A decir verdad, aún no me recupero del todo de ello y no sé cuándo lo haré.
—El tiempo todo lo cura —reprodujo, procurando dar unas palabras de aliento—. Llegará el momento en que la herida cicatrizará.
Marinette se contuvo a dar una respuesta frente a rebosada frase.
—¡Cuéntame de ti, por favor! No quiero revolver en mis desgracias un día como hoy, en una ocasión tan especial —extendió los brazos para hacer alusión al tiempo y espacio en el que se hallaban inmersos.
El varón fue comprensivo ante su petición.
—Por supuesto, ¿te parece si damos una vuelta?
—Con mucho gusto—aceptó sin rechistar.
Pegados el uno al otro, se abrieron paso para correrse hacia un espacio que no estuviera tan ocupado. Pasaron por un corredor y luego por otro hasta desembocar donde habían comenzado. Intercambiaron miradas cómplices y rieron al unísono, optando finalmente por ir al jardín exterior, donde estarían más tranquilos.
Una vez llegados al lugar, Nathaniel sacó una cigarrera y se la acercó a Marinette, quien retiró un cigarro de ella y se lo colocó en la boca. Tras imitar su acción, el varón encendió el de ambos con un mismo fósforo que raspó contra la cerillera.
Marinette dio una calada honda al suyo. Cerró los ojos y disfrutó la sensación de relajación que la embriagaba.
—No tenía idea que conocías a Chloé... o Luka—comentó, expulsando el humo de tabaco.
Su opuesto rio por lo bajo.
—Me los presentaron algún tiempo atrás para que los retrate y de ahí quedó la relación... o el contacto, más bien—explicó, observándola de reojo.
—Es verdad... —murmuró reflexiva—. Tenías un estudio de arte en tu propia casa, recuerdo que lo mencionaste.
—En casa de mis padres —detalló presuroso, casi entre dientes, como si no le gustara hablar de ello—. Cuando me mudé apenas tenía espacio para poner un caballete. Y desde que me fui del país, llevo un cuaderno siempre conmigo. Se convirtió en mi nuevo lienzo, allí plasmo todas mis ideas.
—Ya veo—musitó y se llevó nuevamente el cigarrillo a la boca.
Nathaniel rascó con el pulgar la zona del bigote.
—No me molesto en preguntar por ti, estás en boca de todos—mencionó jocoso con una sonrisita—. Y tu madre también.
La euroasiática rodó los ojos y soltó un quejido.
—Qué vergüenza —cubrió parte de su rostro con una mano, ocultándose—. No acostumbro a recibir tanta atención; en parte siento que le estoy quitando protagonismo a la pareja.
—Al contrario, haces que resalten aún más. Sobre todo ella—apuntó con la cabeza hacia atrás, señalando el salón, donde se encontraba Chloé—. La verdad que han confeccionado una pieza tan envidiable como inigualable. ¿Ningún diseñador les ha contactado todavía?
Marinette se echó a reír.
—Tonterías—negó con la testa.
—No tardará en llegar, ya verás—refirió para luego dar una pitada.
—¡Marinette! —gritó a sus espaldas una mujer. Ambos se voltearon a ver de quién se trataba, aunque la aludida ya lo sabía. Sabine se les arrimaba sujetando su vestido para no que no se ensuciara. Al encontrarse más próxima, se percató de que un hombre acompañaba a su hija—. Oh, disculpa. No sabía que estabas acompañada. ¿Quién es este joven, querida?
—Nathaniel Kurtzberg.—El antedicho besó el dorso de la mano de su progenitora, quien exhibió aprobación y agrado ante su accionar.— Fue compañero de trabajo de Adrien... y mío.
La expresión facial de su madre se vio alterada ante la mención de dicha información.
—Ah, qué sorpresa...—mencionó sin entusiasmo. Estaba cansada de oír a su unigénita hablar de quien fue su esposo una y otra vez—. ¿Y a qué se dedica, señor Kurtzberg?
—Oficialmente, soy retratista. Pero estaba por comentarle a su hija que desde hace meses vengo planeando incorporarme en el mundo del diseño de modas—reveló.
Marinette abrió bien grandes los ojos.
—Mire qué bien —elogió Sabine—. ¿Para hombres? ¿Le gusta la sastrería?
—Para mujeres —le corrigió con una sonrisa—. Considero que hay mucho más potencial allí para aprovechar.
La joven contempló la expresión de piedra en el rostro de su progenitora.
—Tienes razón, querido. Pues espero que prosperes en tu proyecto y que sepamos de ti muy pronto —esbozó sin eufemismos—. Hija, acompáñame, quiero presentarte a unas futuras clientas.
Los ojos de Marinette se desplazaron hacia los del varón, que ya la observaban con antelación.
—Con permiso —se excusó, inclinando la testa en un veloz movimiento.
Seguidamente, presionó el cigarrillo bajo el zapato contra el suelo, se colocó a un lado de su madre y caminaron juntas hacia el interior del salón. En el breve recorrido que hicieron hasta allí ninguna le dirigió la palabra a la otra. Marinette sospechaba que podía tratarse de una forma de reproche por algún mal actuar de su parte. No sería la primera vez que aplicaba esta metodología, si fuese el caso. Al menos esta noche no se enteraría de cuál había sido el motivo de su enojo.
Sabine introdujo a su unigénita con las dos señoras interesadas en el servicio. Tras ello, la menor se vio forzada a formar parte de una conversación indeseada, en la que desempeñó un papel activo al tener que compartir una síntesis de su historia con la costura.
El intercambio verbal habrá durado no más de veinte minutos. Las mejillas y comisuras de Marinette le dolían de tanto estar sonriendo, por lo que debía masajearse disimuladamente. Cuando una música comenzó a surgir de fondo, comprendió que era la hora del baile. De inmediato desvió la vista hacia su madre y le imploró de esta forma que la liberara; no obstante, declinó sus deseos y la forzó a continuar allí.
Por fortuna, cuando no parecía haber luz al final del camino, Nathaniel apareció para rescatarla. Se disculpó ante las presentes y le solicitó a la joven que le acompañara a bailar en la sala contigua. Marinette aceptó sin rechistar y se fue con él, no sin antes excusarse con las mayores. Sabine les siguió con la vista y los labios presionados. No avalaba lo que estaba sucediendo ante sus narices. Temía que rumores absurdos llegaran pronto a sus oídos.
Por otra parte, en otro extremo del salón principal, se encontraba Lila. Abrazaba el brazo de su futuro prometido con afecto. Casi no se había distanciado de él en lo que iba de la noche; las veces que lo hizo se contaban con los dedos de una mano. A pesar de no comprender siempre del todo los temas que discutía con los otros caballeros, gustaba de demostrar interés y participar, aunque acabaran burlándose de ella. En esas ocasiones, Chloé intervenía con algún comentario para desviar la atención de la italiana o para defenderla. Félix, en cambio, no se pronunciaba a su favor ni en su contra.
Habiendo atravesado una reciente situación de esas características, volteó el rostro avergonzada para observar a su alrededor y dispersarse en él. En medio de la aglomeración de gente divisó la figura de Marinette avanzando hasta la mesa de tragos en compañía de un hombre pelirrojo. Ambos parloteaban entre sí muy entretenidamente, con unas sonrisas que ocupaban todo el ancho del rostro. Estaban sonrosados, pues venían de bailar sin descanso en la sala de al lado. La italiana dio un trago a su copa de champagne y se dirigió a su compañero, apretándole el brazo para llamar su atención.
—Espérame, cariño —solicitó cuando el varón se le hubo arrimado lo suficiente—. Ya regreso.
Félix la miró sin comprender la razón por la que se alejaba. Para intentar esclarecerlo, siguió sus pasos a la distancia. La divisó detenerse junto a Marinette, y por acto reflejo, acomodó su postura corporal, relamió sus labios y aguzó la vista. Quería prestar particular detalle a lo que acontecía entre ambas féminas. Así fue como, de esta forma, descubrió que estaban acompañadas por una presencia masculina.
—¡Mari, al fin te encuentro...! —vociferó Lila, acomodándose ante su amiga con una sonrisa picarona. Sus ojos rebotaron entre ella y su acompañante, a quien estudió de pies a cabeza con entusiasmo—. ¿Quién es el apuesto caballero que te acompaña?
El aludido rio por lo bajo.
—Nathaniel Kurtzberg, encantado—se presentó, sujetando la mano libre de la joven italiana y depositando posteriormente un corto beso en el dorso.
—Lila Rossi, mucho gusto—devolvió el saludo, dedicándole una mirada furtiva a la euroasiática, quien se hizo la desentendida al revolear los ojos.
—Nathaniel fue compañero de trabajo de Adrien en el campo—comentó—. Allí lo conocí.
—Ahh, claro, por supuesto—esbozó—. Es una relación de mucho tiempo.
—Sin embargo, no nos hemos vuelto a ver desde entonces —aclaró el varón—. Apenas culminó la guerra, me fui de Francia para encontrarme a mí mismo y ahora puedo decir que estoy de regreso con un panorama mucho más claro.
—Es una gran noticia —destacó Lila, alzando la copa semi vacía—. Enhorabuena, señor Kurtzberg.
—Buenas noches —intervino una cuarta persona en la plática con un saludo nítido y firme, que fue devuelto tanto por Nathaniel como por Marinette. El recién llegado le extendió una copa de vino a la italiana—. Ten.
La susodicha lo miró de arriba abajo.
—Oh, gracias, cariño —tomó e intercambió las copas con cierta duda, pero pronto se recompuso—. Te presento a Nathaniel Kurtzberg, amigo de Marinette.
El varón inclinó la cabeza para seguidamente estrechar manos con el mencionado.
—Félix Graham, encantado.
Nathaniel asintió, recibiendo sus palabras. Tras el apretón, ascendió el volumen de un vals orquestado en vivo por el grupo de músicos que habían contratado para la ocasión. Sabiendo lo que ello significaba, los invitados se corrieron hasta la sala y se ordenaron para admirar a la flamante pareja bailar la primera pieza. Todos parecían contener el aliento en ese momento. No volaba una mosca. Ese era el ejemplo más claro del respeto que tenían por ellos.
No bien concluyó la danza, el espacio se llenó de aplausos y elogios para los jóvenes comprometidos. Sus familiares fueron los primeros en aproximarse y realizar los intercambios de pareja. Así, comenzó luego a rellenarse la pista.
El pelirrojo percibió el interés creciente de la italiana por incorporarse, pero reconoció una falta de contemplación por parte de su compañero. Su mirada se cruzó con la de Marinette, quien le dedicó una media sonrisa que lo animó a actuar.
—Señorita Rossi —la llamó ante los demás, consiguiendo que se volteé—. ¿Me haría el honor de acompañarme?
Apuntó con los ojos en dirección a la pista y le extendió el brazo derecho para que se sujete de él en caso de aceptar.
En las pupilas de la italiana apareció un brillo singular.
—Encantada—accedió, rebosante de alegría. Le acercó la copa a Marinette para que la cuidase hasta que regresara y se sujetó de él, dejando que la guiara.
Nunca volteó a ver a su futuro marido para solicitarle permiso, y eso le resultó muy gracioso a Marinette, quien quedó a solas con él. Compartieron un clima de silencio entre sí que se vio interrumpido a los pocos minutos.
—Qué descuido de su parte no prestar atención a los deseos de su mujer —opinó la joven abiertamente, observándolo desde el rabillo del ojo.
El varón apoyó su copa en la mesa de atrás y guardó las manos en los bolsillos del pantalón.
—No puedo leer su mente —objetó con suficiencia.
—No hacía falta —opuso, redirigiendo la mirada en sentido contrario a donde estaba parado—. Siquiera lo intenta.
No oyó más de él por unos segundos, creyendo haberlo puesto en su lugar. La intimidación que suscitaba en los demás fomentaba el desarrollo de una conducta petulante y desinteresada, ya que pocos juntaban agallas para contradecirle.
—Tampoco es mi mujer —le sintió añadir en un tono apenas audible. Para entonces, Félix había torcido el cuello en su dirección.
Su repentina acotación no hizo más que anclar a Marinette al suelo de la tensión. No hubiera esperado tal aseveración provenir de su boca. Lentamente, fue quebrando la rigidez de su cuerpo y reacomodó la postura. Condujo su mirar hacia él y ocasionó, así, la colisión más inaudita, entre el azul del mar y de un cielo grisáceo.
—Aún —remarcó con énfasis, como si quisiera asegurarse de que no era una manera de insinuar que estaba arrepintiéndose.
La ausencia de respuesta inmediata por parte del varón la estremeció. Sus niveles de ansiedad se dispararon al notar como dejaba un espacio libre a la duda, que podría significar el peor de los escenarios para una mujer. No se atrevería, ¿verdad? No le haría eso a la pobre Lila.
—¿Quiere bailar? —formuló impasible, manteniendo los ojos puestos en ella.
Marinette no fue capaz de emitir un sonido siquiera. Estaba en medio de un conflicto interno que la mantenía entretenida y dejaba adormecida su lengua. Pasando por alto este hecho, Félix actuó de acuerdo a sus propios intereses y se encargó de ayudarla a acomodarse alrededor de su brazo. Retiró la copa que Lila le había extendido instantes atrás y frunció el entrecejo al notar que su otra mano estaba presionada con fuerza, formando un puño. Pensar que había cuidado de ella semanas atrás.
Tras echarle un vistazo fugaz, le despegó los dedos uno por uno, con parsimonia, como si se tratase de un arte. En ningún momento del proceso se vio incordiado por la intensa y filosa mirada que la joven le clavó encima.
Al concluir su empresa, elevó ambas cejas, demostrándole que ya había completado la labor y no tenía por qué seguir observándolo con tanta pasión. No obstante, Marinette se mantuvo firme. A pesar de ello, la llevó consigo a la pista y se acomodó en un hueco con ella, encarcelando su cintura bajo el tacto de su piel y uniendo sus manos en lo alto. La fémina se vio obligada a situar uno de sus brazos sobre el contrario para adoptar la forma correcta y pretendida.
Acto seguido, Félix la condujo en el compás sin mediar palabra. Sostuvieron ese silencio por un rato más hasta que la joven reventó.
—Lila lo está esperando —enunció tajante, mirándolo detenidamente a los clisos. Sus dichos le habían molestado sobremanera—. Le informo, ya que no posee la habilidad de interpretar a su novia.
El varón se limitó a rodar los ojos con hastío y exhaló por la nariz.
—Para su no-sorpresa, estoy demasiado al tanto de ello —enfatizó, gesticulando exageradamente con la boca y frunciendo el ceño—. Créame que respecto a este tema se ha puesto mucho más en evidencia.
—¿Y por qué lo retrasa? —inquirió incisiva. Deseaba conocer la causa de tanta espera para su amiga.
Félix viró la vista.
—No es el momento —se limitó a contestar. Tras unos segundos, carraspeó y retomó la palabra—. Veo que ha considerado lo que le he dicho.
—No estamos hablando de mí —lo frenó en seco, percatándose de que procuraba desviar el eje de la conversación.
—Ahora sí —respondió sin más.
Marinette inhaló una considerable cantidad de aire por la nariz.
—¿Sobre qué? —cuestionó por lo bajo, casi en un murmullo.
—Sobre continuar su vida —aclaró y buscó al pelirrojo con la mirada—. Este muchacho...
—Oh, no —reaccionó al darse cuenta de a quién hacía mención y negó repetidamente con la cabeza—. Nathaniel es... Es una vieja amistad que compartía con Adrien.
El varón rió con sorna.
—Marinette, es usted lo suficientemente capaz de comprender que aquello no significa nada, en lo más mínimo —expuso de manera clara y pausada—. Los vínculos son variables.
—Dudo mucho que sea el caso —repuso, muy segura de lo que decía—. ¿Le importaría hablar de otra cosa?
Su pregunta le sonsacó una sonrisa socarrona a Félix.
—¿Ya ve? ¿Se da cuenta cuán desagradable es que hurguen en su vida privada? —apuntó, entornando los ojos.
La joven tensó la mandíbula.
—Me preocupo por mi amiga, ¿acaso está mal? —planteó encocorada.
De repente, sintió cómo la mano del varón que se encontraba en su espalda ejercía contra ella la fuerza necesaria para aproximarla a sí. Ello la sobrecogió. El frente de su cuerpo impactó contra el pecho del varón, quien se inclinó solo unos centímetros para quedar al lado de su oreja, tomando provecho de la intencionada cercanía.
—No meta sus narices donde no le llaman —avisó en tono amenazante, acentuando cada palabra, y lentamente se echó para atrás. Recuperó parte de la distancia perdida y atisbó a la fémina desde ese lugar—. Limítese a Lila, no avance sobre mí, aunque ambos estemos relacionados. Su trato es con ella, no conmigo.
Habiendo controlado sus nervios, con la respiración acelerada, Marinette amagó con abrir la boca para retrucarle. No obstante, fue interrumpida con el final del vals. Aquello llevó a los presentes a aplaudir en señal de gratitud a los músicos, y en el mientras tanto, Nathaniel y Lila se acercaron a ellos. La euroasiática debió guardarse lo que tenía para decir e inventar un escenario paralelo al que acababan de vivir cuando les preguntaron al respecto.
No bien tuvo la oportunidad, tomó distancia de la pareja y se fue con el pelirrojo a otro sector. Tomaron asiento en una mesa y parlotearon casi por media hora, hasta que llegó otro evento de relevancia en la fiesta: el lanzamiento del ramo. Gran parte de las mujeres solteras o de novias pero no comprometidas se amontonaron entusiasmadas en la mitad del salón. Ante ellas, se situó Chloé de espaldas, quien de a ratos las observaba por encima del hombro para corroborar que hubieran acabado de acomodarse.
Marinette se hallaba a espaldas de la italiana, con dos mujeres de por medio separándolas. Escuchó a la joven Bourgeois empezar una cuenta progresiva que anticipaba el suceso próximo a acontecer. Los murmullos y la ansiedad la circundaban. Al vociferar el número tres, el ramo salió disparado por el aire y decenas de pares de brazos se alzaron con la expectativa de capturarlos. Las flores cayeron en las manos más esperadas y fue equivalente a un ultimátum. Inconscientemente, desvió la mirada hacia Félix, que estaba mezclado entre los caballeros, casi escondido. No tenía escapatoria. Todos los caminos llevaban a ese irremediable final. Estaba acorralado.
Lila se aferró al ramillete, abrazándolo con fuerza y pegándolo contra su pecho. Daba saltitos y dejaba relucir una sonrisa brillante. Algunas mujeres, entre ellas Chloé y su madre, se acercaron a felicitarle. Asimismo le sucedió al varón, a quien su pareja se dirigió sacudiendo en lo alto el bouquet de flores para mostrarle lo que había pasado. Marinette se carcajeó por lo bajo; aun con los ojos vendados Félix lo sabría.
En un contexto de júbilo, ambos parecían ser los únicos desdichados que fingían sintonizar con el ánimo popular. Marinette conocía la razón de su malestar; sin embargo, ignoraba cuáles podían ser las ataduras que echaban a Félix para atrás a la hora de pedir matrimonio.
El tiempo corría en su contra y las ansias no hacían más que crecer. El fin de año se pronunciaba cada vez con más fuerza, y la presión por actuar antes de que llegara, le respiraba en la nuca. Debía tomar una decisión, solo una.
