Aquel era el peor día de su vida. Desde el momento que se despertó una asfixiante angustia se había apoderado de él. Un aviso de que la tragedia estaba más cerca de lo que deseaba admitir. Lo había ignorado la mayor parte del día, el trabajo y las llamadas a Tokio se lo permitían durante minutos solo para devolverlo de golpe a esa realidad donde definitivamente todo se iría al demonio.
«Debemos irnos». Le había dicho, o casi suplicado, en cuanto tuvo la oportunidad, pero el otro sólo se rió como respuesta minimizando su inquietud.
Sabía perfectamente que pedirle a Suguru que abandonara su vida de un momento a otro resultaba ingenuo o incluso egoísta. Sin embargo el miedo que nacía desde la boca de su estómago sin una razón aparente era tal que no encontraba opción racional qué seguir en aquel momento.
Ahora, ya era demasiado tarde.
Las luces rojas y azules de los autos de policía rompían la oscuridad de esa calle donde nunca ocurría nada, o al menos no hasta esa noche. Ahora los vecinos con los cuales no había intercambiado más que un fugaz "Buenos días" se reunían curiosos por el escándalo. Satoru se deshacía en plegarias para que el infortunio no tocara a la puerta de la casa donde se había refugiado por las últimas tres semanas.
Sin embargo, aquello ya lo había visto cientos de veces.
La sensación y los detalles eran demasiado conocidos como para tener un resultado diferente al que sus pesadillas le habían mostrado desde hacía poco más de diez años. Sueños donde sus movimientos se volvían lentos y el sonido se perdía gracias a su propia angustia. Donde sabía perfecta que su mundo estaba a instantes de desmoronarse.
Conocía de memoria la escena y a pesar de ello no estaba preparado para cuando finalmente lo vio: El largo cabello negro humedecido por la sangre que empapaba por igual la ropa que cubría su cuerpo, las manos sujetas y la mirada perdida que hacían parecer que el caos a su alrededor no lo alcanzaba.
Satoru se quedó sin aliento mientras su corazón se detenía por unos segundos al tiempo que sus peores temores se hacían realidad.
—¡Suguru! —Alzó la voz en un desesperado intento de contacto.
No hubo respuesta.
El veinticuatro de diciembre de dos mil diecisiete, su mundo colapsaba.
