Entre los bosques de Xadia se encontraba la aldea de Moonshadow, reconocida por su grupo de asesinos. Entre ellos, uno de los mejores era admirado por su agilidad y su voluntad para pelear por su hogar. Su nombre era Runaan, un elfo joven de mirada feroz y movimientos casi invisibles, que parecía fusionarse con las sombras mismas. Desde su infancia, había sido entrenado bajo la tutela de los guerreros más experimentados, aprendiendo a dominar las artes del sigilo, la precisión y el combate cuerpo a cuerpo.

La aldea vivía en armonía con la magia que los rodeaba, pero siempre estaba en alerta, consciente de las amenazas que acechaban desde las profundidades del reino de los humanos. Runaan, como todos los guerreros de Moonshadow, debía pasar por un momento esencial en su entrenamiento: la entrega de su arma. Era un rito de paso, un símbolo de su transformación de aprendiz a asesino completo. El arma que recibían no solo representaba su habilidad y destreza, sino también su compromiso. Pero estas armas también debían representar lo que cada guerrero era.

—Al empuñar tu arma, no solo defenderás a Moonshadow, sino que cada movimiento que hagas con ella será una afirmación de tu entrega a lo justo —proclamaba el líder de los asesinos a uno de sus compañeros mientras le entregaban su espada.

— bla, bla, bla... —balbuceaba Laín, sentado a su lado.

—¿Por qué este zopenco obtiene su arma antes que tú? Me huele a soborno... ¡Ay! — lenguaje susurró un elfo de pelo largo al darle un golpe a su compañero.

—Además, Polaris se ganó su arma igual que todos. Pero al igual que todos, menos tú... —continuó otra voz que Runaan reconoció al instante. Al voltear, vio a su "amiga", como ella misma se autoproclamaba, apoyada con sus brazos entre él y su "amigo".

—¡Gracias, Tiadrin! —exclamó Laín, levantando las manos al aire. Algunos elfos voltearon a verlos, pero pronto volvieron su atención al ritual.

—Solo nos preguntamos... ¿por qué no la has recibido? —susurró esta vez el elfo de la pequeña trenza.

Runaan no respondió, y sus amigos guardaron silencio hasta el final de la ceremonia.

Una vez terminado el acto, los tres elfos se retiraron, pero fueron interrumpidos por su líder.

—Runaan —llamó la general.

—Sí —contestó él, algo inquieto.

—Necesito pedirte un favor. Debes ir con un herrero para forjar las armas de tus compañeros —explicó, entregándole unos papeles.

—Entendido —afirmó el elfo, dirigiéndose a cumplir la tarea, seguido por los otros dos.

Tiadrin y Laín, decididos a ayudar a su amigo, lo acompañaron a la forja, donde un elfo mayor los atendió.

—Buenas tardes, jóvenes. ¿Necesitan algo?

—De hecho, sí. Venimos de parte del capitán de los asesinos. Necesita estas armas para los nuevos reclutas —dijo Runaan, entregándole los papeles al herrero.

El anciano los inspeccionó con atención antes de llamar a un elfo más joven de piel bronceada, con marcas que ninguno de los visitantes había visto en alguien de su aldea. Su cabello blanco estaba recogido en una cola de caballo media alta.

Tomó los papeles, entrecerrando los ojos antes de dirigir su mirada al grupo.

—¿Para qué quieren estas armas? —preguntó el joven elfo.

El herrero mayor puso una mano sobre su hombro.

—Son asesinos, Ethari —dijo, notando cierta incomodidad en el aprendiz.

—¿Hay algún problema con las armas? —preguntó Runaan.

El joven soltó un suspiro algo débil y respondió con un simple "no" antes de recibir una palmada en el hombro y retirarse.

El herrero mayor les informó cuándo estarían listas las armas y que él mismo las entregaría. Con eso, el grupo se marchó. Sin embargo, el elfo de pelo largo volteó una última vez, sintiendo cierta inquietud por el aprendiz del herrero.

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