15 de setiembre 1812
Los siguientes días en Longbourn transcurrieron con una profunda tristeza y desolación. Cada habitación de la casa parecía impregnada del eco de lo que alguna vez fue: risas, conversaciones animadas y discusiones tontas. Todo eso se había desmoronado como un castillo de naipes.
La única persona que aún las visitaba con frecuencia era la Sra. Phillips, pero incluso ella parecía medir sus palabras, consciente de la fragilidad de la reputación de la familia Bennet. Cada conversación terminaba con silencios incómodos y miradas furtivas.
Las veces que Elizabeth, Kitty y Jane fueron a Meryton, las vecinas, que en otro tiempo las recibían con cálidos saludos y sonrisas, ahora cuchicheaban a sus espaldas. Las miradas que antes eran amistosas ahora estaban llenas de prejuicio y desprecio.
Lady Lucas tomó medidas drásticas prohibiendo a su hija menor cualquier contacto con Kitty, alegando que esa amistad era un riesgo para la reputación de los Lucas. Kitty, que ya estaba abrumada por el rechazo general, lloró en silencio durante días, incapaz de comprender cómo el cariño que alguna vez compartieron había sido reemplazado por el abandono.
La Sra. Bennet se había recluido por completo en su habitación. Allí, entre las paredes que alguna vez resonaron con sus exclamaciones, se sumía en un estado de abatimiento. La realidad de la huida de Lydia y su impacto en el futuro de las demás hijas había destruido por completo su espíritu. El Sr. Bennet, por su parte, parecía un hombre consumido por el fracaso. Pasaba horas interminables en su despacho, revisando documentos, o recorría Longbourn, como si buscara en el paisaje la paz que su mente no podía encontrar.
A sugerencia de sus cuñados, decidió hacer el sacrificio de vender sus amados libros y otros objetos de valor para aumentar la dote de sus hijas. De esa forma logró añadir unas 1.000 libras adicionales para repartir entre ellas.
Unos diez días después que encontraron el cuerpo de Wickham, llegó un fatídico expreso. La carta del Sr. Gardiner contenía palabras que cambiaron todo: habían encontrado a Lydia tirada en un callejón en un barrio sórdido de Londres. Estaba viva, pero era poco probable que sobreviviera.
Sin perder tiempo, el Sr. Bennet y Elizabeth emprendieron ese mismo día el viaje a Londres, cada milla del trayecto llena de angustia y desesperación.
Cuando llegaron a la casa de los Gardiner, Elizabeth apenas pudo contener un grito al ver a Lydia. El cuerpo que yacía en la cama no se parecía en nada a la joven coqueta y llena de vida que recordaba. Estaba pálida, casi translúcida, y su rostro estaba cubierto de heridas y hematomas.
"Ayer estuvo consciente unos pocos minutos", explicó el Sr. Gardiner con voz entrecortada. "Me dijo que vio cuando tres hombres mataron a Wickham… luego la golpearon, la subieron a un carruaje y la llevaron a una habitación donde… donde la violaron. Después la abandonaron en un callejón."
Elizabeth sintió cómo un nudo se formaba en su garganta. Cada palabra era un golpe, un recordatorio brutal de la tragedia que había caído sobre su hermana. El Sr. Gardiner continuó, aunque su voz se quebraba con cada frase:
"El médico la reviso y dijo que tiene varias fracturas en las costillas, el brazo derecho y varios dedos quebrados... además perdió la vista del ojo izquierdo. También tiene una infección severa. Él… él no cree que sobreviva."
Elizabeth cerró los ojos con fuerza, tratando de contener las lágrimas, pero fue inútil. Su hermana había sido imprudente, sí, y sus acciones habían traído desgracia a la familia. Pero nada, absolutamente nada, justificaba el horror al que había sido sometida.
Esa noche, Elizabeth y su padre se sentaron junto a la cama de Lydia. La fiebre quemaba su cuerpo, y su respiración era irregular y débil. Elizabeth sostuvo la mano de su hermana, sintiendo lo frágil que era, como si pudiera desmoronarse en cualquier momento. A su mente acudieron varios recuerdos: Lydia riendo, bailando, hablando sobre tonterías con esa alegría despreocupada que la caracterizaba. Ahora esos recuerdos parecían un sueño lejano.
Al amanecer, Lydia dio su último respiro. Elizabeth sintió cómo su mano se volvía inerte entre las suyas. No hubo gritos ni dramatismo, solo un silencio abrumador, roto únicamente por el llanto contenido de su padre.
Fin Parte I
