Disclaimer: nada de esto me pertenece, los personajes le pertenecen a Stephenie Meyer y la historia a fanficsR4nerds, yo solo la traduzco.
ALONG THE WAY
Capítulo uno
17 de diciembre
Manhattan, Nueva York
Estaba jodidamente agotado. Había pasado los últimos tres días trabajando sin parar, negociando, redactando contratos y monitorizando a todas las putas personas involucradas en el acuerdo para asegurarme de que nada iba mal. Habíamos conseguido el contrato y la victoria había sido dulce, pero me había dejado hecho polvo.
Abrí la puerta de nuestro apartamento, entrando en el gran vestíbulo de mármol sin hacer ruido. Era tarde y no esperaba que Rose estuviera despierta, así que me moví tan silenciosamente como pude.
Dejé las llaves junto a la puerta, echando el cerrojo antes de dejar mi maletín en la sala de estar, demasiado cansado como para preocuparme de ponerlo en su sitio.
Crucé el pasillo y escuché a Rose gemir en nuestro dormitorio.
Levanté la mirada con el ceño fruncido, sintiéndome un marido de mierda. Me había concentrado tanto en el trabajo que Rose y yo llevábamos meses sin tener sexo. Apenas la había visto siquiera. Sabía que se masturbaba y, aunque me alegraba de que al menos ella tuviera una vía de escape, me frustraba no poder hacer tiempo para mi puta esposa.
Rose gimió de nuevo, más alto, y yo sonreí suavemente.
Me moví por el pasillo, aflojándome el nudo de la corbata según me acercaba a nuestra habitación. No podía compensar ser un mal marido en una sola noche, pero al menos podía empezar.
Me acerqué a la puerta y, justo antes de abrirla, escuché un profundo gruñido. Me quedé helado y las palmas de las manos se me pusieron pegajosas de sudor mientras mi corazón se detenía con un fuerte golpe.
Aquella no era Rose.
Mi pecho se comprimió y miré, desconectado de mi cuerpo, cómo mi mano se estiraba hacia la puerta. No quería ver lo que había al otro lado; sabía que no iba a ser bueno.
La puerta se abrió sin hacer ruido y ahí vi a Rose, con la suave espalda arqueada, la cabeza echada atrás y su largo pelo rubio moviéndose como plata en la luz de la luna. Debajo de ella estaba mi mejor amigo, Emmett.
Les miré incapaz de comprender por completo lo que estaba viendo.
Las manos de Emmett rodeaban el torso de Rose y sus ojos estaban fijos en sus pechos mientras se movían sobre él. Me moví en mi sitio, cambiando el peso de mis pies, y su mirada voló a la puerta.
En cuanto él me reconoció, mi cuerpo volvió a sentir.
―¡Joder! ¡Edward! ―gritó, apartando a Rose de él. Mi mujer cayó en la cama, mirándome con los ojos como putos platos.
―¡Edward! ―jadeó ella.
Yo sacudí la cabeza, incapaz de hablar.
Aquello no estaba pasando ―no podía estar pasando.
Me di la vuelta, volviendo a cruzar el pasillo mientras escuchaba a Emmett y Rose salir de la cama.
―¡Edward, espera! ―gritó Rose, siguiéndome. Llegué a la sala de estar antes de que ella llegara a mí, con su bata echada de mala manera por encima―. Espera, tenemos que hablar de esto ―dijo, estirando la mano hacia mí.
―Ni se te ocurra ponerme la puta mano encima ―rugí, apartándome de su agarre. Ella se echó hacia atrás, con los ojos muy abiertos y llenos de lágrimas.
―Edward, lo siento mucho. No quería... ―Sacudió la cabeza mientras las lágrimas se derramaban por sus mejillas―. Lo siento mucho.
No podía mirarla. No podía mirar a Emmett, que estaba detrás de ella y me miraba ansioso.
―¿Cuánto tiempo? ―pregunté.
Rose se removió en su sitio, estirando otra vez la mano hacia mí. Volví a apartarme de ella y ella se sorbió la nariz.
―Edward, por favor.
―¡¿Cuánto tiempo?!
Rose pestañeó para alejar las lágrimas.
―Cuatro meses.
La miré, con la furia bullendo en mi interior. ¿Cuatro putos meses? ¿Cómo podía llevar cuatro putos meses haciéndome aquello?
―Ed, tío, lo siento mucho.
Sacudí la cabeza, incapaz de escucharle. Él era mi puto mejor amigo. Se suponía que podía confiar en él.
―Tengo que irme ―dije, sacudiendo la cabeza. Rose intentó tocarme de nuevo, pero se detuvo cuando la miré furioso.
―Edward, por favor. Lo siento mucho.
La ignoré, cogiendo mi cartera y las llaves de la mesa junto a la puerta. Abrí de un tirón la puerta principal y salí del apartamento sin mirar atrás.
Ya en la calle, inspiré profundamente el helado aire. Escuchaba el latido de mi corazón de forma estruendosa en mis oídos y apenas podía concentrarme en el mundo a mi alrededor.
Tenía que salir de allí. Necesitaba calmarme y pensar.
Consideré coger un hotel, pero simplemente estar en la misma ciudad era estar demasiado cerca.
Paré un taxi y le pedí al conductor que me llevase al aeropuerto. No tenía planificado lo que haría después, pero sabía que tenía que hacer algo. Tenía que irme, alejarme de ellos tanto como fuera posible para no volver y empeorarlo todo más.
Rose y yo llevábamos juntos doce años ya, cuatro de ellos casados. Era media vida y me sentía furioso porque me hiciera aquello. Si quería dejarlo, debería haber dicho algo. Sabía que yo tampoco era un cabrón fácil de tratar, pero la habría escuchado si me hubiera dicho que no era feliz en nuestra relación.
Joder. ¿Cómo podían hacerme aquello? Emmett siempre había sido esa persona en quien podía confiar. Hacía años que éramos amigos y nunca, ni una sola vez, me había dado la impresión de que estuviera interesado en Rose.
Me incliné hacia delante, tirándome del pelo. Me sentía como un puto idiota.
―¿Vas a pasar las fiestas en casa? ―preguntó el taxista, sacándome de mis pensamientos. Le miré molesto. No quería hablar con él. No quería hablar con nadie.
Él me miró un momento por el espejo retrovisor antes de encogerse de hombros y devolver su atención a la carretera.
Yo miré por la ventanilla, considerando mis opciones.
Se suponía que Rose y yo íbamos a dar una estúpida fiesta de Navidad en unos días. Lo hacíamos todos los años y, aunque yo lo odiaba, lo soportaba porque a ella le hacía feliz.
Que le jodan a su felicidad.
Si quería esa maldita fiesta, que fuera y la diera con Emmett. Yo no iba a seguir soportando esa mierda.
El taxi se movió entre el tráfico con facilidad y, cuando se detuvo en el JFK, tenía algo parecido a un plan en mente. Hacía años que no iba a ver a mi familia por Navidad, principalmente debido a las fiestas de Rose. Mis padres siempre nos invitaban, pero nosotros siempre habíamos rechazado la invitación. Hacía muchísimo tiempo que no iba a Seattle sin una razón.
Me bajé del taxi en el aeropuerto y puse un billete de cien dólares en la mano del taxista.
―Quédatelo ―gruñí.
―¡Oye, Feliz Navidad! ―me dijo, levantando los pulgares. Yo le ignoré y entré en la terminal.
Fui al mostrador de ventas de Delta. Debía de haber un tiempo muerto entre vuelos, porque solo había una persona.
Me puse a la cola y esperé a que la mujer castaña terminara.
―Lo siento, señora, todos los vuelos a Seattle están completos ―decía la mujer que estaba al otro lado del mostrador. La castaña sacudió la cabeza y mi estómago se apretó con ansiedad. Respiré profundamente para calmarme. Solo porque ella no pudiera conseguir un billete, no significaba que yo tampoco fuera a poder. El dinero mandaba.
―¿Nada? ―preguntó ella con los hombros caídos. La empleada sacudió la cabeza.
―Puedo ponerla en la lista de espera, pero estamos completos.
Los hombros de la mujer cayeron más mientras sacudía la cabeza.
―Vale. ¿Puede decirme dónde está el puesto de alquiler de coches?
La empleada señaló hacia su izquierda y la castaña suspiró, cogiendo su mochila y marchándose en esa dirección. Yo me acerqué al mostrador.
―Hola, señor, ¿cómo puedo ayudarle? ―me preguntó la empleada.
―Necesito un billete para el siguiente vuelo a Seattle.
La sonrisa desapareció de su cara.
―Oh, lo siento, señor. No hay ningún vuelo a Seattle ahora mismo.
Fruncí el ceño.
―¿Ninguno?
Ella sacudió la cabeza.
―Hay una tormenta en el Medio Oeste que está retrasando los aviones.
Gruñí, pasándome una mano por el pelo.
―¿Cuándo sale el siguiente vuelo?
Ella miró su ordenador.
―No hasta mañana, al menos.
Suspiré.
―Bien, necesito un billete en primera. ―Saqué la cartera.
―Lo siento, señor, ese vuelo está completo. Todos nuestros vuelos están llenos. Puedo ponerle en la lista de espera, pero pueden pasar unos días hasta que pueda volar ―dijo con tono de disculpa. Yo la miré con el ceño fruncido.
―¿Y si pago extra?
Ella me miró con el ceño fruncido y sacudió la cabeza.
―Señor, no se trata de pagar más. Todas las aerolíneas están atascadas, intentando dirigirse al oeste. Lo siento.
Me la quedé mirando mientras notaba como mi enfado volvía a la superficie. ¿Es que nada podía ir bien en aquella horrible noche?
―¿Qué coño propone que haga? ―gruñí. La mujer se removió, claramente molesta por mi tono.
―Lo siento, señor. Como he dicho, puedo ponerle en la lista de espera. Puede que tenga suerte y consiga un vuelo antes ―dijo con expresión de escepticismo.
Yo me tiré del pelo.
―Joder. ―Siseé. Ella se limitó a pestañear. Yo me aparté del mostrador, caminando mientras pensaba. Tenía un coche en el apartamento, pero no pensaba volver allí a por él. Podía cruzar el país en coche; hacía años que no conducía largas distancias, pero era algo que había disfrutado una vez. Miré a la empleada―. ¿Coches de alquiler? ―pregunté. Ella señaló hacia la izquierda y yo asentí. Me aparté del mostrador, sin molestarme en mirar atrás mientras me marchaba. Si tenía que conducir, entonces conduciría.
Crucé el aeropuerto, frustrado con las multitudes de personas que frenaban mi avance. Odiaba volar en las fiestas.
Finalmente llegué a la zona de alquiler de coches y fui al mostrador más cercano. Y luego al siguiente, mirando furioso las diferentes versiones del mismo puto mensaje una y otra vez.
El último mostrador no tenía mensaje y solté un suspiro de alivio mientras me acercaba.
―Necesito un coche ―pedí. El hombre que trabajaba al otro lado del mostrador me miró.
―Lo siento, señor, acabamos de alquilar el último.
―¿Me estás tomando el puto pelo? ―exploté. El hombre se apartó con los ojos como platos―. ¡Joder! ―grité, alejándome del mostrador. Salí furioso a la calle, incapaz de seguir mirando a nadie más tiempo.
Caminé en círculos por el garaje, tirándome inútilmente del pelo. Escuché el pitido de un coche y levanté la mirada. Metiéndose en un pequeño coche azul, estaba la mujer que había estado delante de mí ―la que había intentado ir a Seattle.
―¡Señora! ―grité, corriendo hacia ella antes de poder pensar qué coño estaba haciendo. La mujer se detuvo y se giró hacia mí con curiosidad―. Va a Seattle, ¿verdad? ―pregunté. Ella pestañeó.
―¿Cómo sabe eso? ―preguntó ella con cautela. Yo sacudí la cabeza. Fantástico, Edward. Qué forma de asustar a la pobre mujer.
―Lo siento, la he escuchado intentando conseguir un billete. Yo también lo he intentado.
Ella me miró y pude ver la inseguridad en sus ojos marrones. ¿Qué coño estaba haciendo? ¿Qué, me creía que iba a poder pagar a esa mujer y que ella me iba a ceder su coche de alquiler? A lo mejor lo hacía. Mi mirada examinó su abrigo de lana. Había pequeñas zonas cerca de la manga dónde alguien había intentado repararlo unas cuantas veces. Parecía que no le vendría mal el dinero.
―¿Le importaría cederme su coche de alquiler? ―pregunté. Ella pestañeó.
―¿Qué?
Suspiré.
―No hay más coches disponibles y necesito salir de la ciudad. ―Ella me miró fijamente y me di cuenta de que no me estaba explicando muy bien―. Joder, lo siento. Estoy un poco disperso. Estaría dispuesto a pagarle tres veces lo que le cuesta el alquiler y, además, yo pagaré el coche cuando llegue a Seattle ―ofrecí.
Ella se removió.
―¿De verdad cree que voy a entregar mi coche de alquiler a cambio de dinero? ―No sonaba enfadada, pero tampoco parecía feliz. La miré fijamente, sin estar muy seguro de qué decir.
―¿Cuatro veces el precio del alquiler? ―pregunte.
Ella resopló, cruzando sus brazos sobre su pecho.
―He firmado un contrato de alquiler. No puedo ir por ahí entregándolo. Es demasiada responsabilidad.
Sonreí satisfecho.
―Confía en mí, puedo encargarme de ello. Soy abogado.
Ella rodó los ojos.
―Vale, bueno, tal vez puedas ir de abusón con otros para conseguir lo que quieres, pero no vas a conseguir que te dé este coche ―soltó. Miré asombrado cómo se metía en el vehículo. ¿Cuándo había sido la última vez que alguien había rechazado por completo una de mis ofertas?
Sacó el coche del espacio en el que estaba aparcado y se marchó, dejándome ahí parado. Mis hombros cayeron. ¿Qué coño iba a hacer?
No podía volver a casa. Me estremecía solo de pensar en ese apartamento como mi hogar. No quería tener nada que ver con él. Podría quedarme en un hotel pero, si usaba una tarjeta de crédito, Rose podría encontrarme. Incluso aunque había sido yo el que se había ido, sabía que era capaz de aparecer donde estuviese si me quedaba en la ciudad.
Joder. Suponía que tendría que pagar en efectivo. Saqué mi cartera y la inspeccioné. Tenía unos cuantos billetes de cien. Seguramente podría coger una habitación decente, aunque el deseo de salir de Nueva York seguía siendo abrumador. Podía quedarme cerca del aeropuerto y coger un vuelo por la mañana.
Me di la vuelta, resignado al hecho de que iba a tener que quedarme en Nueva York, cuando el pequeño coche azul volvió y se detuvo a mi lado. La ventanilla del lado del pasajero se bajó y la mujer se inclinó para mirarme a través de ella. Yo me agaché para poder verla.
―¿Vas a Seattle? ―preguntó. Yo asentí en silencio―. Vale, sube. Parece que te sobra el dinero para gasolina ―dijo, asintiendo. Yo la miré fijamente.
―Espera. ¿Qué?
Ella resopló.
―Voy a conducir hasta Seattle, es invierno y preferiría no ir sola. Sube o búscate la vida.
La miré fijamente.
¿De verdad iba a hacer aquello? ¿Iba a cruzar el país en coche con una mujer que ni siquiera sabía cómo se llamaba? Di un paso hacia el coche.
―¿Estás segura?
Ella gruñó.
―Date prisa. Estás haciendo que entre el aire frío.
Me pasé la mano por la cara mientras abría la puerta del lado del pasajero. Tuve que echar el asiento hacia atrás del todo e, incluso así, mis piernas chocaron contra mi pecho mientras me acomodaba. Ella me sonrió satisfecha mientras yo gruñía, intentando ponerme cómodo.
―¿No podías coger un coche más pequeño?
Ella se encogió de hombros.
―Los mendigos no pueden elegir ―dijo, volviendo a mover el coche. La miré.
―Pagaré una mejora ―le dije. Ella me miró con una ceja arqueada.
―¿Se te ha escapado que tú eres el mendigo? ―preguntó. La miré furioso. Yo nunca había mendigado nada. Iba tras lo que quería con concentración y determinación. Y siempre lo conseguía.
La mujer cruzó el aparcamiento.
―Soy Bella, por cierto ―dijo, echándome una mirada. Asentí.
Ni siquiera había sabido su nombre al subirme al coche. Desde luego, estaba perdiendo la cabeza.
―Edward.
Bella me miró mientras salía del aparcamiento.
―Diría que estoy encantada de conocerte, Edward, pero has sido un poco imbécil. Con suerte, unos cuantos miles de kilómetros te harán un poco más agradable ―dijo, sonriéndome satisfecha.
Resoplé.
Ni de puta coña.
Espero que os haya gustado.
El domingo subiré el segundo capítulo y el sábado pondré un adelanto en Facebook ( www . facebook profile . php ? id = 100002287204814).
-Bells :)
