Disclaimer: Este relato es un fanfiction inspirado en la gran obra de la genial Stephenie Meyer. Todos los personajes correspondientes a la novela The Host, pertenecen a su autora y tiene plenos derechos sobre ellos. El resto es mera invención mía.
Nota del Autor: Cada uno de los capítulos de este fanfiction está narrado desde la perspectiva de un personaje diferente (en vez de un sólo narrador en primera persona) indicado al lado del nombre del capítulo.
Se ha procurado mantener un orden secuencial de los acontecimientos, pero en más de una ocasión la acción de la historia da saltos hacia atrás y hacia delante en forma de flashbacks y recuerdos.
También es posible una lectura alternativa de aquellos capítulos cuya trama sucede independientemente.
Sinopsis
La guerra entre las almas y los humanos que quedan dispersos por el mundo se recrudece.
La paz se muestra todavía más difícil de alcanzar cuando una serie de desapariciones se extiende, como un reguero de pólvora, a través de la tranquila y justa sociedad que han instituido las almas en el planeta Tierra.
Los buscadores, desesperados por la nueva situación, empiezan a tomar medidas cada vez más extremas para lograr acabar con la amenaza que supone para su mundo las células rebeldes de los casi extintos humanos.
Un alma en particular, cuya estancia en la Tierra daba por concluida (El Saltador), será reclutado para llevar a cabo la tarea de interrogar a un rebelde humano capturado. Comprometido por enésima vez a desempeñar su deber, descubrirá que este mundo Humano aún le aguarda sorpresas que no se esperaba.
Ambas partes, humano y alma, se ocultan peligrosos y oscuros secretos. Como enemigos declarados el uno del otro, empiezan una carrera contrarreloj con el mismo objetivo, pero con intenciones distintas: Mantener a salvo a los últimos humanos o sofocar de una vez por todas las amenazas hacia las almas.
The Skipper no es ni por asomo una historia de amistad, triángulos amorosos imposibles, ni lealtades cambiadas, como lo fue The Host. No esperéis, queridos lectores, nada parecido. Pues este mundo es más inhumano, letal e injusto de lo que debería de ser.
Equilibrista
Estoy yendo hacia ti
siempre,
hago equilibrios sobre la cuerda floja,
doy tumbos a los lados
pero nunca miro abajo,
mis ojos no sonríen
inmunes al sueño
y al peligro.
Estoy yendo hacia ti,
siempre tu pálida imagen salta
desde detrás de los barrotes de la distancia,
donde el mar y el cielo se juntan.
Ni poniéndose con el sol
ni menguando con la luna,
tu torso como de centauro
se pone a saltar,
sobre la montura de mi mente.
Apuntando con fiereza
mi cuerpo es un afilado dardo
de deseo
yendo hacia ti, siempre
MAY SWENSON
PRÓLOGO:
Abatido – Shot Down (Ian)
Mientras estaba sentado en uno de los banquillos del viejo parque infantil al que solía ir de niño en Pórtland, me resultaba del todo inconcebible que estuviésemos en medio de una guerra contra las almas.
Veía pasar por delante de mí a parejas de enamorados, matrimonios con niños pequeños en sus carritos y ancianos que se sentaban a tomar el sol que brillaba con fuerza sobre nuestras cabezas. Y si no fuera porque de vez en cuando captaba, a través de las gafas de sol, un débil reflejo plateado en sus ojos que los delataba como parásitos, aquel panorama parecería un idílico escenario de película.
Era algo surrealista estar rodeado de tantas almas, de aquellos a los que había odiado tan profundamente, y no sentir que estaba en peligro mortal. Las almas eran, en esencia, pacíficas, confiadas y sinceras. A ninguna de ellas se le habría ocurrido que un humano (uno de esos brutales e ingobernables humanos) estuviera sentado tan tranquilamente en medio de una de sus civilizadas ciudades, tomada en la primera oleada de la invasión.
Quizás por su falta de beligerancia habían logrado conquistarnos con tanto éxito. Dos millones de años de evolución fundamentada en la «supervivencia del más apto», aniquilando todas nuestras amenazas, nos había aupado como la especie dominante del planeta, sí.
¿Pero de qué servía nuestro instinto de lucha cuando el enemigo no atacaba? Si los parásitos hubieran sido como todos los alienígenas retratados en las novelas de ciencia ficción (invasores aterradores venidos del espacio exterior para exterminar a cada ser humano) habríamos vencido con facilidad.
Contra la violencia respondíamos todavía con más violencia. Cuánto más desesperados estuviéramos, cuánto peor fuera el enfrentamiento, más límites transgrediríamos para lograr vencer a nuestro enemigo. ¿Pero qué nueva clase de guerra era ésta, en la que nuestros enemigos se habían convertido en nosotros mismos?
La risa cantarina de un niño al bajar de un tobogán me distrajo momentáneamente de mis pensamientos. Les sonreí involuntariamente al observar que la madre y el niño me dirigían una discreta mirada divertida. Después desvié la cabeza para vigilar pacientemente de nuevo una de las entradas del parque.
Examiné el reloj de mi muñeca arrugando la frente con nerviosismo y lamenté haber hecho eso de inmediato. Esperé que nadie lo hubiera advertido. Aquel era un gesto típico del ser humano que no debía aparentar. Conocía muy bien a los parásitos y sabía que no solían retrasarse negligentemente y en caso contrario no se irritaban ante una demora.
Mi clave para esconderme entre las almas como uno más era la seguridad y la serenidad. Ninguno de los parásitos tenía miedo de sus congéneres, al contrario que los seres humanos, cuyo único y principal enemigo siempre habían sido sus semejantes.
Entre las almas no había asesinatos, ni violencia, ni odio, ni guerras, eran un todo unido. Quizás unas de las primeras razones por las que los había odiado al principio era porque habían encontrado la manera de lograr la ansiada paz: Eliminándonos de la ecuación.
Volví a mirar como quien no quiere la cosa en dirección a la misma entrada del parque.
Esperaba que llegara el momento.
Sabía lo que iba a hacer.
Debía de hacerlo.
Intenté mantener la mente libre de distracciones, concentrarme en la misión y nada más. Si fracasaba en ese punto, la vida de todos lo que había conocido estaría en peligro.
«No, no estarán en peligro, estarán muertos». Ese escalofriante pensamiento se infiltró en mi mente, aunque mi cuerpo no reaccionó.
Disimulada debajo de la cazadora, llevaba escondida una pequeña pistola. Una Sig-Sauer de 9mm cortesía de Nate. No sabía siquiera cómo de bueno sería disparando en el caso de que tuviera que usarla, las únicas armas con las que había disparado en mi vida habían sido de pequeño: Las pistolas de juguete con las que me divertía junto con mi hermano Kyle.
«Los humanos son de lo que no hay: Enseñan a sus hijos a matar», admití apesadumbrado al recordar los tiroteos entre Kyle y yo.
Me acordé de pronto que mi padre tuvo un arma en casa, guardada bajo llave en su escritorio. Cada vez que Kyle o yo curioseábamos cerca de su despacho desataba toda su mala leche contra nosotros. Me alejé de inmediato de esa línea de pensamiento al notar cómo la ira inundaba mi mente al recordarle. Necesitaba estar calmado para mantener mi falsa fachada de alma, y sabía que no lo lograría si rememoraba todo el odio que le tenía.
Di un ligero respingo al echar una ojeada a otra de las cuatro entradas del parque: Jared Howe venía caminando en mi dirección.
«¿Pero qué demonios hace?», me quedé aturdido momen táneamente. Todavía faltaba hasta el anochecer para que recogieran el mensaje que había dejado debajo de mi banquillo.
Las gafas de sol no le ayudaban en absoluto a pasar desapercibido en pleno día. Había más almas en el parque con gafas puestas como las nuestras, sí. Los parásitos siempre eran muy cuidadosos, protegiéndose la vista como en aquella atípica tarde soleada. Pero sus pieles lechosas como la mía evidenciaban el clima de la región de Oregón. En cambio la tez broncínea de Jared le hacía destacar entre la multitud igual que una mosca en la sopa.
¿Era posible que Jared viniera sustituyendo a Burns? ¿O que tal vez estuviera desobedeciendo las órdenes que le habían dado? No, ni hablar. Jared era de los que se ceñían a un plan y continuaban con la misión hasta el final.
Entonces sólo podía existir una posible explicación a su inesperada presencia. El instinto de Jared, su inconfundible olfato para detectar los problemas, le había avisado de que algo sucedería en ese parque.
«¡Maldito paranoico egoísta!», bufé viéndole acercarse paso a paso hacia la catástrofe.
Hice un barrido rápido con la mirada por las otras puertas del parque y, como no podía ser de otra manera, aparecieron a plena vista los buscadores que Jared había intuido.
«No son muy sutiles que digamos», cavilé con cierto regusto amargo. Aunque ninguno de los cinco buscadores llevaba algún tipo de uniforme que los identificara, la forma de moverse en columna y sin apenas dirigirse la mirada ni hablarse los delataba a todos por igual.
Oteaban a su alrededor con rapidez y, después de un corto trayecto, cuatro de ellos se desplegaron en abanico rodeando el perímetro para abarcar las salidas. Pude distinguir que iban armados debajo de su ropa de paisano. No pensé que tuvieran la necesidad de usar las armas de fuego, un pequeño spray de Paz era muy fácil de esconder en cualquier bolsillo. Pero sí sabía que Jared iría armado con la Glock de la buscadora y él sí la usaría.
Me levanté pausadamente del asiento.
Hice un gesto con la barbilla que apenas era un espasmo y señalé con el hombro al buscador de piel negra que parecía el líder y que se movía entre un nutrido grupo de jóvenes estudiantes de la universidad.
Jared se envaró una décima de segundo al verlo y desvió los pasos ligeramente para no acercarse hacia mí directamente, sin aparentar que me hubiera visto y tampoco a los buscadores. Por la expresión concentrada de su rostro supe que ya estaba pensando en hacer frente la situación, fijándose en cada uno de ellos y evaluando las opciones.
Luchar o Huir.
El rostro de Jared se endureció de improviso y supe lo que acababa de decidir. El parque, tan repleto de almas de todas las edades, empezó a parecerme un lugar más y más sombrío a pesar de la dureza del sol de aquella tarde. Estaba rodeado de cientos de víctimas potenciales.
Daños colaterales.
Se me revolvió el estómago de pensarlo.
«Si comienzan los tiros, va a ser una masacre». Aquella reflexión fue una obviedad.
¿Luchar o Huir? Ninguna opción era buena.
Jared siempre era el mejor en situaciones límite, al borde del fracaso, pero no tenía ni la más mínima idea de cómo razonaban las almas, qué les impulsaban. Por mucho empeño que le pusiera siempre veía las cosas desde su perspectiva y no desde la de sus enemigos.
Ningún alma escogería jamás luchar a menos que se pusiera en peligro las vidas de sus hermanos al huir. Los parásitos eran pacíficos y asustadizos. Pero podían ser extraordinariamente valerosos ante la adversidad y no dudarían en proteger a cualquiera de sus iguales que estuviera en peligro… aunque fuese a costa de sus propias vidas. Si atacábamos, aquel parque se convertiría en una ratonera de la cual nos tendríamos que abrir paso matándolos. Y si huíamos, todas aquellas almas colaborarían de buen grado en nuestra captura junto con los buscadores.
Tenía que haber otra opción mejor.
«¡Piensa rápido!», me espoleé intentando parecerme más a Jared y ser tan veloz como un rayo. Pero sólo podía ver cadáveres mirara donde mirara. Solo sentía remordimientos, desesperación e impotencia.
«¡No PIENSES, idiota, ACTÚA!».
Fue entonces cuando se me ocurrió una idea loca… Me encaré hacia Jared y me quité las gafas de sol para llamar su atención y evitar que pusiera en marcha lo que demonios estuviera planeando. Se detuvo en seco y pude ver desde la distancia como sus cejas se juntaban en una expresión de desconcierto y curiosidad cuando me vio meter la mano en el bolsillo de la chaqueta y articular silenciosamente con los labios una sola palabra:
—Corre.
El tiempo me pareció que discurría a cámara lenta. El breve parpadeo que di mientras le daba la espalda a Jared fue una eternidad en la más profunda oscuridad. Y los fuertes y vertiginosos latidos de mi corazón parecían el lento ralentí de una vieja locomotora de vapor.
El buscador no tardó más de dos segundos en encontrarse con mis apagados ojos azules. Una sonrisa evaluadora se dibujó en su rostro al advertir que había localizado el humano que buscaba. Su mirada se desvió al bolsillo donde se adivinaba la silueta de una pistola.
Tenía que ser más rápido, si no estaría perdido. Como cuando jugábamos a los indios y a los vaqueros Kyle y yo. El buscador se echó las manos al costado, cuando empecé a sacar la mano del bolsillo, buscando su propia arma.
Ambos hicimos el mismo movimiento a la vez. Le apunté desde la distancia y él se quedó congelado una décima de segundo con el arma de fuego en la mano, vacilando, al ver que le señalaba con el dedo índice en lugar de con el cañón de una pistola.
—¡Cuidado! ¡Tiene un arma! —grité a pleno pulmón, entrecerrando los ojos ligeramente en una mueca de terror—. ¡Va a disparar!
Cientos de alarmados ojos plateados se giraron de golpe en mi dirección y se hizo un profundo silencio en todo el parque.
No se molestaron en mirarme a la cara, para comprobar si era uno de ellos, tan sólo desviaron la mirada hacia el buscador que todavía sostenía su pistola con ademán de dispararme.
No vieron sus desorbitados ojos acusándome tan claramente como en un silencioso grito.
Sólo vieron el arma de fuego. No les bastó más.
Todas las almas de aquel parque echaron a correr entre gritos como gacelas perseguidas por leones. Por puro miedo irracional.
El buscador soltó un gruñido despechado cuando tuvo que levantar el cañón del arma para no disparar por accidente a las almas que se interpusieron involuntariamente en mi trayectoria. Me escabullí entre el bullicioso tropel hacia la salida a la que se estaba encaminando Jared. Podía distinguir su cogote bronceado como un oscuro faro a lo lejos, mientras él echaba repetidas ojeadas para no perderme de vista entre la multitud. Un par de detonaciones retumbaron en toda la plaza, cuando el líder de los buscadores disparó al aire.
—¡Somos buscadores! ¡Agáchense y apártense! —gritó desesperado a toda la marabunta de cuerpos que se cruzaba a su alrededor sin orden ni concierto.
«¡Muy mala idea ponerse a disparar!». El ritmo de la huida se volvió aún más frenético.
Los demás buscadores también sacaron sus armas e intentaron taponar las salidas del parque pero sólo lograron que los parásitos se volvieran más caóticos en sus movimientos. Huyeron de la visión de la armas, de vuelta a la plaza, sin atender las palabras de aviso y acabaron chocando al cruzarse con la gente que intentaba escapar de los disparos. Algunos incluso se agacharon en el suelo después de oír la advertencia del líder de los buscadores.
Podía ver cómo Jared intentaba escabullirse entre un grupo de parásitos que estaban atravesando la salida a pesar de las advertencias de los buscadores. Pero le perdí de vista cuando me fijé en un bulto tirado en el suelo, a pocos metros de mí, en el parque infantil.
Pude reconocer a la misma mujer que antes me había sonreído en los toboganes, hecha un ovillo. Rodeaba con sus brazos y piernas la figura de su niño. Las demás almas corrían desesperadas, con la mirada fija en las salidas, sin advertir que uno de los suyos estaba tirado en la arena, temblando de miedo.
Si me hubiera detenido un solo segundo a pensar, jamás me habría agachado junto a ella y le habría hablado. Era un alma, uno de los enemigos, y en aquel momento la compasión estorbaba. Sin embargo, sólo vi a la indefensa figura humana de aquella mujer.
No me bastó más.
—¿Está usted bien? —exclamé incorporándola del suelo, la mujer no me contestó pero tampoco se resistió cuando la alcé—. Levántese, por favor. Se va a hacer daño tirada ahí.
No podía llevar en vilo a la madre y al niño juntos, pero por suerte ella empezó a salir del shock y afianzó sus trémulos pies al suelo. Intenté buscar de nuevo el cogote de Jared pero había desaparecido por completo.
—Estoy… estamos bien —tartamudeó con sus dientes castañeantes—. Muchas gracias.
La voz se le quebró en la última sílaba y desvié la mirada de nuevo a esa desconocida. Su expresión asustada se había mudado por completo y sus ojos castaños plateados refulgían abiertos como platos, mirando los míos.
«¡Mierda, las gafas!», me lamenté de inmediato de mi despiste. La mujer estaba atónita, como si acabara de ver algo que le asombraba.
—De nada —repuse sin perder de vista la salida y temiendo que en cualquier momento se pusiera a pegar voces al grito de «¡Humano!», pero la mujer se quedó en silencio.
La ayudé o más bien la arrastré amablemente hacia la salida rodeando sus hombros con mi brazo, preparado para lo que fuera. Su cuello tan frágil se estremeció al acercarse al tumulto, si era necesario tendría que silenciarla lo más rápido posible. La idea de taparle la boca, asfixiarla o incluso romperle el cuello me parecía una crueldad.
Pero sería del todo inevitable.
Cruzamos al lado del buscador sin que pudiera impedírnoslo, el tropel de gente huyendo excedía lo imaginable. La mujer permaneció muda mirándome fijamente a los ojos, con el rostro del niño refugiado en su pecho. Cuando llegamos a un punto más despejado, le solté del abrazo y me puse las gafas de sol. La miré un solo segundo antes de echar a correr. No estaba aterrorizada, ni estupefacta. Sino aliviada y un poco… ¿ilusionada?
«¿Qué demonios ha sido eso?», no me detuve a reflexionar al oír las ambulancias y los coches patrulla, que se acercaban velozmente desde todas las direcciones hacia el parque.
Mientras avanzaba corriendo contemplé un desfile de parásitos con contusiones, brechas sangrantes en la cabeza y heridas de todo tipo que eran auxiliados por los que se encontraban ilesos. El tráfico de las calles circundantes se había detenido y abierto rutas para que avanzaran los servicios de emergencia. Y desde el cielo se escuchaba el motor de un helicóptero de rescate aproximándose.
Tremendo lío había organizado con mi idea:
«Volver a los unos contra los otros».
Las almas podían ser todo lo cívicas que quisieran, pero el miedo irracional en un cuerpo humano ante una crisis, sumado a un gran de individuos confinados en un mismo sitio, siempre desencadenaba una turba incontrolable.
Caminé medio corriendo, junto con otros parásitos que seguían huyendo sin mirar atrás, durante un par de manzanas más. Sin embargo no escuché a nadie vociferando «¡Humano!» ni señalándome de manera acusadora.
No pude localizar a Jared entre todo el gentío y posiblemente fuera mejor así. Las batidas de búsqueda no tardarían en movilizarse. Sería más difícil para él esconderse hasta que todo se hubiera calmado si estaba junto a mí.
«Debo seguir con el plan», rumié consternado, mientras enfilaba una avenida con multitud de viviendas unifamiliares a ambos lados. Encontré justo lo que necesitaba pocas calles más adelante.
Cuando Kyle, Jodi, el resto de la pandilla y yo estuvimos escondiéndonos durante meses en Pórtland, tras la primera oleada de la invasión, siempre buscábamos lugares que hubieran sido desocupados recientemente pero que no estuviesen en ruinas, ni clausurados. Esos refugios siempre eran eventuales. Llevábamos sólo lo imprescindible para sobrevivir a cuestas y dormíamos ligero para estar pendientes de cuando aparecía la policía. Pero a veces asaltábamos las casas que habían sido desalojadas, bien porque sus ocupantes huían de la invasión o bien porque los parásitos habían tomado el control de sus mentes y se habían marchado a otro lugar.
Kyle era el mejor encontrando esos pequeños reductos de soledad. Entrábamos forzando la puerta trasera y nos aprovisionábamos con todo lo que encontráramos: linternas, pilas, restos de comida del frigorífico, agua corriente del grifo o ropa de segunda mano de los armarios.
Nunca estábamos en esas casas más de unas pocas horas y procurábamos dejar casi todo en su sitio para que no nos detectaran. Pero memorizábamos sus ubicaciones para volver en caso de necesitar desaparecer unas horas. Eran fáciles de identificar si sabías qué buscar: correo acumulado en el buzón, un porche lleno de hojas de árboles, un césped seco con malas hierbas creciendo, una quietud inalterable incluso en las horas punta del día, etc…
Y justo en ese momento de mi huida acababa de encontrar una casa que parecía cumplir con muchas de esas señales. Destacaba respecto al resto del vecindario: las ventanas cerradas a cal y canto con las cortinas echadas, el cubo de basura sin colocar para la recogida y periódicos amontonados a la entrada. Ninguna vivienda perteneciente a una familia de parásitos tendría esa pinta tan desolada.
Estaba diciendo a gritos «Vacía».
Así que me la jugué acercándome a la puerta delantera y llamando al timbre. Nadie contestó. Volví a llamar una segunda vez y miré discretamente a las casas de alrededor, esperando que ningún parásito coincidiera en verme. Sabía que no eran cotillas los unos con los otros, pero a veces podían ser muy avispados.
Eché mano al picaporte con el corazón acelerado por la adrenalina (sorprendiéndome una vez más de la confianza que derrochaban aquellas criaturas alienígenas) para abrirla sin más. La puerta no tenía ni siquiera una llave para atrancarla. Tal que podría haber sido de cristal transparente si servía para que no hubiera corrientes de aire en invierno. Era sólo un elemento decorativo de la casa. Como las molduras de las ventanas o la pintura de la vallas.
Al entrar en el recibidor estuve unos segundos con la espalda apoyada en la puerta cerrada, intentando reducir el ritmo de mis latidos y acompasar mi respiración agitada. Nadie acudió a ver quién acababa de entrar, así que supuse que estaba a solas. Cuando terminé de tranquilizarme, me arranqué las gafas de sol de la cara, saqué la pistola semiautomática de debajo de mi cazadora y revisé que aún tenía puesto el seguro y las quince balas en el cargador.
Con el arma todavía en ristre entré al salón para asegurarme de que realmente estaba solo en aquella casa. Un contestador parpadeaba encima de una mesita auxiliar con un brillo rojo vibrante. Estanterías de madera repletas de libros llenos de polvo se apilaban en una esquina de la estancia y un piano de cola situado en la zona más iluminada, imponía cierto respeto por aquella habitación.
Me sentía como si acabara de entrar en la morada de alguien que hubiera muerto hace mucho tiempo y en cuya casa todavía permaneciera su espíritu condenado para la eternidad.
«¿Los parásitos también tendrán sus propios fantasmas?», me pregunté, riéndome para mis adentros, al contemplar los retratos de los antiguos inquilinos de aquel sitio que decoraban muebles y paredes por todos lados.
Un repentino ruido, procedente de otra parte de la casa, me sobresaltó aún más de lo aconsejable con mi mente vagando por excéntricas fantasías. Tardé un segundo en recordarme a mí mismo que debía temer más a las almas vivas que a cualquier otro muerto o espectro que pudiera existir. Irrumpí, armado y preparado para atacar, en el pasillo del recibidor hasta la cocina, de dónde había surgido el estrépito.
Lo más probable es que se tratara de los buscadores que habían dado conmigo tras mi corta huida. Sin embargo después me acordé de Jared, quizás habíamos tenido la misma idea, escondernos en este idóneo lugar.
Ni se me pasó por la cabeza que pudiera haber más humanos en Pórtland. Que todavía estuvieran sobreviviendo después de todos los años de mi marcha. Las posibilidades eran muy remotas, de una contra un millón.
Abrí la puerta pausadamente pero no había nadie al otro lado. La cocina estaba desierta y la única anomalía era que una de las sillas que había alrededor de la mesa del desayuno estaba volteada en el suelo. Como si la hubieran derribado de un traspié.
La puerta que daba al patio trasero tenía los pestillos echados, aunque no fue exactamente el sonido de una puerta lo que había escuchado. Una sombra gris se desplazó por el suelo y apunté rápidamente a la silueta que se movía.
—Miau —maulló un gato gris y canela que se asomó cauteloso por la esquina del mueble central. La gatera de la puerta estaba abierta para que pudiera pasar libremente ese gato callejero. Ése había sido el origen del sonido. El minino señaló suplicante con la mirada un bebedero y un plato de comida vacíos.
Cuando me acerqué un poco más y la luz de la mortecina tarde, que se filtraba a través de las persianas, me iluminó el rostro, el felino se agachó, pegó las orejas hacia atrás y bufó antes de salir como una exhalación por la gatera. Tras comprobar que mis ojos no resplandecían a la luz con un destello de plata.
—¡Esto ya es el colmo! —murmuré con la voz tomada. Siempre me había resultado chocante ver cómo las mascotas y los demás animales parecían estar más a gusto con los parásitos que con los humanos. En las películas de ciencia ficción de los viejos tiempos (Alien, el octavo pasajero, La Guerra de los Mundos, Predator, etc…) siempre avisaban del peligro, de los monstruos que venían a hacernos daño.
Pero cuando comenzó la invasión no hubo ninguna señal de aviso. Las almas llegaron por la noche como ladrones amparados por el anonimato y nos robaron las vidas de todos nuestros conocidos de un día para otro. Si no hubiera sido por aquella imposible llamada de mi padre, nunca habría creído los rumores.
Me reí amargamente recordando la ironía.
Al agacharme para poner en su sitio la silla caída me fijé en un tazón de desayuno roto en el suelo detrás de la mesa. El gato vagabundo ya había dado cuenta de la leche derramada y los cereales mordisqueados. Algo no encajaba. Mejor dicho, nada encajaba.
—¿Qué ha sucedido aquí? —pregunté retóricamente, dán dome cuenta de lo que sugería aquella cocina abandonada.
Era como si alguien que estuviera desayunando tranquilamente hubiera decidido salir de la casa en medio de la madrugada, tirándolo todo por el camino, sin preocuparse de regresar. Igual que si hubiera huido de algo que le perseguía como el mismísimo demonio… O como si alguien hubiera irrumpido y lo hubiera sacado a la fuerza.
Examiné con más detenimiento lo que me rodeaba intentando hacerme una imagen mental de quienes fueron los dueños de la casa. Vi que había pegados con imanes en la puerta del frigorífico varios dibujos infantiles.
Por las fotografías que había observado en los pasillos, se trataba de una feliz pareja de almas de mediana edad con dos mellizos de cinco años, un niño y una niña de cabellos castaños dorados. Nada que me asombrara en especial. Los parásitos siempre tenían vidas felices y cómodas en sus perfectas casas.
Entonces, ¿por qué tenía la sensación de fondo de que en ese preciso lugar había sucedido una terrible desgracia?
Subí al piso de arriba para revisar las habitaciones vacías y comprobé en los armarios que ninguna de las maletas de la familia había sido utilizada. Ni hechas las camas, ni ordenados los juguetes. Si se habían marchado por su propio pie de la casa, lo cual dudaba mucho, se fueron con lo puesto y poco más.
Ver tantas caras sonrientes en todas aquellas fotografías me hizo recordar algo muy importante. Dejé la pistola en el recibidor y empecé a revisar los bolsillos frenéticamente, uno tras otro, muerto de miedo ante la posibilidad de que hubiera cometido semejante error.
Palpé ligeramente la diminuta pastilla de cianuro que siempre llevábamos encima, el segundo cargador lleno de balas de mi bolsillo trasero, unos cuantos envoltorios de chicles y caramelos y un trozo del papel que había empleado para dejar la nota en el parque, pero no había ni rastro de aquello.
Solté un hondo suspiro de puro alivio al recordar que antes de marchar para la misión lo había guardado en mi cuarto, allí en las cuevas. Los buscadores no debían de encontrarme con ese recuerdo de nosotros. Jamás.
Antes de que se hiciera de noche por completo encendí la televisión de plasma del salón y silencié el sonido para poder ver las noticias. Quería admirar los destrozos que había provocado con mi pequeño incidente en el parque. Mientras había estado examinando la casa, el ajetreo de las calles había disminuido. El ruido de sirenas de policía y de los helicópteros sobrevolando la zona también se había reducido. Me temía que los buscadores hubieran dado por finalizada la caza del humano.
Porque eso podía significar que habían capturado a Jared o a alguno de los otros miembros de la célula de Nate.
Los noticieros de los parásitos informaron que los servicios de emergencia de los Centros de Sanación más cercanos al parque se habían visto colapsados en los primeros momentos. Pero que a pesar del elevado número de heridos y afectados por la avalancha viviente, no se había llevado por delante ninguna vida.
«Al menos eso es un consuelo», pensé viendo la televisión y esperando en el más absoluto silencio mientras la oscuridad de la noche se cernía poco a poco en el cielo.
Se acercaba la hora de irme: El crepúsculo.
Era la hora más segura para los humanos. Cuando los deslumbrantes rayos de luz del sol que nos descubrían desaparecían por el horizonte. Cuando un alma y un humano podían caminar el uno al lado del otro sin apenas distinguirse. La noche profunda en cambio era peligrosa, demasiada oscuridad en las calles, cualquier pequeña luz destacaba sus miradas.
Apagué el televisor y me levanté del sofá cuando percibí que el silencio era quizás un poco más espeso que antes. Como si el mundo entero hubiera decidido detenerse a la vez.
«Éste es el fin», lo sentí.
Lo noté en mis huesos antes de que diera el primer paso hacia el recibidor, antes de que viera el primer potente foco de luz halógena iluminando la fachada de aquella vivienda. Lo percibí en la piel de gallina que se me erizó antes de oír el apresurado paso de unas pesadas botas militares acercándose.
Arremetieron contra la puerta justo cuando alcancé la pistola semiautomática y encañoné la entrada en un gesto instintivo. La silueta de un buscador rodeada por el brillo del cegador foco apareció delante de mí, iba armado con una escopeta recortada, un chaleco antibalas y un casco. Apreté el gatillo sin dudarlo.
No sucedió nada.
El buscador soltó una especie de gruñido.
El seguro de mi arma seguía puesto.
Había cometido un tremendo error.
Entonces el buscador sí apretó el gatillo.
El sonido de la detonación me paralizó.
«¡NO PUEDE SER!», grité incrédulamente al sentir cómo el demoledor impacto me derribaba un paso hacia atrás. El arma se me cayó de las manos, mientras todo el mundo empezaba a inclinarse en un ángulo imposible.
—¡Objetivo abatido! —escuché que gritaba mi asesino, al resto de sus compañeros.
Las manos se me empaparon de salpicaduras sangre cuando palpé la cazadora y la camiseta agujereadas. Mis pulmones lucharon por tomar aire, mientras boqueaba como un pez sacado del agua. El sonido de los latidos de mi corazón se fue apagando hasta desaparecer. Mi cuerpo dejó de responderme cuando terminé de derrumbarme exánime en el suelo.
No me estaba muriendo, ya estaba muerto.
«Lo siento, Wanda». Fue lo último que pensé cuando cerré los pesados párpados y me hundí en una oscuridad sin fin.
Continuará…
Espero que les haya gustado este fic. Es el primero que publico en esta página que es enteramente mío. ¡Ufff! ¡Qué emoción!
