Perdón, una y mil veces, a todos los que me habéis esperado pacientemente (si es queda alguno) por tardar taaaaaaaaaaaaaaaaaaaanto en actualizar. Pero es que he pasado por un periodo bastante malo.


CAPÍTULO 5: (Continuación)
Reflejada – Reflected (Wanda)

La oscuridad del pasillo me acogió en silencio, una sobrecogedora quietud que desentonaba terriblemente con la bronca que repiqueteaba instantes antes bajo las arcadas de piedra. Ni gritos, ni lloros, ni insultos.

Sólo se escuchaba…

—¡Oooh! —emití al coscarme de que Sunny y Kyle estaban reconciliándose después de la grave discusión. Caminé de puntillas con el montón de ropa para escabullirme en sigilo y respiré aliviada cuando llegué a la entrada del gran jardín.

Estaba muy intrigada, no por lo que estuviesen haciendo los dos, eso era asunto suyo. Sino porque jamás me había enfadado tanto como para llegar a perder los estribos del modo en que lo hizo Sunny.

La buscadora había logrado irritarme como nunca en todas mis vidas. Ni siquiera aquella vez que se me hizo añicos mi primer iglú por dar un mal golpe en el Planeta de las Nieblas se podía comparar con la cólera que me provocaba esa impertinente mujer cada vez que me contemplaba con sus ojos desencajados y se reía de mí.

Pero siempre que me había zaherido con su malevolencia la ignoré y me limité a fingir que no existía.

Haciendo memoria, la única persona a la que le había alzado la voz y discutido en serio, había sido Jeb. Después de que descubriera los experimentos de Doc y que velara durante tres días a esas pobres almas que habían muerto. No tuve escapatoria en aquella ocasión, ni pude hacerle vacío con sus buenos argumentos que expuso.

No obstante, Jeb era bastante razonable, para ser humano.

«Y también con Mel, por supuesto», me reí en voz baja al recordar todas las trifulcas y discusiones que habíamos mantenido en el interior de mi… no, su cabeza. Ninguna de las dos dimos nuestro brazo a torcer durante las pocas semanas en las estuvimos soportando a la buscadora en San Diego. Mel había sacado el lado más desabrido de mi carácter, aunque realmente fuera bien poco lo que hubiera que sacar.

Sin embargo, me veía completamente incapaz de gritarle a Ian, como Sunny hacía con Kyle. Los celos debían de ser una muy intensa y abrumadora emoción que trastornaba los límites de la personalidad, ya los había vivido (y sufrido) en primera persona con Mel y Jared. Pero, hoy por hoy, no tenía motivos para sentirme desdichada de esa manera. Creía que era todo lo feliz que podía desear…

O casi.

Quizás sí tuviera un poco de «celos» de Manny y su nuevo cargo de narrador dentro de la comunidad de humanos, si bien no llegaba a ser ese resentimiento tóxico y asfixiante con el que Mel me había derrengado cuando pensaba en Jared antes. No, era más pueril mi desasosiego: Me fastidiaba ligeramente que me hubieran encontrado un sustituto con tanta facilidad y que él fuese el nuevo centro de atención.

Me hacía sentir un tanto intranscendente.

«Debe ser por culpa del cuerpo de Petals», medité debidamente acerca de esa extraña necesidad de reconocimiento y de destacar. La fama siempre me había acosado, allá donde fuera, desde que salí de mi planeta natal y nunca había estado a gusto con la notoriedad que me proporcionaba.

No podía ser parte de mí ese deseo.

Aparte, Manny era una de las mejores personas con las que se podía contar. Nos hicimos amigos inmediatamente, pese a que nuestros orígenes fuesen diametralmente distintos y su llegada a las cuevas, puramente accidental.

Siempre me estaba llamando chamaca y compartía conmigo bromas y curiosidades acerca de su pasado. Que a él se le diese muchísimo mejor la docencia que a mí, no era un motivo para sentir pelusa alguna.

—Se me está haciendo muy tarde para ir a clase… —dije en susurros, cuando advertí que el sol estaba elevándose más alto sobre el cielo y el inmenso techo de roca brillaba candente. La clase de Jamie, Freedom e Isaiah terminaría en breve y yo estaba perdiendo el tiempo con tonterías… Un momento, ¡¿qué es lo que estaba diciendo?! ¿Iba yo a llegar tarde a la clase de Sharon? ¿Yo? ¿Por qué debería de acudir a sus…? No comprendí qué…

Otra vez me vi desorientada por el inesperado rumbo que mi mente y mis recuerdos tomaron.

«¡Eso es!», casi estuve a punto de gritarlo en voz alta cuando recordé las inquietantes clases de Historia de la Humanidad a las que había asistido en mi antiguo instituto de Seattle. ¡Claro que conocía bien los nombres de Einstein, Cochise, Washington y Kennedy! Los había estudiado una y otra vez hasta aprendérmelos al dedillo para la asignatura de la Profesora Soot:

Diez mil años de cronología recapitulada por las almas en su investigación sobre la población nativa, desde el deshielo de la última era glacial con el surgimiento de la civilización en Egipto, Sumeria, China, Mesopotamia y América del Sur, hasta los más que discutibles progresos sociales de comienzos del siglo XXI.

Definitivamente Petals Open to the Moon había sido una estudiante muy aplicada en esa asignatura y había estado en las clases avanzadas, preparada para matricularse el próximo año en la universidad de Tacoma como oyente.

Lejos de abrumarme por la repentina estampida de conocimientos que experimenté en cuestión de unos latidos, me sentí profundamente apaciguada y aliviada. Ahora que tenía perfectamente localizados esos recuerdos podía mantenerlos encerrados en lo más hondo de mi mente para que no me revolviera el estómago la irracionalidad de un pasado al que no había pertenecido y que deseaba que no se repitiera.

Revoloteé impaciente por los surcos arados del campo de cebollas, suponiendo (erróneamente) que ya habría una gran cola en los baños. Tan sólo estaban Carol, Ruth Ann y Paige, las más madrugadoras de todas las chicas si me excluía. Estaban fregando en las corrientes de agua caliente, con una gran pila de cuencos de la cena de anoche. Vi encendida la lámpara a la entrada de la piscina, brillando como si acabaran de darle a la manivela y me senté junto a ellas para esperar mi turno.

—Buenos días, Wanda —me saludó Ruth Ann, cogiéndome del hoyuelo de la barbilla y sonriendo de oreja a oreja. Pero se miró la punta de los dedos húmedos con asco al separarlos y los frotó entre sí—. ¡Ugh!

—Pringo un poquito, lo siento —murmuré agachando la cabeza abochornada y reprimiendo una sonrisita.

Paige y Carol estaban enfrascadas en una charla y apenas me atendieron, parecían más preocupadas que yo por la expedición y las células rebeldes.

Brandt había sido portador de buenas noticias a su regreso, pero los principales pormenores de la misión seguían siendo un secreto bien reservado para todos. Andy ya había intentado insinuar que se llevarían una gran sorpresa cuando volvieran del viaje. Paige no se había enterado del asunto que encerraba la verdad, pero Carol había tergiversado su comentario. Suponía que se refería a algo como un ramo de flores, una caja de bombones o cualquier otro detalle más propio de enamorados.

—Pues no sé, Andy tiene poca originalidad —se quejó su compañera—, la última vez que fue de expedición me trajo una pastilla de jabón atada a una cuerda y no se le ocurrió otra cosa que explicarme que la había obtenido del interior de una cárcel abandonada —Paige puso los ojos en blanco ante el recuerdo y se rió entre dientes, antes de recoger los bártulos y marcharse.

«¡Chitón!», me tuve que morder la lengua y no desvelar el misterio del que todo el mundo cotilleaba desde hacía casi tres semanas. Las cuevas iban a dar la bienvenida a un nuevo huésped, después de varios meses grises sin que lleváramos a cabo una extracción: Eric Collins, un amigo de Ian en su juventud.

Jeb había coordinado las labores de remodelación de la mayoría de las habitaciones durante la estación del monzón en la que nos vimos recluidos, con el propósito de aumentar nuestro aforo y dar cabida a más humanos rescatados.

Pero, para evitar una avalancha de gente saliendo sin orden ni concierto de las cuevas en la búsqueda de familiares, amigos y cónyuges atrapados por las almas, decidió hacer las cosas de la manera más civilizada posible.

Estableció tres normas básicas al respecto:

Primera, nunca nos arriesgaríamos a raptar más de un alma por incursión que efectuáramos, lo sucedido con el colega de vocación de Summer Song no debía de volver a repetirse.

Segunda, cada uno podía proponer su candidato para la extracción escribiéndolo en una papeleta y, mediante sorteo, ser elegido a suertes. Jeb comentó que las únicas manos inocentes que nos podrían valer serían las de Jamie, Isaiah o Freedom, aunque seguro que se trataba de una de sus muchas bromas.

Y tercera (y la más importante, como Jeb remarcó), nadie osaría amenazar o agredir a las almas que trajéramos, ni antes ni después de ser extraídas de los cuerpos que ocupasen. Jeb le puso buena intención con esta última regla para impedir represalias, pero fue absolutamente innecesaria. Mis humanos ya no le tenían tanto miedo a las almas como anteriormente y confiaban en mí para poder solucionar los problemas que pudieran ir surgiendo. Nadie se mostró en desacuerdo con el plan, ni con las terminantes condiciones de Jeb, estaban demasiado animados con la idea de volver a ver a sus seres queridos como para poner reparos y hubo consenso general. Salvo por contadas excepciones, todos participaron en el sorteo, la noche de Fin de año, con expectación y entusiasmo.

Lily, la serena y adusta Lily, que había mostrado una valentía sin igual tras la pérdida de Wes, fue la primera que salió elegida y nosotros cuatro (Mel, Jared, Ian y yo) emprendimos el cometido de encontrar a su hermano mayor. Desaparecido en la ciudad de Nueva York varios meses antes de que las almas desvelaramos la mascarada y los pocos humanos supervivientes huyeran de las urbes invadidas como hojas dispersadas por el viento. Aquella fue mi ocasión de devolverle algo de felicidad a su vida y también la manera de poner a prueba la teoría de Jared acerca de mi irresistible encanto delante de otras almas.

El primer escollo con el que nos topamos fue descubrir el modo de encontrarlo. La inmensa mayoría de las almas adquirían nuevos nombres al ser insertados en los anfitriones y salvo aquellas que nacían de madres asignadas en la Tierra, como mi ex-alumno Robert, y algunos nostálgicos de los viejos tiempos, como mi acomodadora Kathy y su marido Curt, era imposible saber el nombre que habría tomado George. No era lo mismo que raptar un alma anónima como Pet de en medio de la calle.

Los buscadores restauraban minuciosamente los pocos registros originales que quedaban sobre la población, después de que las diversas agencias de inteligencia de los países borraran todas las bases de datos del planeta, en un intento de obstaculizar la invasión de las almas, por lo que parecía inevitable que tuviéramos que vérnoslas con ellos.

Pero Jared, Ian y Mel se negaron categóricamente a que entrara en una de sus oficinas y solicitara información fingiendo conocerle de antes de su inserción.

Decían que era demasiado arriesgado.

Hiciésemos como lo hiciésemos, saltaría la alarma cuando desapareciera el hermano de Lily y era de vital importancia que los buscadores no llegaran a vincularlo con mi actual rostro si pretendíamos conservar el anonimato. Incluso ponían en duda que me proporcionasen su nuevo nombre tan fácilmente.

Yo les expliqué que Burns lo hacía a menudo y jamás había sido registrado ni interrogado ni vigilado de algún modo. Casi les había convencido de que tenía razón y era la única manera, cuando a Jeb se le ocurrió que Lacie valdría para algo, por primera vez desde que llegó a las cuevas, y nos la trajo casi a rastras.

Ella era nuestra única posible fuente de información acerca de los buscadores, pero subconscientemente había descartado de plano pedirle ayuda, por una razón. Una muy buena razón.

¡Seguía siendo una pesada irritante!

—¡Ja! ¡Menuda basura de plan! —nos espetó groseramente cuando terminé de exponérselo, punto por punto, y se echó a reír. Tanto Mel como Jared y yo nos contuvimos las ganas de alzarle la voz y ponernos a gritar, y crispamos el rostro en una mueca de desagrado. Ian, por el contrario, mostró una paciencia digna de un santo y no se inmutó por su descortés impertinencia.

—A ver, ¿por qué crees eso? —preguntó con su voz suave, cortando abruptamente, y de una manera bastante deliciosa, la perniciosa risita de hiena de la ex-buscadora que aumentaba en vigor por momentos—. ¿Reconocerían el rostro de Petals?

Lacie se estremeció ligeramente y se colocó en una postura tensa que inmediatamente me recordó a la vez que nos reencontramos la buscadora y yo después de largos meses de agradable separación. Esperaba que, por obra de algún milagro, el alma que había ocupado a Lacie, no se hubiera llevado consigo algo de su insidiosa y odiosa forma de ser. Que no hubiésemos duplicado el problema como quien parte en dos una estrella de mar y la arroja al océano. Porque, en tal caso, el Planeta de las Flores sería un lugar menos apacible de lo que recordaba.

—No, no es eso —negó con un chifle—. No buscarán su cara viva… Quiero decir, sólo buscan en las bases de datos de almas desaparecidas cuando encuentran cadáveres —pronunció la última palabra con un tono mordaz y macabro, mirándome con fijeza a través de sus ojos saltones—. Tampoco hay cámaras de vigilancia en las instalaciones ni hay registros de quién o a qué se va. Los terminales que dan acceso a las operaciones de los buscadores son libres y públicos. Ni tan siquiera revisan los ojos de los que cruzan sus puertas, no con esos trastos…

—¿Qué trastos? —preguntó fulminantemente Jared.

Lacie pegó un pequeño saltito hacia atrás, asustada de él.

—No sé —respondió, a duras penas, con un tono de voz moderado, lento y discreto—. Creo que servían para detectar a los cuerpos humanos sin alma. Los llamaban "Examinadores".

—¡Oh, porras! —exclamé demasiado alto, y de un modo tan vulgar, que todos los presentes se me quedaron mirando con los ojos abiertos de par en par, incluidos Jeb y Mel.

En realidad, habría querido decir otra palabra malsonante, pero Petals venía con un bagaje muy suave de improperios (los pocos que había escuchado de boca de Cloud Spinner, allá en Seattle, cuando se irritaba por algo) en vez del vocabulario tan florido y explícito que Melanie llevaba como equipaje.

—No funcionará mi plan —musité alicaída—. Al menos, no conmigo. Veréis…

Comencé a explicarme por mi súbito exabrupto, casi como si fuera una disculpa, poniéndome arrebolada una vez más. Ya sabía que, tanto Jeb como Doc y demás, no podían distinguir entre nuestros bebés y las almas que ya llevaban varios ciclos a sus espaldas. Me retiré cuanto pude de mis amargos recuerdos del hospital pintado de sangre plateada por las vivisecciones y adopté mi oxidado tono de profesora universitaria honoraria:

—Las almas crecemos y nos desarrollamos de una manera diferente a cualquier otro ser del universo. Si nuestra anatomía os parece ambigua, es porque nacemos del mismo patrón y no hay variedad genética entre nosotros —comencé a explicarme.

—¿Sois clones? —preguntó Jeb, arrugando su frente en un montón de pliegues al abrir los ojos todavía más.

—No del modo en que utilizáis ese término —sacudí ligeramente la cabeza en señal de negativa, intentando encontrar las palabras adecuadas. Pero era más fácil de entender y de explicar cuando fui una araña—. Nuestras células, por así llamarlas, están ligadas entre sí, de una manera tan estrecha, que evolucionamos en bloque. Toda nuestra especie, a la vez, a lo largo y ancho del universo —advertí por las expresiones confusas de cuantos me rodeaban que habían perdido el hilo y no parecían comprender de qué les estaba hablando—. Lo único que nos distingue al fin, los unos de los otros, son los cuerpos anfitriones que hemos ido habitando. Van dejando un vestigio… una pequeña marca apreciable y mensurable en nuestra fisiología, capa sobre capa, como los anillos de los árboles con el paso del invierno y del verano.

«Debía de haber usado otra analogía», medité mientras me restregaba algunos de los chorretones de polvo y sudor en la corriente de agua fría y vigilaba de reojo la luz de la lámpara.

Los árboles crecían de tamaño a medida que se añadían más capas estacionales, mientras que las almas, no. Tampoco el coral, las serpientes, los insectos y los crustáceos habrían sido buenos símiles. A lo que más nos parecíamos las almas, habría sido al acero artesanal, compactado una y otra vez en la forja, aumentando su patrón y complejidad a medida que el herrero lo doblaba y golpeaba en el yunque, pero sin llegar a aumentar de masa.

—Así pues, las almas recién nacidas, sois como pizarras en blanco para vosotros, ¿no? —adivinó Jeb, sonriendo chispeantemente al desvelar ese rompecabezas. Sabía, por su expresión, que bombardearía a preguntas a Candy, sobre las huellas de las almas, hasta llegar a saciar su curiosidad, como hizo conmigo.

—Sí —afirmé, sonriendo a la par que él—. Una vez dentro de un cuerpo es imposible para cualquiera distinguir qué alma es la que lo está ocupando o dónde estuvo antes. Por ejemplo, nadie dudaría de que soy Petals si me reconocieran por la calle, porque es esta cara la que me define ahora y ésta es mi voz.

—Creo que yo te podría distinguir por el brillo de tus ojos, estés dónde estés —exclamó Ian de pronto, acariciándome los bucles del pelo y mirándome con ojos tiernos. Evité un bufido de resignación, así como un leve estremecimiento de placer.

Sé que Ian lo decía sinceramente o, al menos, así lo creía.

Pero era del todo imposible que pudiera distinguirnos.

—Los sanadores utilizan los Examinadores para identificar los planetas… mejor dicho, las especies de cada alma, sin tener que abrir y realizar un exploración visual —aclaré antes de que Ian me hiciera perder la cabeza, otra vez, y sus manos bajaran por mi espalda—. Si los buscadores los están usando, quizá no tenga ocasión de que pueda entrar en una de sus oficinas y fingir que sólo fui un murciélago o un alga en otra vida.

—Sabrán que naciste en el Origen —señaló Mel, que captó el quid de la cuestión—, eso siempre provocaba mucho revuelo allá en San Diego. Por no hablar de todos esos mundos, ¡vaya!

—Y también verán que soy una saltadora —añadí con un puchero fruncido en los labios, mirándola—. Que no concluí mi último ciclo vital contigo. Sunny tendría más éxito con mi plan, porque en caso de que algún buscador se interesara por ella sólo tendría que inventarse un nombre de oso cualquiera.

Una ola de pesimismo recorrió a los presentes ante la idea. Sunny no tenía el aplomo necesario para una misión de ese calibre incluso si hubiera un modo de convencerla de que saliese de la habitación de Kyle y nos ayudase en aquel entonces.

—Además, ¡estaríais ladrándole al árbol equivocado! —soltó Lacie con su estridente vocecilla repleta de intoxicante cinismo, logrando que nuestras cabezas se voltearan al unísono hacia ella.

—¿Qué quieres decir, niña? —preguntó Jeb, enarcando sus cejas pobladas, como una oruga inmensa y urticante. Ese día no llevaba con él su viejo rifle, pero advertí que hizo el rápido gesto de buscarlo a su espalda, de lo irritado que estaba.

No podía reprochárselo.

—Si lo que queréis es información sobre almas insertadas, es asunto de los sanadores no de los buscadores —repuso después de estirar, con un gesto nervioso, de las mangas de la camisa de franela que le había dado Jeb para cubrirse sus muñecas—. Una vez que un humano salvaje era localizado e insertado, sus datos personales: huellas dactilares, perfil de ADN, grupo sanguíneo, retratos robot de los testigos, fotografías, etcétera, eran retirados de… sus registros —Lacie se corrigió en el último segundo antes de usar el posesivo y juntó las cejas, medio confundida, medio enfadada—. Los buscadores sólo se encargan de la resistencia.

—¡Podías habérnoslo dicho para empezar! —le recriminó Mel, poniéndole mala cara—. ¡Perdemos el tiempo contigo!

—Tanto da si son los buscadores o los sanadores, ¿no estamos en las mismas mientras tengan esos aparatos? —preguntó Jared que mantenía la mente, fría y calculadora, fija en la misión.

—A mi sólo me escanearon cuando llegué al planeta y sacaron del criotanque—comenté, haciendo memoria cuánto pude.

Recordé un fragmento del pasado de Pet, en el que se había caído de su bicicleta y raspado las rodillas a los once años, y tuvo que acudir al Servicio de Sanación de su distrito. Al igual que en Tucson, con Mel, no se molestaron en comprobar su identidad y regresó a casa completamente sanada (y sin rastros de sangre) mucho antes de que Cloud Spinner llegara y descubriera que… ¿había cogido la bicicleta de su madre sin su permiso?

Meneé la cabeza de la incredulidad por ese comportamiento tan irresponsable y temerario.

—No tengo la menor idea —se encogió de hombros Lacie, cuando Jeb y Jared le interrogaron adustamente con la mirada—. La otra nunca acudía a los Servicios de Sanación, solía evitar los chequeos con pretextos… —fue bajando el volumen de su voz gradualmente, hasta que apenas era un bisbiseo sibilante.

Jeb musitó una palabrota en voz baja, para que no la oyera (pero que pude leer de sus labios), cuando llegó a la misma conclusión que Mel y nos dirigimos sin más dilación al hospital para pedirle consejo a Candy y confirmar mis sospechas acerca de la negligencia de los sanadores. Ya había constatado que eran tan confiados como las demás almas, pero ella despejó mis dudas:

—¿Un Examinador, uh? —respondió, sopesando la idea—. Suelen ser muy prácticos. Son como un electrocardiograma, una placa de Rayos-X, un TAC y una resonancia magnética en un mismo instrumento, si bien la mayoría los tenemos calibrados para monitorear la salud de los anfitriones —añadió sin percatarse de su lapsus, aunque nosotros tampoco lo advertimos—. Anima sana in hospes sano, ése es el lema de todos los sanadores, aunque en cada mundo tiene partes que se pierden en la traducción: La salud del alma es un reflejo de la salud del anfitrion, se acopla al sistema inmunitario y a la bioquímica de cada especie… —Doc le avisó con una tosecilla de que se estaba yendo por las ramas—. Vale, Wanda, aunque te cayeras inconsciente, en medio de un Servicio de Sanación, lo último que harían sería mirar el estado de tu alma y su conexión. Para entonces significaría que han dado por irreparable a Petals —concluyó lúgubremente Candy.

Me estremecí por aquel hipotético escenario, aunque no fui la única de los presentes. Había muchos más detalles que pulir del plan: Jeb y Jared estuvieron compartiéndonos lo que sabían de Nueva York, ya que Ian, Mel y yo no habíamos ido más allá de Chicago por el este. La Ciudad era una fuente de relatos de terror para la mayoría de los supervivientes. Antes de la invasión había sido la perfecta trampa para turistas, pero después de que las almas tomaran el control, se transformó en el mayor centro neurálgico de los buscadores en este hemisferio.

La Guarida del Mal, como decían mis humanos.

Sabíamos qué aspecto tenía George, porque Lily nos enseñó una vieja fotografía que pudo guardar consigo cuando tuvo que huir. Por descontado no íbamos a permitirla que viniera con nosotros. No estaba habituada al estrés de las misiones (aunque yo tampoco me llegaba a acostumbrar del todo), ni había salido al exterior de las cuevas desde que Jeb la recogiera, junto con John, Andy y Paige hará seis años, salvo en los entierros nocturnos.

—La mejor idea que se me ocurre será seguir el ejemplo de Kyle y que visitéis Filadelfia primero —propuso Jeb, retorciendo su rostro en una mueca. Supuse que, al igual que a mí, juntar las palabras «Kyle» e «idea» en una misma frase, parecía provocarnos un aneurisma del esfuerzo mental.

Continuará…


Notas de Traducción:
Soot: Hollín (Mundo de Fuego)

Disclaimer musical:
Lamento no haber hecho las aclaraciones pertinentes antes. La canción que canta al comienzo del capítulo Wanda (mientras está limpiando los espejos) se llama Unwritten del álbum homónimo de Natasha Bedingfield, ya os adelanto que éste también será el título de uno de los últimos capítulos del fanfic. Las canciones de Elvis Presley que aparecen en el anterior capítulo de Wanda son, All sook up y Jailhouse rock, respectivamente. Por cierto, a una canción pegadiza que se te queda grabada en el coco, en inglés se le llama "Ear worm" que podría traducirse como tener un gusano (o parásito) en el oído.

¡Hasta que nos leamos!