Demasiado expuestos (Zou)
La fiesta había terminado hacía rato en el poblado de los guardianes de la noche en Zou. Tras beber y comer como si no existiera el mañana, la mayoría de sus compañeros habían caído rendidos en los brazos de Morfeo y roncaban repartidos por toda la zona alrededor del palacio de Nekomamushi. Caminando entre las columnas que circundaban el complejo, Zoro estiró los músculos del cuello con pereza mientras buscaba un lugar donde acomodarse para hacer guardia y, quizá, dormitar un rato. Sin embargo, todo cansancio se esfumó como por arte de magia cuando vio la figura de larga melena pelirroja sentada con las rodillas dobladas sobre el pretil entre dos columnas, mirando al cielo.
Por un instante, Zoro estuvo tentado de dar la vuelta y esquivarla, sobre todo al recordar cómo se habían enfrentado unas horas antes. Por norma, el espadachín no soportaba al rubio cocinero de la tripulación; pero que Nami lo defendiese de aquella manera, acusándolo de muchas cosas que no creía merecer, había sido más molesto para su ego de lo que podía imaginar. Aun así, Zoro tampoco pudo evitar detenerse un instante entre las sombras para contemplarla, con el corazón latiendo como nunca en los últimos dos años. Zoro no se atrevía a reconocer en voz alta que ella estaba preciosa con aquel vestido morado y con su cuerpo adornado de perlas. Parecía…
En ese momento, un ruido en la floresta que lo rodeaba lo puso en alerta, haciendo que se rompiera la posible magia del ambiente y que se girase como por instinto con una mano en sus catanas.
—¿Quién… anda ahí?
Zoro maldijo para sus adentros al darse cuenta, al escuchar el susurro asustado de Nami, de que ella también se había percatado del ruido y de hecho estaba mirando en su dirección. Rendido a ser descubierto, el guerrero avanzó unos pasos hacia la luz.
—Hola, Nami —saludó.
Para su ligera decepción, el gesto de ella se contrajo con algo que parecía cierto desdén mezclado con indiferencia.
—Ah, eres tú. ¿Qué quieres?
Zoro frunció los labios, armándose de paciencia.
—¿Sigues enfadada conmigo? —preguntó, cauto.
Como imaginaba, Nami se cruzó de brazos y apartó la vista hacia la isla con gesto contrariado.
—No sé si merece la pena que te conteste o si te importa de verdad —replicó, altiva.
Zoro resopló para sí.
—Si no conoces mis motivos es porque no me conoces a mí, Nami —expuso con firmeza—. Tenemos un objetivo y lo demás es accesorio.
—Solo lo dices porque detestas a Sanji —replicó entonces Nami, con una nota de sarcasmo y todavía sin mirarlo.
El espadachín se rascó la nuca y notó que el cansancio aumentaba al anticipar que, fuera como fuese, volverían a discutir por ese rubio estúpido antes de irse a dormir. Francamente, no le apetecía.
—Lo digo porque sé que puede apañárselas solo y porque nosotros tenemos otra promesa que cumplir. Además, Luffy ya ha dicho que lo rescataremos, ¿no? —le recordó, no sin cierta amargura—. Pues ya está. Yo no tengo más que decir.
Nami se giró para observarlo con aire de sospecha.
—¿Lo aceptas así sin más? —susurró, entrecerrando los ojos como si no le creyese.
Zoro se encogió de hombros y se acercó unos pasos.
—Es mi capitán —dijo, sereno y convencido—. Es él quien manda, aunque me escueza tener que rescatar a ese idiota.
Su compañera meneó la cabeza, apartando de nuevo la vista.
—Eres incorregible —sentenció.
—No soy el único —la rebatió él, con cierto enfado—. A veces pienso que los demás creéis que esto es un juego y que no podemos palmarla en cualquier momento.
—¿De qué me estás hablando? —inquirió ella, con tono ofendido.
Zoro la encaró, severo.
—Somos piratas, Nami. Nuestras cabezas tienen un precio —le recordó—. Eso es una responsabilidad.
Nami apretó los labios y su vista se enturbió, como si supiera y aceptara que tenía razón.
—Sanji podría morir de todas formas —susurró con tristeza.
Zoro bufó, sintiéndose solo ligeramente preocupado por «el Cocinitas», como le encantaba llamarlo.
—Al menos a él lo quieren vivo y estaría bajo el amparo de una emperatriz del mar, lo que no es el peor negocio del mundo.
Como debió suponer, no era lo que Nami quería oír y así lo demostró al girarse con la cara contorsionada de incredulidad.
—¡No puedo creer que te dé igual que nos abandone! —exclamó, levantando la voz.
Zoro agachó la cabeza, consciente, queriendo o no, de que había tocado una fibra sensible, pero no reculó.
—No juzgo los motivos de nadie para irse si quiere... —expuso, poniéndose serio y apartando la vista con los brazos cruzados—. Salvo que insulte a Luffy, claro.
Nami agachó la cabeza, probablemente sabiendo exactamente de quién y de qué hablaba, aunque hubiese sido dos años atrás.
—No eres precisamente el más delicado del grupo, ¿lo sabías? —murmuró entonces, con un deje de tristeza.
—¿Y qué tiene de malo? —respondió Zoro, sintiendo el cansancio hacer cada vez más mella en su cuerpo.
Necesitaba dormir una siesta y no quería seguir discutiendo con Nami. De hecho, en ese momento se dio cuenta de que cada vez lo detestaba más desde que habían vuelto a acostarse unas semanas antes, pero lo que lo desarmó por completo fue el siguiente susurro de la joven:
—A veces, hay quien preferiría que lo fueras.
Zoro frunció el ceño en la penumbra antes de sacudir la cabeza, sintiendo el corazón ponerse al galope en un segundo. No había que ser muy listo para saber a quién se refería.
—Nami... —suspiró Zoro, abatido y conteniendo el impulso de abrazarla como fuera.
Ella lo encaró con una tristeza en sus iris castaños que casi derribó todos los muros de su corazón en un instante.
—¿Qué? —susurró, dejando caer la máscara habitual y demostrando con su rostro contorsionado su vulnerabilidad real frente a él—. Te he echado de menos estos días, aunque no te lo merezcas.
El espadachín tragó saliva, sin poder evitar que una mueca amarga asomara a sus labios.
—¿A pesar de que soy un insensible? —preguntó, sin saber por qué, buscando volver a un terreno más neutral entre ellos.
Nami lo imitó con más mordacidad.
—Eres como una piedra —confirmó, recostándose sobre la columna—, pero solo cuando te pones cabezota y, especialmente, cuando se trata de Sanji.
Zoro apretó los labios, sintiendo que cada mención a su compañero rubio en aquella conversación era como un dardo directo a sus sentimientos.
—El Cocinitas es un botarate, pero entiendo que tiene asuntos familiares que resolver —expuso, no obstante, tratando de mantener la cabeza fría por todos los medios y en el mismo tono que había usado de camino al poblado de Nekomamushi—, y eso no debería afectarnos como tripulación. Te lo dije en su día, ¿recuerdas?
—También te dije que eras demasiado estricto —contestó ella, impertérrita.
—A veces me salto las reglas, ¿no? —preguntó él de inmediato, sin poder evitar que cierto deje provocador se filtrara en su voz.
Tarde, se dio cuenta de que había cruzado esa línea que llevaba esquivando desde su último encuentro a solas, pero no movió un músculo ni dijo nada más mientras ella lo encaraba con una ceja enarcada y un brillo mucho más pícaro que antes en la mirada.
—Y... ¿Te interesa saltártelas ahora? —preguntó Nami, súbitamente aterciopelada.
Mientras hablaba, se había bajado de la baranda y ahora lo enfrentaba de pie, a una distancia física insoportable para el nervioso guerrero.
—Nami... —susurró de nuevo, negando con menos convencimiento del que esperaba.
La pelirroja le tapó los labios con dos dedos, interrumpiéndolo, y él no lo evitó. Ahora estaban detrás de la columna más cercana, algo ocultos en la penumbra, pero todavía a la vista de quien quisiera estar despierto. No podían arriesgarse.
—No tienes que decir nada —indicó ella, apoyando incluso una mano en su pecho y rozando sus cuerpos a través de la tela de una forma que Zoro notó que despertaba sus instintos en un instante.
Sin embargo, la cordura le duró lo suficiente como para tomarle las muñecas, suspirar y bajarlas despacio hasta que estuvieron a la altura de las caderas de ella.
—No deberíamos hacer esto... —advirtió, aparentando una firmeza que no sentía ni de lejos.
Como imaginaba, Nami se apartó unos centímetros y lo observó con algo que parecía dolor en su rostro redondo.
—¿Qué quieres decir? ¿Es que lo de la otra noche no significó nada para ti? —susurró, con una nota de anhelo en su voz.
Zoro tragó saliva y bajó la barbilla, mirándola solo por entre las pestañas de su ojo bueno.
—No es que no quiera, pero no deberíamos arriesgarnos a hacer nada tan a la vista para todos... —repuso, derrotado y vacilante, sintiendo el deseo y la prudencia chocando dentro de él con la misma fuerza que sus catanas en una pelea contra un arma enemiga.
Nami lo observó con dolorosa comprensión, mientras Zoro apenas se atrevió a acariciarle el brazo con recato antes de añadir:
—Lo siento.
Ella tragó saliva a su vez de forma visible y se retiró unos centímetros, pasándose el pelo con pudor por detrás de la oreja y evitando mirarlo a los ojos.
—No, no tienes que disculparte. Sé que tienes razón —musitó, aunque en su voz quedó patente que no lo creía e incluso hubo un tono entrecortado que indicaba que estaba a punto de llorar—, pero...
Conciliador, Zoro se acercó y le tomó la barbilla con una mano, haciendo que lo mirase a la cara. Las lágrimas no habían hecho acto de presencia, pero su labio, apenas tembloroso, demostraba lo mucho que aquella situación entristecía a la joven.
—Siempre estaré a tu lado para protegerte, Nami —susurró él entonces, con un cariño que solo reservaba para ella—. Sea como sea, nunca lo dudes. ¿De acuerdo?
Entre la pena y la comprensión, ella esbozó apenas una sonrisa agradecida y cargada de sentimiento.
—Lo sé —susurró, acariciándole apenas la zona baja del cuello con recato. Antes de, sin que él pudiera evitarlo, ponerse de puntillas y darle un casto beso en la mejilla—. Buenas noches, Zoro.
Él se quedó rígido un instante, temiendo por enésima vez que alguien viera su interacción y descubriese todo, pero apenas tardó en relajarse cuando ella se separó y lo miró con expresión mucho más serena. Él sonrió con idéntico sentimiento mientras sus pieles perdían el contacto de forma definitiva.
—Que descanses, Nami —susurró, afectuoso—. Nos vemos en un rato.
Para su alivio, ella pareció sonreír y asentir, antes de girarse para entrar en el palacio del señor de la Noche en Zou y dirigirse a su habitación. Zoro permaneció unos instantes más junto a la columna, solo observando la tranquila noche sobre la isla dormida. Probablemente, Zou continuaba caminando por las aguas, ignorando lo que sucedía sobre su espalda. Lo que ni Zoro ni nadie sabía era que, a pesar de aquel inciso de paz en sus aventuras, aquello solo era la calma que precedía a una de las tormentas más peligrosas de sus vidas… y que pasarían muchos días y semanas hasta que Zoro y Nami pudiesen volver a encontrarse en la deseada intimidad.
Buenas a todxs, mis ratones. Espero que este capítulo, menos candente que el anterior, pero aun así lleno de sentimientos reprimidos y emociones no expresadas, os haya gustado igual. ¡Gracias por estar ahi!
