Me he despertado en una cama que no es mía.
Puedo dar fe de ello, con tan solo una pizca de aromas ajenos a mí habitual nariz. Contengo el aliento unos instantes, apreciando mis músculos suspendidos en un mar de letárgico sueño. Me pregunto qué horas serán. Aunque en el fondo, no esté interesado en responderme. Ojalá a fuerza de voluntad, pudiese detener el andar de las manecillas del reloj. Pues no hay momento sublime que se asemeje a los que paso en casa Charlotte. Una mujer de mediana edad que se sirve de complacer a hombres de profana vida. Aunque no sea esta la ocasión de tal visita. Charlotte me conoce desde que era un crío con mocos al aire. Crecí bajo el alero de su indulgente amparo, tras la muerte de mi madre. Huérfano y sin rumbo, caí a sus brazos como un ángel reviste de cuna a un bebé.
Pasé parte de mis años mozos, vagando por las calles de Venecia. Pobre y sin un techo fijo que me diera cobijo, me gané la vida ratoneando en los puertos. Urdiendo adeudos forzosos. Trabajando de sol a sol. Lidiando con pandilleros y pillos de mala muerte. Creando así un futuro incierto del cual no me enorgullezco para nada. Cumplidos mis 15 años y cansado de mendigar por comida, decidí incursionar en otras proezas. Unas, que por lo menos me otorgaran sabiduría y algo de respeto entre mis pares. Leer y escribir, eran una cosa. Pintar paisajes, dibujar personas y elaborar idílicos poemas con la maestría de un erudito, eran otra. No me costó demasiado desentrañar mis natos talentos. Esos, que se ocultaban en las tinieblas de mi don para relatar historias. Describir situaciones, con los ojos despejados de un espectador silencioso y casi onírico. Fue así como me abrí paso a encargos mucho más honestos. No era demasiado lo que ganaba. Continuaba llenándome los bolsillos de pelusas y piedras. Pero por lo menos, tenía algo de lo cual vivir. El arte en pleno 1501, significaba sostener el bastión de la educación europea. Sobre todo, en esta concurrida metrópoli de constante intercambio cultural. Ya con 19 años, me profesé listo para salir al mundo.
Odiaba tener que reconocer, que mis excepcionales conocimientos del todo, solo se limitaban a libros de historia. Nunca traspasé frontera alguna, más que los tejados del mercado costero. No usaba los techos para mera entretención mundana. Eran mi lugar secreto. Un templo invisible, dotado de mucha calma y amplitud sobre el horizonte. Desde aquellas alturas, divisaba los barcos entrar y salir de la bahía. Me pasé noches enteras contando estrellas y soñando despierto. Poder un buen día huir de esta pocilga. Escapar en uno de esos y recorrer el infinito cosmos de civilizaciones que ahí afuera me esperaban. Charlotte solía regañarme. Ella era la que mejor me conocía sobre mis ambiciones. Repetía constantemente que no debía aspirar a más, de lo que el altísimo me había otorgado. Que debía conformarme con estar sano y tener aire en mis pulmones. Amaba rebatirle y hacerla enfadar. No era como que llegáramos a pelear de verdad. Sin embargo, había cierto dejo de recelo en sus palabras. Lo notaba. No como una imagen materna aprensiva y poco compasiva. Si no, como una mujer timorata que sabía más de lo que callaba.
Era sabido para mí, que ella estaba al tanto sobre mi árbol genealógico. Llegué a escucharle hablar de mi progenitor, un par de veces. No obstante, pretendía a regañadientes omitir detalles sobre su paradero.
Hasta que una crepuscular tarde, la verdad se ciñó frente a mí. Como tradición del puerto, cada vez que una nueva embarcación extranjera atracaba en el muelle, las campanas redoblaban el repique anunciando su llegada. Era la forma en la que alertaban a los procuradores aduaneros, llevar a cabo la tediosa misión de inspeccionar la carga. Asegurarse de que no fuesen piratas. Registrar a los tripulantes y exigir un módico pago por prestar sus aguas a comerciantes. Aburridas políticas públicas, a mi parecer.
Yo estaba fascinado. Embelesado con la belleza de aquel buque, de terminaciones inglesas. Sentado, sobre unas tejas, no dudé en lanzar trazos sueltos en un boceto original. Hubiera terminado en menos de 10 minutos. De no ser por Charlotte. Que, con apremio, me llamaba desde la calzada. Probablemente para ayudarle con la cantina, mientras ella atendía el burdel.
—¡Félix, cariño! ¡Baja de ahí! ¡Tenemos asuntos que atender!
—¡Si! ¡Ya lo sé! —advierte el rubio, con las palabras rebosantes de esperanza— ¡Tía Charlotte! ¡¿Ya viste ese barco?! ¡Creo que es inglés!
Le dije eso, tan entusiasmado. Que no caí en cuenta del semblante que portaba. Huraño y poco grácil, me respondió.
—Ese es el problema, Félix. Es más que solo un barco inglés —añade—. Me parece que ya es hora.
—¿Hora? ¿Hora de qué? —pregunta el muchacho.
—De que conozcas a tu padre —sentencia.
¿Qué? ¿Mi padre…? ¿Mi padre estaba aquí? Juré por unos instantes, que estaba gastándome una broma. Vamos, es que ella gozaba de un radiante sentido del humor. Un tanto oscuro. Aunque no como el mío, claro. Le resté importancia. Sin mucho que perder, me deslicé por la cornisa, utilizando los barrotes de ventanales para darme impulso hasta tierra firme. En cuanto pisé suelo, ella tocó mi hombro derecho y me regaló una sonrisa acabada. Tras hacerse a un lado, me reencontré con la silueta de un hombre encapuchado y silencio contemplativo. Me paralicé. ¿No era una broma entonces? Aquel sujeto que yacía parado frente a mi ¿Era realmente mi padre? Sin emitir palabra alguna, se dio media vuelta y regresó por la calle principal.
—Ve con él. Te espera en la iglesia de San Lorenzo.
Pero, yo…
—Vale…—asintió, compungido.
Y le seguí detrás.
Al llegar al monasterio, le vi arrodillado frente a un reclinatorio. Estaba de manos juntas en completo hermetismo. Y cargaba entre sus dedos un rosario. Nervudo, ingresé pausadamente. Me postré a su lado y fingí imitarle. Obviamente no sé qué demonios estoy haciendo. Ciertamente me vi impulsado por la intriga de conocerlo, más que otra cosa. Jamás le vi el rostro. Ni si quiera sabía cómo se llamaba. Madre nunca me habló de él. Lo que no quita el hecho de que, si me haya comido la cabeza en muchas ocasiones, sobre que aspecto tenía. ¿Sería feo? ¿Gordo? ¿Viejo? ¿Mala o buena persona? La ansiedad lograba abultar los latidos de mi garboso corazón. A duras penas podía respirar.
Tras un prolongado mutismo afónico, se descubrió la cabeza. Ahí estaba. Justo como dios lo trajo al mundo. ¿Cómo podría describirlo? Mi primera impresión, fue de un niño descubriendo el mar por primera vez. Para luego, pasar a la frívola calma de un muchacho adulto y maduro. No se asemejaba a nada de lo que cavilé de antaño. Era un hombre común y corriente. Rayando en lo ordinario, de hecho. De bigote prominente y barba creciente. Cabellera castaña, ojos pardos y un par de cicatrices surcando su ceño. No debe de haber tenido más de 40 años. Tan viejo no estaba. Creí que me saludaría o algo así. Digo, para nunca habernos visto en la vida. Pero…su particularidad, iba precisamente en dirección opuesta.
—No te persignaste al entrar a la casa de dios.
—Lo siento. No sé cómo se hace eso —murmuró Félix, malogrado—. Un momento ¿Qué estoy haciendo? ¿Por qué me disculpo con este sujeto? Es una estupidez.
—No importa realmente —suspira el mayor, girando el rostro hacia la figura sagrada frente a el—. De todas las cosas hermosas que hizo en este mundo. «Félix». Sin duda tú nombre fue lo mejor.
—¿Cómo es que sabes mi nombre?
—La meretriz me lo dijo —revela el hombre, con voz apacible—. Me llamo Colt. Colt Fathom.
—Colt…—traga saliva, turbado—. No es un nombre común que digamos. Al menos no en estas tierras—. Que alivio. Al menos no se llama Pancracio o Rigoberto.
—Eso es porque ni tú ni yo somos de aquí —relata Colt, en un murmuro—. Supongo que al menos algo sabrás de tus orígenes.
—Algo —sisea el menor, cabizbajo—. Mamá solía decir que somos ingleses. Aunque nunca llegué a conocer la isla. Salimos de ella cuando yo tenía meses de nacido.
—¿Cuándo falleció Amelie? —consulta Fathom, abatido.
—Cuando tenía 6 años.
—Es una pena. Amelie era una mujer muy hermosa —aclara el varón, despojándose de la cruz que cargaba alrededor del cuello. Se la extiende—. Ten. Es de Jerusalén. Ha cuidado de mi corazón por más de 10 años. Salmos 72:11 «Todos los reyes le rendirán homenaje»
—Gracias. Pero no creo en Dios ni en la religión —refuta su hijo, rechazando el presente con poco esfuerzo.
—Ahora entiendo todo —ríe su progenitor, sin mayores miramientos—. De igual forma, consérvalo. Es de oro. Al menos te ayudará por si te falta dinero algún día.
—¿No te enteras? Soy pobre. Siempre me ha faltado —farfulle— ¿Dónde estuviste todo este tiempo?
—En la ruta de la seda —narra Colt—. Termina aquí en Venecia. Se extiende 6.500 kilómetros por todo el mundo.
—¿Por qué no le enviaste noticias a mi madre? —le reprocha Félix.
—No es tan simple. Teníamos un acuerdo —explica—. Pero si hubiera sabido del nacimiento de un niño varón. Yo-…
—¿Ni si quiera te enteraste que tenías un hijo? —Félix se levanta y lo increpa. Lanza chispas por los ojos. Está molesto con él— ¿Qué significa todo esto? ¿La embarazaste y luego te marchaste por más de 18 años? ¿Qué clase de hombre eres?
—Jm. Tienes sus ojos —halaga Colt, en una sonrisa pueril—. Dos finas joyas esmeralda, con la vehemencia de un mar profundo. No podría negar que eres su hijo.
—¿Y mi padre? —añade el rubio— ¿Negarías de ello?
—No soy nada parecido a eso, Félix —aclara el mercader—. Pero si lo que buscas es compañía, en mi encontrarás un buen oído consejero.
—No te necesité antes —farfulle, frunciendo el ceño— ¿Por qué hacerlo ahora?
—Y también tienes su carácter —bufa.
—¿A qué volviste? —le regaña— ¿Qué haces por aquí?
—Soy mercader. Con tu tío Gabriel tenemos asuntos que atender con el Obispo. Algunos requerimientos desde Asia —cuenta—. Y de paso, reclutar mano de obra. La mayoría de nuestros hombres sucumbieron frente a la peste o las inclemencias del frío.
—¿Mi tío Gabriel? —parpadea Fathom, estupefacto— ¿Tengo familiares en vida?
—Tienes más que solo familiares, niño —manifiesta su padre, levantándose—. Pero ya es hora de partir. Debo regresar a la ruta o algunos de mis clientes se molestarán por el retraso.
—¿Se va a marchar a navegar? ¿Realmente es comerciante? —traga saliva, decidido—. Quiero ir contigo.
—Me temo que eso es imposible —espeta—. No tienes la fuerza ni las habilidades suficiente como para soportar el rigor de nuestros viajes.
—¿De dónde has sacado eso? —protesta Félix.
—Mírate. Es cosa de verte ¿A qué te dedicas? —lo examina de pies a cabeza— ¿Banquero? ¿Arquitecto? ¿Escultor? ¿Marino? ¿Sastre? ¿Zapatero?
—S-Soy…artista…—admite el inglés, avergonzado.
—¿Artista? —repite Colt, irónico— ¿Y de qué clase de arte hablamos? ¿Pintura?
—Escribo…de todo un poco. Poesía e historia también —describe el ojiverde, garboso—. Relatos, de cosas que veo. También dibujo a trazo de carbón.
—Es una basura. No me sirve —desmiente, oponiéndose a la idea—. Lo siento. Pero no hay trato. Será mejor que vuelvas a la vida de siempre, Félix. Lamento decepcionarte al no ser lo que esperabas —y camina hacia la puerta.
Esa fue la conversación más mierda que he tenido en toda mi vida. ¿De qué iba este sujeto? Se había desaparecido de mi existencia sin si quiera tener conocimiento de mí. Y cuando lograba tener un mínimo chance de reencontrarse conmigo ¿Me rechazaba? Como si no me hubiese bastado su despojo al engendrarme, joder. Además ¿Para qué regalarme una maldita cruz de oro? Mi corazón había transmutado de una apacible llama inocente, a la fragua ardiente del resentimiento. Este tipo no tenía la menor idea de todo lo que tuve que pasar en su ausencia. Si hubiese estado ahí tras el prematuro devenir de mi madre, posiblemente mi destino sería otro.
Pero vamos, que tampoco estaba dispuesto a depender solo de el para encaminarme. Ahora que era testigo de la profesión de Colt, los vientos soplaban a mi favor. El horizonte con el cual fantaseé incontables noches, se abría paso en un atardecer renovado. Uno sumamente prometedor. Estaba decidido a embarcarme en ese maldito barco ya sea me costara la vida. Si Colt no iba a reconocerme como alguien de valor. Yo personalmente me haría notar. Así que hablé con Charlotte, armé un morral con las pocas pertenencias que me iban quedando y me despedí de Venecia. Este no era lugar para mí.
Mi aventura, estaba a punto de comenzar.
[…]
—¡Icen las velas! ¡Suelten el cabo y viren hacia estribor! —chilló uno de los marinos, sobre la cubierta principal— ¡Soplan vientos de barlovento!
En medio del mar mediterráneo. Martes. 16:22PM.
—Hay excelente viento —proclama Colt, examinando las aguas del norte— ¿No crees?
—Uno muy bueno, sin duda —responde Gabriel, con un catalejo en el ojo derecho—. Si continuamos a 20 nudos de recto, llegaremos a las costas de Panticapea para el sábado.
—¿Por cuantas monedas vendiste los tapetes persas?
—Bah. Esos cochinos italianos del mercado, son unos timadores —reclama el peliblanco, mosqueado—. Solo logré sacarles 30 piezas de ducado por cabeza. ¿Puedes creerlo? Apelaron a un aumento de impuestos por culpa de los Medici.
—Créeme. Si fuera por mí —carcajea Colt, mordisqueando una manzana en el proceso—. No volvería a pisar tierra veneciana en siglos.
—¿Qué hay de mi supuesto sobrino? —inquiere su socio— ¿Cómo te fue con eso?
—Lo hubieras visto. Es la viva imagen de Amelie. Estaba molesto y al mismo tiempo, dolido con la verdad —murmura Fathom, melancólico—. Lamentablemente no podría decirte si salió bien o mal. Se veía un buen muchacho dentro de todo ¿Sabes? Gente como él no está destinada a recorrer caminos tan violentos —añade—. Manifestó querer acompañarnos.
—Espero no se te haya ocurrido envalentonarlo con tus ideas aventureras —rezonga Gabriel.
—¿Acaso lo ves en el barco? —chista el mercader, con obviedad.
—¡Papá!
—¿Qué sucede, Adrien? —Agreste se voltear a verle— ¿Por qué traes esa cara de chivo?
—Papá. Los curas dicen estar mareados —advierte Adrien, preocupado—. Llevan horas vomitando. Y el monaguillo tiene fiebre. No logro bajársela con nada.
—Pff. Estos "hombres" de fe. Son de cartón —berrea su padre, sarcástico—. Míralos. Parecen mujeres a punto de dar a luz.
—Creo que no fue buena idea traerlos —indica el menor.
—Tonterías —desmiente Colt, despeinando la nuca de su sobrino—. Ya se van a costumbrar. No es fácil soportar los rigores del vaivén. Al principio será así. Luego pasará. Dales miel con vino. Los tranquilizará.
—Eso es lo mismo que emborracharlos…—sugiere el Agreste.
—Si ¿Y? —Fathom arquea una ceja.
—N-no…bueno…—el joven se retrae en su lugar, timorato frente a su demanda—. Solo espero que no le haga mal al hígado.
—Esos tipos toman por deporte. No hagas caso a sus quejas —carcajea su progenitor, restándole importancia—. Hazle caso a tu tío. Ve a la bodega. De prisa.
—De acuerdo...
Adrien Agreste. El único navegante lozano de la tripulación. El más incauto y bonachón de todos, se incursiona solitariamente a la parte baja del buque. Buscando poder saciar las demandas de sus mayores, coge dos botellas de vino y un jarrón de miel del estante. Las inclemencias del movimiento, le dificultan el andar. Obligándolo a tambalearse de derecha a izquierda; semi turulato. Hubiese regresado con normalidad por las escaleras, de no ser por un notable golpeteo hueco contra la madera. Aquel extraño sonido, lo ha descalabrado en un aprensivo bote. Repleto de supersticiones arcanas y una inagotable imaginación dorada, teme lo más insospechado. Un fantasma de aguas saladas. Se ha nutrido de demasiadas leyendas y textos sin contexto a lo largo de su vida. Amante empedernido de la lectura pagana de oriente y sur de Asia. Deja los víveres a un costado del suelo y desenvaina una pequeña navaja. Presiente que el enemigo de sus pesadillas, ronda estos lúgubres pasillos.
—¡¿Quién anda ahí?! ¡Sal ahora mismo! —amenaza al aire, tembloroso—. ¡S-si eres el fantasma del mar! ¡Qui-quiero que sepas que estoy armado! ¡Y sé usar esta cosa!
Silencio sepulcral.
—¡Co-cobarde! —titubea, trémulo— ¡Si no das la cara! ¡Voy a-…!
—¡Boo!
—¡KYAGH!
Adrien cae de culo al suelo totalmente despavorido. Soltando el objeto corto punzante al instante. Arrastrándose contra el piso, se desliza hasta que su espalda toca unos toneles de azúcar. No tiene a donde más huir. Intentando aclarar la visual, una borrosa sombra se dibuja frente a él.
—¡¿Quién eres tú?! —vocifera— ¡¿Un polizón?
Si. En efecto. Me embarqué de polizón. Vaya genio me he topado. ¿No que se las daba de muy machito a la hora de fingir amenazas? Ni mucho trabajo me costó recoger el puñal del suelo y examinarlo. Aunque ahora mismo, me siento más atraído por aquel chiquillo tiritón que la afrenta misma. ¿Quién es? Juraría que me pusieron un espejo en frente. Porque es idéntico…a mí. Solo que, en versión cobarde, si se pudiese profesar. Y con un familiar sonsonete a la hora de hablar. ¿Será germano o algo así?
—¿Qué hace un joven como tú, aquí? —consulta Félix, entretenido con su reacción—. No te veo cara de comerciante ambulante.
—¡Hey! ¡Esa es mi línea! —le rebate Adrien— ¿Qué haces tú, aquí? Este es mi barco.
—Nunca creí que diría esto, pero también es mi barco —Fathom se encoge de hombros—. Pasan que cosas ¿No?
—Como que ¿Tú barco? —desmiente el Agreste— ¡Esta embarcación pertenece a la empresa de mi familia!
—¿Tú también eres hijo de Colt Fathom?
—¿Qué? —cuestiona el francés, injuriado—. No. Para nada. Soy hijo de Gabriel. Gabriel Agreste, es mi padre.
—Vaya. Que sorpresa —ríe.
—¿Qué tanto te sorprende, asalta barcos? —le reprocha.
—El hecho de que seamos primos —Félix guarda la cuchilla, estirándole la mano en el proceso—. No era de esta forma que esperaba conocer a un familiar mío. Pero dada la ocasión, no la desaprovecharé. Anda, levántate.
—¿Quién…eres? —parpadea Adrien, estupefacto. Coge su mano, elevando las piernas— ¿Cómo que primos?
—Me llamo Félix Fathom. Y soy hijo de Colt —revela, sereno.
—¿Mi tío Colt tenía un hijo? —lo escucha y no lo cree.
—Si, ya sé que estarás pensando. Ahórratelo —el inglés rueda los ojos—. Créeme, el reaccionó de la misma forma que tú. Ni te molestes. Colt tampoco sabía de mi existencia. Patético ¿No crees?
—¿Qué dices? —rebate el galo, turbado—. Esto…me parece un bulo.
—Es más que un bulo —suspira abatido, el polizón—. Sin embargo, por muy irrisorio que parezca, es la verdad. Soy hijo de Colt Fathom y Amelie Graham de Vanily.
—Tú madre y la mía…—insinúa.
—Si. Eran hermanas gemelas, según me contaron —sanea Félix, dándole la espalda—. Charlotte me recitó toda la verdad, luego de dejar Venecia. Y pensar que siempre supo todo, pero lo ocultó. No la juzgo. Mi padre es todo, menos padre. Tenía sus razones.
—Discúlpame. Me he perdido —despabila— ¿Quién es Charlotte?
—Nadie que conozcas. Solo una mujer que me tendió una mano y cuidó de mi durante unos años —relata Fathom, templado—. Lo cierto es que me alegra por fin conocer un rostro familiar. No sabes lo mal que se pasa cuando te profesas solo y desamparado del mundo.
—Oye…—murmura Adrien, malogrado con su relato—. Félix. ¿Realmente eres mi primo?
—Primo hermano, para ser exacto.
—Cielos. Que noticia tan gratificante me he llevado —manifiesta el francés, ansioso—. No te sientas tan desdichado. Yo también crecí solito. Como hijo único, me vi forzado a obedecer en todo a mi padre.
—¿Emilie también falleció?
—Si. Hace solo un invierno atrás. Peste negra —advierte el joven Agreste—. Aunque ni si quiera estuve para asistir a su funeral. Nos enteramos por un mensajero mientras estábamos en Mongolia. Fue horrible para mí. Digamos que mi padre no es más indulgente que el tuyo.
—No te confundas. No percibo a Colt precisamente como un papá —repara Graham de Vanily, en tono agrio—. Él ni si quiera me ve como un hijo. Soy solo una carga para su estilo de vida. Y de algún modo no lo juzgo. Mira en donde nos encontramos —observa el panorama—. Este lugar, apesta a muerte e insalubridad.
—Bueno…—retoza Adrien, con humildad—. Es la única vida que conozco. Llevo viajando con papá desde los 7 años. No estoy en posición de quejarme.
—¿A qué te dedicas realmente? —disputa Félix, suspicaz—. Digo, como para que seas indispensable en tal cofradía
—Soy lingüista.
—¿Lingüista? ¿Eso que es? —ríe su compañero— ¿Haces trabajos con la lengua? Imagino debes cobrar caro por eso. No es fácil.
—¿Qué? ¡Ah! ¡N-no! No se trata de esa clase de "trabajo" —aclara Adrien, azorado—. Jejeje…yo, amm…hago de traductor, por así decirlo. Me dedico a endulzar las mentiras de otros.
—¿Como cuántos idiomas hablas? —pregunta, atrapado en curiosidad.
—Mhm…—se toma el mentón, dubitativo—. Actualmente manejo alrededor de 6. Pero estoy en vías de aprender inglés.
—¿Sabes hablar de todo menos inglés? —carcajea.
—¿Qué tiene de malo? —infla las mejillas— ¿Acaso tú sabes?
—Es mi lengua nativa —expresa—. Después del italiano, claro.
—¡Wow! Pues creo que nos llevaremos de maravillas en este viaje —establece su primo—. No te ofendas, pero el inglés no es un idioma que sea indispensable para este trabajo. Los britanos no comercian mucho con Asia. Solo con oriente. Creo que tienen una fascinación por la india. Y es un lugar al que no vamos. Papá dice que no saben de negocios y que no se mete con los intereses de grandes potencias.
—¿Grandes potencias? —no se entera—. No sabía que aquella isla tuviera tanta potestad en el mundo.
—Si supieras. Se declararon hace poco un imperio y ahora son dueños de varias comarcas —facilita de historia—. Pero no temas. No tocaremos tales puertos. En estos momentos nos vamos hacia otra trayectoria. Atracaremos en el norte de Persia y luego cruzaremos todo el desierto del gran Khan. Pasando las estepas chinas y coreanas.
—¿Y cuál es el destino final?
—Japón —sentencia Adrien.
—Jamás oí hablar de ese lugar —sisea Félix, impresionado— ¿Es bonito?
—Es increíble. Si te quedas con nosotros, podrás visitarlo —dispone su primo, entusiasmado—. Hay un montón de paisajes, comida, música y ropa fascinante. Dotada de mucha riqueza y maravillas del tercer mundo. Es la tercera vez que voy.
—Solo si Colt no me echa cagando del barco —bromea—. Técnicamente me metí a la mala.
—Eres su hijo —bufa, jocoso—. Reconocido o no, no te echará. Lo conozco más que tú y me daré ínfulas de atrevimiento al confesar que no es malo. Solo muy ambicioso. Bueno, comprenderás que es natural. Es mercader. El comercio funciona así.
—Sé cómo funciona el mundo, Adrien. Pero gracias por recordármelo —asiente Félix, brindándole un abrazo fraternal—. Ayúdame ¿Sí? No quiero provocar problemas. Solo deseo ser libre. Y forjar mi propio destino.
—Te ayudaré. No temas —Adrien le brinda su apoyo, en un pueril gesto cariñoso de agasajo—. Ven conmigo. No haremos mucho si te quedas de polizón en la bodega. Es hora de salir a la luz.
—¿Crees que pueda subir a cubierta sin ser juzgado?
—No. De que serás juzgado, lo serás —rezuma—. Pero descuida. Estaré ahí por si necesitas mi ayuda. Tengo voz en este barco. Ante cualquier cosa, yo estaré de tu lado.
—Gracias, primo. ¿Si puedo llamarte así?
—Somos primos. No seas tan tímido —carcajea el Agreste, empujándolo hacia las escaleras— ¡Vamos juntos! ¡Subamos a cubierta!
—Vale…
[…]
—"¿Acaso lo ves en el barco?" —cita Gabriel, irascible. Y repitiendo sus palabras en potestad de una sonora burla— ¡Los cojones, Colt! ¡El mocoso vino igual!
19:10PM.
—Félix —le increpa su progenitor, empujándolo contra el mástil— ¡¿Qué mierda haces aquí?! ¡¿No te dije que te quedaras en tierra?! ¡No puedes venir con nosotros!
—¡Con todo respeto, Tío! —súplica Adrien, agraviado— ¡¿Cuándo pretendías contarnos que tengo un primo hermano?! ¡¿Acaso estás negando tu paternidad?!
—¡Adrien! ¡Cuida tus palabras! —le advierte Gabriel, furibundo.
—¡¿Y tú que, papá?! —le reprocha su hijo, altivo— ¡¿También eres cómplice de la mentira?! ¡Ya basta! ¡Mamá querría que la honraras con la familia!
—¡Adrien! ¡Yo no-…!
—¡TORMENTA A LA VISTA!
Mierda. Fuese o no, inesperado. Nadie estaba consciente de las severidades de los elementales. En medio de una contienda relativamente humana, vientos huracanados se rebelan contra la embarcación; haciéndola menearse de popa a proa. Fue un caos. En un abrir y cerrar de ojos, nos azota el peor tifón borrascoso del cual pudiese ser víctima o solapado expectante. Yo no sé nada. Yo no sé nada de navegación, de climas, de tiempos, de viajes, ni de la vida. Pero ansío aprender. Algo en mis venas fleje con ímpetu de arrebato, aportar en señal de bravío. Me disparo hacia las sogas que sujetan el mástil y jalo de ellas, como notifica el contra almirante. El viento, la lluvia y el ciclón me flagelan la cara. Vapuleado, me lanzan hacia atrás. Casi me transportan hacia el mar. Si no fuese porque Colt interviene usando de escudo humano su fornido cuerpo.
En medio de la tempestad, nos batimos a un duelo de ideales absurdos.
—¡Colt, yo puedo ayudar! —berrea Félix.
—¡Me desafiaste, muchacho! ¡Tú no deberías estar aquí en primer lugar! —lo fustiga contra la cubierta. Lo jala del pecho y lo sacude, acometedor—. ¡No debes estar! ¡Aléjate de mí! ¡Largo! ¡Huye y cúbrete!
—¡Pero, Colt! ¡Yo pued-…!
—¡Atrás, niño estúpido e inexperto! —vocifera Colt, furioso— ¡QUEDATE EN EL SUELO Y MIRA! ¡Aprende de tus maestros!
Me he callado. Colt no logra aún tratarme como su hijo. Quise aportar en algo. Pero se ha limitado a apabullarme en mis intentos. Al final de la noche, pasamos la tormenta. ¿Pero a que costo? No conseguí hacer nada. Y para peor. Colt me odia. Es lo que siento cuando me mira. Me siento a morir. ¿Qué me espera en un futuro…?
Desierto Tabriz. 1502. Calor.
Colt está molesto conmigo. Hemos pasado casi un año juntos, pero sigue sin dirigirme la palabra de frente. Logramos finalmente desembocar en Panticapea. No obstante, ahora mismo transitamos por el desierto de Tabriz y la mayoría de los monjes cristianos se quejan de sed, hambruna y frio. Mi primo es el más indulgente. Si bien aclama por la vehemente importancia de nuestra "mercancía". Comienzo a creer que tal dicha se basa en seres humanos. ¿Qué tan importante son estos religiosos?
—Tío Fathom —advierte Adrien, preocupado—. Los curas manifiestan no poder avanzar más frente a este paso.
—Dales miel con vino —repite Colt.
—Ya no funciona eso —sisea el joven lingüista—. Se van a morir de igual forma. Como sigamos así, no tendremos que ofrecerles a los japoneses.
—Bueno. Que se mueran lo que se tengan que morir —asevera Colt.
—No, Colt —advierte Gabriel, garboso—. Si no llega ni uno, nos van a colgar de los talones.
—No puedo hacerme cargo de todos —berrea Fathom, injuriado—. Si te surge otra idea ¿Qué sugieres?
—Ahhh, por el santísimo sacramento —implora uno de los clérigos, cayendo de rodillas sobre la arena—. Esto es inhumano. No lo lograremos.
—¡Ya dejen de quejarse! —exclama Gabriel, obligando a un par a retomar el rumbo— ¡Levántense y no rompan las filas!
—Mi señor. Por favor, tenga piedad de nosotros —suplica otro religioso, extenuado—. Solo un poco de agua…
—Yo tengo agua, curita —interrumpe Félix, extrayendo su cantimplora para ofrecerle un poco—. Tenga.
—Gracias. Mil gracias, jovencito —implora aliviado, el acólito—. Es usted un buen samaritano
—¡Muévete, afeminado! —el Agreste lo patea, propinándole un golpe en las canillas.
—¡Basta, tío! ¡Estos son hombres de Dios! —interfiere el inglés, ofuscado. Acto seguido, lo aparta hacia un lado—. No es forma de tratarlos. No es su costumbre…
—¡Hey! ¡Pedazo de basura! —el peliblanco lo jala del pecho, fulminándolo con la mirada— ¡No sabes nada de nuestro mundo! ¡No actúes como si fueras experto! ¡Toma tu burro y regresa al barco, si no te gusta!
Me lo había restregado en la cara como si no hubiera un mañana. De pronto, mil miradas similares a agujas se clavaron en mí. Ni Colt ni Adrien iban a defenderme. Pues Gabriel en parte tenía razón. ¿Yo que sabía de este mundo? Una clase de vida como esta, se me hubiese hecho impensada años atrás. Algunos de los hombres que acompañaban el trayecto, soltaron bufidos y palabrotas sinsabor, a espaldas mías. Generando en mí, un sentimiento de vergüenza bastante visceral. Yo no era nadie aquí. De la misma manera, en la que no era nadie en las calles de Venecia. Un menesteroso y triste idiota, con la cabeza repleta de aire y el corazón rebosante de melancolía. Callé. Agaché la cabeza y con prisa, jalé de las riendas del animal para regresar dócilmente hacia la caravana. Retomamos el camino.
Solo espero…poder sobrevivir un poco más que estos pobres diablos.
Paso de Khunjerab. 1503. Nieve.
Apenas puedo respirar. Producto de crudeza del clima, las gélidas ventiscas montañosas y el paupérrimo ropaje que llevo, he pescado una gripe galopante; que me tiene tumbado en esta carpa hace días. Colt ha hecho lo humanamente posible para lograr aliviar mi malestar. Sudo frio, deliro. Esta tos no me suelta y temo no sobrevivir. No recordaba haberme enfermado así antes.
—Hemos perdido 3 días —se queja su socio comercial.
—No hemos perdido nada, Gabriel —espeta Colt, acomodando un paño sobre la frente del menor—. La carga se mantiene intacta. Y aun nos quedan provisiones de sobra y algunos curas.
—Mas comerciantes se nos adelantan —chista—. Mientras tú reparas tus pecados paternales.
—Lleva mi sangre —le reprocha Fathom, agraviado— ¿Qué quieres que haga? Es absurdo dejarlo morir a estas alturas.
—Ese muchacho solo nos hundirá —advierte el Agreste, caminando hacia la salida—. Esta empresa está acabada, Fathom. No digas que no te lo advertí.
—Padre…—jadea Félix, trémulo y con la mirada perdida—. Padre…
—Shh…no te esfuerces demasiado —sisea el mayor, acercándole un cuenco de té caliente—. Ten. Bebe esto. Te pondrás mejor.
—Padre…—masculle, entre lágrimas—. Perdóname. No quería causarte problemas…
—Es solo una gripe, niño. No tienes por qué pedir disculpas por eso —inquiere su progenitor, con voz agria—. Ya vas a sanar. Duerme un poco ¿Sí?
Para el quinto día, yo ya había recuperado fuerzas. Aunque me profesaba un tanto abochornado por haberle llamado de esa forma, entre hilarantes desvaríos. Colt sin embargo, no volvió a tocar el tema. Supuse que dejarlo pasar, era su manera de sobrellevar su ausente presencia en mi vida. Me pregunto…que clase de hombre es realmente. Otro me hubiera dejado morir ahí, tirado como un costal de basura. Y contra todo pronóstico, cuidó de mi salud. Algo que, hasta esos años, solo había hecho Charlotte. ¿Puede que quizás, me tenga algo de cariño? Más que mal, llevamos dos años viajando juntos.
Es demasiado pronto para sacar conclusiones así.
Estepas de Taklamakan. 1504. Primavera.
Nos vimos alarmados por una turba de arenisca y céfiro, proveniente del oeste. Colt fue el primero en alertar la presencia de que aquello, no era un hecho natural. Si no, guerreros de pueblos nómades. Posiblemente, mercenarios. Ladrones o timadores. Las pisadas de galopes y trote a bravíos corceles, levantaron un huracán de arena imposibilitando continuar el viaje. Nos ocultamos raudamente, tras unos peñascos sobre un acantilado. Lo único que podíamos hacer en eventuales ocasiones similares, era esperar a que pasaran. Gabriel y Adrien ya parecían tener experiencia lidiando con situaciones así. Pero yo…temí por mi vida. ¿Qué destino aguardaba a los hombres, asaltados por estos dominios? Imaginé lo peor. Solo para cuando el astro rey tocó el horizonte y desplomó la noche, conseguimos relajarnos y retomar la ruta. Aunque yo continuaba nervioso, si les soy honesto. He dejado registro fehaciente de esto, en un pequeño diario de vida que cargo conmigo. Me gusta mucho dibujar paisajes y escribir sobre ello. Remembré las hazañas del gran Marco Polo. Y sus osadas travesías por aquí. No es que me esté comparando con él. Jamás estaré a su altura. Sin embargo, un poder ancestral me jala hacia la aventura. Para seguir nadando hacia mi destino. Entre párrafos almidonados de poesía empírica y estrellas sobre el manto nocturno.
—¿Tuviste miedo? —consulta Colt, ofreciéndole un trago de vino frente a una hoguera improvisada—. Allá, arriba en el desfiladero.
—No. Para nada —miente, desviando la mirada.
—Yo estaba aterrado cuando dejé casa por primera vez —comenta el mayor, templado—. Inglaterra era lo único que conocía. ¿Sabes cómo salí adelante? Recordando donde estaba mi hogar, y que siempre podría regresar a él.
—Mi único miedo es despertar un día en mi cama y haberme dado cuenta que todo fue un sueño. Que mi vida regresó a ser común y aburrida —narra Félix, melancolico—. Mendigando algo de dinero en los puertos y pasando frío en los orfanatos. Soportando maltratos de personas que me odiaban por ser "huérfano".
—Por tus venas corre sangre aventurera. Puedo notarlo —revela su progenitor—. Llevar esa vida austera te dotó de muchos sueños y anhelos que te servirán para el mañana —agrega, alzando la vista al cielo— ¿Ves esas 3 estrellas en el cielo?
—¿Eh? —las observa—. Si. Son las 3 marías.
—Cuando quieras volver a casa, síguelas —sentencia el mercader, afanoso—. No dudes jamás en tu brújula interna. En los astros se encuentra la verdad.
—No creí que Colt fuera un hombre tan… ¿Sabio? Por unos segundos, creí estar hablando con un mentor o algo así —el joven muchacho asiente, aceptando con mesura su consejo—. Gracias, Colt. Lo cierto es que adoro contar estrellas.
—Ya no tienes que seguir fingiendo conmigo, Félix —esboza el comerciante, regalándole una palmada en la espalda de forma cariñosa—. Puedes llamarme padre, de nuevo.
—¿Eso que significa? —pestañea el rubio, pasmado— ¿Qué te harás cargo de mí?
—Estas un poco grandecito para eso ¿No crees? —bufa su camarada, entretenido con su comentario—. Ya tienes 24 años. El tiempo vuela cuando te diviertes. Pero si te sirve de algo, no he renegado que seas mi hijo. Y de cierto modo, le debo esto a Amelie. Fue una mujer bastante indulgente al decidir tenerte y criarte sola.
—Mamá era una mujer muy valiente —murmura nostálgico, el menor—. No obstante, me he estado replanteando estos últimos meses, que pudo ver en ti como enamorarse.
—Jajaja —carcajea Colt, risueño— ¿Cómo estás tan seguro de que era amor? ¿Acaso ella te lo dijo?
—No. No directamente —balbucea Graham de Vanily, jugueteando con su vaso—. Era un tanto reservada con esos temas. Pero cuando le preguntaba sobre mi porvenir en este mundo, solía repetir que fui fruto de su amor. Así que…lo asumí. Aunque…—acalla, turulato.
—Que. ¿Qué es lo que pensaste? —lo empuja de forma amistosa—. Anda, dilo ya. No te lo recriminaré.
—Ahora que te conozco y sé a lo que te dedicas, todo cobra sentido para mi —admite Félix, aprensivo—. Eres un comerciante, Colt. Un trotamundos. Te pasas la vida viajando de aquí por allá, atracando en distintos puertos y recorriendo poblados alejados de occidente. Ya no me extraña que mi madre haya sido una más, de tus tantas conquistas. Ya sabes, lo normal en tu profesión.
—Me encantaría poder darte la razón para que te quitaras algunos estigmas hacia mi persona, Félix —acepta el empresario, bebiendo un sorbo de su bebida—. Pero lo cierto es que no es así. Prueba de ello es que no tengo más hijos que tú.
—No seas tan engreído. Ni si quiera sabias de mi existencia —refuta el escritor, liado— ¿Quién te dice que no haya más como yo, desparramados por el mundo?
—Yo lo digo —masculle Fathom, con dureza de seriedad—. Te conté que con Amelie teníamos un acuerdo. Ella me conoció, en un momento en donde mi vida aun no giraba en torno a este rubro. Hicimos un pacto. Dos días antes de marcharme de Liverpool, concordamos en consolidar nuestra relación. Ella manifestó desear quedarse con un bonito recuerdo mío —agrega, sobrio—. Fue mi primera y yo su primero. Desde entonces, no ha habido nadie mas así en mi vida.
—¿Qué insinúas? —exclama, sarcástico— ¿Propones que te crea que eres fiel o algo así?
—¿Cómo crees? —ríe Colt, garboso—. Por supuesto que he tenido aventuras, niño. Como todo hombre, tengo mis necesidades también. ¿Acaso tu no las tienes?
—Y-yo…no…bueno…—Félix se ruboriza, enredado en sus propias palabras. Rehúye de su mirada—. No he tenido tiempo para pensar en esas cosas. Digamos que cuando llevas una vida callejera como la mía, te ocupas más en sobrevivir que otra cosa.
—Joder. Así que eres un romántico empedernido —retoza su padre, despeinándolo de forma jovial—. Eso sin duda lo heredaste de Amelie. Le encantaban las historias de amor y las novelas dramáticas. No te preocupes y no sientas vergüenza de ello —adiciona, jocoso—. Ya encontrarás a tu damisela de las camelias. Tómalo con calma.
—Tengo…muchas "dudas" y preguntas, entorno a ese tema —musita, tímidamente— ¿Sabes? Pero no quiero ser mal interpretado por ello.
—Presiento que este viaje te dará todas las respuestas que buscabas —asiente, arrojado—. Espera y verás. Hay mundo ahí afuera esperando por ti. No declines a tus convicciones. Soñar en grande no es pecado, hijo.
No supe como tomarme sus palabras. Pero sin duda me quedaría con su ultima frase. Hijo. Me llamó, hijo. Por primera vez en 4 años, Colt se había dignado a darme el titulo que merecía. Mi corazón se había transformado en un delicioso tazón de chocolate y miel. Azucarado. Tierno y frugal. No creo que mi padre hubiese si quiera dimensionado lo que significaba para mí, tal adjetivo. Temí que mis pálpitos fuesen escuchados a kilómetros de distancia, pues estaba tan ansioso y feliz. Esa noche dimos un paso. Uno que esperaba, atesorar en mis recuerdos como la experiencia más hermosa de todas. Yo también espero que este viaje, me de la solución a mi propia existencia. Tengo fe en ello. Me curioseo para mis adentro ¿Japón es realmente el paraíso que describió Adrien? Me muero de ganas por conocerlo.
Me fui a la cama, abrazado a mi diario como un bebé se aferra al pecho de su madre. Cierro los parpados y me entrego a los brazos de Morfeo, con el cálido sabor de un vino añejado contra mis labios y el reconcomio de un letárgico anhelo, pueril.
¿Qué me pasa? ¿Acaso manifiesto ser un insólito espécimen en estas tierras? ¿Por qué comienzo a pensar que soy…?
—¿Sensible?
Puerto de Kyushu. 1505. Otoño.
—¿Eh? —despabila Félix, descalabrado—. Disculpa. ¿Decías?
—Nada. Es solo que…—aclara Adrien, curioso—. Estabas contándome de que anoche tuviste un sueño muy apacible. Me hablaste sobre un árbol de hojas amarillas, que caía suavemente por tu rostro; haciendo agitar tu corazón y dijiste: «¿Soy muy…?» Y luego te callaste de golpe.
—¡Ah! ¡Eso! —retoza Fathom, sacudiendo la cabeza de lado a lado—. N-no. O sea…sí. Bueno, no sé. ¿Te parece que sea un sueño muy sensitivo? Digo, para ser un hombre.
—¿Qué cosas dices, primo? —ríe el Agreste, compasivo—. Para nada. Yo tengo sueños similares a los tuyos. Aunque, bueno. He de admitir que los míos tienen un "por qué"
—¿A qué te refieres? —no se entera.
—Mira. Es un secreto ¿Sí? Te ruego no le digas a papá o a mi tío. Me he asegurado de guardarlo para mí. Pero…—su familiar extrae un trozo de pergamino desde el interior de su morral. Se lo enseña—. Jejeje…pasa que…—sisea—. Tengo una enamorada.
—Una ¿Qué? —parpadea, absorto.
—Una enamorada, primo —reitera, en voz baja—. Ya sabes. Una chica, pues. Una mujer.
—¿Una mujer…?
—Si, Félix. Despabila de una vez —lo golpea contra la sien— ¿En que mundo vives? Ponme atención.
—¡Lo-Lo siento! Estoy al pendiente —recula, gesticulando una mueca acorde a la ocasión—. Adelante, dime. Prometo no contarle a nadie. Será nuestro secreto.
—Llevo un tiempo intercambiando cartas con ella —le muestra—. Esta es la ultima que me mandó. ¿Ves su firma? Es mi tercer viaje a Japón y esta vez, pretendo consolidar nuestra relación. Le pediré noviazgo. Reservé algunos ahorritos para mí. Lo malo es que…bueno —añade, preocupado—. No es cualquier chica ¿Sabes? Trabaja para una familia real. Y verás que yo soy un simple mercader ambulante.
—Un momento. Déjame ver si entendí —aclara el inglés, confundido— ¿Dices que llevas un romance clandestino con una noble?
—No es una noble como tal, primo —aclara el francés, ruborizado—. Pero sí. En efecto llevamos un romance. Sus patrones no lo saben. La conocí en mi primera venida. Nos vimos y… ¿Qué te digo? Fue amor a primera vista. Es una chica increíble.
—Ya me preguntaba yo, que te impulsaba a seguir viviendo esta clase de subsistencia tan ajetreada —exclama el inglés, receloso— ¿Ser un simple lingüista y pasar penurias? Es absurdo.
—Es una mierda. Lo sé. Pero no pretendo quedarme para seguir viajando así —advierte su camarada—. Tú ya viste las inclemencias por las cuales se pasan. Son años de trayecto. No puedo alcanzar futuro, esperando ni un día más para dar el paso. Es imperativo reunirme con ella cuanto antes —añade—. Se que es tú primera vez en esta nación. Pero te diré lo que va a pasar a continuación —relata con seriedad—. Nos van a escoltar hacia la región de Kamakura. Y vas a conocer al Shogun de Yamato. Que es una provincia. Seremos presentados, entregaremos el cargamento y luego nos iremos de vuelta otra vez por la ruta de la seda. Sin embargo, yo no pretendo regresar —advierte—. Voy a quedarme.
—Vas a huir, en pocas palabras —arquea una ceja—. No lo endulces, tontorrón.
—Si. Algo así —acepta Adrien, asumido—. Más no siento agravio en ello. Quiero estar con ella, primo. ¿Me ayudarías?
—Bueno, claro. Así como tú me ayudaste antes —ironiza, pues no aportó en nada. Ni si quiera para defenderlo—. No te vayas a mear, oye.
—Anda. No seas rencoroso. No tenia opción —se encoge de hombros—. Debes entender como funciona este mundo. Lo siento.
—Y una mierda, Adrien —exhala, frustrado—. Pero mira que no soy resentido. Te daré una mano. Ya hallaremos una formula de que te quedes.
—Gracias. Que amable de tu parte —rueda los ojos.
—Al menos me dirás —cuestiona— ¿De quién hablamos?
—Su nombre es Marinette. Marinette Dupain-Cheng.
—¿Una china? —bufa.
—Mestiza. Casi —esclarece—. Hija de padre francés como yo y madre china. Verás que el Shogun de Yamato está buscando reclutar para su reino, muchos extranjeros. Desea dotarse de habilidades occidentales y aprender de sus enemigos. Según el, dice.
—Disculpa mi ignorancia —atañe Félix, confundido— ¿Pero que coño es un Shogun?
—Pues…
—¡Bienvenidos, hombres de occidente! ¡Tomen sus cosas y acompáñenme! ¡El Shogun los espera, ansioso a su regreso!
¿Este tipo quien es? Se presente frente a nosotros, sobre un corcel de extraña armadura. Asignado de varios otros soldados que, a mi parecer, son oriundos del lugar. Más no él. Es pelirrojo. Porta dotes de ser un "hombre de occidente" igual que nosotros. ¿A dónde hemos llegado? Mi padre y mi tío, ya han desembarcado todo en el puerto. Jalando mulas y jamelgos, somos escoltados tal como mi primo me advirtió antes, hacia la nada. Un territorio anónimo para mí. Nuevamente me profeso víctima de mi ansiedad. Mi corazón se bate en un duelo misérrimo entre la autenticidad y el descorazonado apremio de una aventura inhóspita. Cruzamos valles, acantilados, ríos y bastos parajes de serranías. A lo lejos, se realza una urbe de majestuosas infraestructuras. Dignas de un emperador griego. ¿Es esto un reino? ¿Qué era un Shogun? Adrien acaba la frase, explicándome que un Shogun, es lo mismo que para nosotros un rey. Un emperador. El líder máximo y póstumo de cara a un poblado o una soberanía de un feudo. No es solo un gobernador tribal. Me enfrento de cara a una dinastía proporcionada de tierras, riquezas y mucho poder sobre sus posiciones.
Colt, Gabriel, Adrien y yo. Somos admitidos dentro de un fastuoso templo que, a simplona vista, diría es un castillo. Percibo a ambos costados, demasiados hombres calvos, vistiendo túnicas. Yo diría que son monjes o algo así. Pues ejercen, cabizbajos, una autoridad de la cual carecen. Solo el líder de aquel dominio, se alza sentado frente a una silla elevada. A su derecha le acompaña una mujer desprovista de vista. Y al otro lado, una joven y lozana chica de aciago porvenir. Un samurái, según me manifiestan. El shogun, toma la palabra. No vuela ni una sola mosca en el aire. Es como si su voz fuese un hito sagrado, rayando en la epifanía de lo divino. ¿Esta gente es humana? Su larga barba grisácea me impone mucho respeto. Mi padre me obliga a inclinar la cabeza mucho mas allá del mismo suelo, al punto de tocar mi frente contra esta.
—Bienvenidos nuevamente, Graham de Vanily —acuña el supremo— ¿Dónde están mis sacerdotes cristianos?
—No resistieron el viaje, su excelencia —revela Colt, apabullado—. Murieron en el trayecto.
—Cuatro años para venir hasta aquí —berrea el soberano, de expresión turbada y labios sesgados—. ¿Y no trajeron nada?
—Con todo respeto, majestad —inquiere Gabriel, en son de la conversación—. Permítanos recompensarle con algo mejor. Hemos venido con riquezas de occidente. Frente a usted, están los cofres repletos de apremios.
—No me complace —demanda el Shogun, agraviado—. Yo les pedí explícitamente clérigos del catolicismo para enseñarle a mi pueblo. Deseo instruirme de su religión. Si no tienen nada más que aportar —alza la mano.
—¡Con todo respeto, dios de dioses! —determina Colt, injuriado—. Le ruego nos permita una segunda venida con buena fortuna. Nuestro dote no escatima en conocimiento. Como podrá ver. Hemos exportado ciencia, medicina y cultura. Le imploro abra los baúles.
—Mhm…
—Padre —sisea Kagami, a un costado de su pábulo—. Deja que los occidentales muestren sus ingenios en aptitudes.
—Meh…Kagami —berrea el líder, consciente en una sonrisa apacible a la menor—. Como siempre mi hija, tan indulgente. Espero luego no me regañen por agasajarla tanto —bufa—. De acuerdo. Mi primogénita quiere ver lo que traen. Abran los cajones —veda.
Cuatro pelafustanes incursionan en la mercancía que mi padre y mi tío han traído. Para mí, es sin duda una joya de cultura. Pues han exportado demasiado para este reino. Pero el Shogun, no se muestra del todo complacido. Tuerce el labio y gesticula una mueca poco grácil. Dice.
—Siguen sin ser los monjes que me prometieron, mercaderes —reclama el regente—. Pero tomaré su ofrenda como una disculpa y les permitiré marcharse sin tomar represalias.
—Con todo respeto —añade Colt, nervudo—. Denos un año más. Le prometo que-…
—Murieron —sentencia Félix, altivo—. Nadie en su sano juicio podría resistir a las inclemencias de su ruta, señor. ¿Usted podría recorrer el desierto más árido? Sea honesto.
—¡Félix! ¡¿Qué mierda dices?! —su padre empalidece frente a semejante actitud. Interfiere— ¡Perdónelo! ¡No sabe lo que dice! ¡Es un niño nuevo en esta cofradía! ¡El no-…!
—¿Yo no podría? —espeta el Shogun, arqueando una ceja—. A ver, jovencito. ¿Qué tienes que decir sobre mis desiertos?
—Son tierra de nadie, alteza —determina.
—¿Das fe de testigo que no se pueden transitar? —le increpa el dirigente—. Porque sin duda, si son tierras de alguien. Mías, para ser exacto. Y tu eres la prueba viviente que si se puede.
—No. Nada de eso —espeta Fathom, timorato—. Sucede que los hombres de fe, no acostumbran a caminar tantos kilómetros bajo el sol abrazador y el crudo invierno.
—Pues mucha fe no han de haber tenido, italiano —interrumpe Tomoe Tsurugi, a un costado—. Los dioses no abandonan así a sus feligreses.
—Soy inglés, su alteza —aclara el rubio—. Y lo cierto es que no profesamos muchos dioses. Solo uno.
—¿Y tú crees en él? —consulta el Shogun.
—Me…ahorraré comentarios banales —declara el ojiverde, desviando la mirada—. No creo que mi voz sea tan relevante en esta corte.
Kagami frunce el ceño.
—Jm. Al menos sabes cuando cerrar la boca —retoza el mayor—. Ya, llévenselos. Que perdida de tiempo. No quiero volver a verlos. Agradezcan que no les corté la cabeza.
—¡Si me permite! Una última cosa, excelencia —advierte Colt, provisto de una nueva estrategia—. Llevo muchos años sirviendo a su insigne imperio. Y transitar por la ruta de la seda lo es todo para nosotros. Le juro por mi dignidad, que, si nos da una última oportunidad, regresaremos y le traeremos los monjes que solicitó.
—¿Quién me asegura que no me fallarás esta vez? —le increpa.
—A cambio…—ve de reojo a su hijo. Y revela—. Le dejaré a mi hijo Félix como prueba de mi lealtad con usted.
—¿Qué dices…? —Félix observa a su padre, absorto—. Padre, no-…
—Cállate, Félix —le reprocha.
—Y yo le dejaré al mío, gran divinidad —agrega Gabriel—. En potestad de que nos de pase libre para retornar sin mayores miramientos. Comprenderá que no hay mayor gesto que la de un padre con su hijo.
—Mhm…sangre por honor —sisea el Shogun, acicalándose la frondosa barba que cuelga de su mentón—. Me complace la idea. Tenemos un trato entonces. Sus hijos quedarán bajo mi reino. Mientras ustedes cumplen con lo pactado. En caso de fallar, vayan olvidándose de sus miserables vidas ¿Les queda claro?
—Si, señor —asienten ambos mercaderes, al unísono.
—¿Pero que demonio? No. Esto no era parte de ningún trato. Ni si quiera me preguntaron —el joven inglés hace una pausa, afrentado con semejante contrato—. Disculpen, pero yo no estoy de acuerdo. No me-…
—Buena suerte, comerciantes —Tsurugi se levanta de su asiento, despachándolos—. Guardias, escolten a los Graham de Vanily a sus respectivos lugares. Y dejen ir a los occidentales. Se termina la sesión.
—¡N-no! ¡Esperen! —chilla Fathom, siendo apresado por dos fortachones hombres; de mal aspecto—. ¡Padre! ¡Padre, no me dejes! ¡No es justo! ¡Padre!
—Confía en mí, hijo —balbucea Colt, retirándose entre penumbras.
Por favor…no. No me dejes aquí. Papá ¿Por qué me haces esto? Creí que habíamos logrado algo. ¿Qué mierda estás haciendo? ¡Yo no tengo por qué pagar por tus pecados! Intento zafarme a regañadientes, batallando infructuosamente contra mis captores. Pero a estos poco les importa mi sentir y me golpea en el vientre, haciéndome perder la consciencia al instante. A partir de este momento…ya no sé que será de mi existencia.
[…]
Fui despertado abruptamente por el escozor de un balde de agua contra mi rostro. Entre tres sujetos, me desnudan a mi y a mi camarada, unánime. Nos asean con violencia. Frotando esponjas ásperas como lijas, sobre la piel expuesta hasta dejarla cobriza. Nos afeitan, nos cortan el cabello y nos arrojan ropa limpia sin si quiera preguntarnos algo. Hemos sido ultrajados como perros, dentro de un cuarto de barrotes inhóspitos y suelo compartido por ratas. ¿Qué mal he hecho para merecer esto? No entiendo nada. Estoy muy confundido. Quiero llorar. Me arrastro hacia el rincón mas lúgubre de la celda y me cubro con las pocas pilchas que tengo. Adrien es mi único consuelo en estos momentos. Me abraza y me consuela, removiendo el dolor de mis mejillas con sus dedos. Sosteniendo mis penas, en una mirada esmeralda muy reconfortante.
«Todo va a estar bien, primo. Ya lo verás»
Me dice, con una quimérica sonrisa en el rostro; que se desvanece más rápido que pronto. Me recoge del suelo y me ayuda a secarme y vestirme. Es la primera vez en toda mi vida, que comparto la penuria de mi anatomía con otro hombre. Más no siento vergüenza de ello, dado que es mi primo. Es solo el bochorno de ser examinado con el trato de un animal, lo que me lastima. Yo no le he hecho daño a nadie. ¿Por qué caer en esto? Al cabo de unas horas, nos arrojan comida sobre unas cuencas de madera. Arroz blanco, deslavado e insípido. Cuatro colgajos de soja, pan semi duro y agua de coloración cuestionable. Adrien no parece estar molesto con el epíteto que le han dado. Por el contrario. Bizarramente acepta todo lo que le dan, sin chistar. Obedece, asintiendo. Agacha la cabeza. Está dispuesto a comer mierda de ser necesario. ¿Por qué? Ese afán de querer agradarles ¿De que va? ¿Estará acaso motivado por aquella mujer de la que me habló? Después de todo, el manifestó querer huir. No estaba dentro de sus planes volver. Así que, de alguna manera solapada mi tío Gabriel le había ahorrado las molestias. ¿Pero a que costo? ¿Tanto valía la pena? Debido a mi negativa por consumir alimentos y profesarme inapetente, Adrien aglutina un poco de arroz entre sus inmundos dedos y me los arrima a los labios.
—Ten. Come. Necesitas fuerzas.
—No tengo hambre —refuta Félix, asqueado.
—Tonterías. Debes comer algo. Abre la boca ya —demanda.
—Adrien, te digo que no me-…
—Abre la maldita boca, tonto —insiste el francés. Metiéndole a la fuerza los bocados de arroz—. Joder, Félix. ¿Tu de que vas? ¿Hacer tremendo viaje para terminar queriendo morir en una apestosa celda? Te creí más inteligente.
—No te pases de listo, tarado. No dije que quería morir —reclama el inglés. Mastica. Traga. Pero sin ánimos de nada—. Dios, sabe horrible.
—Vete acostumbrado —relata el Agreste, forjando otra pelota de arroz para darle—. No es comida de cárcel. Es lo que comen acá.
—¿Me estás diciendo que se comen el arroz así? —cuestiona Fathom, nauseabundo—. ¿Aglutinado como una pasta?
—Si. Así mismo —suspira, grácil—. Anda, otro bocado. Se un buen niño.
—Ya basta. No soy ningún crio para que me trates así —reclama Félix. De mala gana, es el quien coge un pedazo y se lo mete a la boca. Solo para que esté contento. Mastica— ¿Feliz?
—Mucho. Gracias —ríe—. Esto es mejor de lo que esperaba, Félix. El panorama se viste de blanco para nosotros.
—Fuah…tienes la realidad totalmente alterada —desmiente Fathom, injuriado— ¿Me quieres explicar de que forma esto nos beneficia? Literal, somos esclavos.
—No. Para nada —niega—. Fui contratado.
—No seas ingenuo —bufa—. Nadie nos va a pagar por esto. Estamos presos aquí.
—¿Estás insinuando que mi papá me vendió al Shogun? —arquea una ceja, suspicaz.
—Nah. Gabriel no sería capaz de hacer algo así —se encoge de hombros.
—Uff…menos mal —se alivia.
—En realidad te regalaron —aclara.
—¡¿Qué?! —brinca en su lugar.
—No es peor que mi destino ¿Ok? —comenta Félix, desilusionado—. Mi padre me usó como mercancía, a cambio de poder abrir rutas comerciales hacia occidente y así, salir beneficiado. Tu padre hizo lo mismo. ¿Ves a lo que me refiero?
—Es AÚN mejor de lo que pensé —chilla, garboso.
—¿Perdiste la cabeza? —Graham de Vanily desplaza el cuenco de arroz por el suelo—. No comeré mas de esta mierda. Te pudre el cerebro.
—¡Primo! ¿Qué no lo ves? —lo zarandea, esperanzado—. Es una puerta de salida para ambos. Si realmente es como dices y nos entregaron al servicio del Shogunato, tenemos todo para ser felices.
—Sigo sin entender el hilo del asunto —no se entera.
—Esto es momentáneo —profesa Adrien, esperanzado—. El Shogun de Yamato es conocido por ser un acérrimo partidario de extranjeros. La mayoría de sus súbditos de confianza, son occidentales. Le encanta muchísimo aprender de otras culturas —dice, paseándose de un lugar a otro—. Conozco de buena fe a muchos de la corte. Como canta un gallo, que nos sacan de aquí.
—¿Acaso tienes amigos aquí?
—Algo así. Diría que son más bien aliados —explica el Agreste, observando hacia el exterior de la celda—. Los Tsurugi son una familia muy honorable, primo. Con mucho poder, influencia y respeto. Lastimosamente he seguido su rumbo y han pasado por demasiadas guerras civiles que no logran apaciguar con sus propios coterráneos. Es por eso que el líder ha llamado a otros —añade—. Somos su carta de esperanza.
—No veo de que manera mi existencia aquí, pueda aportar en algo —sisea Félix, derrotado—. Mírame, solo se dibujar y escribir bonito.
—Y yo traducir mentiras de otros —bufa—. Lo harás. Cuando menos te lo esperes, lo harás —atestigua—. Solo dales tiempo y-…
La puerta de exterior se abre de un azote contra el paredón. Un soldado lozano de vestimentas militares hace ingreso. Destraba las rejas y nos corta los barrotes. Algo dice, en un idioma que desconozco. Pero ahora mismo confío ciegamente en Adrien. Quien me impulsa a hacer caso y seguirle en el camino. Finalmente, y contra todo pronóstico, fuimos liberados. ¿Cuánto tiempo habré pasado en esa celda? No me enteré que era invierno. Según yo, era otoño. ¿O no? Tras salir al exterior, me topo de lleno con casas repletas de nieve en sus techumbres. Caminos húmedos, el olor mohoso del lodo y centenares de miradas asiáticas que me comen con el ceño fruncido. Percibo el odio en el aire, como si fuese un perro con sarna. ¿Realmente soy importante para este reino?
—¡Caminen! —brama el soldado, empujando a Félix— ¡Tú! ¡A las barracas! ¡Y tú! —mira a Adrien—. Al puerto. Te esperan nuevas órdenes.
—¡Si! —asiente el Agreste, obediente.
—¡Adrien! ¡No me dejes! —suplica Fathom, aterrado— ¡Prometiste seguir a mi lado!
—¡Es momentáneo, primo! ¡Ya nos veremos de nuevo! ¡Confía! —lo despide, de mano alzada— ¡Si ves al maestro Su Han, dale mis saludos!
—¿El maestro de qué? Yo no…—se queja. Pues ha sido pateado por el militar— ¡Ouch! ¡Ya voy, chino de mierda! —. Solo quiero irme de aquí…
[…]
Finalmente, me separaron de raíz de mi primo. Aquel hombre me ha escoltado hacia un templo con imágenes paganas que no comprendo. Un hombre obeso de túnica y estomago prominente me recibe en la entrada. ¿Estos son sus dioses? Mierda, comen mucho. Me sigue empujando de mala gana hacia adelante. Obligándome a caminar. Y estoy harto. Le planto cara y le muestro los dientes, cual perro rabioso. A la mierda. Si me quieren seguir tratando como un salvaje, un salvaje tendrán. Dos mujeres de apabullada belleza me quitan los zapatos. A pies descalzos, me arrojan vehementemente hacia el interior. El lugar es lúgubre. Pero desprende un apoteósico respeto religioso, equipado de intensos aromas a incienso blanco ¿En dónde estoy?
—Estás en la casa del alma.
¿Qué? ¿Acaso a leído mi mente? No dije absolutamente nada y ya parecía conocerme. Aquel sujeto de calva apariencia y túnica sanscrita me recibe, más taciturno que otra cosa. Esconde ambos brazos tras su espalda. Mentón altivo, expresión apática y mal aliento. Ni si quiera se digna a mirarme a los ojos. Percibo solo su fornida espalda tras un velo de mucha autoridad.
—¿Tienes preguntas?
—Solo una —inquiere Fathom, de aspecto resentido— ¿Soy un huésped privilegiado o un prisionero desafortunado?
—Jm. Que lengua tan afilada —comenta el maestro—. Ahora entiendo por qué te encerraron en esa jaula a la que tú llamarías "prisión".
—¿No es lo mismo acaso?
—Depende. De cómo se mire —añade, volteándose hasta quedar de frente a el—. Hay aves del paraíso que pasan toda su vida tras unos barrotes y no son precisamente esclavas.
—¿Qué sentido tiene? Si no pueden volar libres —objeta el rubio—. No hay propósito.
—El propósito es entretener y maravillar con su brío —murmura el monje—. No todo lo que está a nuestro alcance se puede tocar con las manos, joven veneciano.
—Soy inglés.
—Y aun así entiendes bien el idioma.
—Tu tampoco eres japonés —recalca Félix—. Eres Su Han ¿No? Mi primo me habló de ti.
—En efecto. Ese es mi nombre. No soy el único extranjero. Te vas a encontrar con muchos de tu tipo, por estos lados. Todos, bajo el mismo horizonte del sol naciente —relata Su Han, con dejo de serenidad—. Los Tsurugi son una familia fascinante ¿No te parece? Han sido encantados por la seductora ambición, del conocimiento. La hija, sobre todo. Una excentricidad de oriente, si se le sabe admirar con el alma —desmengua el mayor—. Ejerce curiosos gustos por hombres de ojos redondos, como los tuyos.
—No lo sé. No los conozco tanto —exhala Graham de Vanily, removiéndose la sien—. Apenas si los vi un momento y el trato no fue del todo acorde a tu maravilloso relato. Lo cual me lleva a preguntar nuevamente lo mismo de hace un momento. ¿Qué demonios soy? ¿Qué hago aquí? Yo solo sé escribir bonito y dibujar trazos. No soy ningún aporte. Mi papá me dejó abandonado aquí a mi suerte —. Por segunda vez…
—Bien. En cuanto a tu pregunta. Digamos que eres un huésped desafortunado —sentencia el varón, paseándose en un circulo paulatino alrededor de su eje—. Puede que ahora estes confundido. Pero con el paso del tiempo, comprenderás que no eres ningún eslabón perdido —adiciona—. Tengo ordenes de entrenarte. Aprenderás a cabalgar al estilo japonés. Como un verdadero Yabusame. Cetrería y arquería. Serás instruido sobre las grandes obras de Oriente. A pincel y pergamino. Idiomas y caligrafía básica, serán parte de tu sangre. Conocerás los antiguos secretos de la fe religiosa, al mando de eruditos sintoístas. Esta, es la voluntad de nuestro líder —proclama—. Al igual que los otros antes de ti, servirás y contribuirás a hacer grande a esta nación. No es una pregunta. Y espero te haya quedado claro.
—Solo quiero ir a casa…—sisea el ojiverde, de expresión abatida.
—Esta es tu casa ahora, Félix Fathom —establece el monje—. Si no estas de acuerdo con las condiciones provistas, con gusto puedes irte si deseas.
Me ha dicho eso, en lo que abría la puerta del templo; otorgándome libre albedrío de elección. ¿Tan fácil podía ser? Me vi tentado a tomarle la palabra. Tal vez si lograba encontrar a mi primo a tiempo. Con algo de suerte, me ayudaría a escapar. Nadie mejor que el conocía de memoria estos parajes. Tragué saliva, con la ansiedad a tope. Di un paso. Y luego otro. Y luego otro. Hasta finalmente quedar a centímetros de la mampara.
—¿En serio me dejará ir?
—Claro. Eres libre, inglés —asiente templado, el religioso—. Créelo o no, no es costumbre de nuestro pueblo tomar prisioneros. Cualquiera que caiga deshonrado en batalla, termina sin cabeza. Es ley. Y ya que te veo tan ansioso por volver a ese lugar al que llamas "hogar" —sonríe— ¿Quién soy yo para impedírtelo?
—¿Hogar?
Un segundo. ¿Qué estoy haciendo? Verle la cara al calvo y luego regresar la vista al poblado me ha provocado una angustia tremenda en el pecho. ¿Qué sentimiento es este? No comprendo. Estoy muy confundido, joder. Realmente quiero salir de aquí. Pero…es verdad. ¿A dónde iré? ¿Regresar por esa ruta infame que casi me costó la vida? ¿Y luego qué? No soy nada en Venecia. Nunca lo fui. Nadie espera por mi regreso. Nadie lloró mi partida. Ni si quiera mi padre me aceptaría de vuelta a viajar con él, sabiendo que hui y le hice romper su pacto con el Shogun. Su Han se arrodilla pacíficamente frente a una gran estatua de doradas terminaciones. Ya ni si quiera se molesta en mirarme. ¿Qué espera? Mis pies no responden. Me he paralizado frente al abismo de la incertidumbre y la duda más denigrante de todas.
—¿Qué sucede, inglés? ¿Acaso te has perdido? Te aconsejo viajar solo de día, por si te interesa saber. Los caminos de noche están plagados de bestias y espíritus. Sin contar a los matones que rondan a occidentales solitarios como tú —balbucea el beato, mientras reza—. Pasando las montañas de Uzui, te toparás con el gran patíbulo de Inari. Desde ahí, son dos semanas a trote suave hasta las costas. Recuerda que Japón es una isla. Si deseas cruzar al continente, no tomes los barcos de velas negras. Aunque estoy seguro de que más de algún buen samaritano te de una manito en llevarte gratis.
—…
Es…ridículo. Es tan absurdo, que raya en lo demencial. Este hombre de fe, no tiene nada que perder. Me ha ofrecido una vida nueva y renovada. Un lugar en donde pueda convertirme en alguien, dentro de la sociedad. Con las herramientas necesarias para lograrlo. Seguir tozudamente un ideal de escape, sin base ni fundamento, es impensado ya para mí. No puedo creer que vaya a decir esto, pero…
—Tienes razón. Me he perdido —masculle Félix, azorado. Recula, dando cuatro pasos hacia atrás y regresa hacia el templo— ¿Me ayudarías a encontrar el camino?
—Jm —ríe—. Me temo que eso no será posible, joven. El viento ha borrado tus huellas. Pero sin duda puedo orientarte a trazar uno nuevo. La ruta más óptima para ti. ¿Deseas tomarla?
—Si —acepta, agitando la cabeza de arriba a abajo—. Lo deseo. Dime que es lo que tengo que hacer.
—Pues ahora mismo nada. Ven conmigo y siéntate. Recemos juntos.
Lo cierto es, que estoy cansado de solo contar estrellas. Anhelo alcanzarlas. Estirar las manos y poder tomar una. Guardarla en mi pecho y atesorarla solo para mí. Mi corazón supuraba a gritos darle un espacio de paz, luego de tanta tormenta. Y en compañía del maestro Su Han, lo podía lograr. Una luz de esperanza se abría paso ante mí. Me prometí esforzarme. Dar lo mejor. Tan solo para no terminar siendo un esclavo más, como lo era mi padre.
Esa noche inicié así mi arduo adiestramiento. Con mi maestro, nos retiramos a las montañas de Toyama, en compañía de un par de caballos y provisiones suficientes. Pasé todo el otoño, invierno y primavera ahí. El primer año, comprendí las artes de la fina estampa del ganado, el cultivo y la geografía local. El segundo año, recorrimos distintos poblados de la provincia de Chugoku, profesando la fe del sintoísmo. Me había rapado la cabeza y para ser sincero, no pensé que ser calvo fuese tan humillante. Su Han me dijo: «Para que recuerdes siempre mantener humilde tu cabeza». Bueno, no era literal. Se refería a intentar despejar malos pensamientos. Un hombre de sana prudencia primero analiza los hechos y luego emite juicio, sin llegar a caer en inquisitivas sujeciones. Durante el tercer año, mi cabello había vuelto a ser frondoso y brillante. Y el siguiente paso, fue la cruda lección de la guerra y su significado.
Resulta ser, que la familia Tsurugi llevaba una década, en disputa con otras familias de la nación. Sin contar a los invasores extranjeros que no se cansaban de intentar conquistar estos territorios. Los mongoles, chinos y coreanos. Este pasaje de la historia era desconocido para mí. Sus relatos eran muy sangrientos. Diferentes batallas, en prolongados años y a lo largo de siglos. Todos dándoles una victoria al Shogun de Yamato. Sin embargo, si deseaba hacer de este mi nuevo hogar, no podía hacer oídos sordos a temas políticos. Para el cuarto año, tenia muy en claro hasta qué punto, la línea divisoria separaba las estepas de los Tsurugi; de aquellos enemigos.
Yo me había convertido en una especie de erudito silencioso. Detallando todo en mi diario de vida. Que, tras finalizar el crudo invierno del quinto año, me dejó sin paginas libres. Me vi forzado a adquirir otro. Y luego otro, jeje. Llevaba conmigo una pila de exquisito conocimiento. Vivencias, relatos, dibujos, cuentos e impresiones personales.
Hasta que finalmente, a mediados del sexto año. Su Han me dijo.
—La nieve se ha derretido. La primavera está llegando con el florecer de los cerezos. Ya no hay nada que te pueda enseñar, Félix Fathom. ¿Estás listo para regresar a Yamato?
—Estoy listo, maestro.
Y entonces regresé. Haciendo abandono de todo lo que alguna vez fui, como un ave fénix rebrota de las cenizas. Yo rondaba ya, los 30 años. Atrás se había quedado el niño ingenuo y timorato que se acobardaba por las licitudes del mañana. Maduro, inequívoco y preparado, cabalgamos hasta la metrópoli. Para mi asombrosa sorpresa, la capital había cambiado radicalmente a lo que presencie en el pasado. 6 años son suficientes como para incluso, modificar el terreno de las construcciones. Ahora las calles estaban atestadas de extranjeros de todas partes del mundo. El mercado, se atiborraba de fragancias, colores y sazones de cada rincón del planeta. Edificios con mas pisos. Muchedumbre mejor vestida. Intercambio de culturas que convirtieron mi estadía, un paisaje maravilloso de vislumbrar. Me recordó a la vieja Venecia. Conforme los ricos se volvían mas ricos, los pobres también decrecían en pobreza.
Me tocó presenciar el lado bonito y feo, por igual. Señores feudales en fastuosos carruajes. En contraste con huérfanos pidiendo dinero en la calle y ancianos moribundos, deambulando por un tazón de arroz. El capitalismo hace esto, señores. No hay que tapar el sol con un dedo.
—El Shogun ha pedido una audiencia contigo —explica Su Han—. Mi camino llega hasta aquí. Ten esto —le entrega un saco de cuero—. Le complacerá saber que lo tienes.
—¿Qué es? ¿Qué contiene?
—Tierra —aclara.
—¿Tierra? —cuestiona Fathom, malogrado—. Con todo respeto, maestro ¿Le parece que un puñado de tierra sea tributo honorable para un emperador?
—¿Por qué no lo sería? —bufa el religioso, jalando las riendas de su corcel en dirección contraria—. Es la prueba de que ahora, transitas el mismo camino que él. Al menos ahora podrás contarle con veracidad, lo que significa su nación para ti. Buena suerte —se va.
No…comprendí lo que quiso decir. Pero vamos, no me molestaba. Su Han solía ser muy pragmático a veces. Y ni por muy grácil que me sintiera, cuestionarlo nunca salía bien. Siempre tenía la razón. Era un hombre muy sabio. Así que seguí su consejo y me encaminé hacia el encuentro. Espero…no cagarla.
[…]
Al llegar al recinto, dos guardias me escoltaron hacia el interior del terreno. El palacio de los Tsurugi era una fortificación, emplazada sobre la montaña más elevada de la urbe. Para llegar a ella, debías cruzar un extenso puente curvado, de amenazante acantilado bajo tus pies. Resguardada por murallas que protegían una sola entrada y salida. Tras pasar el primer control de seguridad, te topabas fácilmente con una especie de mini ciudadela dentro. Tenían de todo, para ellos solos. Al costado derecho, casonas fastuosas en donde dormían los samuráis de alto rango y sus familias. La elite de los guerreros más honorables. Caballeros, como le dirían en occidente. Al izquierdo, sirvientes, comerciantes, escribas y gente estrechamente cercana al gobernante. Como la casa de un magistrado. Y en la parte trasera, vaya a saber uno que había. Solo vi pasar mujeres bien vestidas, dotadas de atuendos de la seda más fina. Flotando en Kimonos cambiantes y peinados estrafalarios. Nunca vi nada igual. No sé que será ese lugar, la verdad. Casi nadie va hasta ahí. Me atrevería a confesar que está prohibido, incluso para los inquilinos.
Los japoneses eran hábiles arquitectos. Siempre haciendo hincapié a sus estructuras monolíticas, con un toque de espiritualidad cósmica. Estaban obsesionados con construir edificaciones altas. Tan altas, como para ser suficientemente alcanzadas por la luna. Sienten una conexión ancestral con el cielo. ¿Será por eso que dicen, que son divinos? Hay un mito respecto a la familia real y de donde provienen los gobernantes. Pero yo lo veo más como fabulas para asustar e imponer respeto. Los Tsurugi no son físicamente descendientes de ningún dios o astro rey de las estrellas ¿Ok? Es parte de su cultura y el folklor de la zona, atribuirles dotes divinos. A lo cual, no haré reniego de ello. Es su idiosincrasia, no la mía. No soy quién para desmentirlos. Solo confesaré que son tan humanos como yo. Así de soso lo cuento.
He regresado al mismo pasillo que hace 6 años, me confinó a estas tierras. Solo que esta vez, no hay quien me reciba. El panorama es sombrío. Hay poca iluminación. No escucho ni el cantar de los pájaros. Todo es demasiado hermético. No hay un solo rayo de luz que cruce los ventanales. El trono que se enaltece frente a mí, está vacío. Nadie se sienta en él. Parece que…llegué demasiado pronto. ¿Qué hora es? Saco mi reloj de bolsillo. Son las 19:50PM de un día Jueves por una tarde primaveral. Bueno. ¿Qué se le va a hacer? Extrañamente, supongo estarán retrasados. Aunque no sea de su cultura, llegar tarde. Me quito las sandalias. Me arrodillo y espero en silencio. Solo cargo conmigo aquel saquito de tierra que sigo sin comprender bien su significado.
Aguardo, haciendo antesala. Letárgico. Ya van para los 20 minutos y nadie me recibe. ¿Esto que es?
—¿Hola?
Pregunto al aire. Mi propia voz, hace eco. Choca contra las paredes y retorna a mí. Puaj, que feo me escucho. Me ha dado incluso sueño. Pego un bostezo solapado contra mi antebrazo. Mierda, espero eso no lo haya visto nadie o pensarán que estoy haciéndoles un desaire. Un segundo ¿Qué mierda digo? Son ellos quienes me lo hacen. Que feo es hacerme esperar en vano. Si no van a venir, al menos avisen ¿No? Creo que mejor me voy…
—¿Quién eres?
¿Eh? ¿Qué fue eso? Una voz aterciopelada llega hasta mis oídos. No es nada conocido. De hecho, juraría que es de un varón. Aprieto los labios. Es más, creo que apreté hasta las nalgas contra el suelo. Me puse muy nervioso. ¿Será un guardia o verdugo? Mierda. Ahora que lo pienso mejor, capaz y me querían muerto. ¿Y si pretendían llevarme de vuelta a un calabozo? Me cago en todo. Yo no-…
—No eres japones.
Sentencia. Dios mío. ¿En donde está? ¿De donde proviene? ¿Qué fue? Busco y busco con la mirada. Pero no hallo a mi recóndito interlocutor. ¿Por qué entiendo lo que dice? Su acento es…muy occidental. ¿Podré responderle? El que no arriesga no gana, dicen. Trago saliva, tenso.
—Me llamo Félix Fathom —revela el rubio—. Fui convocado por el Shogun de Yamato a una reunión.
—Eres muy rubio.
—Ok ¿Eso que fue? ¿Un insulto o un halago? Coño, no sé cómo tomármelo —musita—. Lo siento si le ofende. Es así como nací.
—No he dicho que me desagrade.
—Siento la espalda húmeda en sudor. Espero no sea…—añade, nervudo—. Con todo respeto. No sé a quien me dirijo. ¿Es usted parte de la familia real?
—Algo así —sisea.
Carajo. Lo he sentido muy cerca. Tan cerca, que juraría estaba detrás de mí. ¿Me ha susurrado en el oído? Un momento. Esperen. ¡Si está detrás de mí! Doy un bote en mi eje, cayendo de culo hacia el suelo. ¿Qué demonios? ¿Quién es…este? ¿O esta…? ¿Qué? No…entiendo nada. Me siento…muy intricado. Se eleva frente a mí, esbozando una jocosa mueca de grácil diversión. ¿Es un chico o una chica? Viste un atuendo nipón sumamente llamativo. Su rostro es tan delicado, con piel aterciopelada, labios pueriles y cabellera azulada. Extensa y larga, ligada en un moño alto, que cuelga en dos armoniosos velos bajo sus orejas. No. Sin duda es un hombre. Tiene un tono muy hosco para ser mujer. Pero…mierda. ¿Por qué me parece tan…sublime? Trago saliva, ruborizado hasta los pies. Me ha robado el aliento. Dios santo. ¿Es un ángel? No sé que me pasa. Mi corazón se abulta contra el tórax, robándome el aliento. Es…hermoso. No les miento. Realmente es muy guapo. ¿Es humano?
—¿U-usted quien es…?
—Tierno —chista el muchacho, rodeándole a pasos sigilosos—. Para ser un simplón aldeano, es increíble que te hayan citado al palacio. Date con una roca en el pecho. No todos tienen ese privilegio. ¿Eres eunuco?
Ah. Genial. Mi primer encuentro con este ser y lo primero que sale de sus labios es humillarme. Bonito ¿No?
—Co-con todo respeto, señor —advierte Félix, malogrado—. Aun conservo mis testículos. Sé lo que significa ser un eunuco. Gracias.
—Interesante —se pavonea el muchacho—. Un varón, que visita a los Tsurugi. Debes de tener buenas referencias.
—¿Pero este tipo de que va? El también está aquí, para ser un chico —. En eso somos dos, entonces —exclama Fathom, levantándose con potestad.
Que sujeto tan irritante. Continuaba desplazándose de un lugar a otro, mientras mordisqueaba una fruta de aspecto rosa. ¿Qué clase de comida será esa? Se ve jugosa. Ahora que lo recuerdo, tengo hambre. No desayuné esta mañana. Fue cuestión de segundos, que advirtiera como mis ojos recaían embelesados en aquel apetitoso nectarino.
—¿Has probado alguna vez los duraznos del paraíso? —murmura el peliazul—. Son una maravilla por esta zona. Lamentablemente, solo los de clase alta tienen permitido comerla. Los plebeyos como tú, carecen de paladar.
—No me suena ni en pelea de perros —Félix le ofrece la más hipócrita sonrisa, maldiciendo para sus adentros—. Disculpe. ¿Estamos conversando? Yo diría que más bien solo está burlándose de mí. No soy ningún juguete, entérese.
—Para nada. Solo te vi y me dio muchísima curiosidad —murmura Luka, desplazándose hacia el podio— ¿Quién eres?
—¿Yo he despertado su curiosidad? —inquiere el ojiverde, altivo—. No soy nadie realmente. Solo un pobre y triste extranjero que fue dejado aquí por la venia de su padre. ¿Algo más que quiera saber de mí?
—Si. Sin duda —aclara— ¿Qué opinas de las mujeres?
—¿Qué? ¿Qué clase de pregunta es esa? —titubea unos segundos, antes de tomar la palabra—. Bueno…creo que son importantes para la humanidad. No hay que subestimarlas. Las mujeres dan vida y proveen muchas indulgencias entre tanto odio.
—Un romántico viajero —ríe.
—¿Disculpe? —frunce el ceño— ¿Qué mierda significa eso? —no entiende nada.
—Gracias por la plática, Félix —delimita el mayor—. Me he divertido…
—¡Espere! ¡Yo no-…!
¿Qué demonios? ¿A dónde rayos se fue? Hace unos instantes estaba aquí y ahora…
Se desvaneció. Joder. ¿Acaso he visto un fantasma? Dios. Capaz que sí, eh. El maestro me advirtió de alucinaciones similares. Dijo que, si algo así me pasaba, corriera a avisarle. Aunque no me dará una cura al respecto, seguro me llevo una patada en el culo como suele estilar. No. No puede ser solo una simple ilusión. Era tan clara como la luz del día. Aun percibo una ligera fragancia maderosa en el aire. Ha dejado una estela aromática inevitablemente atractiva. ¿Me habré vuelto loco ya…?
—¡Ah! ¡Ahí estás, ingles! —exclama Kagami, tomando participe de la conversación—. Lamento mucho el retraso. Mi padre está muy enfermo y no podrá asistir a nuestra reunión. Espero entiendas —adiciona—. Necesito que me proporciones información sobre tus años en mi nación —se sienta sobre la silla mas alta—. Anda, cuéntame.
Estoy…en shock. Hace no menos de un par de segundos, estaba hablando con un chico sumamente atrapante. Y ahora de la nada, viene la hija del Shogun a mi encuentro. ¿Qué se supone que tengo que relatarle? No me siento apto para decir nada. Sinceramente, me profeso tan ansioso que mi pecho da saltones de angustia. Ella ha notado mi negativa e insiste. Me exige que le relate de mi propia fe, lo que he vivido. Pero no tengo palabras para endulzar nada. ¿Qué hago?
—Guardias —demanda.
—Tsurugi-san —despabila Félix, agraviado— ¿Qué desea escuchar?
—Cuéntame. Con tus palabras —exige—. Que te parece mi reino.
—Es bonito, majestad —murmura Graham de Vanily, cabizbajo—. Tiene un clima templado y gran ganado.
—Descríbeme a tu manera lo que viste —reclama.
—Vimos arena. Montamos animales —no sabe que comentar.
—¿Me estás provocando? —gruñe—. Descríbeme el sur de Japón.
—El suelo era difícil para nuestras bestias y corría mucho viento —murmura—. El sol estaba fuerte.
Kagami frunce el ceño y lo fulmina con la mirada. Levanta la mano y comanda a sus hombres.
—Llévenlo a los establos —peticiona Kagami, a sus escoltas—. Llénenle la boca con mierda de cerdo. A ver si aprende.
—¡N-no! ¡Espere! ¡Creo que me equivoqué y usé malas palabras! —berrea el rubio, evitando así la captura de sus opresores—. Tsurugi-san. Yo…vi mucho. Le cuento —traga saliva, reculando—. Es como un poema. ¿Sabe? «El basto rey se posa sobre el horizonte, haciendo hablar al mar y el cielo. Sus céfiros confluyen en un poema fastuoso de ilimitados pronombres que solo la madre naturaleza puede apaciguar. Quien transite esos caminos, tenga la gracia del altísimo para portar el juicio de mortales que no caigan presos de la locura. El desierto y las montañas son elementales sublimes para un reino digno de los dioses. Los Tsurugi, son divinidades»
—Mhm…mucho mejor, inglés —sentencia la japonesa, levantándose—. Mi padre está muy agónico. Sufre de la gota. Los doctores le han dado un plazo límite de vida. Prontamente morirá. Y como bien sabrás, yo heredaré su tierra —explica—. Como en todo cambio de regente, traeré a la corte una buena administración. Si me juras lealtad, puede que te considere en ello. Si no, serás desterrado. ¿Qué vida prefieres?
—La que usted me otorgue, soberana —murmura Fathom, cabizbajo—. He escuchado la mitad de su relato…
—Bien —sentencia Kagami, altiva—. Eres menudo. Y tienes muy poco pelo en esa cabeza. Por lo que no te veo apto para el combate. Sin embargo, te asignaré un hogar decente en el distrito de los artesanos. ¡Nino! —chasquea los dedos. Un hombre de tes oscura hace ingreso—. Nino Lahiffe es mi recolector de tributos. Mi fiel peón. Iras con el a recoger los impuestos de los comerciantes. Luego de que lo hagas, vendrás aquí a contarme que viste, con ojos despejados. Requiero fieles a mi reino y no traidores. Como me engañes, tu serás colgado y decapitado según la ley marcial ¿Te queda claro?
—Muy claro, Kagami-san.
—Bien. Ahora largo —lo despacha—. Y Fathom. Una advertencia.
—Diga.
—Se precavido por las zonas que te desplazas —sentencia Kagami, furibunda—. En este lugar, hay reglas que cumplir. Tienes prohibido transitarlas sin mi autorización. Sobre todo, el jardín Oeste del palacio. Ahí es donde juegan mis hijos.
—Si me disculpa. Pasé 6 años en otros territorios y no tengo contexto —berrea Félix—. No sabía que…era madre.
—Tengo dos. De mi fallecido marido en batalla —determina el samurái—. Es todo lo que tienes que saber. Mantente al margen.
—Descuide, lo haré. —acepta, garboso—. Por cierto —le deposita el saco de tierra en el suelo—. Esto es para su gran padre, el Shogun de Yamato. Espero se lo pueda entregar.
—¿Un presente? —inquiere la nipona, arqueando una ceja con suspicacia— ¿Qué es? —pregunta, mientras hurguetea en el interior— ¿Tierra? ¿Le has traído tierra al Shogun?
—S-si…eso creo —rasca su nuca, intimidado— ¿Acaso eso es…malo?
—No. Al contrario. Es solo que…—atañe, conmovida con su gesto—. Nunca antes, nadie se dignó a darnos algo tan simbólico. Por lo regular los forasteros como tú, suelen taparnos en joyas y oro. Cosas que no tienen ningún valor para mi cultura. Se ve que has aprendido bien, Fathom.
—Yo no. En realidad, todo se lo debo a mi maestro —ríe el ojiverde, brioso—. El fue un excelente tutor.
—Y tú sin duda un alumno ejemplar —comenta la peliazul, garbosa—. Ojalá tu familiar hubiese sido la mitad de honorable que tú.
—¿Eh? ¿Qué dice? —parpadea, absorto— ¿Usted conoce a mi primo?
—¿Adrien Agreste? Uff…ojalá haberme ahorrado el bochorno —berrea Kagami, con el ceño fruncido—. Ese mequetrefe bueno para nada. Solo sabe hacer cagadas.
—Si me permite consultar ¿Usted sabe donde puedo ubicarlo? —implora Garham de Vanily—. He pasado muchos años lejos de el y me urge vernos.
—Claro. No es ningún misterio —se encoge de hombros, regresando por el pasillo—. No es como que el muy sinvergüenza se esfuerce en ocultarse del mundo. Lo encontrarás en la casa de té del muelle norte. Solo espero no se te peguen sus costumbres.
Demonios. La manera despectiva en la que Kagami se refería a Adrien, me removió las entrañas. Al punto de provocarme nauseas. ¿Qué mierda estuviste haciendo todo este tiempo, primo? No estaré tranquilo si no lo averiguo. Me levante. Recogí mis sandalias y retorné por la gran alfombra fútil, bajo mis pies. Aunque no sin antes, echar una ultima ojeada solapada por el hombro. Me pregunto si aquel "espectro" de los duraznos, había presenciado nuestra conversación. Hay un silencio sepulcral en el ambiente que invita a su desconocido paradero. No. Ciertamente no está aquí. Se ha desvanecido con el reconcomio de las sombras. Vine a palacio con la mente despejada. Y salgo de él, turbado hasta la medula. Hay demasiadas cosas que desconozco. Ciertamente la ignorancia ya no es mi fuerte. Me irrita, no estar al tanto de las novedades.
Me topo con Nino Lahiffe, el recolector de impuestos.
—Te llamas Félix ¿No? Un gusto —Lahiffe le estrecha la mano—. Joder, que grande que es la genética. Sin duda eres una copia exacta de pequeño grillo.
—Ah. Genial. Y para colmo, le han puesto un apodo rimbombante al idiota. ¿Qué más? —exhala frustrado, el inglés—. Gracias, Nino. Pero vete enterando que solo es por fuera. No nos parecemos tanto. Y en realidad, solo deseo hacer luego este trabajo para terminar a tiempo e ir a ver a mi primo. Es imperativo aclarar con él, ciertos asuntos.
—¡Descuida, camarada! —Nino le da un golpe en la espalda— ¡Recolectar impuestos es lo mas divertido que existe! ¡Te va a encantar! ¡Jaja! Ven, sígueme.
Mierda. Es demasiado animado para mí. No puedo con tanta algarabía.
En un abrir y cerrar de ojos, terminamos en medio de la urbe mas concurrida del centro. Seguidos por una carreta tirada a mano, nos paseamos de puesto en puesto. Nino me explica entre medio, los pro y contras de tal rubro. A veces, las ventas no son tan buenas producto de malas cosechas, compromisos no pactados o elementos de mala calidad. Y para no generar un atraso en los pagos, el recolector acepta a cambio otra clase de insumos. Todos claro, traídos de occidente. Tales como lino, marfil, especias, porcelana, vidrio, etc. El producto nacional, pesa menos que una pluma para los Tsurugi.
—A veces se ponen algo bravos, jeje. Y no quieren pagar —advierte el moreno, en una sonrisa jocosa—. Pero para eso tenemos al gran Kim para ayudarnos con los soberbios ¿O no, Kim?
—¡Pueden contar conmigo! ¡Soy un gran guerrero! —se golpea el pecho, cual simio— ¡Oiga, señora! ¡No se afirme en el carrito! ¡El que destruye paga!
—Dios. Pero si solo es un neolítico…—sisea Félix, malogrado—. Me pregunto que clase de filtro laboral hacen para contratar personal.
—Jajaja, de todo un poco mi amigo —exclama el recaudador—. Créeme que, para llevar a cabo la labor de matón, no hay mucho protocolo. Solo ser intimidante y tener muchos pectorales.
—No es de mis gustos mas exóticos, la verdad…—hace amago de rechazo. Se tambalea de pronto— ¡Ouch! ¡Hey!
Joder. Hace más de media hora que unos irritantes mocosos nos vienen siguiendo. No dejan de juguetear entre mis pies, provocándome tropezones. Uno me jaló del pantalón y casi logra que me saque la chucha. Que molestos son. ¡Encima son 3!
—Todo muy interesante, Nino —protesta Fathom, ofuscado—. Pero ¿Podríamos alejar a las garrapatas estas? No me logro concentrar.
—Esas garrapatas, son mis hijos —aclara.
Seré webón yo.
—¡Ajaja! ¡Me siguen a todas partes donde voy! —carcajea a los vientos, el moreno— ¡Soy su Shogun personal! Y tú eres mi esclavo ahora. Sígueme, esclavo.
—Me cago en todo…
[…]
—¡Mi amor! ¡Mira lo botó la marea! —vocifera Nino, abriendo la puerta— ¡Un Graham de Vanily!
El recaudador de impuestos me trajo hasta su humilde morada, luego de una ardua jornada.
—¡Mami, mami! —chillan los menores, corriendo hacia la mayor— ¡Recolectamos mucho hoy!
—Wow. Pero miren nada más…—expresa la chica, animada—. El primo de Adrien Agreste ¿No?
—Mi esposa, Alya Césaire —la presenta, en un beso casto sobre su frente—. Te darás cuenta que aquí todos conocemos al pequeño grillo, jeje. Dios, que hambre. ¿Qué hay para cenar?
—Un placer conocerla, señora —se exhibe el rubio—. Félix Fathom, para servirla.
—No hace falta tanta formalidad, campeón —bufa Alya, contenta—. Aquí todos somos extranjeros compartiendo un mismo lugar. Eres bienvenido en mi casa cuanto gustes. Adelante, siéntate. Te serviré algo de té —añade, trayendo desde la cocina un jarrón—. Adrien nos habló maravillas de ti.
—Veo que todos tienen una alta estima sobre él —murmura el ojiverde, decaído—. Es una lastima que la princesa no piense igual.
—¿Te refieres a Kagami Tsurugi? —retoza Césaire, divertida—. Bueno. Adrien es una persona muy hermosa ¿Sabes? Con un corazón noble y de buenas intenciones. Lamentablemente eso no compensa su torpeza. Es un chico muy arrebatado. Y debe aprender que, en este país, hay reglas que seguir.
—Están demasiado al tanto de sus movimientos. Disculpen si sueno entrometido —balbucea Fathom, liado—. Pasé varios años alejado y no entiendo bien el asunto. ¿De que va todo esto? ¿Por qué dicen eso de el y por qué Tsurugi lo odia?
—No sé si sea odio, amigo —explica Nino, sentándose a su lado—. Creo que solo está molesta. De aborrecerlo como tal, ya le hubiera cortado la cabeza hace años. Y es que de veras que Adrien tiene huevos.
—¿Qué tan malo fue lo que hizo? —expresa, un angustiado primo—. En verdad estoy muy confundido.
—Malo no fue —adiciona Alya, preocupada—. Solo…mhm…digamos que se saltó ciertos "protocolos" e hizo una tontería.
—Vamos, yo lo entiendo. El chico está enamorado hasta la medula —lo defiende Nino—. No lo juzgaré por eso. Capaz yo hubiera hecho lo mismo. El amor justifica el asalto mas grande de todos.
—¿Acaso mi primo…le robó a alguien?
—No precisamente —sentencia Césaire, templada—. Félix. Tu primo…secuestró a una mujer.
—¿Qué? —Graham de Vanily se paraliza, espantado frente a su revelación— ¿Cómo que mi primo hizo eso…?
—¡Mujer! Dios mío. No hizo eso —desmiente Lahiffe, injuriado—. No le hagas caso. Es lo que todos piensan. En realidad, solo intentó huir con la favorita de Kagami, es todo.
—¿Qué mierda? Un segundo. No puede ser. Entonces la chica de la que me habló en el pasado…—traga saliva, compungido—. Marinette Dupain-Cheng ¿No? ¿Es ella? ¿Es ella con quien mi primo intentó huir?
—¿Tú la conoces? —preguntan unánime.
A la mierda. Esto es lo más turbio de lo que me he podido enterar en años. Carajo, Adrien. Cuando dijiste que querías declarártele y tejer una misión secreta. No dimensioné que harías algo tan estúpido. ¿Así que este era tu plan maestro? ¿Te enamoraste de la favorita de una princesa? Estás demente…
Ahora si que tú y yo, tenemos que hablar. Necesito saber, que demonios tienes en la cabeza.
