Disclaimer: InuYasha y sus personajes no me pertenecen. Son propiedad de Rumiko Takahashi. Esta historia está escrita con el único fin de entretener.
«Oh lover, goodbye
Seasons will keep turning
But the two of us from that day
Like shooting stars, we shine and fade, a fleeting dream»
Koibito yo —Itsuwa Mayumi
En el Tokio invernal
Tokio, 24 de diciembre del 2023
—De verdad, Kagura, te tengo una bonita sorpresa para esta Navidad.
Eso era lo que Naraku le había dicho quince días atrás, después de su usual discusión matutina. Sus peleas ya eran tan frecuentes que habían pasado a formar parte de su vida matrimonial cotidiana, aunque Kagura tenía que aceptar que, desde adolescentes, poseían una extraña e innata facilidad para discutir. Para ellos, era casi natural.
—No sé por qué nos casamos —Fue lo que le dijo Kagura a su madre la última vez que la vio, antes de encontrarla muerta en su casa, a principios de noviembre. Se recordaba a sí misma recargada en la mesita de la sala, masajeándose las sienes, con un cigarro entre los dedos; debía verse muy angustiada, pero su madre lo percibió como una mera actuación—. No es porque nos ahoguemos en nuestros problemas, no. Naraku y yo no nos ahogamos en vasos de agua. Es más como si… intentáramos ahogar al otro en ese vaso de agua.
Su madre le sugirió divorciarse con una simplicidad pasmosa, y nada la habría hecho más feliz; Naraku jamás le agradó, ni como persona, ni como yerno, y el desagrado era mutuo. La sugerencia de su madre tampoco la escandalizó, la idea tenía más de un año rondando en su cabeza.
Aquella mañana, Naraku posó sus manos sobre sus hombros, mirándola a los ojos a través del reflejo del espejo mientras Kagura se maquillaba para ir al teatro; ese día tenían ensayo general. Recordaba también la cínica sonrisa de su esposo, la que ya poseía desde que lo conociera en su adolescencia, cuando él y su familia se mudaron a su vecindario e hiciera migas con Byakuya, el hermano menor de Naraku. Era él quien los había presentado y Kagura a veces le reclamaba por ello.
«Naraku», se dijo, devolviéndole la mirada. Era la misma sonrisa arrogante que uso para seducirla años después, la misma sonrisa encantadora que bailó en sus labios al convencerla de casarse con él; la misma sonrisa burlona que ahora detestaba. Recordaba el calor de sus manos sobre sus hombros y el aroma de su perfume emanando suavemente de su cuello. El olor amaderado del cendro y el sándalo de su fragancia se quedó con ella, flotando a su alrededor como un hechizo invisible mientras le prometía al oído una sola noche de paz, sin discusiones ni pleitos. Notas de haba tonka, ligeramente picante y cálido, revolotearon en su nariz cuando él le sonrió, mirándola con sus inusuales ojos; a veces, bajo cierta luz, brillaban con un leve tono rojizo. A Kagura le pareció más guapo y encantador que nunca, y aceptó su propuesta con mucha más docilidad de la que pretendía cuando en cualquier otra ocasión lo habría mandado al diablo.
«Cómo lo detesto». Lo habría dicho en voz alta, pero se pintaba los labios, optando en esa víspera de Navidad por un profundo rojo purpúreo. Naraku solía decirle que le gustaba mucho más que su habitual labial cereza. «A Naraku siempre le han gustado las mujeres con labios rojos», se recordó. Todas las novias que le conoció se pintaban los labios así, y, además, solían ser morenas; «y también, arpías… incluyéndome». Kagura sabía que esa era una de las cosas que a Naraku le gustaba de ella: era su tipo.
Tuvo el impulso de aplastar el labial contra el espejo, manchar su reflejo con la cremosa barra, pero se contuvo. Algo debía tener o hacer Naraku para hacerla detenerse siempre en el último momento, tal y como siempre se detenía justo antes de decirle que quería el divorcio. «O alguna clase de efecto… o hechizo», se dijo, porque aquel día, cuando le prometió una Navidad pacifica, por primera vez en mucho tiempo no concluyeron el día discutiendo, sino acostándose. No habían tenido relaciones sexuales desde entonces.
—Me gusta más ese rojo que el que usas diario.
Naraku habló desde su cómoda posición en la cama, colocándose unas mancuernillas de plata. Kagura lo miró de reojo, con el labial dando vuelta entre sus dedos; a veces tenía la impresión de que podía leerle la mente.
—Es un rojo demasiado dramático para el día —le aclaró. En el reflejo del espejo, su esposo le sonrió de la misma forma en que lo hiciera aquella mañana, hace dos semanas, y de la misma forma en que lo hiciera años atrás, cuando la convenció de dejar a Sesshōmaru por él.
—Oh, claro que sí. Ya el drama te basta sólo contigo.
Puso los ojos en blanco, sin importarte si Naraku la veía o no. No sabía si jugaba con ella o sólo quería molestarla, aunque, tratándose de él, ambos conceptos tendían a mezclarse. Él no lo decía por nada: era actriz y bailarina de danza tradicional japonesa, sabía cómo hacer drama.
—Espero que la sorpresita de hoy valga la pena, Naraku —le espetó; su tono era tanto un reclamo como un reto. Se colocó unos dramáticos aretes dorados que conducían la vista a su cuello fino y largo, y luego revisó los últimos detalles de su maquillaje y peinado. Estaba lista para salir. Naraku había terminado de vestirse y arreglarse desde un rato antes, pero estaban a buen tiempo, y él usualmente prefería quedarse sentado en la cama o en el sillón de la habitación, mirándola en silencio maquillarse y vestirse; era raro que ahora hablara tanto. A veces, a Kagura le resultaba inquietante aquello; no se sentía como un esposo que admira a su esposa, sino como un voyeur o un niño curioso observando a una avecilla que pasa el tiempo acicalándose aburrida las plumas en su jaula.
—Querida, me ofendes… —Su esposo se fingió dolido, llevándose una mano al pecho y sonriendo burlón—. Sabes que soy el mejor dando sorpresas.
—Seguro que sí —respondió desinteresada, calzándose unos clásicos Christian Louboutin de suela roja. Naraku se los había obsequiado en su cumpleaños, y al menos podía darle crédito en eso: a diferencia de muchos hombres, su esposo prestaba atención a las cosas que le gustaban o quería. Aún hoy le costaba trabajo aceptarlo, porque, una parte de ella todavía admiraba y apreciaba —e incluso, tal vez amaba—, a Sesshōmaru, pero esa fue una de las primeras cosas que comparó entre su ex prometido y Naraku. Le parecía infantil, pero así era.
«Por supuesto que sabes cómo dar sorpresas». Recordó la sorpresa en el rostro de Sesshōmaru cuando terminó con él; había intentado disimular, pero lo conocía bien. Notó el ceño ligeramente fruncido, la mirada apenas desconcertada, la forma en que su mandíbula se marcó al apretar los dientes, y sus labios tensos y blancos por la ira. Lo recordaba muy pálido. Terminar con él a Kagura le dolió mucho más de lo que esperaba, y se le desgarró el corazón al confesarle que ahora estaba con el que, tal vez, podía considerar su único amigo. Le debía eso, al menos. Sesshōmaru, orgulloso como era, no exigió explicaciones; con ella siempre había sido más considerado que con los demás, incluso si se trataba de su familia o sus escasos amigos. Eso no evitó que se desquitara con Naraku en cuanto lo vio en el trabajo. Un gancho derecho, sin mediar palabra, que le rompió la mano, y nada más; a Naraku le fracturó la mandíbula y requirió cirugía, y sólo después de recuperarse se casaron. La amistad se rompió para siempre y a ello le siguió una silenciosa guerra llena de desaires, comentarios pasivo-agresivos y frases hostiles que fastidiaba a todo el que estuviera cerca, incluyéndola. Eran un par de idiotas arrogantes e inmaduros, eso era lo que Kagura solía pensar, pero sabía que nada tenía que ver con que Naraku se fijara en ella: su ex prometido, frío, seguro y confiado, nunca habría pensado que Naraku, o cualquiera, fuese rival para él en ningún sentido, incluso si, tal vez, sólo tal vez, en algún momento lo consideró su único amigo. Esa amistad así había sido siempre: una amistad más sostenida en la competición y la rivalidad que en el verdadero aprecio o la fraternidad.
Para la misma Kagura no fue mucha sorpresa nada de eso, ni siquiera al encontrarse frente al altar con un nuevo prometido. Sesshōmaru muchas veces parecía ausente de todo y de todos: de sus padres, de sus compañeros de trabajo, y de ella. Se encerraba en sí mismo la mayor parte del tiempo, y solía ser seco, frío e inflexible; constantemente tenía que adivinar qué demonios le pasaba por la cabeza, y Naraku directamente lo consideraba un aburrido. Aunque nunca se lo decía, tampoco dudó que la quisiera, pero comenzó a preguntarse si podría lidiar con su estoica personalidad por el resto de su vida.
—Yo siempre le advertí que te diera más atención —le dijo Naraku después de casarse, en su luna de miel—. Por eso ninguna mujer lo aguanta. Si descuidas a tu novia, llegará otro a robártela.
—Tú eras su amigo —le había contestado ella. No era tema de conversación para una luna de miel, pero cada tanto la asaltaba el malestar de la culpa. Naraku no la entendía; para él, no existía utilidad en la culpa.
—Y tú su prometida —se había acercado a ella, tomando suavemente un mechón de su cabello—. Además, tú y yo nos conocimos mucho antes. Mucho, mucho antes…
Kagura no iba a negar que Sesshōmaru aún le gustaba y que al encontrárselo su corazón daba un vuelco. Una parte de ella todavía lo amaba, y a veces, creía amarlo con mucha más intensidad de la que quería aceptar cuando, con una frecuencia cada vez más alarmante, se preguntaba sí se había equivocado al dejarlo por Naraku.
Se acomodó el entallado vestido negro y agregó unos guantes de satén al conjunto, también oscuros. Naraku se colocaba ya el abrigo negro frente al espejo apostado en una de las esquinas de la habitación, y cuando se pasó los dedos por los suaves mechones de su cabello para acomodarlo, Kagura se recordó que podía pensar y suponer mucho de su pasado, de su presente o de su futuro, pero aquella seguía siendo su realidad: compartía la vida y el lecho con Naraku. Estaba casada con él y después de cuatro años de matrimonio no terminaba de entender por qué.
—Estoy lista —dijo, tomando el bolso Chanel que Naraku le obsequiase esa mañana, saliendo de la habitación sin esperarlo. No le apetecía.
«Seguro que sí lo estás», se dijo él, revisando una última vez las mancuernillas de su camisa mientras su esposa salía. No supo muy bien por qué imitó su frase, sólo lo hizo. Desde hace mucho solían copiarse las frases y las expresiones, aunque todavía no sabía muy bien quién le copiaba a quién.
Kagura no tenía idea de a dónde irían. «Supongo que a cenar». Era lo más lógico, pensó, ya ambos dentro del auto de Naraku. No se hablaron ni se miraron desde que salieron del departamento, demasiado metidos en sus propias cabezas. Kagura a veces creía que su matrimonio caía en los mismos errores en los cuales cayó su relación con Sesshōmaru. De lejos, parecían una vieja pareja de casados que ya no se soportaba, y había mucho de cierto en ello, aunque llevaban pocos años juntos y aún eran jóvenes; Naraku recién había cumplido los treinta y cuatro, y Kagura se acercaba apenas a la treintena.
El frío de esa noche invernal atravesó los vidrios, incluso con la calefacción encendida. Kagura tuvo unas tremendas ganas de regresar a casa y acurrucarse entre las mantas. A pesar de los guantes de satén y el abrigo, tenía la punta de la nariz y los dedos entumecidos. Miró a su esposo de reojo y le entraron unas súbitas ganas de darle un beso; sólo quería calentarse las mejillas. «Así es eso, ¿no?», se dijo, de pronto triste. Naraku no era un hombre cariñoso, ni cálido, ni dulce; «y no es como si yo sí lo fuera», solía decirse también. Si lo pensaba bien, no conocía a ningún hombre dulce ni cariñoso más allá de Byakuya, y Naraku solía atribuir esa faceta de la personalidad de su hermano al hecho de ser homosexual. Sin embargo, entre la frialdad de Naraku y la hostilidad de Kagura, casi nunca se abrazaban, ni se tomaban de las manos, ni se acariciaban el cabello, aunque él tendía a volverse extrañó y cariñoso cuando estaba excitado o de buen humor. Tampoco podía negar que, por las noches, si tenía demasiado frío, él solía abrazarla. Le gustaba el calor que irradiaba su cuerpo y en noches como esas sentía que, tal vez, después de todo sí lo amaba, pero siempre había algo inquietante en la forma en que la abrazaba, como si la aprisionara. Casi sentía sobre ella el recuerdo vívido de su brazo enroscado en su cintura, su mano alcanzando ya fuera su hombro, su cuello o uno de sus pechos. Juraría oler la soledad que manaba de él, lo hacía desde que lo conoció. Y también había algo de extraño en la forma en que ella lo recibía, como si quisiera quitárselo de encima y al mismo tiempo intentara aferrarse a él para enseguida escapar de su presencia.
«Somos dos piezas de un mismo rompecabezas que no terminan de encajar. Sólo parece que encajamos porque nos parecemos demasiado».
Mientras conducía, las luces del Tokio invernal se reflejaron en el impasible rostro de su esposo.
«Dos piezas con colores similares, tal vez dos piezas muy cercanas, tal vez de la misma zona del rompecabezas, muy cerca una de la otra, pero aun así… no. No coinciden». No en vano muchos solían tomarlos por hermanos, y con el tiempo llegaron a parecerse incluso más, a hacer gestos similares e incluso iguales, a responderse el uno al otro de formas parecidas, y a lastimarse reciclando las estrategias del otro como una lección bien aprendida. Lo observó un momento más; es ahí cuando le impresionaba más el parecido que habían desarrollado entre sí: tenían el mismo cabello negro, ondulado. Sus ojos eran almendrados y rojizos, quizá, los de él más oscuros. Luego encontró ciertas diferencias, como la tez trigueña de él, en contraste al tono apiñonado de ella. ¿Realmente le molestaba su parecido, o es que sólo se parecían lo suficiente, y con los años simplemente terminaron por asimilar al otro?
¿Por qué se había casado con él? Se preguntó Kagura. Intentó recordar el por qué, y llegó a la misma conclusión de siempre: se casaron por las mismas razones por las cuales muchos otros se casan: «Yo quería escapar de mi complicada madre, y él no quería estar solo». Esa era la verdad, aunque ninguno de los dos lo admitiese. Los volvía vulnerables y les dolía demasiado como para compartirlo con el otro, incluso si en el altar se juraron devoción, amor y lealtad.
«Tal vez, por las noches, es Naraku quien tiene más frío».
—¿Qué?
Él la miró de reojo. Parecía molesto, tal vez por sentirse observado.
«¡Já! Como si él no lo hiciera».
Kagura gruñó, rodando los ojos y volviendo la cara a la ventana.
—Nada.
Naraku se encogió de hombros y se adentró en una avenida concurrida. El estrambótico caos de las luces neón de los espectaculares y pantallas se transmutaron en una claridad blanca y azul al doblar en una esquina. A ambos lados, la avenida se coronaba por una larga hilera de árboles sin hojas que se extendía varias manzanas hasta la siguiente intersección. Los pequeños focos que rodeaban sus troncos y ramas, como brillante escarcha de nieve, lo iluminaban todo con un halo nebuloso.
«Oh, qué bonito», se dijo Kagura, admirando el paisaje. Hace varios inviernos que no salía a pasear por la ciudad en las noches decembrinas, cuando Tokio se adornaba aquí y allá con luces de colores y pinos luminosos. La reciente pandemia de coronavirus había dejado al mundo entero encerrado en sus casas por al menos dos años, y se había olvidado de pasear por la ciudad en las luminosas noches de invierno. Se sintió nostálgica de pronto, y tuvo ganas de abrazarse a sí misma. Se volvió a Naraku, pero a pesar del aire etéreo que le daba la luz blanca y azul de la decoración, no consiguió sentir ninguna clase de calidez hacia él, ni percibió ninguna calidez de él hacia ella. Tal vez, a raíz de la cuarentena, pasar tanto tiempo en el mismo espacio uno con el otro arruinó su relación antes de que pudiera asentarse, aunque en el fondo sabía que sólo eran excusas.
Al final de la avenida comenzaba a levantarse la altísima punta azulada del Tokio Skytree, elevándose muy por encima de cualquier otro edificio. Destacaba con una elegancia regia en el cielo oscuro y frío; el símbolo del Tokio moderno. Cuando estuvieron lo bastante cerca como para que Kagura tuviera que inclinar la cabeza para ver la cima, ya había adivinado cuál era la tan manida sorpresa de Naraku. Era un poco cliché, pero su esposo no se caracterizaba por ser un romántico. No dijo nada hasta que estuvieron en el elevador que los llevó a uno de los últimos pisos.
—¿A dónde vamos?
Él no contestó, y se limitó a tomarla de la mano mientras subían.
—Es un lugar nuevo.
El elevador se abrió directamente en la recepción de un restaurante. Todavía la llevaba de la mano, cosa que la desestabilizó un poco. Naraku no solía hacer eso.
«Tal vez sólo quiere aparentar que nuestro matrimonio no está pasando por una crisis de la cual ninguno de los dos quiere hablar».
Nunca había estado en el Tokyo Skytree; por una cuestión de orgullo tonto, Kagura prefería evitarlo. Si la memoria no le fallaba, Naraku le había pedido matrimonio a su exnovia en algún lugar de la torre, probablemente en el mirador.
«Kaguya». El nombre de la exprometida de Naraku la golpeó como un mazo. Naraku la conoció por ella, habían sido compañeras en la universidad. Se llevaban bien y hacían buen equipo, pero tampoco podían llamarse amigas. Tal vez, por eso Kagura no tuvo ningún remordimiento al meterse con su prometido; ella no era la única comprometida cuando iniciaron su relación clandestina a espaldas de sus respectivas parejas. Naraku dejó a Kaguya de la misma forma en que ella dejó a Sesshōmaru, y su ahora esposo jamás supo que, de hecho, Kaguya lo engañó primero con ella, incluso si todo lo que compartieron fueron no más que besos secretos y suaves caricias como plumas.
«Habían peleado», se recordó Kagura. «No estaban juntos en ese momento… aunque yo sí estaba con Sesshōmaru». Era un pretexto débil, y a pesar de los años, se le erizó la piel al recordar los dedos finos de Kaguya recorriendo su muslo, haciendo círculos sobre su piel por debajo de la falda justo después de pasarse media hora quejándose de Naraku. El recuerdo de la respiración pesada y los jadeos suaves de Kaguya contra su cuello mientras Kagura se abrazaba a sus hombros, con la mano de cada una entre los muslos de la otra, le enrojeció ligeramente las orejas.
«Kaguya… nos llamamos casi igual».
—Oye, Naraku… —Su tono fue más golpeado de lo que quiso, pero no se preocupó en disimular demasiado; a veces podía ser una mujer celosa, y el recuerdo de Kaguya la hizo sentir nerviosa—. Si me estás llevando a donde…
—No, Kagura —resopló adelantándose a la acusación—. Este lugar es nuevo; no vine aquí con ella.
La soltó de la mano, gesto que no hizo más que tensar las cosas entre ellos, aunque agradeció eso; con frecuencia la invadía una paranoia ilógica que le hacía creer que Naraku podía leerle la mente, y en ese momento lo único que tenía en la cabeza fue su breve aventura con Kaguya. Como solía hacer, Kagura abrió la puerta al intrusivo pensamiento y a los recuerdos empañados por la amargura, los saboreó un instante, no sin cierta culpa, y luego los dejó ir como si nunca hubieran estado ahí. Así era cómo lidiaba con sus culpas desde hacía cuatro años.
La hostess los recibió: era una joven bonita y delgada, baja de estatura, de cabello castaño, vestida con un elegante uniforme negro.
—Bienvenidos a Samurai Bar —Les hizo una reverencia. Tenía una voz suave y sus gestos eran impecables y ensayados—. ¿Cuentan con reservación?
Naraku asintió; Kagura lo miró de reojo mientras él mascullaba apenas su nombre a la chica, no así su apellido. Prestó especial atención en atraparlo viendo a la muchacha más de lo necesario. «Descarado imbécil», se dijo, pero la ira enseguida dio paso a una silenciosa risa interior al percatarse de lo impecable que podía ser cuando se lo proponía. Así era Naraku, se recordó. Cada tanto se obsesionaba con alguna mujer, y no le resultaba fácil sacarse el capricho de encima. La hostess era muy bonita, pero no era el tipo de su esposo; su rostro era demasiado dulce.
«Aunque el rostro de Kikyō también era dulce… y aun así se enamoró de ella». Una rencorosa sombra bailó en sus ojos. «Maldito; te tiraste a todas mis amigas, pero ahora no eres capaz de mirar a otra mujer sólo para no darme ningún pretexto».
Entraron al restaurante. Era de una simplicidad elegante bajo la cálida luz de las lámparas apostadas en el techo abovedado a todo lo largo del pasillo, flanqueado por la barra del bar, que se destacaba en un mármol veteado de oro. Las paredes, de un color arena claro, se tornaban en un suave dorado bajo la iluminación, y había pequeños árboles y plantas colgantes en jardineras interiores, justo tras las mesas apostadas contra la pared; las hojas estaban verdes y radiantes como si estuviesen en plena primavera.
Los stilettos de Kagura resonaron en el suelo mientras la hostess los guiaba al extremo derecho del restaurante. Naraku notó que algunos hombres se volvieron para mirar a su esposa, demasiado distraídos como para reaccionar, aunque fingieron demencia en cuanto la notaron acompañada. El más obvio de ellos fue uno bartender, un chico joven y delgado. Naraku fingió no darse cuenta de nada y su esposa ni siquiera lo notó, más interesada en admirar el lugar y ubicar su reservación. Era una noche concurrida; cada mesa estaba ocupada por alguna pareja, al igual que la mayoría de las sillas del bar.
—¿Nuestra mesa está lista? —preguntó Naraku; era una pregunta común y corriente, pero la hostess levantó ambas cejas, desconcertada. Por el precio del lugar, la mesa debía estar lista.
—Oh, por supuesto, señor.
—Claro. Vamos a esperar un poco —añadió él, deteniéndose junto a Kagura—. Queremos ir al bar un rato.
La chica asintió y los guio a la barra, instándolos a sentarse con un ademan suave. Las sillas eran altas, doradas, de cuero negro. «Es mucho más grande de lo que parece», pensó Kagura, sentándose con Naraku justo a su lado. Los bartender se movían entre la barra y la pared tras ellos, donde se desplegaba un desfile de bebidas extrañas y lujosas. La mayoría no las reconoció. No tenía mucho gusto por el alcohol, a diferencia de Naraku, más asiduo al alcohol, especialmente de joven.
Un bartender se acercó a ellos; era joven, de rasgos refinados, casi femeninos. También era apuesto, y tenía una actitud segura y muy seria que lo hacía parecer mayor de lo que era, aunque su verdadera edad lo delató a través de sus embebidos ojos al ver a Kagura tan cerca de él. Naraku se percató de ello; fue sólo un segundo, pero era talentoso en el fino arte de leer el lenguaje corporal. Era el mismo chico que la había mirado un minuto antes. Ella también se percató de ello, viendo cómo su manzana de adán se movía nerviosamente en su cuello blanco al tragar saliva de golpe. El joven, avergonzado, desvió la vista, consciente de su descuido. El pobre muchacho, apenas un poco más joven, no pudo evitarlo: la pareja destacaba por entre todas las demás con ese porte altivo y regio, ambos de estricto negro. Él, el esposo, tenía una mirada afilada e intimidante, y el bartender tembló de miedo al sentir sobre él sus terribles ojos.
«Oh, no… sí se dio cuenta», se dijo el chico, haciendo uso de toda su fuerza de voluntad para no ver a la mujer que lo acompañaba. «Y es su esposa». Miró apenas el anillo en el dedo anular de la mujer; él usaba uno igual. Anillos de casados, y se preguntó, de la nada, cómo un hombre como él estaba casado con una mujer así. No los conocía de nada, pero él tenía un aura cruel. Ella, por otro lado, era hermosa, aunque su belleza era aterradora. Tenía ojos oscuros y feroces, como los de una sirena.
Kagura no se molestó por el chico: sabía que era guapa, y su trabajo en el escenario la había acostumbrado a ser observada, aunque la mayoría de las veces no le agradaba demasiado. Naraku ni siquiera se inmutó, siquiera mostró expresión alguna más allá de la mirada densa y pesada que siempre lo acompañaba. Su esposa era atractiva, lo había sido desde que la conoció en su adolescencia, y vanidosa como era, esa noche lucía excepcionalmente hermosa. Las transparencias del vestido, que bajaban desde el cuello extendiéndose hasta las abombadas mangas y el escote en forma de corazón, se realzaba con una serie de delicados botones dorados que terminaban a la altura de su estrecha cintura, dejando ver por entre las transparencias la sombra de sus clavículas. A Naraku siempre le gustaron sus clavículas, pero nunca se lo había dicho; se limitaba a besarlas y morderlas cuando se acostaban, así que pensaba que Kagura debía de simplemente imaginarlo.
La miró de reojo; su maquillaje rojo y negro se tornaba casi púrpura bajo las tenues luces del bar.
«Parece una cereza», pero no dijo nada. Como a la mayoría de los hombres, a Naraku le gustaban las mujeres hermosas, y aunque era celoso, también estaba consciente de que tener a una mujer hermosa a su lado significaba lidiar con la mirada de otros hombres. Y tal vez, había algo en ello que le gustaba.
«Por mucho que te miren y te deseen, eres mía, Kagura».
El bartender los saludó, pero Naraku se apresuró a interrumpirlo. Al joven lo recorrió un escalofrío al pensar que le reclamaría.
—Para mí un Rémy Martin XO. Puro. Y para mi esposa… —No perdió oportunidad de hacer énfasis en "mi esposa" justo antes de hacer una pausa—. Que sea un "Rōnin crystal".
Kagura abrió la boca, lista para reclamar por no dejarla elegir. Él, nuevamente, se adelantó:
—Créeme, Kara; te va a gustar —aseguró en cuanto le sirvieron su coñac.
Aquello la desestabilizó; su enojo cedió de súbito, tan rápido como se acumuló. Ella era así, la conocía bien: sólo bastaba una palabra, una mirada o un comentario para desatar en su esposa una tormenta, pero ella también lo conocía a él, o por lo menos, esta vez pareció confiar en su palabra, aunque seguía mirándolo con frialdad. No la había sacado de juego que se adjudicara el saber qué podía gustarle y qué no, sino cómo la había llamado: Kara. Kagura odiaba que la llamara así, pero Naraku adoptó la mala costumbre de nombrarla de esa manera después de estudiar en Seúl durante la universidad, junto a Sesshōmaru.
—Tuve la mala suerte de que Naraku quedara en el mismo programa —se quejó Sesshōmaru el día que anunciaron los resultados, de eso años atrás. Kagura lo recordaba echado en el sofá de la sala, algo impropio de él, masajeándose las sienes. A pesar de ser amigos desde la preparatoria, la idea de pasar seis meses lidiando la mitad del día con Naraku le causaba migraña. Kagura conoció a Sesshōmaru justamente por él.
—¿Por qué? ¿No se supone que son amigos?
Nunca le dio una respuesta clara. Eran amigos, eso se suponía, pero era incapaz de soportarlo demasiado tiempo, aunque Kagura no lo culpaba: en aquel entonces, su propia amistad con Naraku también tendía a ser turbulenta, y a veces, extraña y ambivalente. Todas las relaciones que Naraku establecía eran complicadas. No fue hasta que se comprometió con Sesshōmaru que se dio cuenta de que la amistad entre ambos estaba sustentada en una agria rivalidad pasivo-agresiva.
—¿Sabes? Aquí en Corea del Sur te llamarían "Kara" —le había dicho Naraku una vez, en el sencillo departamento que compartía con Sesshōmaru en Seúl, cuando fue de visita—. A mí me suena lindo, ¿no crees? ¿Sesshōmaru no te ha llamado así nunca?
Kagura se recordaba sentada en la cama de su novio, y a Naraku, sentado a horcajadas en una silla, con los brazos recargados en el respaldo y sonriéndole de la misma manera en que lo hacía en ese momento en el bar; de la misma forma en que lo hizo cuando la persuadió, unos años después, de dejar a su prometido.
—Sesshōmaru puede parecer un buen partido, pero te va a aburrir a muerte, Kara —Recordaba cómo los cerezos florecían tras él mientras tomaba delicadamente uno de sus mechones de cabello, mirándolo como si fuera la cosa más interesante del mundo. Su expresión aquel día fue casi dulce, y de no haberlo conocido para ese entonces, habría pensado que era buena persona. Y el apodo se le quedó: Naraku la llamaba Kara cuando estaba de buen humor, o cuando quería molestarla, aunque ambos conceptos se mezclaban. A veces la llamaba así cuando se acostaban.
Quiso decirle que no la llamara así, pero se detuvo; «de todas maneras, siempre lo vuelve a hacer». Su atención se desvió al bartender, que desplegó frente a ellos una katana corta. La sacó apenas de su vaina para mostrar la luminosidad del filo, que bajo las luces amarillentas brilló intensamente, fulgurando en un dorado tan cegador que Kagura cerró los ojos un segundo. Enseguida acomodó sobre la barra, perfectamente recta, una tabla de picar de madera que parecía intacta; desenvainó la espada al fin, y colocó sobre la tabla un gran trozo de hielo. Kagura arqueó una ceja, interesada en el espectáculo. Naraku también lo miraba todo, tan atento que dejó su trago a medio camino hacia su boca.
El joven cortó el hielo con una precisión milimétrica. Kagura guardó silencio, nerviosa; la pequeña espada era verdadera, y muy afilada también. En el segundo corte contuvo la respiración; la música suave del restaurante se disolvió en el aire mientras el chico continuaba cortando el duro hielo. Las esquirlas heladas salieron volando fuera de la tabla de picar. Se fijó en su rostro: era atractivo, con su cabello oscuro y lacio peinado hacia atrás y sus ojos marrones almendrados. Tenía piel pálida y labios delgados, de un ligero color durazno, aunque no era su tipo. Lo veía más para la hostess, en cualquier caso. Parecía un hombre dedicado y elegante, y tuvo la impresión de que tendía a ser nervioso.
«¿Qué pasaría…?» Fue más un pensamiento intrusivo que un deseo; el hombre parecía un experto en su ámbito, y tenía bonitas manos. «¿Qué pasaría si… si se cortara un dedo?»
El siguiente corte hendió el aire, resonando a lo largo de toda la barra y hacia el techo por encima de las voces bajas de los comensales. Kagura se volvió a Naraku, pero él no la notó, concentrado como estaba observando el espectáculo, impasible, aunque fruncía el ceño, como intentando ver algo diminuto y muy lejano. Seguía con los ojos las diestras manos del bartender con el mismo interés con el cual mirase el mechón de su cabello entre sus manos aquella tarde, cuando la convenció de dejar a Sesshōmaru y casarse con él paseando entre los árboles de cerezo y discutiendo sobre qué hacer con sus respectivos compromisos. Kagura no podía dejar de pensar en ello.
Hubo un corte más, tan fuerte que hizo vibrar la tabla debajo del filo de la espada; el hielo a momentos parecía resistirse, y las esquirlas se extendieron por sobre el mármol de la barra; algunas alcanzaron sus manos, y Kagura se contrajo en su interior cuando las gotitas heladas se derritieron de inmediato sobre su piel cálida. El eco de cada corte resonó en sus oídos, agudo y afilado, tan penetrante que un escalofrío le recorrió la columna, uno muy similar al que experimentaba al excitarse.
Apretó su mano derecha con el siguiente corte, como buscando proteger sus propios dedos. El aroma fresco del hielo le llenó la nariz, provocándole un escalofrío que la obligó a tensar las piernas, los hombros y el cuello cuando las vibraciones de la espada chocaron de nuevo contra la madera, expandiéndose en la barra. Estaba nerviosa, lo había estado desde que el bartender empezó, pero finalmente el trozo de hielo comenzó a tomar forma: era un diamante. Kagura rememoró el momento en que Naraku le dio el anillo de compromiso, con el diamante brillante y cristalino en su dedo anular; rememoró también cómo los bordados y diminutos cristales de su vestido de novia brillaron bajo el sol, apenas compitiendo con la sangre que se derramó ese día y las luces azules y rojas de la ambulancia. La espada brilló una vez más, dorada y plateada, y recordó la rudeza con la que Naraku la tomó en su luna de miel; acostarse con él se había sentido más como ser apuñalada en la entrepierna que como sexo. También recordaba que se lo pidió así, que lo disfrutó, aún después de toda la infidelidad, la tragedia y la desgracia que vino con su precipitado matrimonio.
Miró a Naraku de nuevo, deseando que le devolviera la mirada, que rompiera con esa inquietante concentración que mantenía sobre la espada brillante y el hielo. Nada bueno podía surgir de aquello en lo que su esposo se concentraba.
«Él no se concentra en algo: se obsesiona». Y habría jurado que la mezcla de luces que los rodeaba, dorada y plateada, lograban aclararle los ojos hasta volverlos de un rojo fulgurante. La garganta se le cerró: esa siniestra luz en sus ojos era la misma que vio en él en noviembre, cuando lo llamó, conmocionada, después de encontrar a su madre muerta en su futón; era la misma luz con la que observó la sangre de Kikyō el día que se casaron.
Kagura, al no encontrar la mirada de Naraku, se volvió a ver cómo cortaban el hielo. Entreabrió la boca para llamarlo, no supo muy bien por qué; sólo quería que dejara de mirar el hielo y que en su lugar la mirara a ella.
—Narak…
Su llamado fue un susurro, ni la misma Kagura pudo escucharse. Fue más el eco de un suspiro, pero cualquier rastro de su voz fue opacado por el repentino grito del bartender.
Sus hombros se encresparon, haciéndola saltar en su silla cuando la espada cayó al suelo con un ruido metálico y estridente mientras gotas de sangre trazaban una línea roja en el aire antes de caer justo en una de sus mejillas. Kagura se echó hacia atrás, conmocionada y casi tirando la silla mientras el muchacho se tomaba la mano sangrante, gruñendo y bufando de dolor. La primera falange de su dedo índice quedó tendida sobre la tabla de picar, junto a las esquirlas de hielo que de a poco se derretían, mezclándose con la sangre que manaba del pequeño miembro cercenado.
Naraku, impasible a pesar de la cruenta escena, también se puso de pie y la tomó del brazo, alejándola de la barra mientras los meseros corrían a auxiliar al joven. Uno de ellos se apresuró a llamar a emergencias, mientras otro de los bartender envolvía en un paño la mano sangrante de su compañero, pálido por el dolor. Uno de los meseros metió el trozo de dedo en un vaso con hielo, aunque su mano tembló al tocarlo. El gerente del restaurante apareció enseguida, intentando calmar a los comensales horrorizados ante la escena. Ordenó que se llevaran al chico a la planta baja para subir a la ambulancia apenas llegara, y pidió calma entre los clientes.
—Oh, mira… —Kagura aún estaba conmocionada cuando Naraku la tomó por los hombros, obligándola a pararse frente a él. En el lugar resonaban suspiros de asombro y tenues voces consternadas, pero a su esposo no se le movió ni un cabello. Estaba perfecto—. Estás manchada de sangre, Kara.
Tomó una servilleta y le limpió unas pequeñas gotas sobre su mejilla y pómulo izquierdo. La limpió con rapidez, pero sus movimientos tenían una gentileza inusual en él. A Kagura se le aceleró el corazón.
«Sus ojos… aún se ven rojos», pensó ella, mirándolo; su esposo le devolvió la mirada una vez que terminó, y enseguida sonrió con esa mueca encantadora y venenosa que esbozaba siempre que algo le salía bien.
—Ah, qué curioso… —susurró Naraku, mostrando apenas sus colmillos—. Tu labial es del mismo color que la sangre.
Comencé a escribir este fanfic en diciembre del 2023, pero entre una cosa y otra no logré terminarlo hasta ahora. Inicialmente lo pensé cómo un oneshot, pero se extendió demasiado y preferí dividirlo. Habrá unos cuantos capítulos más, sólo necesito escribir los últimos.
Este fanfic se me ocurrió después de ver vídeos sobre un bar en Tokio donde preparan bebidas que son todo un espectáculo; en el video, el bartender está cortando hielo con una katana corta y comencé a preguntarme qué pasaría si se cortara el dedo. Luego vinieron otros elementos: la nostalgia de las fechas decembrinas, el Tokyo Skytree, y el preguntarme cómo sería un matrimonio moderno entre Naraku y Kagura donde, contrario a cómo se suele tratar a este shipp, Kagura no fue presionada ni obligada a estar con Naraku, sino que fue su decisión, aún más, eligiendo a Naraku sobre Sesshōmaru. Obviamente no podía salir bien. Ese sería el tema que quiero tratar en esta historia, entre otras cosillas, pero todo el asunto se profundizará en los próximos capítulos. Y como dato curioso, por ahí leí que en Corea del Sur apodan a Kagura como "Kara". No sé por qué, ni sé qué significa, pero me pareció lindo y no pude evitar agregar ese elemento.
En fin, espero estar pronto por aquí con la actualización. Escribir mis propias obras me consume mucho tiempo y a veces no me queda mucha energía para los fics a pesar de que los adoro. Este año también fue rarísimo para mí en cuanto a mi proceso creativo y de escritura: me inspiré como nunca, me publicaron e incursioné en nuevos géneros; estuve muy creativa todo el año, pero al mismo tiempo pasé muchísimas malas rachas a la hora de escribir, con picos intermedios de mucha productividad. Fue un desastre y llegué a sentirme muy frustrada, pero al mismo tiempo no lo sentí taaan mal. Bien raro.
Si llegaron hasta aquí, les agradezco que se tomaran el tiempo de leer. Espero hayan pasado una bonita Navidad y feliz Año Nuevo.
Me despido
Agatha Romaniev
