Disclaimer: Shingeki no Kyojin y sus personajes no me pertenecen. Son propiedad de Hajime Isayama. Esta historia está escrita con el único fin de entretener.
Advertencias: situaciones de naturaleza sexual.
Vanessa Ives: The most challenging bit is the eyes. They're glass, of course, so by nature are dead and dull. But that wouldn't do for my great predator. So, I put mirrors behind the glass eyes, so they would spark. You see?
Captain Branson: It's like they're alive.
Vanessa Ives: They are. I would put mirrors behind the entire world if I could.
Penny Dreadful —Temporada 1, episodio 5 "Closer than sisters"
El andante bruñido
—¿Qué haces?
¿Era la segunda, o la tercera vez que encontraba a Eren hablando solo? Hange miró al joven del otro lado de los barrotes con una severidad que hace años habría sido impropia en ella, sin embargo, aquel rigor se volvió frecuente e inevitable en ella los últimos cuatro años. A veces, Hange olvidaba incluso cómo sonreír, o cómo se sentía hacerlo con espontaneidad, como si nunca lo hubiera hecho; a veces, la mayoría del tiempo, ni siquiera tenía ánimos de hacerlo.
Eren estaba de pie frente al lavatorio, con la vista clavada en el espejo que colgaba de la gruesa pared de piedra. Sus ojos eran iracundos, llenos de una dureza agresiva y desesperada que ahora lo acompañaba siempre. En él parecía fuera de lugar, o al menos lo era en el chico terco, ingenuo y enérgico que Hange conociera cuatro años atrás de una forma no muy diferente a la actual situación: la primera vez que lo vio y hablaron, como en ese momento, el muchacho estaba tras las rejas.
Eren la miró de reojo, y Hange fue incapaz de reconocerlo en esos ojos verdes oscurecidos por la cólera. Recordó las palabras de Jean durante el funeral de Sasha.
—Esa cosa no es Eren —aseguró el chico con la voz llena de desprecio y miedo. No podía decir que estuviera equivocado: cuando rescataron a Eren después del asalto a Liberio y le informó que sería aprisionado apenas llegasen a Paradis, Hange creyó estar mirando a otro hombre usando un extraño traje del chico. Era la misma cara y el mismo cuerpo, tal vez con el cabello mucho más largo y sucio, con una insipiente y descuidada barba y varios centímetros de estatura ganados en el último año, pero, de alguna forma, ya no era Eren. Ahora ahí, en su celda, Hange tuvo la impresión de que su dureza y agresividad era casi impostada, y por un instante volvió a ver al mismo chico obstinado y confundido al que conociera alguna vez. Se recordó que, en realidad, eso es lo que era Eren: sólo un chico enojado al que se le puso demasiado peso sobre los hombros. No tenía ni la veintena.
—No entiendo. ¿Acaso le estás hablando al espejo? Dijiste: "pelea, pelea". ¿Por qué? Oye, dijiste "pelea, pelea". ¿No es así, Eren? "Pelea, pelea". Pero… ¿pelear contra qué cosa?
Eren se quedó en silencio, pero parecía comenzar a molestarse. Hange se preguntó si tal vez lo avergonzó al encontrarlo hablando solo, de nuevo. Tenía una suerte para encontrarlo en sus momentos más delirantes, como una madre atrapando por accidente a su hijo adolescente suspirando tonterías o en algún momento embarazoso.
«¿Qué era lo que había dicho Levi respecto a eso? ¿Qué era una "fase" de los chicos?», se preguntó Hange, y continuó:
—"Pelea, pelea". Si lo dijiste dos veces, entonces, ¿vamos a tener dos batallas?
Eren se quedó callado. Seguía de pie frente al espejo, aunque incluso bajo la precaria y amarillenta luz de la celda, Hange vio cómo los músculos de sus brazos y cuello se tensaban, aferrándose con fuerza al lavatorio.
—No puedo entender si no hablas —agregó ella. Como él, también comenzaba a desesperarse. Desde hace mucho tiempo Eren había comenzado a perder el control poco a poco, siempre un poco más, día con día. Así fue desde la ceremonia de entrega de medallas con la reina Historia. Desde entonces, el muchacho se tornó apesadumbrado y distante, y Hange jamás lo volvió a ver sonreír.
«No, no está perdiendo el control», se corrigió. «Más bien, estamos perdiendo el control sobre Eren tal y como todos temieron cuando se descubrió que era un titan cambiante, tal y como dijo la Policía Militar, y como lo predijo Levi hace cuatro años». Hange, siendo la comandante, llegó a la conclusión de que ella misma era quien estaba perdiendo el control sobre Eren.
«Maldita sea», pensó. Tal vez Jean tenía razón. Eren ya ni siquiera escuchaba a Mikasa o a Armin.
Hange continuó; necesitaba hablar con él, entenderlo y saber qué le pasaba por la cabeza. Entender por qué huyó, por qué arriesgó a la Legión de Exploración, y por qué puso a Paradis en la mira del mundo con una declaración de guerra.
—Oye, Eren, no creo que sea normal que hables contigo de esa forma —Desvió la vista un momento, incapaz de mirarlo—. De hecho, si soy sincera contigo, yo nunca he conversado con un espejo.
Mentía, y Hange se recordó a ella, hace un tiempo, mirándose a un espejo.
Hange tomó las tijeras y miró su cabello suelto frente al espejo una última vez. Suspirando, bajó la mirada al lavabo. Estaba apesadumbrada y se sentía extraña, con un peso constante oprimiendo su pecho. No era lo bastante pesado como dejarla desolada, pero tampoco era agradable. Ni siquiera comprendía por qué estaba tan triste. Nunca le habían importado demasiado cosas como el cabello, y tendía a ser tan poco femenina que, a veces, quienes recién la conocían llegaban a confundirla con un hombre, uno muy delgado y algo afeminado. Aun así, deshacerse ahora de su cabello, después de tantos años, la hacía sentir que se deshacía de algo impregnado en él, guardado en los poros de cada una de las hebras. Allí estaba alojado el olor de la sangre de sus compañeros caídos; en esos diminutos espacios seguía el calor vaporoso de la carne de todos los titanes que se desvanecieron frente a sus ojos en cada expedición y cada experimento. A veces, en la seguridad de su habitación, soñaba con el aroma de la tierra extendiéndose fuera de los muros, o de la suciedad acumulada en la ropa y la piel durante las expediciones que se alargaban por días mientras soportaban repentinas lluvias, el sol abrasador y la sangre de sus compañeros impregnando su ropa, secándose sobre su piel.
Si acercaba a su nariz a alguno de los mechones de su cabello, percibía aún el aroma de la cera de docenas de velas consumidas en sus largas noches de estudio, sentada ante el escritorio, leyendo hasta que los ojos se le enrojecían y los párpados se le cerraban, pesados como losas, escribiendo sus observaciones e hipótesis y teorías hasta que las muñecas le dolían. En su cabello también estaba el aroma de la loción de lavanda que Levi usaba para lavarle el cabello cuando tenía demasiada pereza para hacerlo sola, o cuando se sumergía tanto en sus investigaciones que simplemente olvidaba lavarse, dormir y comer. En su memoria estaba grabada la placentera sensación de los finos dedos de Levi masajeando su cabeza a través de los mechones castaños, espumosos de loción, y el cómo solía tomarla del cabello para hacerla mirarlo a los ojos y prestarle atención cuando se distraía. A Levi le gustaba su cabello.
—Es castaño, como la crema de avellanas —le dijo alguna vez. Recordaba a Levi tocando uno de sus mechones con suavidad, y aún después de tanto tiempo, incluso como un recuerdo, se sintió bien, tanto que Hange se preguntó si aquello realmente pasó o sólo lo soñó—. Y en el sol tiene un brillo… como el de una cereza negra.
Sonrió, a solas en el baño. Levi siempre utilizaba los sentidos para describir lo que quería expresar; comparaba la sensación de libertad con la brisa en su cara la primera vez que salió de los muros, o el sabor del té negro con la tranquilidad, tal y como comparaba el color de su cabello con las avellanas y las cerezas dependiendo de si se le miraba bajo la luz radiante del sol o la flama trémula y suave de una vela. Hange atribuía su tonalidad al cabello rojizo de su abuela, Gloria Bernhart.
—Entonces, ¿te gusta mi cabello, Levi? —recordaba haberle dicho en aquella ocasión, pero Levi se limitó a gruñir, cascarrabias como siempre, y quedarse callado. Solía hacer eso, Hange lo sabía: cuando quería contestar que sí, o cuando algo lo avergonzaba y no quería aceptarlo, el capitán prefería evadir su respuesta y responder con hosquedad.
Miró de nuevo las tijeras y suspiró. El cabello, lacio y desordenado, llegaba a sus omoplatos, pero jamás lo usaba suelto. Era difícil hacerlo siendo soldado.
«Ya no eres soldado, ni siquiera sargento». Se le formó un nudo en la garganta al pensarlo, y los ojos le escocieron. «Eres la comandante de la Legión de Exploración».
Cuando a los doce años entró al ejército como cadete, jamás imagino que alcanzaría uno de los rangos más altos del sistema militar. Tal vez no era un puesto tan bien pagado ni apreciado como algunos de la Policía Militar, pero no sintió la más remota alegría cuando Erwin Smith la nombró su sucesora. Ni siquiera sintió orgullo al caer en la cuenta de que sería la primera mujer al mando de la Legión, siendo que en sus inicios fue la única de las facciones militares que se rehusó a aceptar mujeres. Pasarían treinta años desde su creación para aceptar a la primera cadete mujer; en ese entonces, su abuela aún era capitana de la Policía Militar.
Hange recordó a su querido amigo Erwin, fallecido hacía más de nueve meses durante la Batalla de Shiganshina. Cuando él aceptó suceder a Keith Shadis como comandante de la Legión tampoco estuvo feliz, pero aceptó el puesto con cabalidad y determinación, sin embargo, el puesto de comandante de la Legión de Exploración era horrible y poco envidiable. Todo el peso de la Legión, cualquier error y fallo en sus planes, expediciones o soldados, se le achacaba sin dudar a su comandante; por otro lado, si las cosas salían bien, entonces se le vitoreaba, pero había que ser sincero: las victorias de la Legión eran escasas, y la mayoría de las veces las cosas tendían a salir mal cuando se trataba de pelear contra criaturas como los titanes. Desde sus inicios, el gobierno central los consideró un pozo sin fondo necesitado siempre de recursos; la Policía Militar los consideraban unos perezosos, y las Tropas de Guarnición los veían como un montón de dementes con muchas ganas de morir. El pueblo, por otro lado, tendía a ser voluble: cuando hacían algo bien, los ensalzaban como héroes luchando por la humanidad, pero cuando estaban molestos por sus derrotas o la fluctuación de los impuestos, los tomaban como una carga demasiado grande, además de tomarlos por unos deschavetados y promiscuos. Pero tenían un poco de razón, se dijo Hange; había que estar loco para unirse a la Legión de Exploración.
Ahora que sabían el origen de los titanes, Hange, en el fondo, habría deseado que aquellos monstruos humanoides siguieran siendo sus enemigos. Parecían poca cosa en comparación a ser acreedores del odio del mundo entero y tener como enemigos a naciones de cuya existencia no tenían idea, aún más, naciones tecnológica y militarmente más avanzadas por al menos un siglo. En comparación, estaban en la era oscura.
Una parte de ella deseó que el mundo fuese como alguna vez pensó que era, o como les hicieron creer que era: que sólo ellos eran la única humanidad del mundo entero, y que no había nada más allá de las murallas excepto tierra basta y titanes.
Hange se miró al espejo, vacilando; luego, apretó la boca y comenzó a cortar su cabello sin pensarlo más. Los mechones cayeron al suelo con ligereza, rodeándola de a poco. Algunos cayeron en sus hombros y sus brazos, deslizándose por sobre la tela de su camisa. Su rostro comenzó a cambiar en el reflejo; ahora, con el cabello a la altura de la nuca, parecía más severa y autoritaria.
«Aunque siendo comandante es la imagen que debo proyectar, ¿no?» La idea no le encantó, y enseguida agregó, hablándole al aire con la voz cargada de nostalgia:
—Quisiera que todo fuera… no —Se detuvo, preguntándose qué era aquello que debía corregir en sus palabras, sino en sus palabras, en aquello que le pesaba tanto en silencio—. Quisiera que las cosas siguieran siendo como antes… —continuó. Aún le faltaba cortar la mitad su cabello y ya se sentía agotada y fastidiada—. Quisiera que las cosas fueran como antes, cuando estaban Erwin y Moblit; cuando tenía mi ojo izquierdo y… el cabello largo.
«Cuando aún era feliz».
El pensamiento llegó a su cabeza de forma repentina, sin proponérselo, pero no fue un pensamiento intrusivo buscando sembrar cizaña en su cabeza, sino lo que simple y llanamente sentía: no era feliz. Había sido feliz como sargento, incluso con las muchas perdidas que implicaba ser miembro de la Legión. Era feliz antes de la Batalla de Shiganshina, pero el pozo abisal que dejó aquel evento en su alma parecía no poder ser saciado con nada: ni con la recuperación de la Muralla María, y aún menos con su ascenso. Al asimilarlo, la garganta se le cerró en un repentino nudo que le causó un picor ardiente en la nariz y los ojos que pronto se volvió doloroso, exigiendo purgarse. Hange, apretando los labios, siguió cortando su cabello, esta vez con brusquedad, dejando mechones desiguales y desordenados alrededor de su cuello. En su reflejo sus ojos se enrojecieron hasta lagrimear, obligándola a parpadear repetidamente. Pronto los goterones resbalaron por sus mejillas en un llanto sereno y silencioso a fuerza de apretar sus temblorosos labios, intentando contener los sollozos y gemidos que ardían atrapados en su garganta en un intento de no sentirse como una niña pequeña o una tonta que llora por nada.
Su llanto sólo se detuvo cuando terminó con su cabello, como si al deshacerse de él lo hiciera también con todo lo que se ocultaba entre los mechones, toda la sangre y el dolor acumulado durante los años en el interior de cada poro en cada fina hebra. Lo había cortado casi a la mitad de su longitud, y ahora lo tenía a la altura de la nuca. No le gustó: parecía muy severa, demasiado, y aunque en ese momento no usaba el parche, sabía que la hacía ver más dura. Se preguntó cuándo fue la última vez que se rio como solía hacerlo cuando algo atrapaba su atención o la emocionaba hasta ser incapaz de contenerlo.
Miró al suelo. Sobre las frías baldosas blancas se había formado un círculo de largos mechones castaños que la rodeaban, aprisionándola en ese pequeño punto del silencioso baño.
—Cuando eras feliz… —repitió, aunque ni siquiera abrió la boca, no tenía las fuerzas, no con la garganta anegada por aquel nudo, asfixiándola con los remanentes de la sombría y avasalladora fuerza con la que suele llegar toda tristeza. Si intentase hablar, de su boca no saldrían más que sollozos desordenados y lastimeros. Aquellas palabras, sin embargo, resonaron en su cabeza con tanta fuerza que dejaron un eco bajo, casi ululante en su interior, tan intenso y profundo que juró escucharlo también resonando en las paredes, rebotando en el desagüe del lavabo. Si se quedaba muy quieta, casi sin respirar, podía escucharlo dentro de sus oídos en la forma de un susurro.
Levantó la vista, olvidándose de la nostalgia que la invadía, y ahí, en el reflejo del espejo, vio su propia cara. Su reflejo jamás la habría sacado de sus cabales si fuera tal y como sabía que se veía en ese momento, tal como se sabía que era, sin embargo, el rostro que encontró plasmado en la brillante superficie plateada estaba intacto, sin cicatriz alguna surcando su ojo izquierdo. Su rostro estaba enmarcado por el flequillo largo y el cabello alborotado, sujeto sin mucho cuidado tras su cabeza. Era su misma cara, pero casi un año atrás, antes de la batalla de Shiganshina. Parecía mucho más joven.
«No, más feliz».
—¿Qué…?
Parpadeó, sobrecogida por aquel reflejo que, más que reflejo, parecía la visión de un sueño extraño e inquieto venido del pasado. La imagen en la superficie del cristal se movió con ella al igual que sus labios al momento de hablar, exhalando de su boca aquella confusa exclamación, pero lo que surgió de los labios que se plasmaban en el espejo no fue lo mismo que Hange pronunció por pura inercia, sino su nombre mismo.
—Hange…
Se echó hacia atrás, con los hombros encrespados y los músculos del cuello tensos, jadeando y dejando caer las tijeras, que, al llegar al suelo, resonaron por todo el baño con un estridente sonido metálico que le heló la sangre.
—Oye, cuatro ojos.
Era Levi. Su voz la sacó de su trance y se volvió hacia él. Estaba de pie en la puerta del baño, recargado contra el marco, cruzado de brazos. Tenía su usual mueca gruñona y llevaba ropa de civil, no más que un pantalón oscuro y una camisa gris holgada. Ver a Levi ahí, parado como si nada hubiera pasado, le resultó a Hange una visión tan reconfortante que se sintió tentada a correr a abrazarlo. Aún conmocionada, miró de vuelta el espejo, pero ahí sólo se encontró a sí misma, con el cabello recién cortado y la cicatriz atravesando su ojo izquierdo, cuyo iris y pupila se habían vuelto opacos y pálidos después de la lesión. No había nada ni nadie más, mucho menos alguna cosa fuera de su lugar que no existiese ya en su realidad, esa misma donde Hange respiraba y vivía.
—Mira qué desastre —masculló Levi entrando al baño, evitando los desordenados mechones de cabello alrededor de Hange. La encontró en ropa interior, con no más que una holgada blusa azul encima, y había cientos de pequeños cabellos pegados a lo largo de su cuello y nuca, así como sobre su ropa y unos pocos pegados a la piel de sus muslos, marcados por los arneses del equipo de maniobras tridimensionales.
Suspirando, se acercó a ella, inclinándose para tomar las tijeras del suelo.
—Ah… fue algo impulsivo —respondió Hange, dándose cuenta de que le faltaba el aire. Se miró de nuevo al espejo, pero el reflejo era tal cual, incluso Levi estaba en él. La mirada fija del capitán sobre ella la distrajo de lo que sea que creía haber visto.
—También hiciste un desastre con tu cabello, cuatro ojos —Levi tomó entre sus dedos uno de sus mechones y jugueteó con él entre sus yemas. Hange no supo si era una caricia o si estaba inspeccionándola; tratándose de él, podían ser ambas cosas. Luego agregó—: Sólo te pasaste la tijera a lo tonto.
—No importa —Tomó la mano de Levi que jugueteaba con su cabello para apartarlo, pero al apenas rozarlo él la tomó de vuelta, reteniéndola. Estaba sorprendida, sin embargo, lo miró con quietud, con sus ojos grandes y expresivos; incluso el izquierdo aún lo era, aunque ahora estuviera opacado por el tejido cicatrizado que dejara a su paso una película blanca. Levi frunció el ceño al devolverle la mirada. Resopló enseguida, y se alejó de ella.
—Siéntate —ordenó con su usual hosquedad mientras acercaba una silla. Hange tragó saliva. Su corazón retumbó con fuerza en su pecho cuando el fantasma del tacto de Levi dejó a su paso una suave sensación de calidez en su mano, pero no dijo nada. Se sentó como le pidió, y él, en silencio y tijeras en mano, comenzó a despuntar y emparejar los desprolijos mechones.
—No puedes ir por ahí con el cabello hecho un desastre siendo comandante —dijo luego de un par de minutos en silencio.
—Bueno, eso es relativo… —Hange le restó importancia. Su cabello siempre había sido un desastre, eran cosas a las que no les prestaba demasiada atención. «Pero eras sargento, no comandante», se recordó, casi como si pudiera oírlo en voz de Levi. Lo miró, y se percató de que, sentada a esa altura, no alcanzaba a verse a sí misma en el espejo, aunque sí veía el reflejo de él, con sus ojos fijos en su tarea. Debió sentir su mirada, porque la miró de vuelta, y agregó:
—Parece que todas las soldados de la Legión se están cortando el cabello últimamente —El chasquido metálico de las tijeras resonó en el interior de la cabeza de Hange, seguido del sutil crujido de las hojas cerrándose y cortando cada hebra—. La chica patata y esa chica sombría también se cortaron el cabello.
Se refería a Sasha y a Mikasa, y Hange rio entre dientes.
—¿Sabes, Levi? Es muy irónico que, justamente tú, te refieras a tu sobrina como "sombría".
Levi gruñó, pero tenía razón: últimamente las chicas de la Legión de Exploración —o lo que quedaba de ella— se habían cortado el cabello luego de descubrir el mar. Por otro lado, las reclutas recién graduadas que entraron a la Legión tendían a cortarse el cabello al poco tiempo de ingresar. Era curioso, se dijo Hange; se peinaban como si necesitasen salir a pelear contra titanes fuera de las murallas, aunque ya no quedaba ninguno de ellos, sólo el resto del mundo. El mundo entero que los odiaba.
—No es mi sobrina —masculló de mala gana, parándose delante de Hange para cortar el fleco—. Cierra los ojos.
Ella obedeció, y enseguida agregó:
—¿Entonces, prima?
Refunfuñó como respuesta y le ordenó que no se moviera. Se quedaron en silencio un par de minutos hasta que Levi habló:
—Listo. Abre los ojos.
Hange lo hizo, aunque de su vista útil sólo quedaba la del ojo derecho. Se puso de pie. Algunos cabellos cayeron de sus brazos, hombros y piernas, flotando en el aire unos segundos antes de llegar al suelo. Levi había conservado el nuevo largo de su cabello, limitándose a emparejar los mechones, aunque procuró darle algo de textura al corte. Hange se colocó los anteojos y se miró al espejo más de lo que solía hacerlo, quizás esperando ver lo que había visto ahí hace un rato. Levi se quedó de pie a su lado, tal vez esperando una respuesta mientras Hange se acercaba todavía más al espejo, recargando las manos en el lavabo hasta ser capaz de besar su propio reflejo. Se tomó un segundo para mirarse de perfil, luego desde el ángulo derecho, y enseguida, del izquierdo; al final se alejó, satisfecha. Levi nunca lo diría, pero incluso había procurado dejarla bonita. Así era él: tenía un sentido de la estética del que ella carecía, y era de los que preferían mostrar su aprecio con actos discretos que con palabras.
Le sonrió. Fue una sonrisa cálida que Levi hace mucho tiempo no veía en ella.
—Hace años que no tenía el cabello corto.
—Te ves muy severa —dijo él. En otro momento Hange habría reído; era curioso cómo a veces Levi parecía leerle la mente, y cómo la mayoría de las veces solo ella podía interpretar correctamente lo que él decía, pero en ese momento no se sentía con ánimos para reír.
—Eso pensé —suspiró, sacudiéndose un hombro en un intento por quitarse de encima los cabellos. Levi se acercó a la bañera y abrió el grifo, y mientras dejaba que se llenara de agua, se volvió hacia a Hange, desabotonando su camisa. Aquello la tomó por sorpresa.
—¿Qué haces?
La forma en la que la desvestía era mecánica, y aunque no era la primera vez que la veía desnuda, Hange se sonrojó.
—Desvístete. Estás llena de cabello; tienes que bañarte —dijo al terminar, notando que no usaba nada debajo de la ropa.
—Ay, qué pereza…
Se quitó la camisa, dejándola en el lavabo. Levi, entre tanto, se afanó en limpiar el suelo del baño, recogiendo los mechones desperdigados aquí y allá.
Hange se sentó en la orilla de la bañera mientras se llenaba. Tocó el agua con sus dedos, apenas la superficie, y después sumergió las puntas, jugueteando. Observó cómo el líquido cambiaba de forma, transformándose sobre sí mismo bajo el movimiento de sus manos; gotas diminutas y fugaces salpicaron la porcelana, algunas tocando sus muslos. Su reflejo desaparecía y aparecía, distorsionado por las ondas de la superficie conforme el agua salía del grifo.
Quizá fuera el rumor del agua o el agotamiento alojado en ella después de aquel llanto silencioso, pero se sintió adormecida, como si despertara de un sueño muy largo y poco reparador. Su reflejo también parecía cansado, devolviéndole una mirada melancólica que se torcía entre las ondas del agua y sus dedos inquietos jugueteando en la superficie. En ese lugar, en esa difusa línea entre su mundo y ese pequeño punto acuático contenido por las paredes de porcelana, intentó buscar a la Hange perdida, la que viera en el espejo; esa que juró ver hablar como ella mientras que de sus labios salían otras palabras y otras letras, sonidos muy distintos a los que había pronunciado. Por un instante, uno muy breve, creyó verla al fin cuando entre las ondas de agua desapareció la cicatriz de su ojo.
—Hange, la bañera está llena.
La voz de Levi tenía la cualidad de sacarla de su propia cabeza. En la cristalina superficie de la bañera seguía ella, tal y como era ahora, con cicatrices en un ojo ya opaco, inexpresivo, en contraste a la mirada lúgubre del otro ojo. Al final esa era la verdad, ¿no?, se dijo. Levi también se lo había dicho; fue el único en notarlo.
—Tiendes a ser más melancólica que alegre, cuatro ojos, aunque por ser tan enérgica aparentes lo contrario —aseguró Levi alguna vez, con la mirada fija en su taza de té. Hange creía recordar que aquella tarde bebían té rojo—. Y te sientes culpable con mucha facilidad, también. Y nadie se da cuenta.
—Pareces saber mucho sobre la melancolía —contestó ella, lo recordaba bien. No se atrevió a mirarlo al decirlo; Levi poseía la cualidad de casi leerle la mente.
—Vengo de un lugar muy melancólico.
Juró escuchar de nuevo aquella frase.
—Hange, que la bañera está llena.
La última frase de Levi —la vieja, la del pasado, la de la melancolía—, resonó en su cabeza como un eco y se mezcló con la nueva frase de una forma no tan distinta a cómo lo hiciera la ilusión óptica, aquella alucinación fugaz que viera hablando en el espejo mientras Levi, tras ella, la llamaba.
Y de nuevo la llamaba.
Se volvió a Levi. La había estado mirando, o al menos eso creyó cuando notó cómo desviaba la vista al suelo, todavía limpiando, aunque en el piso ya no quedaba ni un cabello.
Hange cerró el grifo. Suspiró largamente y se deshizo de sus bragas, entrando a la bañera. Levi miró de reojo la cicatriz que Hange tenía en la espalda. La había adquirido durante la batalla contra el escuadrón de Kenny Ackerman, cuando uno de ellos lanzó un arpón que se encajó en su hombro derecho, lanzándola directamente a uno de los pilares de cristal, golpeándose la espalda. La piel cicatrizada se extendía de lado a lado, atravesando la línea de su columna vertebral a la altura de los omoplatos. Tenía una forma alargada, con líneas irregulares, y a casi un año de aquello la coloración del tejido cicatrizado se había vuelto pálida en comparación a su tez trigueña. Si la miraba por más tiempo podía encontrar muchas más cicatrices en su cuerpo, igual que él, pero Hange no se percató de su mirada, ni siquiera la sintió sobre ella.
A Levi, entonces, le llegó a la cabeza una desagradable memoria.
—¿Sabes lo que le pasó en el ojo?
Se recordaba mirando el jardín desde un gran ventanal en la sala de coronación, y recordaba también aquella conversación de hace ya casi un año, cuando los condecoraron como héroes de Shiganshina. Era una charla ajena, pero no pudo evitar escucharla.
—¿A Hange Zoë? —había dicho el otro soldado. Levi los miró de reojo; ambos eran de la Policía Militar.
—Supongo que fue durante la batalla.
—¿Pero perdió el ojo, o sólo la vista?
El otro soldado se encogió de hombros.
—Es una lástima. Hange es bonita, ¿sabes? Quiero decir, tiene una cara bonita, pero es demasiado masculina y excéntrica; está un poco loca. Y ahora con esto… ya está muy estropeada. Con cicatrices, quiero decir.
El otro soldado se rio en voz baja, y agregó:
—Las soldados de la Legión son bonitas, bueno, lo eran; la mayoría murieron. Y las que quedan son unas chiquillas. Las nuevas pronto adquirirán su colección de feas cicatrices. Con eso de que ahora todos quieren entrar o cambiarse a la Legión…
Levi se recordaba volviendo la vista al jardín. Por supuesto, aquellos soldados no se percataron de haber sido escuchados. No le comentó nada de ello a Hange, y tampoco lo haría: sería cruel.
Hange, ajena a la mirada de Levi, se concentró en la temperatura del agua; era agradable y apenas tibia. Su cuerpo recibió con agrado la ligera presión que el agua ejerció alrededor de ella. Se sumergió, percatándose de lo cansada que estaba. Somnolienta, se recargó en la bañera, dejando su cuerpo caer dentro del agua. Sus ojos comenzaron a cerrarse, y pronto fue incapaz de enfocar a Levi, que aún fingía limpiar. Se hundió más, lo hizo hasta que el agua alcanzó su boca, luego su nariz; contuvo la respiración, y, dormitando, observó la ondulante y traslucida barrera entre la superficie del agua y lo que había dejado —ella misma—.
Debió quedarse dormida por unos segundos, y no despertó hasta que el agua rozó sus pestañas. Los párpados le pesaban, y sobre sus hombros cayó un cansancio tan denso como una losa. Al bajar la mirada, flotando en el agua y muy cerca de su cuello, había mechones de su cabello castaño, largos todos ellos; despedían un discreto aroma a herrumbre y sangre, como si no acabase de cortar su cabello un rato antes.
Se sobresaltó, haciendo amago de salir de la bañera. Se sostuvo del borde y sus dedos resbalaron ligeramente en la superficie lisa. Miró a su alrededor, desconcertada, pero lo único que encontró fueron algunos cabellos flotando en el agua, los mismos que se le habían pegado al cuerpo.
—¿Qué pasa?
Del otro lado de la habitación, Levi se detuvo y la miró.
—Nada —contestó, parpadeando perezosa—. Ah… creo que me quedé dormida. Por un momento creí que todavía tenía el cabello largo.
Siguió a Levi con la mirada, que se acercaba con una pastilla de jabón y una loción para el cabello. Le alcanzó el jabón, y Hange lo frotó entre sus manos húmedas. La espuma despidió un suave aroma a frambuesa cuando lo frotó contra un paño, limpiándose las piernas con ella mientras Levi, con las manos llenas de loción de lavanda, le masajeaba el cuero cabelludo. Sus dedos eran largos y finos, delicados como los de una muchacha, y usaba crema de rosas por las noches, intentando contrarrestar la dureza de los callos que se formaban con el uso del equipo de maniobras tridimensionales.
—Levi —susurró, volviéndose hacia él y levantándose un poco en la bañera. Sus pechos apenas sobresalieron del agua. Levi gruñó en voz baja como forma de respuesta.
—Gracias por arreglar mi cabello.
Hange tomó una de sus manos y la acercó a su rostro, rozando su mejilla; tenía las manos enjabonadas y despedían un suave aroma. A pesar de los insipientes callos, eran suaves, y le agradaba su aspecto delicado. Aún con las expediciones bajo el sol y los duros entrenamientos, Levi conservaba algo de la suave palidez de su tez, y a ella le gustaba ver cómo sus dedos se movían y flexionaban con aquella manera tan peculiar que tenía de tomar el té. Lo sintió temblar contra su piel apenas un instante, pero no se alejó de ella.
Estuvo en la bañera un rato más, hasta que Levi terminó de lavar a consciencia su cabello; después, en silencio, tomó el paño, lo enjabonó un poco más, y con él frotó su espalda, su cuello, su pecho y sus brazos. Levi podía parecer frío y seco, incluso hosco, pero al frotar los pechos de Hange lo hizo con delicadeza, fingiendo no percatarse de cómo ella lo miraba mientras la limpiaba, o al salir de la bañera, empapada y desnuda frente a él.
Una vez limpia y seca, Hange se vistió con su ropa de dormir y pronto se encontró en la comodidad de su cama, acompañada de Levi, quien pasó otro rato secándole la cabeza con una toalla fresca. Su cabello aún estaba húmedo, pero fragante a lavanda, y el corte había reavivado su brillo y textura al deshacerse de las puntas abiertas y el cabello más viejo y maltratado.
—Deberías hacer estas cosas tu sola, cuatro ojos —reclamó Levi una vez que terminó, sacudiendo la toalla, pero Hange sonrió, despreocupada. Tenía ese detalle que siempre intentaba esconder: demostraba su cariño y aprecio con pequeños actos, incluso si parecía hacerlos de mala gana.
—Prefiero que tú lo hagas por mí.
Él desvió la vista.
—Es tarde. Será mejor que me vaya.
Se puso de pie, pero Hange, sentada en la orilla de la cama, lo detuvo tomándolo del brazo.
—No te vayas —le pidió en voz baja—. Quédate.
—Últimamente estás muy rara, cuatro ojos.
Lo jaló suavemente de vuelta a la cama. Se sentó junto a ella, pero no le soltó el brazo.
—¿Tú crees? —Hange se acercó a él, bajó la vista un momento y suspiró, recargando su frente en su hombro—. Tal vez… me siento sola.
Una de las manos de Levi rodeó su hombro, y Hange, abrumada y agotada, se dejó caer sobre la cama con él. La vela seguía encendida en el escritorio, pero no le prestaron atención. Hange recargó la cabeza sobre el hombro de Levi, aferrándose a su torso.
—¿Todavía te duele? —preguntó él, acariciando con su dedo pulgar la cicatriz que cruzaba su ojo izquierdo. La herida había dejado una marca pálida que se extendía desde debajo de la ceja hasta un centímetro por debajo del ojo. Aún lo conservaba, pero la vista estaba prácticamente perdida.
—No, ya no.
—¿Sigues viendo borroso con ese ojo?
—Sólo sombras difusas. Está inservible —Hange levantó la mirada hacia él; estaba recargada sobre su lado derecho—. Desde este ángulo no alcanzo a ver tu cara.
Se enderezó un poco para mirarlo, acercándose a él lo suficiente para sentir su cálido aliento chocar con su frente. Percibió un aroma amaderado en su cuello, y lo acarició con suavidad mientras se ponía a su altura, delineando con sus dedos la curvatura de la manzana de Adán. Levi tragó saliva, devolviéndole la mirada. Respiraron el aire del otro, que se había vuelto lento y pesado. Levi, en silencio, pasó su mano tras la cabeza de Hange, y ella rozó apenas sus labios. Eran suaves y cálidos contra los suyos. Cuando no la rechazó ni la soltó, lo tomó de la mejilla y profundizó el beso.
Levi le gustaba desde hace mucho, desde la primera vez que lo vio, y besarlo se sintió bien. Había pasado mucho tiempo desde que se sintiera bien, incluso feliz, y había pasado aún más tiempo desde que besara a alguien. Y lo habría besado toda la noche, habría llevado las cosas más allá, entregársele con placer y de buena gana, pero cuando le pasó una mano por la cabeza no sintió entre sus dedos los mechones lacios y delgados de su cabello. Hange deslizó sus dedos hacia la parte posterior de su cabeza, deseando sentir contra sus yemas el cabello corto allí, pero en su lugar, lo que se deslizó entre sus dedos fue una cabellera larga y abundante que le caía sobre los hombros y la nuca hasta extenderse desordenado sobre la almohada. Una cabellera de mujer.
Hange abrió los ojos, y frente a ella no encontró el rostro de Levi, con sus ojos azul grisáceo, la nariz respingada y la tez impecable y tersa, sino su propio reflejo, el que viera hace apenas una hora, como reflejado en un cristal justo delante de ella; no, ni siquiera era su rostro, no el que ahora tenía. Ella —aquella Hange—, usaba su uniforme de sargento, los lentes sobre la cabeza, el cabello desordenado, y tenía ambos ojos intactos, aunque la textura que encontró en ellos era extraña, cristalina y plateada, como si hubiesen colocado espejos detrás de un par de ojos de vidrio, muertos y sin brillo, en un intento de imitar una mirada humana; y Hange tenía su mano enterrada en su cabello castaño, en su propio cabello.
Se apartó, sobresaltada, chocando con la esquina del escritorio y exhalando un quejido. El golpe provocó que la cera derretida y acumulada alrededor del pabilo se agitara, extinguiendo la pequeña flama. La habitación quedó a oscuras.
—¡Lev…!
Habría jurado verla una vez más, por un instante, por un sólo segundo, igual que las otras veces; estaba ahí, oculta en la oscuridad, pero en un parpadeo aquella figura tan similar a ella, sino igual, se convirtió en no más que un montón de sábanas desordenadas, enredadas entre sus piernas, y una almohada a su lado; estaba aplastada, como si hubiese pasado un largo rato abrazada a ella. La oscuridad afuera era azulada, y la vela hacía tiempo se había consumido por completo, dejando a su alrededor enormes goterones de cera amarillenta y medio solidificada.
Hange se volvió a la ventana; el cielo clareaba a un azul oscuro, uno muy similar al color de ojos de Levi. No faltaba mucho para el amanecer, y él ya no estaba.
—¿Levi?
Lo llamó, pero no lo encontró en ningún rincón de la habitación. Si durmió ahí, ya se había ido. Y no pudo evitar preguntarse si, siquiera, había estado ahí, con ella.
Hange tomó la almohada y se dejó caer sobre la cama. El cabello apenas húmedo se le pegó a la mejilla, dejándole una sensación fría en la piel. Cerró los ojos, lagrimeando. Un ardor revoloteó en la punta de su nariz y el nudo asfixiante en su garganta regresó, cargado de una renovada tristeza. Aquel malestar no desapareció hasta que de su ojo ciego brotó una lágrima que resbaló por la curva de su nariz hasta caer en la sábana.
En las almohadas percibió el suave rastro de un aroma amaderado. Se sintió más sola que nunca.
Cuando vi Shingeki no Kyojin no pude evitar notar el enorme cambio en Hange Zoë después de tomar el puesto de comandante de la Legión de Exploración. Aunque conservaba su naturaleza enérgica y excéntrica, vi que se volvió depresiva y con problemas para manejar la ira. Me dolió mucho porque Hange es de mis personajes más queridos. Comencé a preguntarme qué tanto podría afectarle esto al personaje: asumir una responsabilidad tan grande y enfrentar un problema que rebasaba las capacidades militares de Paradis, así como ver tantas cosas perdidas en tan poco tiempo. De un momento a otro, Hange perdió a su amigo Erwin y Moblit, a prácticamente todos sus compañeros de la Legión, dejándola a ella como la veterana más antigua, incluso perdió su ojo, y sobre sus hombros quedó una responsabilidad abrumadora, especialmente por los tiempos que corrieron después de descubrir la verdad. Luego, vi muchos fanarts donde aparece Hange, ya como comandante, interactuando consigo misma cuando aún es sargento, y noté mucho la diferencia en la cuestión de su ojo y en el largo de su cabello, como si se lo hubiera cortado poco después de asumir el cargo de comandante. Todo eso me hizo pensar en cómo uno muchas veces debe matar a su antiguo yo para seguir adelante, y de ahí surgió esta historia.
Espero terminar de publicarla pronto; ya está escrita, sin embargo, hace falta corregir cada capítulo, que son un total de cinco y no sé cuánto tiempo me lleve porque dedico gran parte de mi tiempo a escribir mis propias obras, y ahora mismo estoy trabajando en la edición de mi próxima publicación.
Por cierto, ¿alguien ha leído la precuela de Shingeki no Kyojin "Before the fall", sucedida unos setenta años antes del nacimiento de Eren? Me leí todos los tomos, y aunque es una historia interesante, no consiguió atraparme del todo, sin embargo, me sentí intrigada por un personaje que aparece ahí llamado Gloria Bernhart. El parecido que tiene con Hange es enorme: ambas están en el ejercito (el personaje de Gloria es de la Policía Militar), usan lentes, tienen cabello de un color similar, lacio, ojos oscuros, el mismo tipo de rostro, inteligentes y enérgicas, aunque Gloria es mucho más femenina que Hange. Llegué a creer que se trataba de su abuela, aunque sería imposible porque dicho personaje es asesinado casi al final, sin haber tenido hijos, pero decidí hacerme el headcanon de que sobrevive y tiene descendencia, lo que vendría siendo el padre de Hange. Es algo que exploraré en próximos capítulos y en otros fanfics.
Por cierto, el fanfic lo nombré como "Watashi wa Hange Zoë" porque me gusta mucho cómo suena la voz de Romi Park cuando se presenta como Hange, peeero yo no hablo japonés, así que, si hay algún error con la frase o cómo está escrita, favor de decírmelo.
En fin. Muchas gracias por tomarse el tiempo de leer.
Me despido
Agatha Romaniev
