Aquí vamos otra vez…

Anotaciones:

He aquí el segundo capítulo de esta (no) maravilla.

Disfruten.

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Kurama Projekt

~~Introducción~~

Capítulo 2: Tokyo City Blues

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Año 2072. Tokyo, Japón.

El cielo… El cielo sobre el puerto… ¿El cielo sobre el puerto qué?

Agh, como sea. Él no servía para esta mierda reflexiva. Y menos aún para la lírica que le resultaba tan aburrida y repulsiva en estos días. Porque para él toda lírica y hermosura se esfumó aquel día, el día que jamás olvidaría. Murió; él murió con ella.

Las cárceles de carne interpretaban su papel. Choques feroces de sudor y desenfreno, cuando aún se afincaban los retazos del frenesí indomable que, indeterminadamente de los participantes, siempre saca lo más salvaje del ser. Sexo en estado puro; la droga produciendo toda la exaltación.

Tuvo dos opciones: la tímida y callada pechugona, o la joven, atlética y excitable joven que venía lanzándole dardos espaciales a él desde que se vieron las caras, entre el humo multicromático, las charlas enaltecidas y los disparos de neón, centelleantes, en el Caribou. Naruto no se arrepentía de haber escogido a Yugito.

Ella le hizo una mamada en el taxi, conducido por un búlgaro que no diferenciaba tres palabras en japonés, y que había perdido su chip de idiomas (o se lo habían robado; su inglés tampoco era excelente), que los dejó estar mientras Yugito le hacía una garganta profunda, excusándose en principio en que simplemente quería recostarse en sus piernas; y por suerte, el conductor que parloteaba en lo que Naruto supuso que era proto-eslavo, no se dio cuenta de ello hasta que Naruto estaba alcanzando el primer clímax de la noche. Los habría echado a mitad de la carretera, pero Yugito hizo algo con su cerebro (probablemente un hackeo) y éste cayó inconsciente. El vehículo paró, terminó en su boca; el labial rosado atrapando la circunferencia, besando los testículos, como un felino probando un buen trozo de carne, cuando lo tragó todo. Tomaron otro taxi y se prometieron llegar a la habitación esta vez.

Shinjuku igual de iluminada e impersonal que siempre. En la puerta de casa le pidió pasar al baño; quería ponerse como loca previo al plato principal de la longeva noche tokiota. Él aceptó.

Una radio integrada al edificio a la derecha de la cama, apagada. La gomaespuma rugosa, humedecida por la concatenación de fluidos humanos expulsados en el vacuo intercambio. Él lamía y relamía sus zonas, mordía sus pezones con piercings de negro cromado. Ella no se quedaba atrás arañando gravemente su cuerpo con esas finas y estilizadas cibergarras, apretándole con colmillos sanguinarios el cuello cuando se introducía sin miramientos en su vagina. Pero no tardaría en notar que era inútil, pues él no lo sentía y su piel apenas dejaba moratones donde ella procuraba inmortalizar su marca bruta.

Desvencijado, su cabello rubio que sufría decoloraciones de zarco hacia las puntas. Golpes de palmas contra piel voluptuosa trasera. Las octavas de su gemido en un culmen de ópera, mientras la tomaba fortuitamente con toda la rabia no esparcida sobre los chicos de gumi, sus acérrimos contrincantes. Naruto la clavaba hondamente en su interior terso y terriblemente mojado, pareciendo que introducía su falo en el tobogán de un parque acuático, de ilusiones inverosímiles de danzas incongruentes de neuronas.

El encaje negro y roto colgaba de la zurda pierna de ella, la que momentos antes él levantó para meterse totalmente a fondo, instruyéndola en su juego con disminuida piedad. Conoció a Yugito en uno de los bares y salones que inspeccionaba para hallar parejas apetecibles a las cuales invitar una copa, llevar de la mano, llevarlas a casa. Una fauna curiosa se encontraba allí: prostitutas de todos los colores y sabores, trasvestis casi indiferenciables entre la multitud y hombres sodomitas que se quedaban impregnados de su imagen varonil, pero que desistían a su cacería conociendo qué buscaba el rayo reducido a chispazo en alta nocturnidad.

Esa noche electrocutó una nubecita rubia, adicta a pastillas de estimulantes efectos. Su ideal. Mas cuando esta se alzaba excelsa en el ejercicio consuetudinario de montarlo fieramente, de recibir y resistir durante horas la batalla sin cuartel de los no vivos de pulsantes y abrasados órganos, carcomidos por el desespero.

Cómo latía su pene en su interior. A punto de reventar y llenarla tal como ella pedía a grito desaforado. La asió del cabello largo, sudoroso, mostrándose un puerto de netrunners en la parte trasera de su cráneo, y mientras repetía la estocada que anunciaba un orgasmo en conjunto la tomó del cuello con mano libre y le conquistó los labios, introduciéndole la lengua y acallando sus gritos estridentes que lo estaban volviendo loco, en variados sentidos.

Los ojos de Yugito, implantes de un vacío espacial cuasi violáceo, rodaron tras sus parpados y en el blanco de sus globos oculares visualizó las estrías rojas de los tres triángulos azules que le convidó en el cortejo. Él iba igualmente puesto, él doble quizás, con tal de disfrutar, aunque sea un mínimo, esta barbarie denominada sexo poco afectivo. Tres pistoletazos en el interior prieto de la chica Kumo. Rompieron el beso y arrojó pedazos de alaridos incompletos, absolutamente recreables solo por un animal que acaba de ser herido de muerte, perforando bosque a traviesa su súplica lamentable, resonando en las indemnes verdes hojas que atestiguan el cruel hecho en la soledad de la nada. Cayeron rendidos y ella se recostó contra su pecho, y él guio la mano a su culo enrojecido, apretando y pegando, con cierta dureza suave, para hacerle saber quién mandaba. Y ella, enrojecida de sus mejillas, le dedicaba tiernos y acalorados besos de damisela descarriada; él correspondía. Yugito al final se durmió en su pecho. Y Naruto al techo quedó mirando: no podría dormir.

Un dragón de coloración carbón se enrollaba en la pigmentación de su hombro, cuasi subcutáneamente serpenteando hasta dejar postrada su cabeza en el bíceps del Uzumaki. Una insignia de unión, lucha y perseverancia; también de dolor, sangre y ostracismo. El repiqueteo del metal cromado de sus metacarpianos: estaba temblando. La consciencia metamorfoseó a algo informe e indecible que se le escapaba de los oídos a chorros, escurriéndose por las sábanas como río bravo, salpicando licuado de ideas y manchando la moqueta de diseños circulares de lila, violeta y rosáceo. Lo más semejante a un love-ho; sospechaba que el Halcali fue otrora vez uno.

Se evadió del abrazo. En el «cofre del tesoro» halló la tan esperada respuesta, calma para la tormenta, muy en el fondo, bajo fajos inagotables e incuantificables. Para evitar un clásico homicidio involuntario, se inyectó el inmunosupresor que Ebi le pidió encarecidamente que usara tras su última operación; era la primera vez que se inyectaba en dos semanas. Ya no surtía el efecto anhelado, ¿para qué seguir?

La crisis nerviosa del abuso de los estupefacientes, ya sea por ocio, ya sea por poder hacer su trabajo sin recaer, golpeando como un tambor, o como la caja no muy romántica del histriónico laserpop. En el sanitario, sentado, Naruto tuvo que reacomodar su mente a golpe de tablón, clavos doblados en este que dejaron huella profunda en sus sesos, sangraron la locura proveniente del exceso.

Tras varios intentos se solucionó el problema, pudiendo reconciliar su cuerpo físico con su mente afiebrada. Salió del baño, fue a la cocina, separada de la habitación tras unas paredes de papel, con sus puertas corredizas manuales incluidas, rebuscó por algo que le bajara los humos. Agradeció no recordar dónde estaba su chaqueta en la oscuridad del aposento, porque si no ya estaría tanteando en su palma los dos triángulos que le restaban (si es que Yugito no los había deglutido sin él percatarse).

Repantigado en el alféizar del ventanal mayor que iluminaba su habitación con el imperecedero neón de Shinjuku. Tres cuartos de lo mismo en cada escondrijo de la ciudad metropolitana de los expertos acumuladores de gomi. Un basurero atiborrado de basureros. Su cuarto de hotel más de lo mismo: latas de comida conservada consumidas hace eones y creando torres infranqueables, ropa sucia formando islas artificiales en el océano de amorosos tintes; tantōs, kunais, shurikens y katanas apoyados soltados al azar en una mesa que compartían con el armamento de un edgerunner ordinario: cinco cajas de munición y doce armas de distintos calibres que competían por ver quién era el primero en caerse en el espacio reducido de una, en teoría, mesa para el café. Había baratijas ahí que ni recordaba de dónde salieron, de qué muerto las heredó. Moneda en papel enrollado con cintas elásticas blancas en un bolso de deporte arriba del sofá que se aferraba y se escondía de la luz, a un lado suyo. Allí, en lo que Naruto gustaba llamar como el «cofre del tesoro», hubo eurodólares, neoyenes, algún céntimo brasileño y postales holográficas de viajes a paraísos inconcebibles de Somalia (aunque la mayoría de su dinero estaba en pinchos, detrás del cuadro que coronaba su cama).

Miedo de mirar a la cama, y no porque les tuviera especial pavor o asco a las mujeres, seguía siendo heterosexual después de todo, pero es que el rechazo que le generaba volver a encontrar una femenina forma inconsciente en su lecho le mandaba directo al baño con no muy prometedoras sensaciones. Quería digerir la barra de cereal que de ella solo quedaba el paquete que reflectaba haces iridiscentes a sus ciberópticas de última gen. El alba mortecina saludaría desde la plenitud. No faltaba mucho.

Se preguntó cómo sería tener una amada en estos momentos, cuando las palpitaciones inconcluyentes eran la singular prueba de fuego para saber si el él que se perdía en la conglomeración de perdidos y desalmados continuaba existiendo, sobreviviendo. Pensando.

Pensando llegó a la lúgubre elucubración de que no quedaba mucho. Faltaba poco. Y, entonces, amaneció; y los procesos se reiniciaron. Lo de anoche lo necesitaba, aunque no sabía si porque en verdad lo quería o porque su sinapsis burlada le decía que lo quería para quererlo. Sea como sea, lo quiso, lo hizo y ahora descansaba otra mujer adormilada que los rayos ignífugos ya procedían a molestarla, alzarla.

Desde el séptimo piso se veía a los jóvenes errantes, atrincherados en los callejones contiguos a un puesto de yakitori, consumidos por el flamante oleaje de otro opioide agonista, el Aliento del Diablo. Él no tomaba esa mierda; él consumía mierda de verdad, sintetizada y puramente explícita en sus efectos, los que él deseaba. Incapaz de destruir su ego. Dando impulsos eléctricos a sus ya de por sí electrificados implantes.

Humo que se perdía en la totalidad del mundo. Perdidos descarriándose, volviendo a casa a altas horas de la madrugada-mañana, para recibir a sus esposas/esposos con la excusa de un trabajo recargado al salir del club de muñecas deshumanizadas.

Una oferta del dos por uno en la tienda rigurosa de un obsesionado de las conexiones neuronales, vendiendo mercancía modificada a luces y señales del naciente día, ilegales quizás algunos, policías amigables incluso. Compraban allí, la mayoría adquirían allí sus preciosas fantasías de poder. Aunque, tuvo que preguntarse, de qué le servía exactamente eso a un oficial. ¿Seguían pretendiendo ser la ley, una representación fidedigna y cordial de ésta?

El sol masacrado en el horizonte, despejando la solemne tiniebla con prominente facilidad: ya eran las seis. Una almohada de plumas blancas le prestó su suavidad en la espera. A veces se dormía ahí.

Un quejido. Un aullido encantado y un estiramiento. Crujido, alguno. La respiración pesada de la recuperación post-dosis, desacostumbrada a la desmesurada aventura de los psicotrópicos. Tardó en reacomodarse y rememorar por qué y dónde había terminado. Quién la había llevado al horrendo y desordenado cuarto de un aparente feo hotel, y saber si es que la habían abusado, violado, o si es que realmente aceptó la oferta de buena fe.

"Estás despierto." Naruto oyó del lugar opuesto a la ventana. La rubia, con su cabello de terminaciones tintadas, estaba despierta, medio recostada, mirándolo. Su modesto pecho, semidescubierto, con las marcas rojas de sus mordidas feroces y sus apretones violentos como un fantasma inidentificable de medianoche. "¿Estás bien, Naru?"

¿Y esa cercanía? ¿Qué le hizo creer a la Kumo girl que ellos tenían la suficiente concordancia como para usar apelativos afectivos? Solo fornicaron como encelados, como bestiales seres despropiados del control. Amantes del descontrol. Qué le hizo pensar que podían acercarse, Naruto lo desconocía.

"¿Estás bien?" Repreguntó. Sonaba aún con el verso de la modorra, de un sueño pacífico que él jamás podría lograr. Enfureció.

La fusiló con sus azulencos ojos. "Bien…" La luz ya contrastaba sus mechones de un rubio, en otra vida, muy vivo y fulgurante, dorado. "Nunca estoy bien, zorra. Deja de preguntar."

Su atención regresó con los toxicómanos a pie de calle. Alguno intentó sacar gratis alguna vianda de locales abiertos a toda hora. No hubo suerte. Volvía cabizbajo, metiéndose cocaína sintética, muy hambriento. Todo con diáfano detalle, a decenas de pies del cotidiano hecho.

"¿Qué mierda te pasa?" Yugito dijo. Le costó su tiempo a ella el responder, el hacer sinapsis y darse cuenta de su agravio, de su apatía y severidad parca en su tono. Podía sentir lo amenazada e insultada que estaba, pero eso a él poco le importaba.

"Largo." Dijo Naruto.

No dijo más. No era necesario.

Ella se quejó y le pidió explicaciones. De qué le pasaba, de por qué de repente se comportaba como un imbécil. Él solo le repitió que se largara.

Tuvo un gran vistazo de su firme culo mientras ella se vestía (y por breves instantes se arrepintió de no obsequiarle una follada matinal), insultándolo por lo bajo. «Puto imbécil de mierda. Hoy ni siquiera se molestan en darte los buenos días estos idiotas malnacidos». Fue un déjà vu de otros quince encuentros, o finales de éstos, anteriores, en los que él siempre rehuía de la calidez temprana. Lo asqueaba.

Salió sin mediar nueva palabra. Perfecto. Lo digirió bastante rápido, a decir verdad. No todo el mundo se tomaba tan bien lo que en realidad se convertía él sin amenizadores del humor. Su alcohólico ser, sobrio y detestable.

En el alféizar la única compañía fue un narguile, dejado en la esquina contraria, para fumar hachís emulsionado: comisión de El Persa. Una película de polvo, muy visible en la mañana, lo encubría con uniformidad. Moléculas, una a una, conformándose en el olvido, en la tranquilidad del paso del tiempo.

Era momento de salir. Tenía cita con el matasanos.

~~o~~

Prisión de metal, atiborrada de carne. Eso era el metro a las horas de mayor movimiento ciudadano. Una caja de suelo amarillo y paredes grises y garabateadas fue lo que lo aproximaba a destino. Conducir fue peor, más en una ciudad con tanto tráfico como lo era Tokyo. Tampoco recordaba cómo hacerlo. En los trabajos él solía ser el disparador, la boca de fuego avisador y ejecutor que tragaba la mayoría de la metralla.

Su cara de inexpresividad, máscara de porcelana raída que llevaba consigo como a un gran viejo amigo, difunto, pero eterno en la mente. Los vaqueros con alguna mancha de sangre del día de ayer (trabajo, trabajo). Su cazadora de nailon con las mangas hasta los codos, azul oscuro; la camiseta negra se ceñía a su fornido cuerpo de atleta de la vida, corriendo por el borde, al filo de la muerte y de la verdad. Una bandana de tela negra cubriendo parte de su frente, sin insignia, solo negro. Detrás de la camiseta, unas chapas de identificación, similares a las de las fuerzas armadas.

Él era un edgerunner, un mercenario. Los tipos duros, uno de las tantas clases que había en su mundo, que no se detenían y que trabajaban por el pan degollando y robando, algunas tantas salvando y recuperando. Pertenecía al grupo de los exitosos ciberpunks que el mundo tatuaba sus nombres en pecho y espalda, que recordaban en BDs de sanguinolentas masacres, productos ilegales; aquellos a quienes las personas mal llamaban «leyendas». Ese era él.

Sin embargo, como una historia incompleta, sin final o abandonada, él continuaba vivo; con el estatus no tan impoluto, pero vivo al fin y al cabo. Y eso es lo que hacía a la gente pararse y replantearse si de verdad él cometía, y cometió, lo que se decía de su leyenda. Pues los vivos, curiosamente, son muy humanos, muy alcanzables y comunes. Y para las personas eso era incorrecto y se preguntaban: «¿Qué clase de leyenda vive?».

Naruto no tenía respuesta para eso. Simplemente supo que él y, teniendo en claro las diferencias y lo lejos que estaba de él, Adam Smasher compartían el singular honor. Aunque obviamente fuera de Japón Naruto era tan conocido como un productor de sake artesanal. Poco memorable.

Al salir del metro, quince calles los separaban de su destino de la fecha: la cocina de los Akimichi, una de las tantas. Acordó la reunión en la menos familiar, a poder ser, todo con tal de no cruzarse a nadie que le pidiese una recapitulación de sus fatídicos meses.

En la entrada fue saludado con bastante respeto por unos Yakuza de la familia, admirándolo cual viejo cuento de hombre cruento que en añejos tiempos sobrevivía a base de hazañas innombrables. «Kiiroi Senkō» musitaron incrédulos entretanto lo adulaban profusamente, perdiendo cualquier hilo de conversación e interés entre ellos, queriendo abarcar algunas palabras con un ente próximo a «leyenda inactiva». Naruto los despachó rápido, pasando tan raudo como su fama lo precedía al interior del local. Adentro lo esperaban. Naruto se tragó los triángulos que le restaban.

Sedente, inmerso en una apasionada lectura de unos libritos que Naruto bien conocía, vio al hombre de circulares lentes negros; implantados, unidos a su piel herméticamente. Tenía un pañuelo bruno que cubría la parte alta de su cabeza, hasta la mitad de la frente, atado con un moño detrás; vestía una rara bata de tela muy fina, de color oliva, más semejante a algo utilizado para dormir que al uniforme de un médico ilícito; pantalones holgados de otra época que se cortaban en la pantorrilla junto a unas sandalias azules que Naruto siempre pensó que eran para realizar una especie de deporte específico, talvez saltar ramas, una tras otra. Como siempre, leyendo un libro que era el epítome de la perversidad, la pretenciosidad y el pésimo gusto en la elección de palabras. Él era Ebisu (o Ebi), su matasanos, o ripperdoc, de confianza. Trabajaba con él desde los catorce. La confianza era absoluta, por lo que no había que temer una emboscada, y con «emboscada» no se planteaba en su cabeza una tradicional, de las que te deshilvanan a plomo y te tienes que verlas con decenas de oponentes sorpresas. De ese tipo Naruto las conocía a la perfección. Otro tipo podría ser la de Ebi, una de las que les esperan a esteparios seres como él que supieron tener su manada.

Se sentó frente a él, parrilla eléctrica de por medio, incrustada en una veteada mesa de artificial roble. Los levemente mullidos asientos rojos, que siempre ante su nuevo peso corporal se quejaban con aullido de estiramiento plástico. Su porte asustaría a cualquiera si se sentaba tan de sopetón, sin avisar. A Ebi, su excéntrico matasanos, no demasiado.

Cortó su lectura cuando por fin lo percibió. Un libro amarillado, físico, con hojas de papel plastificado y una portada llena de motivos amorosos. «Paradisea With Me», era el título de éste colocado en el anverso, y no hizo falta que se aclarara el autor para descubrir a quién pertenecía tal pretenciosísima obra, por lo menos de muy altivo rótulo.

"Oh, Naruto, me interrumpes en un momento precioso de introspección externo-espacial." Dijo de un modo melodramático Ebisu, sus pupilas, oculares similares de las de un telescopio, se salieron de la uniformidad plana y negra del ciberlente. Sus manos de alargadas y finas prótesis metálicas tantearon sus propias sienes, entretanto acomodaba la longitud de visión, excavando de su piel cada gramo de información.

"Siempre dices lo mismo. No cambio tanto, y soy fiel a mi matasanos." Dijo Naruto.

"No nos vemos hace varias semanas. ¿Qué clase de matasanos de confianza soy, que no me visitas aunque se te caiga uno de tus brazos?"

"Tienes la suerte, o la infortuna, de que no me averío muy seguido. Soy un profesional. Es lo que hay." Cercioró Naruto, divisando con cuidado sus alrededores. Todo limpio. "Si fuera un patán desgraciado, tal vez tendrías más trabajo y, por lo tanto, mayores ingresos. Mis heridas son tus ingresos." Naruto se arrellanó con mejor comodidad ahora que supo que Ebi vino solo.

"Mmm… yo diría que lo eres un poco." Ebi apoyó el libro en la mesa, cerrándolo y abandonando la lectura definitivamente. "Quizás ya no, pero en su tiempo te arreglaba más que a mis consolas de colección. También es cierto que ya no vienes a mí para las revisiones semanales. Diría que evitas a todos hace semanas…"

"¿Qué es lo que lees?" Naruto habló, fijándose en el librito que él elucubró que se trataba de pornografía encubierta en fantasía o aventura o novela romántica, puede que un poco de todas; el autor fue muy indeciso en la elección de contenido. "O, más precisamente, ¿qué ha sacado ese viejo pervertido ahora?" Quiso saber mientras tomaba prestado la copia de tapa amarilla. "¿Es otra fantasía de abuso de poder e incesto?"

"Ten más respeto por el Sabio de la Prosa Escrita, el Gran Samaritano que nos enjuaga con sus hermosas palabras y versos prosaicos." Pronunció Ebi el discurso, efusivo, cual fanático empedernido. Una mesera casi autómata se les acercó. Les pidió qué querían para comer.

"Espero que esta vez no se trate de un tal «Menma Uzukagi» que se folla a sus dos hermanas." Naruto dijo después de rechazar cualquier ofrecimiento, solo pidiendo un vaso de agua que jamás tomaría. "Una es rubia y la otra pelirroja (casualmente muy similar a mi madre), y éstas lo degradan y apartan durante gran parte de la vida, hasta que el grandioso Menma descubre que es el heredero de un estúpido poder milenario, la mayoría de las veces la bendición de un extraterrestre." A Ebi se le desfiguraba la cara de angustia, pensando que le estaba dando adelantos. "Y espero que esta vez haya tenido la buena voluntad de no describirme literalmente como uno de sus protagonistas."

"¿Cómo has sabido tantos giros argumentales? ¿¡Acaso te dio una copia antes que a mí, su fanático más acérrimo!?" Ebi se escandalizó ante el probable hecho. Llegaron los pedazos de carne rectangulares pedidos por Ebi, de mayor calidad que el promedio, pero aún industriales. Ebi puso unos cuantos en el asador con unos palillos.

"No. Lo sé porque son sus tropos favoritos. Nunca falla." Naruto le declinó a Ebi la oferta de compartir la carne y los vegetales entrantes, asados. "Es tan predecible como pretencioso. Y además, ¿qué tipo de título es éste? ¿En serio alguien se ve atraído por esta bobada?"

"Es que tú no conoces la historia secreta detrás de él." Comenzaba a comer las piezas cocidas. Un calabacín chirriaba en la hoguera eléctrica. "La inspiración le surgió en uno de sus tantos viajes. Estaba en México y conoció la historia de dos amantes, primos cercanos" aclaró entre dientes ", que huían de la ley de sus tradicionalistas familias. Tras miles de desventuras, por fin logran concluir su amor pese a las dificultades y a la complicada aceptación interna de ambos por sus lazos somáticos."

«Lazos somáticos.» Qué manera de llamar a la consanguinidad.

"Semanas después fueron acribillados por el cártel, porque debían mucho dinero. Pero lo que importa es que su historia de amor inspiró la poética mente del Gran Samaritano, y nos ha dado esta apasionante obra. El nombre gaijin viene de «paraíso» y «odisea», dos palabras del español, que combinadas conforman «paradisea»; algo relativo a «lánzate a una aventura de ensueño, interminable». Y la finalización al inglés sinceramente no la entiendo. Podría estar en japonés."

"Quizás Ero-sennin quiera aumentar su público." Naruto terció sin prestar verdadera atención al tema. "¿Cómo es que sabes tanto?

"Todo está comentado en el prólogo." Ebi dijo mientras engullía.

"Habrá participado de una orgía inolvidable en México, supongo." Naruto conocía a ese viejo pervertido como si fuera un padre (y era técnicamente su padrino), por lo que le pareció irreverente la historia de los hermanos o primos mexicanos incestuosos. "Para que lo recuerde tanto y les dé los honores de colocar un guiño en español en el rótulo principal." Seguramente alguna latina le succionó los edis, y algo más, y lo obnubiló con palabras de rarezas irreales.

"Agh, a veces no soporto tu frivolidad para con el verdadero y magnificente arte, Uzumaki." Ebi masticaba fuertemente, aunque nunca hablaba con la boca llena. Un mínimo de modales. "Estás muy enjaulado en tu mundo de Mantis y Sandys. Tienes que abrir un poco tu mente y dejar de interpretar todo a través de tu cuadriculada y metódica visión." Ebi gesticuló melodramático, lo normal en él. "Pero, como sea, de eso mismo quería hablarte hoy. Por eso te he contactado y llamado. Tengo una novísima pieza que te encantará y hará que el aceite de tus venas se caliente."

"No estoy hecho al completo de metal, ¿sabes?" Se quejó Naruto. "Mi sangre fluye como el día en que nací." No le gustaba que le recordaran su mayoría de composición metálica, pese a que esto fuere en parte su gran orgullo como edgerunner y, tristemente, como persona también.

"Pero un sesenta por ciento es un sesenta por ciento." Ebi había pedido unas bebidas alcohólicas que empezó a degustar nada más llegaron hacía unos minutos, y no dentro de mucho sacaría a relucir su imperiosa lengua descontrolada. "Estás hasta arriba de cromo. Da igual qué excusas pongas. Ya has trascendido el límite humano hace mucho. Cosa que me preocupa."

"Pero sigues dándome material." Dijo Naruto, apoyándose en la mesa, queriendo abarcar el tema de la reunión de una vez. "Y así lo prefiero. Si alguien tiene que preocuparse por mí, ese soy yo y solo yo."

Ebi, tras varios tragos, sacó de una bolsa con correa tirada a su lado, negra y de cuero de mala calidad, resquebrajado, un trozo de metal que inmediatamente puso su interés el rubio sobre él.

"¿Qué es?" Preguntó Naruto, mirando la cosa que parecía acomodarse a una superficie un tanto cóncava.

"Protección." Dijo Ebi cuando se lo pasaba para que lo sostuviera y analizara. "Coraza de titanio, con microfilamentos de policarbonato. Posibilidad de recuperación subcutánea con aglomeración de nanobots automatizados. Una bala, y miles de nanomáquinas empezarán a hacer su trabajo, recuperando la estructura original." Ebi demostraba un tono de convencimiento absoluto, quizás potenciado por la bebida. Vendía el producto muy bien. Casi siempre le encasquetaba lo que quería al rubio.

"Según tú es una excelente pieza. Pero ahora no busco protección." Naruto estudió la cosa, muy pequeña para ir en el abdomen, muy grande para rodillas u otras articulaciones. "Nunca me dan."

"Oh, pero esto no es una protección común y rudimentaria como un mero sistema tegumentario, mi joven Uzumaki."

"Ni siquiera sé para qué parte del cuerpo es."

"¿No es obvio? Es para la cabeza; esto cubrirá excelentemente tu lóbulo occipital. Un área muy sensible que se debe resguardar."

"Soy demasiado rápido como para que alguien me dispare en lóbulo occipital alguna vez. Mi Sandy experimental me evita ese problema. Soy el más rápido, siempre."

"Bueno. Uno nunca sabe cuándo será el día que acabé dicha suerte, ¿no?" Ebi trató de convencerlo con una sonrisa muy forzada. Estaba muy azorado y nervudo, de un momento a otro. La bebida acostumbraba a mostrar su verdadero rostro.

"¿Estás mal de dinero, verdad?"

Ebi no lo admitiría en voz alta, pero seguramente habrá cogido un virus ciberespacial visitando las fortalezas de datos filtrados de mujeres famosas, le habrán vaciado las cuentas, y se estará por quedar sin local. Otra vez. No era la primera, tampoco la segunda, y por eso, cuando Ebi se lo confirmó a Naruto a regañadientes, el rubio ni reaccionó.

"Podrías haber comenzado por ahí y nos ahorrábamos bastante tiempo, Ebisu." Dijo, y el susodicho bajó la cabeza, avergonzado. Pagaron la cuenta (Naruto lo hizo, Ebi estaba en la bancarrota), y emprendieron camino a su clínica.

"Fue por un buen motivo, eso tenlo por seguro. Me engañaron con que eran los pechos preciosos de Blue Moon."

Con cara de pocos amigos, pero ya acostumbrado a las incompetencias y carencias cognitivas de su matasanos, Naruto no respondió.

~~o~~

"Te digo que no hace falta, de verdad. Ya casi recupero todo."

No solo le quitaron todos sus créditos no cuantificados en papel, sino que además le quitaron sus datos. Datos de clientes y los suyos propios. Naruto le aseguró que los encontraría, y preguntó cuándo pasó.

"No fue hace mucho." Dijo Ebi. "Semana, semana y media." Entraron a la clínica subterránea de Ebi. Una silla de operaciones inclinada y alargada, todo cuidadosamente límpido (al menos era un pajero pulcro); los suelos cuadrados de losas blancas emitían una fría sensación, potenciada por la única entonación de luz azulina que cubría el tugurio. No muy grande, pues seguía siendo un maestre de la operación ilegal. No cabía la posibilidad de llamar la atención sin sobornar a los justos y necesarios, y Ebi llevaba las cuentas muy al día. Hoy ni tenía.

"¿Y por qué no me avisaste antes?" Naruto se apoyó contra una de las paredes.

"No quería molestarte con mis tonterías, mis descuidos. Como siempre andas a tus cosas la mayoría del rato."

"Debiste hacerlo."

"Ah, lo sé." Ebi dijo, apoyando la «pieza de cibernética» en la silla. Fue a una pequeña nevera y sacó una NiCola sabor naranja. Naruto rechazó la invitación de una; Ebisu necesitaría cada NiCola a disposición para no morirse de hambre.

"Me lo colocaré." Dijo Naruto, sin dejar lugar a las dudas o las refutaciones. "Te pagaré el doble. Luego, iré a por nuestros ladrones; no pudieron ir muy lejos si todavía te dio el tiempo de recapturar algunos trazos de tu Data."

"No hace falt…"

"Nada de eso. Entre esos datos también están los míos, por si se te olvida. Lo hago por ti, pero también por mí. Andando." Y como si fuera el dueño de casa, Naruto comenzó a desnudarse, apoyando todo en una mesa de madera prensada con patas de aluminio. En la pared contigua un mapa conceptual de organismos mecánicos. Hace décadas que Ebi abandonó la universidad y se dedicó a los negocios de la baja sociedad, y aún se veían los vetustos resquicios de esos tiempos: chips de información biotécnica, robustos modelos de miembros amputados, una fotografía holográfica frente a una prestigiosa academia acompañado de una mujer morena. ¿Por qué todos solían cruzarse por la misma vía?

Desnudo, Naruto avanzó a un diminuto habitáculo de dos por dos, y en éste se encontraba una simple ducha de pared, de cromo y con un filtro de veinte etapas. El agua corrió más cristalizada que nunca. Se dio el riguroso lavado un total de tres veces, la última como revisión más que otra cosa. Se limpió debajo de las uñas, las orejas, la nariz. Exhaló por la boca entretanto el vaho del agua caliente lo rozaba. Su cabello rubio y en punta, calado y caído. Respiraciones que lo sosegaban. Salió, se secó, volvió a la sala de operaciones.

Allí Ebisu ya preparaba todo. Naruto se recostó en la silla, una naturalidad absoluta de ambos por su desnudez. Médico y paciente en una complicidad agradable. El olor aséptico de la reciente desinfección invadió las fosas nasales del rubio en el momento en que los manipuladores, sin señal alguna del maestre matasanos, cobraron vida y se enchufaron en los conectores correctos e inyectaron las agujas en las venas adecuadas.

"Es verdad." Dijo Ebi, indivisible para Naruto, pero sostenía su tableta de biodatos, de eso no cabía ninguna duda. "Veo que en tu sistema los inmunosupresores están actuando. Una inyección matutina. ¿Algún motivo en particular?"

"¿Tener sexo cuenta como uno?" Medio bromeó el rubio, sintiendo el peso repentino de la anestesia. Un lúdico manto cubría sus embelesados ojos.

"No lo sé." Rio Ebi. "Depende de con cuánta asiduidad lo hagas, aunque he escuchado…" Ebi hablaba mientras preparaba la operación, poniendo la configuración preestablecida para él en un panel de brazo retráctil, sus dedos aguzados juguetearon. "Oye, espera, ya te estás yendo por la tangente."

"¿Tienes dosis de nanites?"

"Ah… Sí, siempre tengo. ¿Alguna herida preocupante?"

"Míralo por ti mismo, médico. No hay nada de nada. Es solo por asegurar…"

"Eso veo." La voz de Ebi se desentonó, su graveza aturdidora apenas perceptible para sus tímpanos hundidos en un balde de líquido metafísico. Naruto se durmió.

~~o~~

Tomó el inmunosupresor sin efecto en la cara del contento Ebi, quien no sospechaba de lo que acontecía debajo de la petrificada máscara de Naruto. En la enquistada formación interior. El rubio se despidió con un leve dolor en la parte posterior de la cabeza, en el lóbulo occipital; hallaba muy estúpido la implementación de esta cibernética a su cuerpo, pero en el estadio actual poco importaba.

Las dramáticas y ruidosas calles lo asaltaron sin rencor ni temor. Una cubierta plomiza sobre los cielos. Una publicidad de una muñeca alzando la pierna y mostrando su plastificado y aterciopelado coño en muy buena resolución. Un mendigo fumando algo con el olor nauseabundo del caucho quemado, mezclado con sustancias irreconocibles a la superficial olida. Un grupo de niños que correteaban, con ropajes raídos y desmejorados, despreocupados de la vida y las implicancias horrendas de ésta, ajenos a su realidad, y lamentablemente no por mucho.

Volviendo al cielo sobre el puerto y la maldita ciudad… la ciudad estaba explotada en neón y apestaba igual que siempre. Apestaba los días de sol, los días de lluvia, los días de lluvia ácida, los días de alto riesgo de tifón, los días… Bueno, el punto ya se entendió, ¿no? La ciudad era una mierda que ofuscaba y destrataba a todo aquel que anduviera por sus calles. Civiles sin alambres en sus carnes; mutantes con metales incrustados hasta ya se sabe dónde. Pertenecía al segundo grupo, a excepción de que él no se colaba cosas por el culo. No era su tipo de afición. Prefirió mil veces más la sensación excitante de sobrevivir a su décimo octavo intento de convertirse en una leyenda de verdad, cortando gargantas con una espada recogida del suelo o disparando a quemarropa en las sienes de desgraciados infortunados de cruzársele en su camino u objetivos de sus trabajos: la vida de alguien que corre al límite, pero que nunca cae al abismo a pesar de sus cuestionables acciones que algún día, indistintamente de su opinión, harían que se diere.

Tenía una misión, pero difícil sería llevarla a cabo sin la asistencia de un netrunner. Cuando se proponía revisar sus contactos en busca de soluciones, obtuvo el mensaje de su contacto fiable.

«Hay nueva mercancía. Te puede interesar.»

Quizás hoy no se paraba el día para investigaciones, interrogaciones, conexiones y demás parafernalias de detectives de novela negra en distópicos entornos. A nadie se le podía echar la culpa por querer holgar un rato. Y ni siquiera eso, pues necesitaba de aquello que su contacto le ofrecía para solucionar lo de Ebi, recuperar los datos y evitar que entrara en números rojos, o que se mantuviera en ellos durante demasiado tiempo.

En resumidas cuentas, necesitaría algo de material para que la maquinaria siguiera adelante.

En el camino sintió ojos indiscretos hacia él. Lo ignoró cuando no percibió nada destacable en su inmediato campo de acción o visión. Habrá sido casualidad.

~~o~~

Entre ratas del tamaño de un perro y esperpénticos diseños de robótica y armamentos de chatarra puestos al azar en un patio interior, se encontraba la guarida de Volgarr. Tierra infértil y de muy antigua concepción. Una puerta de acero macizo, muy gruesa. Pesaría sus buenos kilos. Como siempre, la tocó, tres veces, luego dos golpecitos muy veloces. Inmediatamente, una rendija se abrió y unos ojos vetustos como ásperos le gruñeron con un ceño no muy amigable. Eran perlas azulinas que contrastaban tremendamente con el negro de los párpados, el blanco de la esclerótica. Le reconocieron y pasaron a la socarrona complejidad de un lobo solitario y emblemático. Creyó oír una risa, incluso. ¿O era la tentativa de una?

Se cerró la rendija. Escuchó el destrabar de mecanismos de seguridad. Un sonido como de fábrica industrial dio la orden para que la puerta, de particular apertura, con bisagras no muy convencionales, se abriese. Naruto del otro lado solo recibió un sucinto «pasa» de una sombra escurridiza que se metía en la lúgubre garganta de una bestia. Muy estrecho y oscuro, escalones mohosos y desmejorados. No se distinguía el color de las paredes. De nada, en realidad. Naruto bajó por las escaleras en penumbras.

Detrás de una puerta de corredizo funcionamiento, una sala más iluminada, pero no por ello menos extraña o sobrecogedora. Se asimilaba como un laboratorio clandestino donde se descubrían los secretos más penosos y resguardados de la medicina, donde se experimentaba, al límite, con lo que haya y se pueda. Y tampoco estaba tan lejos de la realidad las primeras impresiones que uno le enfundaban estos pensamientos. Mas si explorabas o reconocías los materiales lo suficientemente bien, podrías acertar a las dudas con el hecho de que allí se preparaban toda clase de mezclas ilícitas, de entretención o combate. Tubos cilíndricos con líquidos de variadas coloraciones, dentro plantas resecas y absorbidas. Alguna plantación aquí y allá, en pequeños invernaderos cuadrados enjaulados en las paredes. Mesas de metal unidas chapuceramente donde se realizaban mezcolanzas de polvos con morteros. Un trabajo relativamente manual si es que ignorabas los conjuntos de máquinas de intrincado entendimiento, pero que uno suponía que servían para la preparación final, el producto terminado.

Volgarr era un excombatiente de los Balcanes, mercenario, cuando sucedió el último éxodo albanés tras la falla de restitución de su independencia. Estuvo años a la deriva, traficando con todas las naderías y joyas ocultas que él y sus compañeros pudieron rescatar de los conflictos locales. Un capo de la mafia italiana lo percibió como alguien de negocios aceptable; trabajo por Nápoles una temporada, amenazando y torturando incumplidores. Mataron a su jefe en una balacera cruzada, y de algún modo terminó en Viena sin dinero y con algo de contrabando. Tuvo la suerte de encontrarse con viejos amigos por allí que lo inmiscuyeron en lo que hoy día es su principal ingreso: producción ilegal de drogas de diseño, y otras tantas mierdas que vendía para salirse con un poco de rentabilidad.

A Naruto, como un cliente ejemplar de fidelidad, lo trataba de cordial manera y le daba siempre lo mejor. En una estantería se atiborraban todo género de pastillas, de muchas formas y colores; una particularidad traída de Medio Oriente eran los triángulos azules. Pero, por lo visto, hoy no arribó dicha carga esperada. Entonces Naruto se preguntó para qué Volgarr lo había contactado. Y éste regresó de una habitación contigua, tal vez con algo de mercancía. ¿Cuarzos, quizá?

Siempre vistiendo ropa de cuero muy rígido, puede que una costumbre mafiosa, Volgarr era un negro alto de reflectantes ojos azules, cabello rubio rapado. En sus facciones destacaban unos labios pronunciados, sobre todo el inferior, y una nariz dispareja que nunca se sometió a operaciones y que por ella, además de las cicatrices que se tanteaban en el curtido rostro, saltaba a la luz un historial extenso de conflictos. No corría con la misma fortuna de Naruto de poseer un Sandevistan declarado como único en el mundo en su haber.

"Veo que sigues con vida, aún. Me sorprende." Dijo Volgarr mientras se acercaba y se saludaban como dos viejos colegas de escuela. Tenía esa burla permanente cuando hablaba, una mueca socarrona que deslumbraba con una hilera de dientes muy blancos.

"Y a mí que la poli no te haya metido cuatrocientos kilos de plomo por jugárselas una y otra vez."

"Es lo que pasa cuando cuidas a tus mayores compradores." Él se excusó complacido. "Si tienes a los corporativos contentos y en júbilo, los polis, que ya de por sí son unos adictos de cuidado, harán la vista gorda cual perro ciego con el hocico roto." Volgarr lo invitó a salir a dar unas vueltas. Ya sabiendo lo que se venía, Naruto aceptó solo ir hasta el tejado. No muchas ganas de deambular por Tokyo, ayer fue lo bastante ajetreado.

Escaleras auxiliares, oxidadas y en desuso, los llevaron al techo del edificio derruido y abandonado en la zona de Chiba que Volgarr sabiamente se había apropiado. Anteriormente, el edificio perteneció a una banda de posers productores de anime/manga sobre mechas, y algo de pornografía muy deleznable. Naruto fue contratado por Volgarr para expulsar al grupillo de Metalmaxers, con la excusa de que ellos estaban distribuyendo virtus con menores de edad en su catálogo. No resultó ser mentira, y el edgerunner recién vuelto de bélicos encuentros despejó la zona fácilmente para Volgarr, quien requería de un nuevo laboratorio para sus invenciones. Naruto fue contratado varias veces para desarticular grupos rivales que trataron de reconquistar el inmueble, y defendió los intereses de Volgarr; y fue entonces cuando comenzaron una cooperación más amistosa, sobre todo porque Volgarr se mostró útil para el rubio dejándole en sus manos contrabando de primera, generalmente fármacos y suplementos adrenalínicos.

En la azotea, con las luces indiferentes de la ciudad apuntándoles y cegando a los indolentes transeúntes, se acomodaron en sillas de plástico rojas con piernas endebles.

Volgarr sacó un inhalador e inspiró un humo verdoso, inodoro pero ácido a la vez. "¿Me haces los honores?" Le dijo Volgarr a Naruto, ofreciéndole un golpe de «aire fresco». Un pendiente diamantino con forma de lágrima centelleaba en la oreja izquierda del traficante. "Es mierda buena. Ya me comprendes. Hará fluir tus glóbulos rojos."

"Si digo que no se retrasaran mis entregas una semana, ¿o no?"

"Puede."

Naruto tomó el inhalador, de verde muerte vaporizada y concentrada. Una cosa potente. Aunque contuvo la tos. Se lo tendió devuelta a su dueño. Y la relajación muscular y la claridad mental llegaron a él como un baldazo de agua gélida, cercano al punto de congelación.

"No hay efectos secundarios. No alguno que pueda afectarte a ti, por lo menos." Volgarr rio con ironía.

El rubio le contó sobre lo de Ebi. Atento, el negro oyó los desmanes de su ripperdoc de confianza. Naruto le comentó que probablemente necesitaría uno o varios corredores para hallar a los culpables del allanamiento.

"Veré si puedo dar con algún corredor. Quizás aquellos franceses. Seguro que encuentran a tus ladrones." Dijo Volgarr una vez terminada la anécdota. "Veo que no te tomarás la semana libre."

"No." Tan rotundo como siempre, Naruto respondió. "Tendré que atrapar a estos ladronzuelos antes de que cambien de ciudad, país o continente.

"¿Están en Japón?"

"Es del único modo que pudieron acceder tan profundo en la red de Ebi. Además, él les pudo cortar la transacción de datos a tiempo, rescatando una dirección inexacta y reservando algunos pedazos de su Data."

"Vaya lío." Expresó Volgarr. "Problemas con invasión de piratas de la Red. Mi mayor pesadilla."

¿Tienes lo que necesito?" Naruto preguntó.

Volgarr sacó del interior de su abrigo un paquete de lechosas gominolas, purificadas al extremo. No eran dulces, eso por descartado.

"Ya conoces cuál es la dosis recomendada. Y cuál es la dosis no recomendada que te recomiendo que tomes si es que las cosas se ponen peliagudas."

"No es mucho." Notó el rubio. Cuatro formas gomosas que despedían tenues brillos dentro de una bolsita transparente, hermetizada.

"Sí, no es demasiado, pero es todo lo que pude obtener esta semana." Volgarr jugueteaba con un par de dados de obsidiana de esquinas lijadas, a momentos aspirando el vapor verde del inhalador. "Dos cuarzos deberían bastar para toda la actividad de una semana, tres incluyendo esta pequeña cacería tuya. Quizás deberías de bajar el ritmo. Los rumores de tu perdición son cada vez más fuertes. Y mira que a mí me conviene que andes todo el día enchufado, mayor rédito para mí. No obstante, los clientes muertos no pagan muy bien, y no traen sus cuentas tan al día como tú."

Naruto se irguió, levantándose de su asiento. "Como sea, nos vemos luego." Dijo, no muy agradado de recibir un sermón de quien se suponía que solo quería su dinero.

"¿Vuelves al ruedo?" Volgarr curioseó, demasiado entrometido el día de la fecha.

"No lo sé." Naruto se dirigió a las escaleras endebles, tanto como las patas plásticas de las sillas que se tensaron al máximo cuando resistieron todo su peso. "Puede que así sea."

Volgarr inhaló viento, luego calmante e hipnotizante diafanidad.

~~o~~

Se apeó en una de las aglomeradas tiendas low cost, pertrechadas con todo lo necesario para la vida diaria, que abrían y no cerraban nunca; las veinticuatro horas del día, los siete días de la semana, todo el tiempo. Atendidas siempre por una máquina ambulante de miserable depresión, se llevó de allí el tetrabrik de un rancio jugo de naranjas. Por supuesto, no sabía a naranjas y podías saborear en él retrogusto de decenas de maquinarias industriales y oxidadas, descuidadas. Los dedos ajeados del robot industrial que los producía.

Otra vez, sintió que alguien lo perseguía, lo observaba desde las sombras empequeñecidas y profundizadas por los retazos de neón (por eso se apeó antes de volver a Shinjuku). Dudó de sí. No podía decirlo con certeza, pero en la parte trasera de su cabeza, picaba aquel subliminal sentimiento que los de su calaña adquirían y desarrollaban únicamente con la experiencia de ser acribillados, asaltados y golpeados decenas de veces. ¿O puede que fuera el nuevo implante haciendo de las suyas frente a la carencia de inmunosupresores?

Aunque, el problema de ir el ochenta y siete por ciento del tiempo colocado, era que llegaba un momento en que confundías las manías persecutorias con el instinto más básico de supervivencia.

Y, para colmo, no tenía Yeheyuans encima para apaciguar sus nervios indisciplinados. Olvidó comprarlos en el konbini.

Por norma iba desarmado de aquí para allá, no necesitando más de lo que ya tenía implantado para sobrevivir. Sin embargo, y solo para asegurar, se metió en callejuelas iluminadas por tiras selváticas de alambre, de donde kanjis refulgentes jugaban a no decaer ante la miseria y el descontrol: el tumulto desacomodado de seres que a pie apilaban la ciudad.

Los suelos siempre sucios de los callejones casi portuarios de Narashino. En uno de los tantos rincones el negocio de Julio, al aire libre (o cuan «libre» podía ser encarcelado en la muchedumbre).

"Necesito un arma. Para alquilar." Dijo Naruto. "La devolveré enseguida." Cubierto de chapas y con armamentos dispuestos, ésta era una de los negocios de alquiler más comunes de Japón.

"¿Estás recurriendo a la vieja usanza de disparar?" Dijo Julio, un viejo mitad gallego mitad australiano. Muy bajito y con greñas bermejas de alguien olvidadizo y pasivo. Un chaleco morado sin mangas y desajustado, camisa negra, vaqueros claros y una gorra de antiguo equipo de beisbol, irreconocible para Naruto. Manos entrelazadas en su espalda, y una recta postura. Por sus pintas, uno diría que vendía chocolates y golosinas, y no que alquilaba revólveres de alto y bajo calibre, junto a alguna que otra metralleta escupidora de porquería, de buena cadencia.

"Estoy tratando de asegurar." Dijo el rubio ojiazul.

"Ya veo. ¿Te parece una Lexington modificada con supresores de sonido?"

"Lo que sea que mate o inmovilice, pero que no destroce, desfigure. Quiero una caza limpia."

~~o~~

La llovizna caía perennemente mortecina. Preveía un intercambio mortal.

Con el arma cargada y puesta en modo de disparo simple, Naruto se encontró más calmado. No porque antes, desarmado, sintiera miedo, sino porque si su perseguidor terminaba siendo alguno de los ladrones de Ebi, necesitaba capturarlo con vida, y no como una plasta sangrante con una descontrolada hemorragia en curso, destrozada y sin cadera porque sus irresponsables Garras le jugaron una mala pasada nuevamente.

Sucedía con asiduidad, para su infamia.

Naruto se quedó mirando el reflejo de un escaparate, dentro vendían ropas de lo más estrafalarias, es decir, a lo último de la moda. Explotado de abalorios y «cosas ciberpunks» que ningún hombre o mujer de calle que se precie se pondría ni con la mejor recompensa del mundo. Fantasías de ricachones, pensó Naruto, o de pobres más pobres que ellos, los corredores de riesgo de la nueva era.

En la distancia, con la aguzada percepción de águila de sus ciberópticas, Naruto desentrañó del resto a un ente que discordaba. Encapuchado, de abrigo holgado. Se perdió ni bien entró en contacto con su forma. Un genio del disfraz. Naruto continuó su sendero, pese a no estar cien por ciento seguro de que ése fuera su molesto observador.

Devuelta la sensación volvió, con venganza y con el triple de obviedad. Podía recitar en voz alta cada paso que daba su seguidor, que como un fantasma se movía encapuchado entre los marineros y los vagabundos pedidores de dinero. No lo vio, pero lo sentía. Dedo índice sobando, en el secretismo de los bolsillos de su cazadora, la redondeada estructura paralela al gatillo. Hastiado, se metió en el próximo callejón, oscuro y húmedo, y caminó hasta el fondo de éste. Contó hasta diez y se giró. Enganchó el dedo dentro, pulsando leve y febril el gatillo debajo de las ropas.

En el callejón, Naruto y su perseguidor descubierto se enfrentaron, dándose las caras, pero manteniendo una respetable distancia. Repentino pero perceptible, su adversario comenzó a trabajar en el plano ciberespacial, de una manera tan sublime que lo apabulló y lo hizo verse encerrado. Las fantasmagóricas entidades carmesíes carcomieron sus pensamientos, quebraron lo que sus ojos azules recibían del entorno, despedazándolo todo en bits informes. Lo estaban hackeando, doblegando; su corteza cerebral hirviendo en una crepitante llamarada. No podía sacar el arma, no podía disparar. El sujeto frente a él se concentró explícitamente en su mano hábil, como si esperara que fuera un tirador diestro.

Para evitar el inminente hackeo, Naruto arrancó de un bolsillo interior de su cazadora las gominolas blancas de Volgarr, tres veces más potentes que una dosis completa de Nácar Negro. Que el hijo/a de puta se las vea con su sistema central en anarquía absoluta, a ver si podía corromperlo en un estado de semi-ciberpsicosis. Masticó los cuatro cuarzos, y se los tragó. Textura blanda e interrumpida por escamas vidriosas.

De inmediato, Naruto sorprendió a su atacante resistiendo la embestida que pretendía descargar un shock eléctrico para retenerlo o dejarlo inconsciente. Muy crédulo este netrunner. De la nada el rubio saltó y desenfundó una Mantis que rozó un mechón casi rojizo que se le quiso hacer familiar. Pero éste no era el momento de reminiscencias amenas, luchaba por sobrevivir.

Con la zurda, Naruto intentó clavar a su adversario contra el muro hormigonado con forma ladrillada de la callejuela. Lo esquivo por poco, rodando a un lado, hacia el interior del callejón, polvo y pedazos de escombro cayendo de su posición anterior. La Garra Mantis ni sufrió el menor de los daños. El individuo se internó más en la oscuridad, pretendiendo, con acrobacias exquisitas de un avezado gimnasta, escaparse y trepar a algún balcón.

Con los potenciadores extendiéndose a través de su cuerpo como un ardor intransigente, Naruto le persiguió, la sombra ya había dado tres saltos. Él, ayudándose con sus Mantis, trepó una pared, corriendo por ella cual arácnido ser, su Sandevistan activo le hizo alcanzar en un parpadeo al sujeto en cuestión (tuvo la dicha de que éste por fin le respondió). Y cuando se disponía a reducirlo, habiéndole realizado un placaje en mitad del aire, este ser se volteó hacia él y, de un casi invisible ademán, le disparó con algo que lo aturdió y los mandó directo al suelo, varios metros debajo. Ambos golpeados y caídos, Naruto tardó más en recuperarse.

Tosió fuerte y, con la vista dada vuelta por su posición acostada, vio cómo la sombra se escurría a las calles con una gracia shinobi. Él el torpe samurái que no puede proteger ni una compuerta con su terribles sables. El rubio reaccionó rápido, y solo porque iba puesto, de otro modo se habría rendido de una posible persecución ahí mismo.

Naruto persiguió al desconocido encapuchado, de mechones rojizos, por la acera, corriendo y empujando a todo el que se le cruzaba. La Lexington en mano. Ya había ocultado sus Mantis; innecesarias mostrarlas en la multitud, pensarían que era un ciberpsicópata de verdad y provocaría demasiado alboroto entre la persecución. Su visión, por el presente conglomerado de estupefacientes actuando en su organismo, se borroneó unos instantes, y tuvo que, con tremenda fuerza de voluntad, no perder de vista al encapuchado.

Creyendo haber alcanzado al individuo de incógnito, volteó a la persona inequívoca, poniendo el cañón del arma alquilada a centímetros del cuello mientras fingía ignorancia. Una mujer. De la mano iba con un niño de unos siete años, tal vez su hijo. La gente de alrededores miraba en tensión, casi esperando el inicio de una masacre tétrica y bastante recordable en los BDs de lunáticos que lo dejaron todo en el asfalto tokiota. Y él encañonando a una madre inocente. La soltó, y ella dudando, Naruto le ordenó, con una voz que no sintió como suya, que corriese, que se vaya de una vez (antes que cosas peores le ocurrieren).

Se cuestionó allí si realmente hubo un perseguidor y no estaba alucinando. La gente murmuraba, temerosa y deseosa de que al fantasma de una leyenda lo abdujese las vilipendiadoras garras de la muerte. Ya ni vergüenza encontraba para sí.

Escondió el arma, y emprendió ruta a ningún lado. Su corazón latía demasiado veloz como para descansar. Sus esquinas del mundo se regocijaban en una inconstante difracción de colores y haces psicodélicos. Un nuevo ataque, y en mitad de la metrópoli. Su GPS interior oliendo el cobre fresco, degustando la sapidez metálica de la batalla que intrínsecamente liberaba mares de endorfina y adrenalina. Se mordió la lengua, con tal de mantener un poco de cordura en el pánico descarriado de su mente.

A cinco calles había un local repleto de soldaditos del gumi. Naruto saboreó la sangre de su propia lengua, que mordió en un ataque irrefrenable de histeria.

Cuando la policía arribó al sitio de un tiroteo que puso en estado de alarma a todos los efectivos del distrito, ya no había gumi, apenas se podía decir que hubiere un local.

~~o~~

Mil pasos en el incendio, fue increíble el infierno. Llegó a casa. Su porte impoluto, exceptuando sus brazos. En la entrada una nota escrita en kanjis caligráficamente excelsos. «Púdrete en la pobreza, edgerunner», decía la nota. Firmada por Yugito Nii. No lo decía, no estaba firmado, pero Naruto lo supuso, lo supo de maneras incongruentemente verídicas. Su sexto sentido. Fue ella. Ninguna otra.

La zorra con la que copuló la noche anterior le había robado, entró a su piso y le desvalijó lo que halló por allí. Sus armas, su munición, sus monedas locales como extranjeras, alguna chaqueta muy buena y bonita (regalo de alguien), todo saqueado. Incluso rebuscaron detrás del cuadro, donde una caja fuerte (que en el mensaje de bienvenida al piso se daba conocimiento de ella, de otro modo Naruto no habría reparado en ella) rota, con la puertita colgante, y rodeada de hollín de una explosión no muy lejana en el tiempo lo saludó de una manera lamentable, avisándole que, efectivamente, debió de colocar sus ahorros en uno de los paraísos de los Nara. Intrépidos artistas de la evasión fiscal y del dinero negro.

También entraron en la cocina, rompiendo las paredes de papel, y, en un acto de lo más deleznable y miserable, le vaciaron la alacena y el refrigerador. ¿Qué clase de cobarde haría eso? Kumo Boyz fue la respuesta veloz y sencilla. Una cosa era llevarse todo su dinero, junto con todas sus herramientas no muy convencionales de trabajo, desvalijándole cualquier pertenencia de valor o posibilidad de recomponerse del golpe, pero algo muy distinto fue dejarlo sin cena, sin desayuno y probablemente sin almuerzo. Y si para algo Naruto Uzumaki seguía siendo un niño mimado y quisquilloso, era para con la comida; odiaba las pestes que se servían y vendían en los locales y supermercados de Tokyo. Él preparaba todo cuanto comía, con dedicación y con ingredientes lo menos artificiales posible, pues era su sustento proteico y alimenticio que le permitía mantener su desvencijado ritmo de vida.

'Qué bastardos.' Pensó, y en su mente empezó a conjeturar una plausible venganza, en algún futuro.

Se sentó en el sofá donde alguna vez hubo un cofre de tesoros, al frente de una mesa de café que antes estaba colmada de lo que podrían ser los juguetes de un niño yihadista, y contempló el vacío más allá del existencial. Dejó la pistola alquilada sobre la mesa, se lavó los brazos ensangrentados en el lavabo todavía utilitario, bajó a un negocio de la calle a comprar algo que lo apaciguara. Volvió y se sentó en el mismo lugar, ahora con cerveza barata y burbujeante en mano.

'Era netrunner.' Se dijo a sí mismo Naruto, como un hecho tan cristalino como la malversación de fondos de la ciudad de Nakano. Los detestaba, a los netrunners, eran su mayor debilidad. 'Seguro que se ha saltado el sistema de alarma.' Miró con desgano los puertos de conexión de la casa. Ninguno estaba fuera del hogar, pero con colarse en la columna vertebral del edificio (sala de control, cámaras y demás) bastaba para romper sus protecciones de contramedida. No obstante, se necesitaría la huella digitalizada del ADN de su persona para destrozar las seguridades de…

'Ebisu… maldito idiota pervertido.'

Si su perseguidor se colaba por la entrada principal, extrañamente funcional, y le pegaba un tiro para mandarlo al otro barrio él le estaría muy agradecido, tanto como para gratificarle con el cuarto de cerveza rancia que se rehusó a tomar. Una cosa era cromarse hasta la inconsciencia y deshumanización de uno mismo, otra muy distinta era el beber el análogo del mercurio en 2072 que simulaba ser alcohol tragable, medianamente digerible.

Consciente al fin de cómo se dieron los hechos, y al tanto de que el ataque fue planeado con antelación por la filtración de los datos de Ebi, se quitó la cazadora, tirándola al suelo, y se recostó en el colchón de gomaespuma desnudo, que realmente siempre estaba así, ennegrecido por una explosión. «Quiero colocarme algo. ¿Me dejas el baño?», había dicho Yugito. Samui también era corredora: le quemó los sesos a aquella Bosozoku de las Violet Empress. Muy animadas y promiscuas.

Al menos no lo dejaron sin sitio para echarse una siesta. De soslayo Naruto vio el inmunosupresor, algo de grado militar que se insuflaba desde la adolescencia, que trajo consigo de la clínica. Se suponía que aquello se inyectaba tras una implantación de cibernética en el cuerpo humano. Él nunca lo necesitó, porque él era especial. Invencible, anormal: llámalo cómo quieras, pero fue un hecho fáctico. Su resistencia al metal estaba por encima de la media. Uno entre varios millones, le dijo su camarada, que le admitió que gracias a cualidades similares, y a su tremenda elocuencia y falo, él sedujo a una hermosa neurocirujana de Night City. Un mitómano de cuidado, pero, aun así, resultó ser alguien verdaderamente especial.

La difuminada forma del cilindro que inyectaba la pacífica mentira del bienestar en la esquina de su visión, puesta en una mesita de cajón caído, también vaciado. Duradera la falacia tanto como la droga en sí. Sus ojos se cerraban, el sueño lo alcanzaba. Mientras decidía qué hacer respecto a los inmunosupresores, Naruto se durmió. Profundamente cayó enmarañado en la fiebre que lo estranguló de manera repentina.

"Soy una leyenda." Se dijo. "Soy leyenda."

~~o~~

Despertó a la madrugada. La boca tan seca como un paseo por Kazajistán. Los miembros entumecidos, como si un camión los acabara de arrollar, destruyendo todos los nervios u opacándolos ante el susurro crítico y ominoso de lo que arremetía contra su integridad ininterrumpidamente. Un disparo eléctrico encendió la radio en un falso contacto, la estación pop lo recibió con melancólicas melodías. Tristeza romántico-trágica. Una botella a medio beber, un arma faltante en el arsenal.

La psicosis, movida por la maquinaria cibernética, potenciada por ésta, exudaba un calor insoportable que lo hacía sudar hasta el mínimo mililitro de agua de su composición corpórea. Tal vez fuera una ilusión, pero juraría que debajo de él se hallaba ya un charco de su desdicha, o es que se había orinado. Puede que ambas.

"¿Sigues ganduleando en la cama, dobe?"

En su epiléptico devenir, Naruto levantó la cara del incendio críptico que apabullaba su mente. Allí se paró un ente, un fantasma de épocas mejores. Tiempos en los que se hablaba de tener grandes futuros: renombre, dinero y unas chicas pasionales. Preciosos amuletos de prosperidad. Se hablaba de tener futuro. Tenían un futuro.

Futuros.

Naruto se irguió como el resurgir de un rey enervado por la extinción de su casta dinástica, y encima de la gomaespuma, y en todo el cuarto silencioso, se escuchó el silbante canto del metal chirriante contra el metal. Cromo enfundado en ira y miedo. Terror a los iconos del pasado que supieron inspirar grandes gestas, valientes y violentas.

Unas Garras Mantis bisbisearon con excitantes promesas cuando Naruto se abalanzó al fantasma de increíble personación. No existía. No era verdad que él lo estuviera insultando nuevamente, reclamándole su falta de compromiso. Clavó hondamente en el pecho del farsante, el ventanal que su única acompañante fue en todas las noches insomnes de pavoneo insípido se encontró roto, con su cristal rajado manchado de la sangre alucinantemente verídica. Cometió el gravísimo error de mirar a los carbones doloridos y amistosos.

"Te obsequio mis ojos, hermano." Dijo el chico de cabello azabache, en sus ojos reflejado el humo accidental de un fuego insistente. Un fuego que se apaga, extingue. Rasgó, quebrando todo a su paso. La sangre brotó con violencia cuando despegó su Garra Mantis diestra de su vientre, como si en su interior ocultara decenas de bolsas de contrabando que solo contenían la sangre de un donante. La ventana rota aliada con el neón de afuera producían el efecto de una inundación de escarlata en la habitación del Halcali, contrastando con el negro ahogante de las sombras. Un mundo de dos colores: rojo y negro.

Se extinguió la llama.

Su Sandevistan iba tan rápido que vio la propia activación de éste de espaldas, o esa fue la impresión que obtuvo al perder la compostura, al ceder a la locura. La luz lo encegueció un instante, la emisora prendida.

En medio del ataque psicótico, sonó en la radio una estúpida canción de amor. «I really want to stay at your house», él oyó de fondo cuando realmente se estaba quedando sin vida en su propia casa, yéndose de esta mundana y fracasada realidad. Tuvo la vanidad de ponerse en zapatos que no le correspondían, y farfulló lo que quizá dijo en su último baño. Una bala de angustia aturdiendo sus sentidos.

Qué irónico que aquellas serían sus últimas palabras: «Soy una leyenda». Myu tenía razón. Cuánta razón.

Cuando seguramente las fuerzas policiales japonesas intentaban aturdirlo y reducirlo, cual lunático con Sandy que hoy usualmente se descarriaban, con hordas de efectivos, tuvo la onírica sensación de que un fantasma carmesí tomaba posesión de su cuerpo.

Soñó con ella, y él murió con ella.

…Continuará…

~~x~~

Anotaciones Finales:

Me he tomado mi tiempo, pero aquí está el segundo capítulo de esta cosa. Me agrada de momento lo que sale de esto, espero que sea de igual manera para el intrépido lector que se aventure a mis infames escritos.

Gracias por leer, y hasta la próxima vez.

Adiós.